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CAPÍTULO XXIV: EL DUELO IMPOSIBLE

Hola a todos. Los que hayáis llegado hasta aquí estáis a punto de terminar el viaje. Estamos a un episodio de finalizar la aventura de Zando contra el Imperio. En su día, cuando escribí esta parte de la historia, no tenía la menor idea de cómo solucionar el dilema al que se enfrenta el protagonista. Si hay algo que me disgusta en una historia es que se vuelva predecible, así que para evitar esto, ideé una situación aparentemente sin solución y esperé durante meses hasta que se me ocurrió una salida al dilema. Juzgad vosotros si os convence o no.

CAPÍTULO XXIV
EL DUELO IMPOSIBLE


Aún desorientado por los golpes, Zando atrajo hacia sí a Vera y la abrazó.
—Te juré que volvería —dijo satisfecho.
—¡Oh, mírate! Te ha destrozado —repuso ella con la voz quebrada—. No has debido llegar tan lejos, nadie merece tanto sacrificio. Nadie.
—Odio admitirlo, pero tiene razón —terció Dolmur—. Nos temíamos lo peor. Nadie había vencido nunca a un ejecutor. Ha faltado muy poco.
—No era tan duro, aún dispongo de un brazo sano —bromeó Zando sin demasiado éxito. Vera y Dolmur lo miraron desalentados—. Sólo necesito descansar. Regresemos a la granja.
Zando se apoyó en ellos, agotado. Pese a su entereza, el combate lo había llevado al límite de su aguante físico, y su cuerpo no había salido bien librado: tenía un brazo roto, su rodilla derecha protestaba con punzadas de dolor tras el mazazo recibido, y su cabeza aún zumbaba con cada latido. Zando era consciente de que la lucha se había librado en términos mucho más que físicos; había derivado en un combate de voluntades. Por eso, pese a tenerlo todo en contra, había prevalecido su voluntad incontestable.

Pero ahora, a punto de regresar al hogar —Zando se sorprendió al pensar en la granja de Vera en esos términos—, dudó por primera vez sobre su capacidad para terminar aquello que había comenzado. ¿Cómo libraría el último duelo en su estado?
Su regreso tras el enfrentamiento, en otras ocasiones jaleado con furor por miles de personas, era ahora observado por rostros preocupados y cabizbajos. Todos eran conscientes de la terrible verdad de aquella victoria: era vana, sin la posibilidad de otro combate, el último combate. Para sus miles de seguidores, no eran posibilidades de victoria lo que veían, sino a un hombre gravemente herido, que necesitaba ayuda para caminar y tenía un brazo roto. Ésa era la verdad que tenían ante sus ojos.
¿Pero era eso lo que Zando sentía en su corazón?
Su carácter terco le decía que no, que aún era capaz de un último acto de fe, de lograr el milagro, de prevalecer pese a todo.
Y fue justo en ese momento, cuando Zando, Vera, y Dolmur abandonaban la aldea por el extremo de la calle, cuando sonaron las trompetas. Todos miraron en dirección opuesta, hacia el campamento de Golo. En efecto, el Emperador esperaba puesto en pie sobre el estrado. Su expresión era risueña y confiada.
—Esto no augura nada bueno —opinó Dolmur—. ¿Qué puede querer ese bellaco ahora?
—Veámoslo —contestó Zando.
Golo esperó a que las trompetas callasen y todo el mundo mirase hacia el estrado antes de dirigirse a la multitud.
—¡Ciudadanos del Imperio! —gritó—. Ha sido un verdadero milagro haber llegado hasta aquí, combate tras combate, en una hazaña digna de una epopeya literaria. Nobles soldados, leales servidores del Imperio, han dado su vida frente a un traidor de indudable habilidad.
De inmediato, un clamor de abucheos se hizo oír, acallando el discurso de Golo. El Emperador, impertérrito, esperó a que se hiciera el silencio de nuevo antes de continuar.
—Dado que mañana se celebrará el duelo definitivo —continuó ajeno a toda crítica—, he decidido presentar al último de mis campeones. Como todos sabéis, hasta hace bien poco, Zando, lejos de enfrentarse al Imperio que lo encumbró a lo más alto, fue mi General Verde, el orgullo de mis legiones. Justo es, pues, que sea su sucesor quien ponga fin a tan disparatada empresa. Aquí tenéis al campeón definitivo del Imperio… ¡os presento al nuevo General Verde!
De nuevo sonaron las fanfarrias. Entre las filas de los soldados imperiales se abrió un estrecho pasillo, de donde emergió una figura gigantesca.
—¡No puede ser! —gritó Dolmur—. Es absurdo. ¿Quién en su sano juicio…?
—¿Qué sucede? No entiendo a qué te refieres, Dolmur —dijo Vera—. ¿Quién es ese nuevo general?
—No se trata de quién, sino de qué —aclaró Zando—. Es un úmbrico.
En efecto, un colosal úmbrico se mostró ante todos portando la armadura lacada en verde esmeralda sobre metal dorado que caracterizaba al jefe supremo de las legiones verdes. Pese a lo terrible de su tamaño, el nuevo general resultaba desdichadamente cómico: la armadura, diseñada para adaptarse a un hombre de envergadura normal, le quedaba desproporcionadamente pequeña. Esto dejaba entrever una gran superficie de su pálida piel, característica de los habitantes del norte. El casco, en cambio, oscilaba con holgura debido a la diferencia de tamaño del cráneo de los úmbricos, sensiblemente más pequeño que el del resto de las razas. Era como ver a un grotesco simio vestido con apariencia humana.
El nuevo general se volvió hacia su soberano y saludó con una inclinación de cabeza. Después, desenvainó su espada, un arma gigantesca de doble filo y bramó desafiante, mirando a Zando.
—No entiendo nada —insistió Vera—. ¿Qué tiene de extraño ese úmbrico que no tuvieran los otros?
—Los úmbricos jamás ascienden en el escalafón militar —explicó Zando—. Su agresividad y su escaso nivel intelectual se lo impiden. Son excelentes como infantería de primera línea, pero ningún mando en su sano juicio los ascendería. Son seres impredecibles, violentos y poco disciplinados. El nombramiento de uno de ellos como general, es la puntilla al despropósito que supone la remodelación de la cúpula de mando del ala verde del ejército imperial.
—Entiendo —asintió Vera—, Golo ha hecho lo necesario con tal de detenerte.
—¡Y nosotros debemos limitarnos a aguantar sus maquinaciones! —apostilló Dolmur—. ¡No es justo, diantre!
—Justo o no, es lo que hay —opinó Zando—. Volvamos a casa, necesito los cuidados de un sanador.
Quizás fuese sólo una falsa impresión, pero Dolmur creyó atisbar un leve deje de abatimiento en la voz de su amigo. «Probablemente sean sus heridas», pensó.

Un par de horas más tarde, Zando observaba impotente su brazo entablillado. Necesitaría un par de meses para pensar en recuperar toda la movilidad, o al menos eso le había dicho el amable doctor arendiano llamado Amerio; Ezenio, el rapaz contratado por Dolmur había ido a buscarlo tras el combate para que atendiese sus heridas.
El doctor, de aspecto despistado y cuerpo menudo, era uno de los muchos extranjeros que habían acudido a presenciar los duelos. Él era quién había atendido a Zando en las ocasiones en que los atentos cuidados de Vera no habían sido suficientes.
En esta ocasión, en cuanto pusieron un pie en la granja, Vera había insistido en encamar al enfermo en su camastro de la primera planta. Las protestas de Zando cayeron en saco roto y pronto yació en su lecho, atendido por Vera y el doctor. Mientras la mujer curaba diligentemente sus heridas y vendaba su magullada pierna, Amerio se puso manos a la obra con su fractura. Pese al tiempo transcurrido desde la quiebra, Zando no protestó cuando le colocaron el hueso en su sitio. El hábil curandero manipuló su extremidad con destreza, pero pese a su buen hacer y el aguante de Zando, éste palideció visiblemente por el dolor. Al ver la blancura en el rostro de su amigo, Dolmur no pudo reprimir un quejido de frustración. Amerio lo miró alarmado, temiendo que incomodase al enfermo con su actitud. El joven, captando la indirecta, abandonó el cuarto de Zando, disculpándose.
—¿Dejará secuelas la fractura? —preguntó Vera cuando el doctor hubo concluido.
Zando no se había atrevido a formular la cuestión. La posibilidad de quedar lisiado era demasiado familiar en la vida de un hombre de armas. Y esta vez parecía que por fin le había tocado a él.
—No, por suerte, la fractura ha sido limpia —respondió Amerio—. De haber estado astillado el hueso, no hubiese podido recuperar toda la movilidad en su brazo.
—¿Cuánto tiempo estará así?
—Temo que dada su edad, le cueste al menos un par de meses de convalecencia.
—Entiendo —dijo Vera desconsolada—. ¿Y estáis seguro de que usar la hechicería es imposible?
—Del todo, amor mío —respondió Zando adelantándose al doctor—. Los efectos secundarios me dejarían indefenso.
—Es cierto. Casi todos los doctores poseemos algún fragmento de níode —respondió extrayendo de su maletín un mineral brillante y rojo, tallado con intrincadas facetas—. Estas maravillas, convenientemente tratadas con las artes de la hechicería, ayudan a acelerar el proceso de curación. Desgraciadamente, el uso de la magia exige siempre un precio a pagar. En este caso, las heridas de Zando podrían estar curadas para mañana al amanecer, pero la energía necesaria la aportaría el enfermo; a buen seguro, el proceso lo dejaría inconsciente al menos una semana.
—En cualquier caso, no podría combatir mañana —corroboró Zando—. He visto muchas heridas de guerra tratadas con magia. Los soldados convalecientes dormían agotados durante días. Se trata de un proceso que exige un gran desgaste físico.
—Ya veo —dijo Vera dándose por vencida. Odiaba pensar que tras tantos meses de dura entrega, Zando no tuviera alternativas para continuar—. Muchas gracias por todo —agradeció estrechando la mano de Amerio—, si me acompaña a la planta baja, le pagaré por sus servicios.
—De ningún modo —se negó el doctor—, soy yo, al igual que las miles de personas que admiramos a Zando, los que tenemos una deuda de gratitud con él. Su entrega y su gesta han sido pago suficiente —explicó mientras abandonaba la estancia—. Lástima que no haya podido llegar hasta el final. Por un momento, todos creímos que el sueño podría hacerse realidad. Un hombre contra un Imperio… ¡memorable!
—Esto no ha terminado —afirmó Zando con terquedad—. Estoy herido, no acabado.
Amerio abrió desmesuradamente los ojos al oír la afirmación de Zando.
—No le hagáis caso, nunca ha sabido decir basta —lo disculpó Vera—. Venid, Dolmur os acompañará hasta la linde de la granja —dijo acompañándolo hasta la salida. Después, con ojos encendidos como ascuas, miró a Zando con expresión severa—. ¿Qué es eso de que esto no ha terminado? En nombre de Hur, empiezo a creer que has perdido la razón.
—Puedo pelear con un solo brazo —insistió Zando tercamente—. Las cosas no acaban hasta el final, y mientras respire, no habrán terminado.
—Está bien, en tal caso, levántate —le ordenó Vera en un tono que no admitía evasivas—. Camina los tres pasos que nos separan.
Zando obedeció y se puso en pie. Inmediatamente, su rodilla derecha lo hizo encogerse de dolor.
—¡Camina! —lo increpó Vera.
Con una pronunciada cojera, Zando atravesó la pequeña habitación.
—Ahora gira el cuerpo.
Nuevamente, punzadas de dolor recorrieron el tórax de Zando al intentar realizar la acción solicitada. Tenía el cuerpo completamente dolorido.
—Estás destrozado y sabes que mañana te dolerá aún más —pese a la dureza de sus palabras, lágrimas de angustia corrían por sus mejillas—. Si escapas, nadie te culpará. Todos saben que has hecho todo cuanto has podido. Todo esto ha servido para mostrarles el camino. No te corresponde a ti ganar sus batallas. Si acudes mañana al duelo, te enfrentarás a un guerrero despiadado y cruel, más fuerte, rápido, y joven que tú. Si no cejas en tu empeño, mañana…
Vera no pudo terminar la frase, pues tenía un nudo en la garganta. Tras pugnar por continuar, finalmente acertó a decir:
—Por favor… —susurró con la cabeza encogida y mirando al suelo. Sus manos aferraban la falda de su vestido, retorciéndola.
Zando la miró, y no pudo evitar sentirse culpable. En su interior, luchaba por hallar una solución satisfactoria. Pero no la había. Si abandonaba o se rendía, Golo lo prendería para ejecutarlo. Y si escapaba, viviría el resto de sus días con la sombra de la duda, huyendo, temeroso de mirar a su espalda.
No, su conciencia lo impelía a pelear, a continuar pese a todo.
—No me pidas que renuncie —suplicó Zando a su vez—. Si no me presento mañana, Golo habrá ganado. Alasia, Crod… habrán muerto por nada.
—Eso ha sido un golpe bajo —protestó Vera—. Ellos están muertos y nosotros aún tenemos una vida por delante.
—Una vida vacía y desprovista de tranquilidad, huyendo para no ser capturados. Golo no me dejará vivir, lo sabes. El único modo de aspirar a una vida plena y feliz es vencer mañana.
—¡No puedes vencer! —estalló Vera—. En tu estado, incluso yo podría derrotarte. ¿Es que no te das cuenta? Si acudes al duelo, no sobrevivirás. Prefiero vivir como una prófuga antes que presenciar cómo te matan.
—Eres tú quien no lo entiende, Vera. Lo que me hace ser quien soy son mis principios, mi Código. Si has visto en mí a un hombre a quien poder amar es por ser como soy. Si no acudo al combate será como morir en vida. Me marchitaré y caeré en la desesperación. No puedo ser quien soy sin acudir mañana.
—Dolmur me advirtió sobre esa terquedad tuya. Dijo que eras incapaz de pensar por ti mismo sin el Código al que idolatras, el Mert´h indú. ¿Tan grave sería adaptarte a las circunstancias? Pareces creer que cambiar tu rígido modo de pensar sólo traería desgracias, pero quizás no sea así, quizás haya un mundo maravilloso por descubrir tras el Mert´h indú. ¿Crees acaso que yo carezco de principios por no seguir tu doctrina? ¿Acaso mi modo de pensar y actuar es inferior al tuyo?
—Yo no he dicho eso —se defendió Zando—. Eres una mujer maravillosa. Tu lealtad y bondad están más allá de toda duda. Pero cada cual se aferra a sus creencias.
—¿Y tus creencias te obligan a morir? Quizá ellas te importen más que yo misma.
—Das por hecho que perderé —dijo Zando abatido—. Un poco de fe es lo único que necesito. No soy una persona religiosa, Hur lo sabe, pero si he llegado hasta aquí, quizás me quede algo por hacer. No creo que todo lo acontecido sea fruto del azar. Quizás esto sea parte de un plan que nos supera a todos nosotros. ¿Tanto te cuesta creer en mí?
Vera no respondió. En su lugar lo miró con expresión desolada. La mujer le había prometido apoyo hasta el final de los duelos, y ahora se arrepentía de su promesa. Deseaba obligar a aquel hombre terco a entrar en razón, pero sabía, en lo hondo de su ser, que Zando tenía algo de razón. La suficiente para no cejar en su empeño.
—Veo que no te voy a convencer —afirmó obstinada—. Sea pues. Prometí apoyarte y me tendrás a tu lado, pero no esperes que alabe tu descabellado intento —concluyó, saliendo y dando un portazo.
Zando se quedó a solas con sus miedos.

Aquella noche le fue imposible dormir. En realidad, Vera y Dolmur tampoco pudieron. El peso de lo que estaba en juego era abrumador, y las esperanzas ínfimas.
Zando recordó las palabras de su guía en Shazalar el día que se despidieron: “Sólo necesitas recordar que siempre has tratado de hacer lo correcto, aunque esta vez, escucha a tu corazón en lugar de a tu cabeza”. Según su vaina, esa era la clave para vencer en la batalla que se avecinaba. A la luz de todo lo acontecido, el consejo se mostraba veraz. De no haber escuchado a su corazón, nunca se habría puesto del lado de los aldeanos, y los duelos jamás habrían tenido lugar, convirtiéndolo en el héroe de los desfavorecidos.
Pero Zando estaba muy lejos de sentirse como un héroe. Muy al contrario, se sentía terriblemente desdichado. No soportaba hacer sufrir a Vera. Esa noche interminable, a punto estuvo de acudir junto a ella innumerables veces para decirle que renunciaba. Lo único que deseaba era abrazarla y mandar al infierno a todo y a todos. Sentado en el porche de la casa, miraba hacia la aldea con el alma partida en dos.
El peso del silencio era insoportable. Por primera vez en meses, esa noche nadie cantaba o danzaba. Las hogueras se habían apagado pronto y los ánimos habían sucumbido, ahogados por el peso de la derrota en ciernes.
Su derrota.
El viejo soldado miró sus manos, preguntándose si bajo toda aquella piel, huesos y tendones, se ocultaría un alma capaz de imponerse a las limitaciones de su cuerpo magullado y roto. ¿Acaso el Omni era el poder del alma humana liberado de la prisión del cuerpo? Si así fuera, quizás sucediese un milagro que lo ayudase en aquellos momentos oscuros.
Zando acarició el viejo y ajado ejemplar del Mert´h indú que lo había acompañado durante media vida.
«Haz de sus preceptos tu vida, y jamás volverás a sentirte indigno mientras vivas», le había dicho Fíleas, su maestro, el día que se alistó. Desde entonces, Zando jamás había roto uno solo de sus preceptos.
Hasta que llegó a la aldea.
Vera lo había acusado de no saber pensar por sí mismo, de obedecer ciegamente el Código. Pero eso era falso. La cadena de acontecimientos desatada el día del Fundador lo había conducido a enfrentar su sentido del honor con su conciencia.
Y contra todo pronóstico, su conciencia había prevalecido.
Había perdido todo por cuanto había luchado en la vida, viéndose degradado y humillado por ser falible. El momento de debilidad vivido en el templo había bastado para hacer pedazos toda una vida de leal entrega al Imperio. Mas cuando se creyó inexorablemente perdido, le fue concedida una segunda oportunidad, o eso había creído entonces. En realidad, lo enviaron a una misión suicida acompañado por asesinos de la peor calaña. E incluso así, no lograron quebrar su espíritu, hacerlo ceder en su empeño de cumplir con su obligación. Y cuando finalmente llegó a su destino…
Simplemente no pudo imponer su sentido del honor a la más flagrante de las injusticias.
Su conciencia, largamente reprimida en pos de un bien que Zando creía mayor, había quebrado su determinación enfermiza, obligándolo a renunciar a su honor en detrimento de ésta.
No fue hasta ese instante, sentado a solas con su impotencia bajo el tenue resplandor de las lunas, que Zando entendió al fin el sentido de sus pesadillas; eran la voz de su conciencia, reprimida y acallada con terca determinación, que pugnaba por hacerle entender la más básica de las verdades:
No existe honor sin bondad.
Ante el dilema de escoger entre acatar el Código y arrancar a los habitantes de la aldea de sus paupérrimas haciendas, u obrar con caridad y prestarles ayuda, Zando había optado por lo segundo. Y aquella fue una decisión que casi lo llevó a la locura y a la muerte. Renunciar a una vida de creencias es una empresa que pocos hombres tienen la entereza de acometer con éxito. Pero Zando lo logró, si bien el azar y su sentido innato de la bondad le echaron una mano.
Aún se estremecía al recordar cómo había escapado de su arresto ayudado por Dolmur. Como en una pesadilla, agotado y deprimido, se había encaminado al lugar más alto de la aldea, dispuesto a terminar con su vida arrojándose al vacío. Y una vez más, su deseo de ayudar a los inocentes había sido el desencadenante de los acontecimientos. Enfrentado, por un lado, a terminar con lo que él creía la única salida honorable, una muerte ritual, y por otro, a prestar ayuda en el bárbaro saqueo de la aldea, había prevalecido el deseo sincero de ayudar, renunciando a sí mismo. Irónicamente, el catalizador de su caída, el Mert´h indú, fue su vía hacia la salvación. En sus páginas estaba la fórmula para afrontar el dilema imposible que suponía oponerse a todo un Imperio y a los designios de un Emperador desleal y corrupto. Según un pasaje del Código nunca invocado en una empresa de semejante magnitud, cualquier hombre de honor tenía el derecho a desafiar al propio Emperador. Pero desafiar a Golo significaba combatir con representantes de todo su ejército.
A decir verdad, en aquellos momentos Zando no aspiraba a cambiar nada. Ni siquiera creía poder sobrevivir a los duelos. Su único pensamiento era el de ganar tiempo para la evacuación de los aldeanos.
Y nuevamente, otro giro del destino le brindó la oportunidad de llevar a buen puerto su descomunal tarea: tras toda una vida de intentos fallidos, Zando había alcanzado el legendario estado de Omni, tan largamente anhelado por guerreros de toda época y condición. Con el conflicto interno entre su conciencia y su sentido del deber finalmente resuelto, nada le impidió, tras toda una vida de entrenamiento y disciplina, alcanzar tan codiciada meta. Ahora poseía el arma capaz de proporcionarle la victoria. Así, con la ayuda de Dolmur y Brodim, habían logrado inclinar los votos del Senado y hasta del propio Golo, para aceptar las condiciones del duelo. Después de todo… ¿qué podía hacer un solo hombre contra todo un Imperio?
—Sí… ¿Qué puedo hacer? —se preguntó Zando bajo el estrellado cielo—. ¡Qué puedo hacer!—gritó frustrado.
Y así, solo y sin una respuesta que aliviase su angustia, Zando vio pasar las horas.

Cerca del amanecer, el dolor de su brazo roto arreció, martilleándolo con lacerantes aguijonazos. Zando se sentía al borde de la desesperación. Sus esfuerzos por hallar una solución a su dilema habían sido estériles. Su esperanza estaba casi extinta cuando vio a Dolmur acercarse por el camino que conducía a la aldea.
—¿De dónde vienes a estas horas? —preguntó.
—Tenía que intentar algo —confesó Dolmur—. Fui al Bosque Oscuro a implorar la ayuda de la Fuente.
—¿Estás loco, muchacho? Después de lo que hiciste no creo que fueras bien recibido en Shazalar. Tu incursión ha podido costarte la vida. No hay que jugar con ese lugar.
—Bien, respecto a eso… debo confesaros algo, Zando —admitió Dolmur mientras se sentaba en el porche junto a su amigo—. Os he mentido. En realidad no robé aquella vaina. Fue la Fuente quien se ofreció a ayudaros.
—¿Qué? Explícate de inmediato. Lo último que necesito son más misterios.
—Todo sucedió cuando volvía de la capital. Un hechicero ygartiano me abordó en la linde del bosque. Estaba acompañado por una de las vainas. Entre los dos me explicaron un descabellado plan en el que yo debía jugar un papel fundamental. Pese a mi reticencia inicial, me convencieron para colaborar. Jamás lo hubiese creído pero, con la propia Fuente implicada en ello, ¿cómo iba a negarme? Ellos me dieron a entender… cosas.
—¿Cosas? —Zando no daba crédito a lo que oía—. Esto tiene cada vez menos sentido, ¿qué te dijeron?
—Afirmaron que vos estabais predestinado a jugar un papel fundamental en el devenir de los acontecimientos. La historia, me dijeron, tomaría un curso caótico si vos no lograbais vencer en los duelos. Por lo que pude entender, el propio Imperio peligraba si vuestra empresa fracasaba. Cuando les interrogué sobre mi papel en su trama, ellos me entregaron la vaina. Fue la misma Fuente quien me advirtió: sólo debía usarla cuando los acontecimientos os impulsasen a abandonar los duelos por causas de fuerza mayor. En aquel momento no lo comprendí, pero cuando Golo secuestró a Vera, todo encajó perfectamente. La vaina tomó vuestra forma ante mis ojos. Vuestro doble, en plenas facultades, peleó en vuestro lugar, tal y como lo hubieseis hecho vos.
—Entiendo —asintió Zando—. ¿Pero por qué mentirme? Debiste decírmelo.
—No os lo dije por dos razones. El Hechicero insistió en la inconveniencia de tal extremo. Dijo que vos no debíais saber nada para que el plan funcionase.
—Suena plausible. ¿Quién sabe qué hubiese hecho de saber que un hechicero andaba interesado en mis acciones? ¿Y la segunda?
—Sabía que no aceptaríais. Vos jamás habríais aceptado que otro combatiese en vuestro lugar.
—¿Tan cabezota soy? —bromeó Zando, cansado.
—Diantre, ¡sois el Emperador de los cabezotas!
—Ya veo. Así que esta noche has vuelto al bosque a implorar la ayuda de la Fuente —Zando escrutó el semblante de Dolmur unos instantes—, sin éxito, por lo que veo.
—En efecto —admitió abatido—. Grité y me interné en el bosque hasta desgañitarme, pero todo fue en vano. Nadie atendió mis súplicas. La Fuente manifestó su deseo de no interferir nuevamente y parece que está dispuesta a cumplir su palabra.
—En verdad es una historia extraña —opinó Zando—. ¿Cómo es posible que el Hechicero supiese lo que iba a ocurrir? ¿Y qué motivos podría tener para ayudarme a mí o al Imperio?
—Creo saber por qué el Hechicero sabía lo que sucedería —confesó Dolmur—. ¿Recordáis al infame ejecutor que os dio la paliza? Es uno de sus esbirros.
—¿Cómo? —Zando no daba crédito—. Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a ayudarme primero para luego provocar mi caída? ¿Y por qué iba la Fuente a prestarse a ayudarlo? Shazalar se ha mantenido al margen de los designios de los hombres durante siglos. Hay algo que no encaja.
—Estoy de acuerdo, los hechiceros no ayudan a nadie más que a sí mismos. Sus motivos escapan al entendimiento de la gente llana —dijo Dolmur cruzando los dedos para ahuyentar la mala suerte—. No debí aceptar su ayuda.
Zando palmeó el hombro de Dolmur afectuosamente.
—Obraste de buena fe. Tu intención fue ayudarme y te lo agradezco, pero en lo sucesivo mejor será que me lo cuentes todo.
—Si hay un sucesivo… —Dolmur no quiso decirlo de un modo tan desafortunado—. Lo lamento, no debí abrir la boca. Soy un torpe deslenguado.
—No pasa nada —suspiró Zando—. Tienes razón. Llevo toda la noche rumiando a solas con mis pensamientos, pero no encuentro la solución a mi dilema —dijo, señalando su brazo roto. Acto seguido se incorporó y comenzó a cojear por el porche—. Mi cuerpo se ha convertido en una lacra insalvable.
—Bueno, no estoy de acuerdo con vuestra intención de combatir…
—No empecemos, Vera me ha llevado al borde de la locura tratando de convencerme. He tomado mi decisión y espero que tú…
—¡Esperad! Dejad que termine —Dolmur hizo un gesto conciliador—. Decía que, pese a mi oposición, creo que lo estáis afrontando mal.
—¿Mal? Explícate.
—¡Oh, vamos Zando! ¿No pretenderéis creer que habéis ganado con vuestra espada? No, si habéis llegado hasta aquí ha sido por vuestro coraje, por vuestro espíritu indómito, incluso por vuestro honor —Dolmur sonrió al ver la expresión de sorpresa de Zando—. Sí, habéis oído bien, por vuestro honor. Aunque os he criticado, debo admitir mi error. Ha sido vuestro incansable y sincero deseo de obrar con rectitud lo que os ha conducido hasta aquí.
—Me alegra que lo veas así, pero eso no me ayuda. Sigo sin saber qué hacer. Ni siquiera sé si existe alguna esperanza aún.
—Tenemos que creer que sí, Zando. Es lo único que nos queda.

Pese al buen ánimo de Dolmur, la mañana transcurrió sin que diesen con una solución al problema. Pese a todo, Zando no mermó un ápice su intención de presentarse al duelo. Fue a mediodía cuando una delegación del Emperador se presentó en la granja con un grupo de soldados y un documento oficial. Portaban, como la vez anterior, una bandera blanca. Esta vez, sin embargo, un nutrido grupo de soldados bajo mando de Zando los escoltaban. Dadas las lesiones de Zando, fueron Dolmur y la propia Vera los encargados de salirles al encuentro. Caminaron hacia los delegados, abordándolos a una veintena de pasos de la granja. No deseaban que Zando oyese nada que pudiera perturbarlo aún más.
—No sois bienvenidos —dijo Vera secamente.
—Al Emperador no le interesa la opinión de una sucia campesina —respondió uno de los representantes imperiales con desdén. Se trataba de un quinteto de hombres de leyes, todos ellos vestidos con la característica toga oscura.
Vera, lejos de amilanarse por el insulto, le abofeteó la cara sonoramente. Dolmur se temió lo peor al ver la fiera expresión de los soldados imperiales que escoltaban a los delegados. Alertados ante el ataque de la mujer, se llevaron las manos a las empuñaduras de sus espadas, preparados para intervenir. Los verdes, por su parte, rodearon a los imperiales desenfundando sin miramientos. La situación era como un polvorín a punto de estallar.
—Mientras estéis en mis tierras me hablaréis con el debido respeto —ordenó Vera—. De otro modo, ya podéis iros por donde habéis venido. ¿Queda claro?
—No os mostraréis tan orgullosa cuando hayamos ejecutado al traidor que cobijáis —respondieron los delegados mientras indicaban a sus soldados que se tranquilizasen.
—¿Qué? —Dolmur no podía creer lo que oía—. Nadie va a arrestar a Zando. Aún no ha perdido —afirmó obstinadamente.
—No os entiendo, rapaz —dijo el delegado, sorprendido—. ¿No iréis a decir que ese loco planea luchar hoy? —su asombro no era fingido—. Ese hombre está acabado. No tiene la más mínima posibilidad de sobrevivir al combate de hoy. Aquí tenemos el documento de la rendición. Sólo ha de firmarlo.
—¿Firmar? Vosotros… —Vera, súbitamente lívida, crispaba las manos mientras escupía las palabras—… malditos, sucios, deshechos humanos, excrementos vivientes, patanes, hijos de mala madre… ¡Cómo osáis! —gritó roja de cólera. Incluso el mismo Dolmur retrocedió un paso, alarmado—. Oídme bien, Zando no sólo se presentará al duelo, sino que saldrá vencedor. ¿Me oís? Ningún sucio representante de ese degenerado al que llamáis Emperador podrá derrotar a mi Zando. Más os valdría correr porque en cuanto acabe con vuestro sicario irá a por vosotros.
Cuando Vera finalizó, incluso los soldados la miraban con ojos abiertos como platos. Finalmente, el representante imperial asintió con la cabeza.
—Ya veo —dijo—. Poco le importa al Emperador si Zando muere en el cadalso o cae en el duelo. En cualquier caso, el resultado será el mismo: su cabeza rodará ante los ojos de la plebe. Es todo, por ahora… —finalizó, girando y ordenando a los soldados que se retirasen—. ¡Ah! Olvidaba deciros algo —añadió—, cuando la cabeza de Zando ruede, la vuestra la seguirá antes de que su sangre se enfríe.
Pese a la amenaza, Vera permaneció altiva, mirándolos alejarse. Sólo cuando los separaban un centenar de metros se dio media vuelta y se dirigió de nuevo a la cabaña. Caminó con pasos enérgicos, y Dolmur, impresionado aún por su demostración de coraje, la siguió en silencio. Zando la vio entrar en la cabaña hecha una furia.
—Escúchame bien, Zando —dijo alzando el dedo—. Te prohíbo que pierdas hoy, ¿me oyes? Quiero que machaques a ese úmbrico miserable —Vera acercó aún más su rostro al de Zando—. ¡Ni se te ocurra perder!
Impresionado, Zando sólo atinó a asentir con la cabeza.
—¡Bien! Estaré en el huerto. Hay malas hierbas que cortar —dijo Vera tomando un rastrillo. Después se retiró dando un portazo.
—Y yo que pensaba que tú tenías redaños, Zando… —dijo Dolmur mirándolo.
En el exterior, oyeron el desconsolado llanto de Vera.

Las horas del día transcurrieron con el amargor de la vacuidad, sin que un atisbo de solución acudiese a la mente de Zando. Finalmente, cuando el sol comenzó su lento descenso, el abatido trío se dirigió caminando en dirección a la aldea. Dada la hinchazón de su rodilla, Dolmur había insistido en ir a buscar un transporte para llevar a Zando hasta la aldea.
—He acudido a todos los duelos por mi propio pie —le dijo el aludido en tono seco—, no pienso romper hoy esa costumbre. Además, la caminata me vendrá bien para calentar la condenada rodilla.
De este modo, el tiempo invertido en el trayecto se alargó considerablemente, debido a la cojera de Zando. Pese al dolor que sentía al andar, su rostro era como el granito, congelado en un rictus severo. Vera, aún sintiendo terribles deseos de llorar, se guardó de mostrar sus sentimientos ante él, no así Dolmur, quien era la viva imagen del abatimiento. El joven, optimista y bonachón por naturaleza, se había aferrado con esperanzas juveniles a la cruzada de Zando, y ahora, al borde de la derrota, parecía un alma en pena.
Una vez en la aldea, la multitud los recibió con un silencio reverencial. Miradas circunspectas y abatidas los vieron llegar hasta situarse en el lugar designado para el duelo. Allí aguardaba Brodim, el diminuto ministro.
—Así que era verdad —dijo saludando con una tenue sonrisa—. Habéis acudido pese a vuestras heridas. A decir verdad, no me extraña tratándose de vos.
—Gracias por el halago —respondió Zando—, pero no entiendo qué hacéis aquí, en mi lado de la calle. Golo no os perdonará esto.
—¡Al diablo con Golo! —dijo con terquedad—. He sido un necio todos estos años, una rata escondida y temerosa. No voy a consentir que un amigo luche solo. No en un día como éste. Deseo que el Emperador y el resto de los senadores me vean aquí, junto a vos.
Zando asintió en silencio, emocionado por la muestra de valor de su amigo.
—Decidme —continuó Brodim—, ¿es vuestro estado tan lamentable como aparenta?
—Me temo que es peor —admitió Zando—. No quiero dar lugar a engaños, la cosa pinta mal.
—¡Mirad! —señaló Dolmur— Es el General Verde.
En efecto, en el extremo opuesto de la calle, el monumental úmbrico había irrumpido, pavoneándose y exhibiéndose como un vulgar matón de feria.
—¡Es un escándalo! —protestó Brodim—. Un insulto a la tradición, la más vergonzosa prueba de la corrupción imperial.
—¿Sabéis lo que más me disgusta? —inquirió Dolmur frustrado—. Zando se ha enfrentado a los mejores soldados del Imperio y ahora va a ser un patán descerebrado y cobarde el que se alce con la victoria.
—¿Cómo? —preguntó Zando esperanzado. Sus ojos brillaron súbitamente mientras en su mente comenzaba a germinar una idea—. ¿Has dicho descerebrado y cobarde? ¡Eso es! ¡Ya sé cómo vencer!
Al oírlo, Vera le sujetó la cabeza con las manos, obligándolo a mirarla a los ojos.
—¿Qué has dicho? —Vera, al igual que Dolmur y Brodim lo miraban estupefactos—. Repítelo.
—Ya sé cómo voy a vencer —respondió Zando con decisión—. O al menos, lo voy a intentar.
—¿Y sería mucho pedir que lo compartieras con nosotros? —preguntó Dolmur, impaciente.
—Golo ha cometido el último de sus errores —afirmó Zando convencido—. Hoy derrotaré al nuevo General Verde con mi arma más poderosa, el honor.
Vera, Dolmur y Brodim lo observaron en silencio unos instantes, aturdidos.
—Ha enloquecido… esta vez sí —dijo Dolmur masajeándose la frente.

Minutos más tarde, Zando, Vera y Brodim miraban impacientes hacia la multitud. Dolmur debía volver de un momento a otro.
—¡Diantre! Ese jovenzuelo tarda mucho —exclamó Brodim inquieto—. Golo comienza a impacientarse.
—Tranquilizaos, debe estar al llegar —respondió Zando circunspecto—. Confío en él plenamente.
—¿Estás seguro de tu plan? —insistió Vera. Pese al optimismo inicial, no acababa de ver claro todo aquello—. Es muy arriesgado. Hay demasiadas posibilidades de…
—Shhh… —la tranquilizó Zando—, es la única oportunidad. Si Hur me bendice, la victoria aún puede ser mía.
—¿Y si no?
Zando no respondió. Su mirada expresaba una serena aceptación de la situación. Ocurriese lo que ocurriese, estaba en paz consigo mismo.
Vera, asustada, lo abrazó sintiendo la tenue calidez de su respiración.
—¡Mirad! ¡Es él! —alertó Brodim señalando a Dolmur, que acababa de irrumpir empapado en sudor en el centro de la calle—. Parece que lo ha logrado.
En efecto, Dolmur portaba un delicado estuche de madera de forma alargada, que manejaba con reverencial cuidado.
—Es la hora —dijo Zando besando fugazmente a Vera.
Brodim, con torpeza, apretó el puño en un claro gesto que pretendía decir: «¡A por él!»
Animado, Zando se volvió, respiró hondo y se dirigió al lugar designado para el duelo.
—Recuerda soldado —susurró Vera mientras se alejaba—, ni se te ocurra perder.
Zando avanzó hasta situarse a un par de pasos de Dolmur, que aguardaba junto a Hidji. El joven le estrechó la mano con firmeza, aún jadeando.
—Está hecho —manifestó satisfecho—. Tenéis suerte, Saled os profesa una gran lealtad. Aún permanece agrupado con los verdes que están bajo vuestro mando.
—Estaba convencido de ello —afirmó Zando—. Saled es un buen hombre.
La expresión de Dolmur se ensombreció al manipular cuidadosamente la cerradura de la misteriosa caja. En su interior, dos bellos estiletes de impecable factura relucían en su funda de terciopelo negro. Sus hojas reflejaban el verde fulgor de la ponzoña.
—Saled me ha advertido sobre el veneno —previno Dolmur—. Un solo roce… —explicó, abriendo mucho los ojos.
—Soy consciente del riesgo que corro —afirmó Zando empuñando el arma—, pero es el único medio de igualar las tornas. ¿Recuerdas lo que has de hacer si muero? —preguntó con seriedad—. Debes cuidar de ella, ya sabes lo…
Dolmur no lo dejó concluir.
—No tengáis cuidado con eso. Sé lo que he de hacer, sólo espero que el úmbrico no sobreviva.
—Pase lo que pase, eso no ocurrirá —afirmó Zando mirando a su oponente—. Aunque suceda lo peor, me aseguraré de que Golo sea destituido y vosotros estéis a salvo. Vamos allá, comunica al árbitro mi intención de escoger armas.
Diligente, Dolmur se adelantó e intercambió unas palabras con Hidji. El demacrado árbitro miró fugazmente a Golo antes de anunciar a viva voz el cambio de planes. Era la primera vez que Zando decidía combatir con un arma que no fuera su espada reglamentaria, la que usaban normalmente los soldados imperiales. La noticia, como era de esperar, fue recibida con estupefacción por los presentes. Golo, alertado, se incorporó y comenzó a intercambiar palabras con Tolter, su asesor. Por su parte, el fornido úmbrico miraba alternativamente al Emperador y a Hidji, negándose a entregar su pesada espada sin una orden directa. Finalmente, Golo se sentó con un contundente gesto de frustración, asintiendo en silencio a la muda pregunta de su nuevo General Verde. Abatido, el gigantesco norteño arrojó su espada con un gruñido y tomó el delicado estilete con repugnancia. En sus manos parecía un arma de juguete. Su puño apenas cabía en la empuñadura, viéndose obligado a asirla con tres dedos.
—Mirad la expresión de Golo —señaló Dolmur complacido—. Su seguridad ha sido repentinamente sustituida por la sombra de la duda.
En efecto, el Emperador se revolvía inquieto en el palco, interrogando a Tolter con un miedo cerval en la mirada.
—Pase lo que pase, ha merecido la pena —dijo Dolmur mirando de nuevo a Zando—. Quiero que sepáis que… —pero el joven, emocionado y al borde del llanto, no pudo acabar la frase.
—Lo sé mi buen Dolmur, lo sé —dijo Zando palmeando cariñosamente el hombro del joven—. Has demostrado ser el más leal de los amigos. Sin ti, no hubiese podido llegar hasta aquí. Tú me mostraste lo cabezota que era. Ha sido un placer compartir mis días contigo. Ahora corre junto a Vera, necesita tu apoyo en estos momentos. Recuerda, cuida de ella, ahora y…
—No hará falta —dijo tercamente Dolmur—. Os la devolveré dentro de un instante.
Finalmente, el árbitro miró a ambos contendientes, levantó su enjuta mano y se hizo el silencio.
—Zando, ex sargento de la división verde y representante de Roca Veteada se acoge a su derecho a escoger armas y decide batirse con floretes imperiales envenenados —anunció Hidji—. Podéis tomar vuestras armas.
El clamor no se hizo esperar. Una miríada de murmullos recorrió la multitud, que comenzó a deducir las pretensiones de Zando.
El aludido asintió y se encaró a su oponente, abstrayéndose de todo lo demás. Pese a su cojera, se irguió completamente, dando dos o tres tajos al aire a modo de calentamiento. Incluso con el brazo en cabestrillo, su aspecto y su porte infundían un respeto incuestionable. Sus ojos se encontraron con los de su enemigo.
—Escúchame bien, ser indigno y despreciable —dijo con un tono de voz lo suficientemente alto como para ser escuchado por la multitud cercana—. Como acabas de oír, estos estoques están envenenados. Cualquier roce con ellos basta para matar a un muloorc. He acudido hoy aquí con la firme intención de derrotarte y acabar con el mandato de Golo —afirmó mirando ahora en dirección al palco imperial. Golo se retorció como un animal acorralado. Pese a la distancia, Zando advirtió que sudaba copiosamente. De nuevo miró a su corpulento némesis—. Soy consciente de tu fuerza, tu rapidez y tu juventud, pero te aseguro que nada de eso me impedirá herirte con mi florete. Si te acercas a mi acero puedo asegurarte que no saldrás vivo de ésta. ¿Me oyes bien, general? Poco me importa si muero en el intento. Lo único que te aseguro es tu derrota, pase lo que pase —Zando sostuvo con fiereza la mirada del úmbrico.
El gigantón, mermada ya su anterior fanfarronería, se mostraba temeroso, mirando su propia arma como si fuese un áspid venenoso.
Zando aguardó unos instantes, dejando que el germen de la duda brotase en el norteño. Por último, se dirigió de nuevo a Hidji:
—Cuando gustéis —dijo.
El árbitro asintió teatralmente.
—¡Preparaos para el duelo! —anuncio Hidji retrocediendo más de lo habitual. Incluso él miraba con renuencia el veneno que rezumaban los sables.
Zando respiró hondo, invocando la calma interior que precedía al Omni. En un momento, sus sentidos y su percepción se agudizaron.
—¡Adelante! —gritó Hidji.
Ningún contendiente se movió…
Zando, plantado frente al úmbrico con el estoque alzado, miraba al frente fijamente, sin perder un solo instante la conexión con los ojos de su enemigo. Su expresión no reflejaba el más leve atisbo de duda o miedo; se había entregado en cuerpo y alma al combate, preparado para cualquier desenlace. En todos los sentidos, Zando era la representación viva de la serenidad y la determinación.
El úmbrico, sin embargo, distaba mucho de dar esa imagen. Había retrocedido un par de pasos, poniendo distancia entre Zando y él. Con la mano libre tanteaba los múltiples huecos que dejaban expuesta su piel, a través de una armadura diseñada para alguien de un tamaño sensiblemente menor, calculando las posibilidades de ser herido al arremeter. Después, miró al suelo, en dirección a su pesada espada a dos manos. Ésta yacía tirada junto a Hidji, en el borde de la calle. Con armas convencionales hubiese vencido fácilmente a un oponente herido de consideración, cuya movilidad estaba severamente mermada. Ahora en cambio, sería muy complicado vencer con algo tan liviano como un florete. Los úmbricos estaban acostumbrados a pelear con un estilo de lucha basado en la contundencia de sus golpes, avalados por su poderosa musculatura. No conocían más estrategia que la fuerza bruta en su estado más salvaje.
Así pues, el nuevo general no sabía qué hacer.
Zando había previsto esa reacción cuando escogió la suerte de armas. Y también esperaba algo más.
Cuando Golo había nombrado a oponentes leales para enfrentarse a él, éstos habían combatido con entrega y audacia. Incluso los que habían sido obligados a luchar usando el chantaje, como Saled, habían peleado con la urgencia que otorga la necesidad. Pero aquel bárbaro no poseía más motivación que la de sentirse superior físicamente, estar convencido de la victoria frente a un hombre herido, y ser recompensado con una generosa cantidad de oro.
En definitiva, Zando sabía que se enfrentaba a un cobarde. Y estaba dispuesto a derrotarlo con su propia cobardía.

Pasaron los segundos sin que el úmbrico se decidiera a lanzar un ataque, y pronto se oyeron los primeros abucheos. El voluminoso general retrocedía sin parar ante la firme determinación de Zando, un hombre mayor y herido.
—Gracias a los dioses parece que su plan está dando resultado —dijo Vera con el corazón aún encogido—. ¡Yemulah el Justo, haz que su enemigo se rinda! —imploró.
—Esto no pinta bien —dijo Dolmur—, ¡mirad, Golo está dando órdenes!
En efecto, el soberano se había levantado y daba órdenes acaloradamente a su consejero.
—¡Maldición! —exclamó Dolmur—. ¡Parece que Golo va a movilizar a sus hombres!
—Eso me temo —corroboró Brodim—, según parece, el Emperador va a hacer gala de su cobardía hasta el último instante.

Golo no podía creer lo que estaba sucediendo. En unos instantes, había pasado del convencimiento absoluto de su victoria, a ver cómo la posibilidad de perder su Imperio se materializaba peligrosamente ante él. En la víspera, al ver a Zando alejarse abatido y herido de gravedad, había dado su victoria como un hecho consumado. Contratar los servicios de un ejecutor había resultado el golpe de gracia que necesitaba. Pese a su inesperada derrota, el consumado asesino había logrado propinar una paliza a su odiado enemigo, dejándolo impedido para librar el último duelo.
Pero una vez más, y contra todo pronóstico, aquel endemoniado Zando había encontrado el modo de hacer fracasar sus planes. ¡Incluso uno de sus ministros, aquel senador callado y taciturno llamado Brodim, había osado mostrar su apoyo público al traidor! Golo creyó enloquecer de ira. Ahora, para colmo de males, su último peón, el más fiero de los úmbricos, se mostraba como una alimaña asustada frente a un hombre viejo y lisiado. ¡No podía consentir perder por la cobardía de un sucio animal! Lo obligaría a pelear costase lo que costase.
—¡Tolter! —llamó con voz crispada—. Ve y llama al comandante Brunn de inmediato.
—Mi señor, no sería prudente intervenir en el discurrir del duelo —trató de razonar el maestro asesino—. Llegados a este punto, ni siquiera vos podéis ignorar las reglas del duelo. El Senado y la plebe…
—¡Llama a Brunn en el acto o haré que te decapiten! —chilló Golo, presa absoluta del pánico.
—Como mi soberano ordene —Tolter inclinó la cabeza, sumiso. En un rincón de su mente, el nombre de Golo quedó anotado en la lista de futuras víctimas.
Tras un instante que al Emperador se le antojó eterno, Tolter regresó al palco acompañado de Brunn.
—Mi señor… —se inclinó el comandante. Se le veía sensiblemente turbado. Resultaba evidente que había sido advertido por Tolter sobre las intenciones del Emperador.
—Ordena a la división de arqueros que rodee a ese sucio cobarde. Al más leve indicio de rendición, acribilladlo —el tono de Golo no admitía réplicas—. ¡Ah! Aseguraos que mi nuevo General Verde vea los arcos apuntándole. ¡Id! Si los arqueros no llegan a tiempo podéis dar por perdida vuestra cabeza.
El rostro de Brunn perdió su color mientras se retiraba con una fugaz reverencia. Saltó la suave escalinata que separaba el tablado del suelo con un ágil brinco y corrió como perseguido por espectros. Sorteó jadeando el atiborrado gentío de soldados que asistían atónitos al desenlace de los duelos, y encontró al grupo de arqueros a un lado de la calle.
—¡Teniente Suki! —gritó acuciante—. El Emperador os ordena distribuir a vuestros arqueros alrededor del general.
—¿Cómo decís? —preguntó Suki atónito.
El cuerpo de arqueros, al oír las órdenes, se volvieron indignados, prestando atención a las nuevas órdenes.
—El Emperador ha ordenado apuntar al general y disparar si éste hace amago de rendición. Su majestad desea motivarlo. ¡Id rápido, vuestras cabezas peligran si no obedecéis! —ordenó Brunn alzando la mano ante el rostro de Suki.
—¿Nuestras cabezas? —preguntó Suki con desdén. A su alrededor, los soldados protestaban airadamente, refunfuñando y lanzando miradas furibundas. El teniente alzó la mano para acallar sus protestas—. Por si no os habéis dado cuenta, me estáis ordenando intervenir en un duelo del que depende el destino del Imperio. ¡Es un acto ilegal!
—Poco importa si es legal o no, ¡son vuestras órdenes! Cumplidlas sin rechistar. Es vuestro deber como soldado de su majestad —Brunn, desesperado, se llevó la mano a la empuñadura de su espada en un claro gesto disuasorio.
—Tenéis razón —concedió Suki, ignorando la amenazante actitud de su comandante—. Los soldados vivimos para cumplir órdenes, no para cuestionarlas. Eso es lo que he creído toda mi vida —Suki hablaba con una cadencia lenta, intencionada, mirando a sus hombres, no a Brunn.— Es decir, es lo que creía… hasta ahora.
—¿Hasta ahora? —Brunn sintió flaquear las piernas.
—Eso he dicho —siguió Suki sin alterarse—. ¿Sabéis? Yo serví a las órdenes de Zando hace años, cuando no era más que un simple soldado. De él aprendí muchas cosas valiosas, pero especialmente una que ahora he podido corroborar: ese soldado cansado y viejo que lucha en la arena arriesgando su vida es el más leal y honrado de los hombres —los soldados asintieron conformes al oír las alabanzas de su teniente.
—No sé qué demonios estáis insinuando, pero vais a obedecer de inmediato si estimáis en algo vuestra vida —amenazó Brunn desenvainando.
Suki, irritado ante la actitud de su comandante, apartó el filo de la espada de un manotazo. Después, sin dar tiempo a un parpadeo, colocó su daga en el cuello de Brunn.
—Oídme bien —gruño en su oído—. No pienso enviar a mis hombres a cometer una violación de las reglas. No pienso actuar de modo cobarde y rastrero ni siquiera por Golo —Suki escupió tras pronunciar el nombre—. El combate seguirá su curso y si alguien intenta intervenir, serán mis hombres los que se encargarán de poner orden. ¿Os habéis enterado, miserable pimpollo de la corte? Id y decídselo al Emperador —dijo arrojando al suelo a Brunn.
Los soldados vitorearon a Suki, impresionados por su arrojo.
—¡Estáis loco! —gritó Brunn alejándose—. Si el úmbrico vence, el Emperador os ejecutará.
—Ése, mi comandante, es un riesgo que pienso correr —afirmó, cuadrándose teatralmente frente a Brunn.
Nuevas risas por parte de los soldados. Brunn, al borde de la histeria, salió disparado en dirección a los barracones, dispuesto a regresar con refuerzos que obligasen al teniente a cumplir sus órdenes.
Suki lo vio alejarse con un gesto de desprecio dibujado en la cara.
—Todos apoyamos vuestro gesto, teniente, pero va a costaros caro —le dijo uno de sus hombres—. Cuando el comandante regrese os arrestará por traición. ¿Estáis seguro de lo que hacéis?
—¿Seguro dices? ¡Demonios, no! En cualquier caso, antes de que pueda volver, todo esto habrá acabado. Más le vale a Zando ganar este duelo, tiene en sus manos más vidas de las que cree. ¡Qué Zatrán asista su espada! —susurró mirando a Zando.

—No sé qué demonios ha ocurrido —refunfuñó Dolmur—. No distingo bien el campamento imperial desde aquí.
—¡Algo habrás visto! Dinos lo que sea, nos tienes en ascuas —suplicó Vera. La mujer sentía latir desbocado su corazón. Si tendían una emboscada a Zando tan cerca de la victoria…
—Según he creído ver —aclaró Dolmur—, Golo ha dado una orden y uno de sus comandantes se ha dirigido presto hacia el cuerpo de arqueros.
—Eso ya lo sabemos. Abrevia zagal, me va a estallar el corazón con tanto misterio —rezongó Brodim, que no paraba de abanicarse la ruborizada cara.
—Vale, vale, ya continúo. El resultado es un alboroto considerable en las filas de los arqueros. Después, nada. Han vuelto a prestar atención al duelo. El comandante ha desaparecido. Es todo.
—Vaya, vaya —dijo Brodim satisfecho—, según parece no soy el único que ha decidido plantar cara en el día de hoy.
—Ahora sólo depende de Zando, ¿no? —preguntó Vera, nuevamente esperanzada.
—Eso creo —respondió Dolmur—. ¡Vamos Zando! ¡Demuestra a ese cobarde quién eres! —gritó enardecido.
La multitud, contagiada por su espontaneidad, comenzó a corear el nombre de Zando, recuperadas las esperanzas.

Éste sintió fortalecer su ánimo al oír al gentío corear su nombre, confortado por las muestras de cariño popular. La esperanza, casi extinta la víspera del duelo, renacía en su interior. Este nuevo giro de los acontecimientos reforzó su autodeterminación; de un modo u otro, detendría a Golo. Si debía morir para ello, que así fuera.
Una parte de su mente, extrañamente libre y lúcida, pensó que quizás el Omni afectase a su modo de percibir y sentir las cosas. Al principio, Zando creyó que únicamente afectaba a su capacidad para pelear, pero ahora se daba cuenta de que iba mucho más allá. La serenidad que lo embargaba hacía que aceptase las cosas con una extraña y reconfortante tranquilidad; pese a las nuevas esperanzas, dar su vida seguía siendo una posibilidad probable que no lo turbaba.
El general retrocedió otro paso y miró alrededor. El apoyo popular ofrecido a Zando era como un arma invisible que lo amenazaba y le restaba el poco valor que le quedaba. Pese a todo, su instinto norteño lo incitaba a pelear, a intentar destrozar a ese menudo hombrecillo, herido e incapacitado, que había osado enfrentarse a él. Sentimientos antagónicos de miedo e ira pugnaban en su interior, mermando sus fuerzas. Evitaba mirar aquellos ojos penetrantes y oscuros que lo miraban sin piedad y parecían decir: «Ven hacia mí y no verás otro amanecer». ¿Cómo podía aquel hombrecillo de las tierras del sur mirarlo con esa entereza? ¿Qué oscuro secreto guardaba en su interior para acobardarlo de ese modo? El úmbrico llegó a la conclusión de que el culpable era ese maldito florete, un arma indigna de verdaderos guerreros, mancillada con la ponzoña del veneno. Al recordar esto, no pudo evitar mirar en dirección a su mano derecha.
El general se quedó helado.
En un descuido, había acercado el arma peligrosamente a su tobillo. Al borde del pánico, y con un gesto de repugnancia, arrojó el arma a sus pies como si se tratase de un áspid venenoso.
Golo, al ver a su campeón arrojar el florete, montó en cólera y se puso en pie, gritando improperios a viva voz.
—¿Qué crees que haces, maldito cobarde? —insultó, perdido ya todo resto de soberana dignidad— ¡Coge tu espada y pelea, maldito animal!
Lejos de animar al general, los insultos, si bien lo incitaron a recoger del suelo su arma, mermaron aún más su escaso valor.
Zando vio entonces la oportunidad que esperaba.
—Vaya, veo que el filo de tu espada ha tocado el suelo —señaló sin perder sus ojos de vista—. Supongo que ahora han aumentado mis posibilidades frente a ti.
El úmbrico lo miró abriendo desmesuradamente los ojos de manera inquisidora. No entendía las palabras de Zando.
—¿No pretenderás que el veneno siga siendo igual de efectivo ahora que lo has corrompido con polvo y tierra? —preguntó Zando tratando de engañarlo. En realidad, el veneno seguía siendo igual de letal—. Supongo que ahora podría sobrevivir si me hieres —prosiguió—. En cambio, tú —dijo señalando el filo de su propio estilete—, no podrías soportar un simple roce —dijo mientras hacía silbar su espada, lanzando ataques al aire.
Consternado, el general miró su arma, ahora sucia y gris. Incluso hizo amago de limpiarla en su acorazada manga, para arrepentirse asustado de inmediato, provocando así la hilaridad del público.
Animado, Zando se arriesgó y, por primera vez desde que comenzase el duelo, avanzó un paso. Pese al dolor de su rodilla, el movimiento fue fluido y firme. Alentado, dio un nuevo paso, y luego otro y otro más… Su rodilla protestaba emitiendo oleadas de pura agonía, pero Zando las ignoraba. Pronto, el general no tuvo a donde retroceder.
—Rendirse no es de cobardes —explicó al ver la desesperación del úmbrico. Debía presionarlo ahora que estaba al límite—. No te han dejado combatir con un arma digna de un guerrero. Tu clan entenderá que hayas sido engañado. Nadie cuestionará tu valor. Ríndete y vive.
Un silencio mortal se hizo en la multitud, conscientes del inmediato desenlace. El general, acorralado, aún se debatía entre saltar hacia Zando y luchar, o rendirse. Las partes de su piel expuestas a la vista estaban surcadas de venas hinchadas y cubiertas por brillante sudor, mostranado sin ambages la enorme tensión a la que se hallaba sometido.
—¡O puedes luchar y morir! —exclamó Zando con voz firme. Su mirada era implacable y su florete silbó, deteniéndose ante la máscara de su enemigo, a la altura de sus ojos.
Con un susurro ronco, el paladín de Golo dejó caer su espada. Después se arrodilló, sumiso, encogido como un niño.
—Me rindo —gimió al fin.
Zando había vencido.

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