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CAPÍTULO XXV: UN DESENLACE INESPERADO

Fin del primer tomo. Deseo dar las gracias a todos los que me habéis leído y os emplazo a seguir la lectura del próximo libro. ¡Nos leemos!

CAPÍTULO XXV
UN DESENLACE INESPERADO


—Me rindo…
Las palabras penetraron en su mente como un bálsamo. Zando estaba aturdido y conmovido a la vez. Tras tantos meses de lucha y conflictos, al fin había logrado su objetivo. Su cuerpo, repentinamente liviano, se relajó visiblemente al oír la declaración. Una inesperada sensación de desapego lo invadió, como si tras todo el sufrimiento padecido, la cosa no fuera con él.
Sorprendido por su reacción, Zando sonrió levemente, extrañado; había esperado sentir emociones mucho más intensas y vívidas llegado este momento. Era como si su mente se negase a aceptar que todo había terminado, que el sufrimiento y la lucha habían desaparecido de su vida al fin, dándole la oportunidad de continuar en paz los días que le quedasen por vivir. Como hombre práctico que era, rara vez se planteaba cómo encarar una situación hasta que ésta no llegaba. Así, no fue de extrañar la gran sorpresa que experimentó al mirar alrededor.
La multitud, extasiada de felicidad, gritaba y saltaba. La aldea entera retumbaba con la muestra de felicidad más sentida y multitudinaria vista en el Imperio. Los soldados que custodiaban el perímetro, a duras penas lograban contener el empuje del mar humano que pugnaba por llegar hasta él.

Quizá fue ver la muestra de cariño popular, o quizá su mente aceptase al fin el hecho de su triunfo, en cualquier caso, sintió al fin una dicha capaz de romper sus férreas defensas. Sin pararse a pensar qué hacía, se permitió por primera vez en años tener un gesto espontáneo, levantando su brazo y gritando de felicidad.
“La retribución del éxito no se mide por la grandiosidad de la causa, sino por la magnitud del sufrimiento invertido”.
La frase acudió a su mente desde el profundo lugar donde atesoraba la sabiduría del Mert´h indú. Y debía ser verdad, pues jamás en toda su vida se había sentido tan feliz.
Zando sentía, además, una irrefrenable necesidad de compartir toda aquella dicha con los que la habían hecho posible, los que se habían mantenido a su lado pese a las dificultades, arriesgando junto a él sus propias vidas. Aquella también era su victoria.
Miró hacia el fondo de la calle, buscándolos. Vera, Dolmur y Brodim corrían hacia él gritando y sonriendo. Vera fue la primera en alcanzarlo, fundiéndose con él en un sentido abrazo, celebrando la segunda oportunidad que la vida les ofrecía. La mujer lloraba de felicidad, con una alegría que podía compararse con la del propio Zando.
—Te dije que volvería —le dijo Zando al oído—. Ya sabes que soy un hombre de palabra —añadió sonriendo.
—Y un completo cabezota —respondió Vera con un mohín—. La próxima vez, no lo hagas todo tan difícil.
—No habrá próxima vez. La única aventura que me queda por vivir es la de compartir nuestras vidas.
Vera lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó sorprendida.
—Si no te lo he pedido antes, ha sido porque dudaba si viviría lo suficiente —confesó Zando—. No era justo hacer una promesa tan sagrada cuando la muerte acecha. Deseaba tener la seguridad de ofrecerte lo que tú mereces: amor sereno en lugar de fugaces encuentros al filo de la tragedia, estabilidad en lugar de precariedad… —Zando la tomó de la mano—. Lo que quiero decir es… ¿me concedes tu mano?
Vera no contestó, aunque su apasionado beso fue respuesta más que suficiente. Cuando al fin se separaron, Dolmur y Brodim los miraban con la boca abierta.
—¡Dolmur! —exclamó Zando con júbilo—. ¡Lo hemos logrado muchacho, lo hemos logrado!
El joven intentó responder, pero el nudo que atenazaba su garganta se lo impidió.
—Habéis vencido… —logró articular al fin—, y Vera y vos… juntos…
Zando lo abrazó.
—Gracias por abrirme los ojos, amigo —le dijo—. Sin ti no lo habría logrado. Ha sido un honor contar con tu ayuda.
—Creo que acabo de perder toda mi credibilidad como bribón —manifestó con socarronería.
—Lamento interrumpir —señaló Brodim—, pero aún queda algo por hacer. Será mejor que acudas junto al árbitro. Ha de hacer oficial tu victoria.
Era cierto. Con la alegría del momento, Zando se había dejado llevar; aún quedaba un formalismo que cumplir. Resuelto, se volvió hacia Hidji, que esperaba impaciente junto al humillado General Verde. El árbitro levantó la mano y solicitó silencio para proclamar el desenlace. A duras penas, el gentío remitió su atronadora algarabía. Cuando finalmente se hizo de nuevo el silencio, Hidji pronunció de viva voz lo que ya era un hecho:
—¡Gentes de Hurgia! —comenzó—. ¡Declaro a Zando vencedor del duelo por la rendición de su oponente!
Nuevos vítores se hicieron oír y de nuevo Hidji aguardó hasta que cesaron.
—¡Zando ha ganado su desafío al Imperio! —gritó—. En virtud de mi autoridad como representante de la imparcialidad, declaro a Zando nuevo Emperador. ¡Inclinaos ante él!
Como una onda expansiva, las rodillas cayeron a tierra, propagándose hasta los mismos límites de la aldea. Todos, incluidos los soldados y los mismos senadores, se inclinaron ante Zando, que permaneció en pie, mirándolos aturdido. Incluso Vera, Dolmur y Brodim comenzaron a arrodillarse, pero Zando los disuadió de inmediato.
—No se os ocurra inclinaros ante mí —les suplicó.
Vera lo cogió de la mano, orgullosa, mientras Dolmur sonreía satisfecho, recuperado ya su habitual talante indecoroso. Sólo Brodim concluyó su inclinación aduciendo que era su deber como senador.
—Hay alguien que aún no se ha arrodillado ante ti —señaló Vera súbitamente seria.
En efecto, Golo seguía en pie. Tan absorto había estado Zando los últimos instantes, que había olvidado por completo mirar al depuesto soberano, que se retorcía impotente en su asiento, encogido y con el rostro inyectado en sangre. Miraba alternativamente alrededor, observando asqueado a todos cuantos lo rodeaban. Parecía como si repentinamente todos fuesen enemigos. Especialmente terrorífica fue la mirada lanzada hacia las tropas, ahora inclinadas ante el nuevo soberano.
Zando caminó entonces hacia el palco, dispuesto a dar la puntilla final a aquella situación. Pasó junto al úmbrico, dándole la espalda. En ese momento, Dolmur y Vera, los únicos que aún permanecían en pie, gritaron tratando de alertarlo. El General Verde, furibundo, se había puesto en pie dispuesto a acabar con él. Zando se giró como el rayo, pero era demasiado tarde; el gigantesco hombre había recogido del suelo su espadón y se lanzaba hacia él con ira asesina. Zando supo que sería incapaz de bloquear o esquivar el ataque, desarmado y herido como estaba. Impotente, plantó cara, dispuesto a morir con dignidad.
Pero el general se llevó una mano al cuello antes de concluir su carga. Una flecha sobresalía de su garganta, haciéndolo sangrar profusantemente. Un instante después, una lluvia de flechas acribillaba al desdichado traidor, rematándolo. Zando miró incrédulo hacia los soldados. La división de arqueros formaba en pie, con los arcos preparados y listos para disparar. El teniente al mando, Suki, saludó a Zando con una inclinación de cabeza. Los soldados, celosos cumplidores de su deber, habían protegido a su nuevo Emperador. Zando reconoció a su amigo, sonriéndole afectuosamente. Después, continuó su camino dispuesto a terminar todo aquello cuanto antes.
Al verlo aproximarse, Golo se encogió en su asiento, mirando al suelo. Una de sus piernas subía y bajaba, nerviosa, mientras de su boca salía una letanía ininteligible de palabras. Zando se plantó ante él, en silencio. Los dragones blancos aún rodeaban al depuesto monarca. Al verlo aproximarse, comenzaron a rodearlo con la intención de escoltarlo. Era su modo de reconocerlo como su nuevo superior.
—¡FUERA! —les gritó Zando sin contemplaciones. Desde la muerte de Alasia, no soportaba su presencia.
Y por primera vez en la historia del Imperio, los dragones obedecieron y se retiraron, dejando sin protección a un miembro del gobierno.
Después, nuevamente se hizo el silencio. Al ver que nadie hacía o decía nada, Golo se atrevió a levantar fugazmente la mirada. El rostro de Zando, nuevamente implacable, lo observaba con tensa expresión.
—El pueblo se inclina ante mí —dijo Zando con voz firme—, aunque sólo deseo ver a uno de mis súbditos inclinado. ¡El único que aún permanece sentado! —estalló, asiéndolo por el cuello—. Arrodíllate ante mí, Golo —ordenó—, póstrate ante tu nuevo Emperador.
Golo se retorció, rabioso, intentando liberarse. Al menos una docena de soldados corrieron hacia Zando, dispuestos a socorrerlo, pero el nuevo Emperador les indicó con un firme movimiento de cabeza que lo dejasen solo. Por más que Golo se retorció, la firme tenaza de Zando no lo dejó escapar. Dándose cuenta de la futilidad de su intento, Golo cejó al fin su pataleo. Su rostro mostraba ahora el purpúreo matiz de la locura.
—Sucio traidor… —sibiló—, jamás te reconoceré como Emperador. Has podido engañar a todos, pero no a mí. ¡Jamás conseguirás mi sumisión! —gritó, escupiendo a Zando en el rostro.
Con deliberada lentitud, éste se limpió la saliva de la mejilla. Después miró a Tolter, plantado aún junto a su antiguo señor.
—Eres el consejero del Emperador, ¿no es así? —preguntó.
—Así es, mi señor —saludó Tolter con un extraño brillo en la mirada.
—Bien, consejero, ponte en pie y degüella a este rufián —ordenó.
Tolter se incorporó con una macabra sonrisa. Desenvainó su daga, una pieza de joyería con el mango engastado en oro y piedras preciosas, y colocó la afilada hoja en el cuello de Golo.
—¿Lo ejecuto aquí mismo, mi Emperador? —preguntó.
—Eso dependerá de la rapidez con la que este gusano se arrodille ante mí.
Golo, pálido de pavor al ver cercano su fin, se arrodilló con presteza, olvidado ya su reciente amago de valor.
—¡Perdonadme, majestad! —suplicó mientras besaba las botas de Zando.
—¿Perdonarte dices? —Zando fingió sopesar la posibilidad—. Creo que sí, ¿por qué no? Te voy a dar la oportunidad de redimirte.
Golo levantó la cabeza, incrédulo. Tolter lo golpeó con violencia, obligándolo a mirar de nuevo al suelo.
—No tienes permiso para mirar a tu Emperador —advirtió jugueteando con su daga.
—Gracias, consejero —Zando no estaba de acuerdo con la sumisión de los súbditos ante la nobleza. Siempre pensó que el respeto había que ganarlo, no heredarlo. Mas no pudo evitar sentirse complacido al ver como ponían en su sitio a aquel cobarde y depravado hombrecillo—. Ahora, vamos con tu sentencia. Pese a desear con toda el alma matarte aquí mismo, no haré tal cosa. Creo que ya se ha derramado suficiente sangre en todo este asunto. En su lugar, tengo un castigo mucho más adecuado para ti. Serás llevado a la cantera más recóndita del Imperio, donde trabajarás de sol a sol hasta saldar la deuda que han contraído las arcas imperiales debido a tus excesos.
Tras unos segundos de duda, la expresión de Golo se desencajó, tornándose cadavérica.
—Eso me llevaría mil vidas… —comprendió—. Jamás conseguiré saldar mi deuda.
—Veo que lo has entendido. El castigo ha de estar siempre en concordancia con la falta. Ahora —dijo Zando asiéndolo por la elegante camisa—, ¡es hora de pagar! —exclamó proyectándolo por la balaustrada y haciendo que se estrellase contra la calle.
El gesto le produjo un agudo dolor en su contusionado tórax e hizo que su rodilla protestase con una insoportable punzada, pero Zando aceptó gustoso el precio. Ver a Golo arrastrarse gimoteando por el suelo era una imagen extrañamente vivificante.
—Lleváoslo —ordenó—. Ponedlo a buen recaudo en espera de su traslado.
Al punto, un nutrido grupo de soldados se llevó a Golo en dirección al campamento imperial. Probablemente, aquel era el prisionero más importante que jamás tendrían la oportunidad de custodiar.
Tras la intervención del grupo de arresto, una tensa calma se instaló en el ambiente. Zando miró alrededor, pensativo. Todo el mundo seguía arrodillado, esperando la orden para erguirse. Según la tradición, debían permanecer postrados hasta que el Emperador los autorizase a levantarse.
—Yo, Zando, como nuevo Emperador, os ordeno que os incorporéis —comenzó. Quería comunicar su decisión con la mayor prontitud—. Como todos sabéis, no fue la codicia o la sed de poder lo que alentó mis actos hasta alzarme con la victoria —al oír sus palabras, muchos fueron los que asintieron mostrando su conformidad—. Muy al contrario, mi único deseo era el de defender a los nobles habitantes de esta villa, oprimidos y olvidados por el Imperio. Su libertad y un sincero deseo de justicia fueron el aliento de mi causa. Como hombre humilde que soy, las intrigas de la corte sobrepasan mis posibilidades y mi paciencia —al decir esto, miró los ceñudos semblantes de los senadores, que atendían a su explicación con tensa expectación, temerosos de sus intenciones—. Jamás estuvo en mi ánimo el ejercer como soberano de un Imperio que no ha hecho sino usarme hasta la extenuación y arrojarme como un deshecho cuando no le fui de utilidad.
Zando hizo una pausa. Hablar en público jamás se le había dado bien y no deseaba equivocarse al escoger las palabras. Los senadores seguían mirándolo fijamente, alerta, siempre desconfiantes. En esos difíciles momentos, la mirada de apoyo de Vera, que seguía con orgullo su discurso, fue como un bálsamo que lo calmó y le dio nuevos ánimos.
—Sé que muchos de vosotros deseáis que tome las riendas del Imperio Húrgico —continuó—. Junto a mí, habéis sido testigos de excepción de mi causa, de cómo un hombre puede marcar la diferencia con tenacidad y valor. Vuestro ánimo ha alentado mi empresa, y os debo gratitud imperecedera por darle alas a mi esperanza, ánimos a mi espíritu y consuelo a mis penas. Vuestros eran los gritos de apoyo que me acompañaron día tras día, incluso en los momentos donde todo parecía estar perdido. Vuestra, la pacífica fuerza que impidió el uso de la violencia para detener los duelos, el noble testimonio que impidió que la verdad de lo aquí acontecido se perdiera en las redes de la manipulación política. No sólo sois los testigos excepcionales de la caída de un Emperador: sois parte activa de ello. Sin vosotros, no hubiese sido posible. Sin embargo, mi objetivo no era gobernar. Es justicia, y no un trono, lo que me habéis ayudado a conseguir. No deseo ser Emperador.
Un mar de protestas recorrió la multitud. Los senadores, en cambio, se miraron aliviados. Brodim les dirigió una expresiva sonrisa.
—Sólo el Senado tiene potestad para designar al Emperador y así ha sido desde el mismo nacimiento del Imperio —prosiguió Zando, dando la puntilla a cualquier duda sobre sus planes—. Y os aseguro que esto no va a cambiar. Mi intención es la de ceder la regencia temporal al senador Brodim, hombre capaz y honrado, digno de mi total confianza —Brodim miró atónito a Zando, con la boca abierta. El anuncio de su nuevo cargo lo había conmocionado—. Como podéis ver, tal es su talante humilde, que no sabe cómo reaccionar a mi propuesta —bromeó Zando, provocando la risa del gentío y el azoramiento de Brodim, que saludó enrojecido a la muchedumbre—. Por tanto, será el Senado quién designe al nuevo Emperador, como siempre ha sido y siempre será. Sólo haré uso de mi poder una única vez antes de ceder la potestad. ¡Oíd mi único mandato! —gritó con autoridad—. Sabed que la aldea de Roca Veteada jamás volverá a estar sometida a los designios del Imperio. Desde este mismo instante, concedo plena autonomía a la aldea. Sus propiedades quedan por siempre jamás fuera del territorio imperial. ¡Nombro a Roca Veteada nación independiente! ¡Sus habitantes no tendrán que volver a rendir cuentas al Imperio! Hoy y siempre, este lugar será la prueba de que las cosas pueden cambiar, de que ningún sueño es descabellado si la causa que lo alienta es noble. Me despido pues de vosotros. En mi corazón, siempre tendréis mi amistad. ¡Qué Hur vele vuestras vidas!
Zando finalizó su discurso y aguardó. El gentío lo observaba fijamente, sin saber qué pensar. Dolmur corrió entonces y se reunió con Zando en el palco.
—¿Ésta es la gratitud que le ofrecéis a Zando? —gritó—. ¿Ésta la alegría mostrada por libraros de un tirano? —Dolmur hablaba apasionadamente, incluso con un leve atisbo de exigencia—. ¿Es ésta la despedida que le vamos a ofrecer a un héroe?
—Nooo… —contestó la multitud arengada por Dolmur.
—En tal caso, ¡haced que Zando nunca olvide vuestras muestras de afecto! —gritó—. ¡Hurra por Zando!
La multitud estalló en vítores, aceptando al fin el inesperado desenlace. Los soldados, orgullosos, golpeaban sus escudos con las espadas, provocando un gran estrépito. El clamor era ensordecedor.
—¿Tenías que hacerlo, no Dolmur? —preguntó Zando suspirando—. Ahora que por fin se habían callado…
—Eres un cascarrabias, ¿lo sabías? —respondió Dolmur tuteándolo por primera vez en su vida—. Si en el fondo te gusta… Nadie montaría semejante circo buscando únicamente justicia. ¡A mí no me engañas!
—Aún tengo un brazo para luchar… —amenazó Zando—. No me tientes.
Dolmur miró a Zando unos instantes fingiendo miedo antes de prorrumpir en carcajadas. Los dos amigos bajaron la escalinata del palco y se unieron a Vera y Brodim.
—¿Y ahora qué? —preguntó el ministro—. ¿Qué harás ahora, Zando?
—A casa amigo mío, al hogar —dijo tomando de la mano a Vera.

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El Hechicero detuvo su imponente montura en seco. La bestia pifiaba expulsando vahídos de vapor a la helada atmósfera. Las tierras del norte se divisaban ya tras la línea del horizonte, perfilada por los picos de las nieves eternas. Había cubierto una gran distancia desde la distante Roca Veteada en un corto espacio de tiempo. Su misión así lo requería. Con cuidado, aplicó sus manos sobre el lomo de su agotado corcel, invocando mentalmente el hechizo que obligaría al animal a romper una vez más el límite de esfuerzo tolerado. El animal no sobreviviría al viaje, pero, con suerte, lograría llevarlo a tiempo hasta su destino. La energía invocada fluyó de sus manos, calmando de inmediato al corcel. Satisfecho, el Hechicero lo palmeó. Después se giró en la silla de montar y oteó en dirección al sur. El complicado hechizo que había liberado en los límites de la aldea se había activado al fin. Sus ojos se transfiguraron, adquiriendo un marcado tono amarillento. El cambio de apariencia trajo consigo la preciada información; ahora era capaz de distinguir una fina línea en el horizonte, de color carmesí. Tal y como esperaba, los acontecimientos se habían desarrollado de acuerdo con los designios del oráculo.
Su peón había cumplido con su misión, después de todo. El Hechicero gesticuló algo parecido a una sonrisa al pensar cuántos habían participado inintencionadamente en sus planes, actuando según sus designios. En ese momento, una idea inquietante afloró a su mente como muda respuesta a su hilaridad. ¿No sería él mismo una marioneta más que obraba según un poder mucho mayor al suyo? La incómoda idea lo hizo espolear al caballo, reanudando su viaje.
Pronto, los acontecimientos continuarían su curso. El papel que Zando debía jugar en el destino del Imperio no había hecho más que comenzar.

●●●

Zando abrazó a Brodim con afecto. La comitiva imperial aguardaba, preparada para partir al fin rumbo a Ciudad Eje. Habían transcurrido dos semanas desde su victoria, y apenas quedaban ya una veintena de visitantes en la aldea. El lento retorno a casa se había llevado a casi todos los visitantes y curiosos que durante meses habían sido testigos de excepción de los acontecimientos. Los festejos habían durado una semana. Las reservas alimenticias de Vera, así como las del resto de aldeanos, estaban abarrotadas, llenas con los presentes ofrecidos por los agradecidos forasteros. Zando había perdido la cuenta de cuantas negativas habían salido de sus labios ante las continuas peticiones de rectificar su decisión de rechazar el liderazgo del Imperio. «Soy un simple soldado», les decía, «la gestión de un Imperio es una tarea que me supera». De este modo, el pueblo, resignado, aceptó al fin su decisión.
—La caravana nos espera —dijo Brodim con tristeza. Dolmur, situado junto a él y ataviado de nuevo con sus elegantes ropas de ciudad, volvía a la capital en su nueva condición de asesor del Emperador—. ¿Estás seguro de tu decisión? Con una cantidad como esa…
Brodim hablaba del oro. Zando había confesado al Senado el oscuro secreto que había originado todo el conflicto. El despilfarro y codicia de Golo eran los causantes de todo lo acontecido. Y ahora el oro de la veta sería cedido a la maltrecha economía del Imperio.
—Ya sabes que es la única opción —respondió Zando—. De quedarnos con todo el oro, el Imperio pronto se retractaría de su promesa e irrumpirían de nuevo en la aldea, violando el pacto de independencia de Roca Veteada. Si queremos conservar nuestra neutralidad, el oro debe abandonar la comarca. Además —añadió sonriendo—, el Imperio Húrgico no tardaría en desmoronarse con las arcas vacías. Es el único modo de que ambos consigamos vivir en paz.
—Si, de eso se trata, sin duda —convino Brodim—. Creo que hemos pasado sustos para toda una vida. Es tiempo de vivir en paz.
—Cosa que no les resultará difícil a los habitantes de la aldea, ¿eh, Zando? —intervino Dolmur con su habitual tono guasón—. Después de todo, una pequeña parte del oro se quedará aquí.
—No seas impertinente —le regañó Vera pellizcándole el brazo—. ¡Y dejad de hablar de dinero! Es muy desagradable. Prometedme una vez más que volveréis para asistir a nuestra boda —pidió cambiando de tema. Ella y Zando habían acordado retrasar sus esponsales para darles tiempo a sus amigos a realizar el viaje hasta la capital, arreglar la sucesión, y volver hasta la aldea.
—¿Boda? —preguntó Dolmur fingiendo sorpresa—. ¿Es que se casa alguien?
—¡Oh, Dolmur eres imposible! —rió Vera abrazando al joven—. No nos olvidéis.
—¿Olvidaros? ¿Vos que decís, Brodim? Creo que podríais instalaros con ellos cuando os jubiléis. Dicen que este clima de montaña va bien para la salud. Además, sus futuros hijos necesitarán un abuelo. Yo, por mi parte, creo que volveré cada verano, a ver si consigo que el gruñón aprenda el noble arte de la tolerancia —dijo señalando a Zando—. Aquí donde lo veis, tiene alma de tirano. Menos mal que rechazó la corona, de buena nos hemos librado…
Brodim y Vera rieron la broma, no así Zando, que dudó, resignado, si algún día dejaría de ser el blanco de sus burlas.
Finalmente, y tras una emotiva despedida, la caravana partió al fin. Zando divisó en la distancia la jaula donde transportaban a Golo, encadenado. Desde su arresto, había entrado en un frío mutismo y miraba a todo el que se acercaba a su lugar de cautiverio con desdén. Zando sintió un escalofrío en la base de la espalda. Algo le decía que Golo aún no había jugado su última carta.
—¿Ocurre algo, Zando? —preguntó Vera al ver su tensa expresión.
—Supongo que nada, a veces la imaginación me juega malas pasadas. Volvamos a la granja.
—¿A la granja? —preguntó Vera acariciando el pecho de Zando—. Yo pensaba en un lugar más concreto, por ejemplo el dormitorio.
—¿El dormitorio? No creo que pasemos del vestíbulo —dijo Zando atrayéndola hacia sí y besándola.

Dolmur sintió añoranza al abandonar al fin los límites de la aldea. Pese a sus muestras de jovialidad, lo cierto era que odiaba despedirse de Zando. Había encontrado en aquel viejo soldado al mejor de los amigos. ¡Hur, cómo lo echaría de menos!
—Veo que te ha afectado la partida, bribonzuelo —dijo Brodim desde el otro extremo del carruaje—. No es tan duro el león como lo pintan.
—Creo que deberíais ir pensando en usar unas lentes para ver. Vuestros ojos os traicionan con la edad —mintió Dolmur.
—Puede ser —admitió Brodim—. De hecho no veo bien la letra de este pequeño libro —dijo, mostrando un pequeño y desgastado manual—. Quizás pudieras leerme un poco.
Dolmur tomó el libro, sorprendido. Se trataba del ejemplar del Mert´h indú de Zando. Dolmur lo abrió y leyó la dedicatoria. La habían escrito hacía muy poco:
“Ojalá te enseñe a ti una fracción de lo que me enseñó a mí”.
—Vos y Zando os habéis propuesto hacer de mí hombre de bien —protestó Dolmur con poca convicción—. ¿No es cierto?

Aquella noche, Zando despertó de madrugada. Se levantó procurando no despertar a Vera. La luz de las lunas que penetraba por la ventana bañaba el rostro de su amada con la tenue luz que ilumina los sueños, procurándole una belleza sobrenatural. Tras besarla en la frente, Zando se dirigió al salón y encendió un candil. Una idea le rondaba la cabeza desde hacía meses. Tomó papel y una pluma y comenzó a escribir. Al cabo de unos momentos, levantó la mirada y observó satisfecho:
Mert´h indú, la revisión de un clásico, por Zando.
En su memoria guardaba una copia indeleble del Código original. Ahora se disponía a aportar la experiencia de toda una vida. Si alguien podía ahorrarse el tormento que había experimentado él, daría por bien empleado el esfuerzo. Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo.
La calidez de los labios de Vera lo sacó de su ensimismamiento momentos más tarde.
—Es muy temprano, amor mío —señaló la mujer rodeándolo con sus brazos—. ¿No habrán vuelto tus pesadillas?
—¿Mis pesadillas? —Zando miró la frase con la que comenzaba su libro:
Ningún código puede sustituir la conciencia de un guerrero…
—No —respondió—. Jamás volverán las pesadillas.

FIN DEL TOMO I

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1 Opiniones:

Anónimo dijo...

Es el mejor libro de su género que he leído. Ágil y emocionante. Muy recomendable para todo el que se quiera evadir de la hipocresía de nuestro mundo. ¡Una aunténtica gozada!.