¿Te ha gustado? Puedes ayudar al autor con una donación. ¡Gracias!

CAPÍTULO XXIII: LAS COSAS SE COMPLICAN

CAPÍTULO XXIII
LAS COSAS SE COMPLICAN


El funeral de Crod resultó conciso y emotivo. El herrero fue enterrado al pie de un antiguo roble, en su propiedad, según la costumbre del lugar. La aldea en pleno acudió, y todos dieron ánimos a Zando, dejando bien claro que no lo culpaban por lo sucedido.
Dolmur, meticuloso observador de la condición humana, sacó dos cosas en claro de aquel triste sepelio. Por un lado, que el sentimiento inicial de temor que atenazó los corazones de los aldeanos cuando Zando se erigió como paladín de Roca Veteada, había sido sustituido por un genuino sentimiento de orgullo, del que hacían gala sin el más leve atisbo de temor. Los aldeanos, hombres y mujeres de origen sencillo y vida adusta, habían ganado algo que ni todo el oro de la codiciada veta podría comprar jamás: el valor de enfrentarse a un Emperador. Sus corazones habían sustituido el miedo de ofender al todopoderoso Imperio por el coraje para exigirle cuentas con la cabeza bien alta. Ocurriese lo que ocurriese, jamás volverían a dudar de su derecho a reclamar lo que consideraban justo.

Así se encargó de recordárselo el propio Zando, mencionando la figura de Alasia, la única de todos ellos con el arrojo suficiente para adoptar tal actitud desde el primer momento. Un leve atisbo de culpa emergió en los rostros de su audiencia al oír nombrar a la hermana de Vera. Ésta recordó con lágrimas en los ojos el cruel asesinato de Alasia. El vacío dejado en su corazón por su hermana jamás podría ser llenado. Ahora sólo le quedaba el aliento de su memoria.
La segunda cosa que Dolmur sacó en claro fue el respeto y la admiración sin reservas que Zando se había ganado entre los aldeanos. Casi podría emplearse la palabra devoción para expresar la opinión que se habían forjado tras convivir los últimos meses con el veterano soldado. Compartir con él las convulsas circunstancias que habían desembocado en el desafío al Imperio, bastó para despejar cualquier duda que pudiesen albergar respecto a las intenciones de Zando. Aquello agradó a Dolmur, consciente de la preocupación no confesada de su amigo, quien aún guardaba un leve resquemor que a veces lo hacía ensombrecer la expresión. En el fondo de su corazón, Zando aún creía que se había extralimitado al desafiar al Imperio en nombre de la aldea. Irónicamente, había sido Crod el que había insuflado la duda en su corazón: el herrero desconfió de Zando hasta el último instante, no así el resto de aldeanos.
Ahora, con Crod fallecido, Dolmur sospechaba que Zando aún se debatía con aquel demonio interior que le susurraba con malicia que no debía haberse tomado la justicia por su mano. Si bien los ánimos recibidos en el entierro de Crod paliaron en parte las dudas de Zando, no consiguieron del todo acallar aquella maligna vocecita interior.
En realidad, los acontecimientos venideros demostrarían que ése, y no otro, sería el combate definitivo a librar por Zando.

Dado que el entierro fue celebrado al atardecer, Zando no tuvo tiempo de regresar a la granja antes del combate, de modo que se dirigió, escoltado por los aldeanos, hacia la zona de duelos, la calle principal de la aldea. Si en los combates anteriores la algarabía había sido mayúscula, en aquella tarde víspera del último combate, la multitud rugió enfervorecida al verlo llegar. Vera lo acompañaba por primera vez, aferrada con fuerza a su brazo, asustada por semejante demostración de ardor popular. Zando la tranquilizó sonriéndole con expresión tranquila.
Mas, pronto, la tranquilidad de Zando se tornó preocupación. Al llegar al lugar asignado para el duelo, la multitud hizo que se le helase la sangre en las venas: todos coreaban al unísono la consigna de Zando Emperador. Pese a la falta de dos combates para finalizar los duelos, nadie albergaba dudas respecto al resultado de la contienda: Zando ganaría y sería coronado nuevo Emperador del Imperio Húrgico.
Aquello era demasiado incluso para él. En ningún momento había pretendido semejante fin. ¿Es que no quedaba nadie honorable, capaz de comprender su sencilla motivación? Zando sólo quería hacer justicia. No pretendía la corona imperial. Abatido, miró hacia el palco donde Golo aguardaba acompañado por el Senado. Brodim, con expresión impotente, lo miró asintiendo con la cabeza. Zando comprendió el gesto y miró de forma conciliadora a su viejo amigo. Si el Senado había albergado dudas respecto a su honradez, ahora éstas estaban siendo alimentadas por la multitud y sus desproporcionadas muestras de afecto. Los senadores, de hecho, miraban alternativamente hacia Golo y hacia él con desconfianza y aprensión. Para ellos, no había ganador capaz de enmendar aquella situación que jamás debieron consentir. Ahora, demasiado tarde para dar marcha atrás, sólo les quedaba lamentarse. A sus ojos, debían escoger entre un loco invencible de dudosas intenciones o un monarca mentiroso y despilfarrador. La rabia que Zando sintiera al conocer las demandas del Senado se diluyó al comprender la disyuntiva a la que debían enfrentarse. Si la gracia de Hur le sonreía, y su brazo seguía fuerte para asir la espada, pronto les demostraría que no tenían nada por lo que temer. No deseaba más que retirarse en paz y vivir junto a Vera.
En cualquier caso, los vítores proclamándolo Emperador lo contrariaban, de modo que miró hacia Dolmur con ojos suplicantes. Su amigo comprendió sus demandas sin necesidad de explicaciones y se apresuró a salir a la palestra. Situado en el centro de la calle, alzó el brazo y pronto la multitud calló. Todos sabían que Dolmur era el brazo derecho de Zando.
Mientras su amigo trataba de razonar con la multitud, Zando miró hacia Golo. Curiosamente, el Emperador charlaba tranquilo con aquel ayudante suyo de aspecto siniestro. No mostraba señales de estar enfurecido o contrariado por las consignas gritadas aquella tarde. Muy al contrario, hacía días que no veía a Golo tan relajado.
—No entiendo la actitud de Golo —le susurró a Vera al oído—. Hemos truncado el intento de secuestro y, pese a sus esfuerzos, hoy es el penúltimo combate. Sin embargo, nunca hasta hoy lo he visto tan tranquilo. Casi diría que se muestra feliz.
—Ten cuidado, Zando —respondió Vera—, debe tramar algo. Golo ha demostrado ser muchas cosas, pero no estúpido. Si después de verte luchar invicto contra lo mejor de su ejército se muestra tan complacido, debe tener motivos de peso.
—Bueno —bromeó Zando—, quizá haya nombrado militar a un dragón. Poco más le queda por hacer.
Vera rió su broma, pero enseguida tensó de nuevo la expresión. Pese a intentar mantenerse tranquila, aquella situación la aterraba.
Finalmente, sonaron las trompetas y el gentío enmudeció. El contrincante de Zando, un hombre fornido de expresión severa, emergió del campamento imperial.
—No parece especialmente peligroso —comentó Dolmur regresando junto a ellos—. Sin embargo…
—¿Qué ocurre Dolmur? —preguntó Vera alarmada—. ¿Has observado algo extraño?
Dolmur negó con la cabeza. No deseaba asustar a sus amigos por algo tan insustancial como la leve impresión que sentía. Creía haber visto anteriormente a aquel hombre, pero tal cosa era imposible.
—¡Ese es pan comido para Zando! —bromeó—. Pronto estaremos en casa celebrando la victoria.
Como en los anteriores enfrentamientos, la negra figura de Hidji se adelantó hasta el centro de la calle y llamó a los contendientes. Pero no fueron Zando ni su oponente los primeros en adelantarse.
Vera tomó la iniciativa, caminando decidida en dirección al palco del Emperador. Al tratarse de una mujer desarmada y conocida por todos, nadie la detuvo. Vera se situó frente a Golo y lo miró desafiante. Le hubiera gustado decirle: «Mírame, estoy viva. Intentaste matarme y no lo has logrado. ¡Zatrán te maldiga por toda la eternidad!».
Sin embargo, sólo sostuvo la mirada del soberano. Después se volvió, dándole la espalda, afrenta de consecuencias trágicas y contundentes en cualquier otra situación. Sin embargo, nadie dijo ni hizo nada. El propio Golo la ignoró, fingiendo una magnanimidad de la que carecía. Sus leales, por tanto, dejaron estar el suceso como una excentricidad más acaecida en aquellos atípicos días.
Zando, consciente de las verdaderas implicaciones del gesto, la miró regresar henchido de orgullo. Al llegar junto a él Vera lo besó apasionadamente, provocando el consiguiente clamor popular.
—Yo… yo… —farfulló Zando rojo como la grana­—, ¿por qué has hecho eso? Quiero decir, me ha encantado, pero no esperaba que…
—Espero que no te ocurra nada, pero no me lo perdonaría si no te hubiese besado una vez más —respondió Vera ruborizada a su vez—. Puedes considerarlo un beso de buena suerte de una dama hacia su paladín.
—¿Ves, Dolmur? —preguntó Zando guiñando un ojo—. Ahora no puedo perder.
—¿Quién lo duda? —respondió Dolmur con su habitual tono guasón.
A su espalda, Hidji reclamó su presencia nuevamente.
—He de acudir —dijo Zando—. Es la hora.
Sus amigos asintieron, viéndolo situarse en el centro de la calle con un pellizco en el estómago.
—¿Te llegas a acostumbrar a esto, Dolmur? —preguntó Vera nerviosa.
—Jamás, querida, jamás.

Zando miró a los ojos a su oponente. Aquel misterioso hombre poseía un rostro que semejaba al granito; no desvelaba la más mínima emoción. Si tal cosa hubiese sido posible, parecía ajeno a todo cuanto lo rodeaba, como si en vez de ir a jugarse la vida, observase plácidamente el devenir de las olas. Pero Zando sabía que eso era imposible. Nadie podía controlar del todo sus emociones cuando está en juego la propia vida. Quizás aquel misterioso hombre estaba absolutamente seguro de su victoria. En tal caso, mostraría una serenidad absoluta. Pero aquello no tenía sentido dado el historial de Zando. Por muy seguro que estuviese de sí mismo, algún rumor habría llegado hasta él sobre los combates anteriores. La leyenda de Zando, magnificada en demasía por la multitud, hubiese bastado para minar la seguridad del más bravo guerrero. Quizás aquel hombre misterioso desconociese con quién había de enfrentarse.
En cualquier caso, Golo seguía radiante, mirando los prolegómenos del duelo con verdadero deleite. Cualquiera que fuese el motivo que animase de aquel modo al soberano, lo compartía su consejero, el misterioso ygartiano de fría mirada.
Hidji, que seguía enumerando con su cansina voz las reglas del duelo, hizo una pausa para volverse e indicar a un mozo que trajese las armas. En esta ocasión, sería el representante del Imperio el que escogería la suerte de armas. Desde un lateral de la atestada calle, un par de sirvientes acercaron con esfuerzo una caja alargada tallada con extraños símbolos. Al llegar hasta la posición del árbitro, la dejaron caer pesadamente a sus pies. Hidji los despidió con un ademán y la abrió con sus delgados y macilentos dedos. En su interior, dos mazos de hierro negro decorados con los mismos motivos de la caja, esperaban para ser empuñados.
—Tugo, almirante de la división verde y representante del Imperio, ha escogido mazos ygartios —anunció Hidji—. Podéis tomar vuestras armas.
Con gran naturalidad, el misterioso oponente tomó su enorme mazo, volviendo de inmediato a su posición inicial. Asía su arma con ambas manos, horizontalmente. Zando tomó a su vez el mazo restante y lo extrajo de su caja.
Apenas pudo levantarlo.
Alertado, advirtió que su mazo era pesadísimo, tanto, que apenas podía sostenerlo. Blandir aquel arma sería una tarea poco menos que imposible. En un primer momento, la sombra de la duda planeó sobre él. Se consideraba a sí mismo un hombre fuerte, y el ygartiano, pese a resultar más voluminoso, no aparentaba poseer un brazo mucho más fuerte que el suyo. Sin embargo, asía su arma con suma facilidad. De haber pesado lo mismo que el suyo, no habría podido manejarlo con semejante naturalidad. ¿Sería ese el motivo por el que estaba Golo tan confiado? ¿Tan burda era la trampa ideada por el Emperador?
El ygartio pareció adivinar sus pensamientos, y antes de que Zando pudiese protestar, dejó caer la parte más gruesa de su mazo hasta el suelo, sujetando el mango como si de un bastón se tratase.
Zando sintió en sus pies el impacto. ¡El suelo había temblado al ser golpeado por el arma! Si albergaba dudas respecto al peso de ésta, habían desaparecido.
—¡Preparaos para el duelo! —anuncio Hidji retrocediendo.
La multitud contuvo el aliento esperando un rápido desenlace. Zando, respiró profundamente e invocó al Omni levantando su arma. Curiosamente, ahora no le pareció tan pesada. Tugo continuaba impertérrito, aparentemente ajeno a todo.
—¡Adelante! —gritó Hidji.
Zando apenas logró esquivar el primer golpe. Tugo se lanzó al ataque a una velocidad imposible, convirtiendo su maza en una mancha borrosa que a punto estuvo de descabezarlo. De no haber alcanzado el Omni a tiempo, Zando sin duda hubiese perecido con aquella primera acometida.
La gente, sorprendida, gritó espantada ante semejante demostración de fuerza. Unos instantes habían bastado para sembrar la duda en sus corazones. El feliz desenlace del combate ya no estaba tan claro para ellos.
Mientras tanto, Zando, colocado a un lado de su oponente después de fintar, lanzó un golpe con su maza, pero resultó demasiado lento y Tugo lo detuvo con un simple giro de muñeca. Aquella condenada arma pesaba demasiado. ¿Cómo era Tugo capaz de imprimirle semejante velocidad?
En cualquier caso, Zando se retiró un par de metros. Si esperaba tener alguna posibilidad de salir bien librado de aquella situación, debía compensar la rapidez de su enemigo procurando espacio entre ambos. Tugo, después de demostrar un leve instante de duda tras su ataque —no parecía creer que Zando lo hubiese podido esquivar—, arremetió con furia renovada. Su expresión había pasado de una fría máscara imperturbable, hasta un rictus facial semejante a una mueca, mitad horrorizada, mitad colérica. Lanzaba golpes encadenados, uno tras otro, haciendo retroceder a Zando, arrinconándolo.
Éste, apenas podía contener la lluvia de mazazos que recibía. Pese a anticiparse con suma facilidad a los golpes de sus rivales, la ventaja proporcionada por el Omni apenas le servía para el ataque. Zando, en efecto, seguía intuyendo los golpes, pero éstos resultaban tan fulminantes y continuados, que apenas conseguía apartarse o bloquearlos. Cada golpe recibido era como una onda expansiva que atravesaba su cuerpo, sacudiéndolo dolorosamente. Uno de los impactos, a punto estuvo de hacerle perder su arma. Si seguía peleando a la defensiva, pronto sería vencido. Debía modificar su estrategia, cambiar su táctica.
Pero hacer tal cosa en el fragor de la lucha no era tarea fácil.
Así, Zando siguió girando en círculos, tratando de no ser acorralado. Su enemigo, que parecía poseer cualidades sobrehumanas, no le daba tregua. Zando comenzó a sudar copiosamente. Jadeaba inhalando bocanadas de precioso aire, agotado. Tugo, en cambio, seguía sin dar muestras de cansancio. Finalmente, los golpes del ygartiano comenzaron a alcanzar a Zando. Primero logró herirlo en el brazo, desgarrando su piel. Después llegó hasta su muslo izquierdo tras haber sido parcialmente contenido por un bloqueo defectuoso. A eso siguieron golpes en el torso y espalda. No resultaron golpes fatales, pero sí lograron minar su resistencia.
Mientras todo esto acontecía, sus amigos miraban incrédulos el devenir de la contienda.

—¡Lo está matando! —exclamó Vera. Por sus mejillas corrían lágrimas de angustia—. ¡Oh, Hur bendito, si sigue así lo va a matar! —la mujer miraba horrorizada la paliza inflingida a Zando.
—¡Diantres! —resopló Dolmur—. Tenéis razón. ¿Quién diablos es ese gorila? Zando nunca había peleado con tanta entrega, pero apenas logra salir bien parado.

En su palco, Golo sonreía satisfecho. El montante pagado para conseguir los servicios de aquel guerrero invencible hubiese bastado para edificar media urbe. Pero él habría pagado mucho más para asegurarse la victoria.
«Un Imperio bien vale esa suma», pensó satisfecho.

El combate recrudecía por momentos y Zando seguía sin dar con una alternativa a su situación. En su mente, una idea pugnaba por salir, pero su atención debía consagrase por completo a la supervivencia. Si disminuía un solo instante su atención, moriría aplastado por aquella maza mortal.
Finalmente, la fortuna sonrió a Zando cuando más necesitaba de ella. Tugo arremetió por su derecha y, en un intento por sorprenderlo, cambió en el último instante la trayectoria de su ataque y lo cruzó a la izquierda. Esto le restó velocidad, pero menguó considerablemente las alternativas de Zando, quien desesperado, se arrojó entre los brazos de Tugo. Aquella técnica era empleada por los jóvenes ilicianos en los combates sin armas típicos de los clanes de montaña. Tugo, al verse inmovilizado por el abrazo de Zando, rugió de cólera y frustración, tratando con violentos zarandeos de quitárselo de encima.
Pero aquellos segundos bastaron.
De hecho, eran lo único que necesitaba Zando para recuperar el control del combate. Su mente barajaba posibilidades a un ritmo frenético, y pronto decidió un plan de acción, saltando hacia atrás y librando su presa. Tugo gritó con voz atronadora, semejando el rugido de un león.
Zando arrojó entonces su maza al suelo, ante la atónita mirada de la multitud. Los murmullos generalizados no se hicieron esperar, e incluso Tugo se detuvo un instante, incrédulo.
El Mert´h indú rezaba: “¡Hay de aquel que tan sólo confíe en su espada para el combate! Los hombres sabios dominan las únicas armas que jamás abandonan al guerrero: sus manos, sus brazos, sus piernas… En el arte de la lucha, el cuerpo del guerrero es su arma más mortífera.”
Zando, en el fragor de la lucha, había olvidado esta verdad fundamental. Había combatido según las reglas de su enemigo, ahora era consciente de ello. Pero no más. Desde ese mismo instante, igualaría las posibilidades renunciando a su arma. Ganaría velocidad, liberado al fin del lastre que suponía combatir con aquel pesado mazo. Era consciente del peligro que corría al combatir con las manos desnudas, pero era eso, o perecer agotado.
De nuevo comenzó el intercambio de golpes, pero esta vez era Zando el que lograba impactar sobre Tugo. Pese a su sobrehumana velocidad y fiereza, el ygartio, al igual que los anteriores representantes del Imperio, no igualaba la inestimable ayuda que el Omni proporcionaba a Zando. Éste, libre ya del pesado mazo, comenzó a anticiparse a los golpes, e incluso logró conectar algún puñetazo o patada sobre el cuerpo de su enemigo.
Por desgracia, fue como golpear granito.
El plan de Zando se basaba en la presunción de la humanidad de su oponente, pero ahora dudada seriamente sobre tal extremo. Golpear el cuerpo de Tugo era casi como impactar sobre roca.
Y lo que era peor, sus golpes no surtieron el menor efecto.
Zando pronto volvió a jadear sonoramente. Afortunadamente, esta vez Tugo mostró un leve rasgo de debilidad: también él respiraba con una leve agitación.
—Así que eres humano, después de todo —susurró Zando esperanzado, a la par que redoblaba sus esfuerzos.
Pero su pecho estaba a punto de estallar y en cuanto tuvo oportunidad, volvió a abrazarse a Tugo buscando unos preciosos segundos de respiro. Esta vez, sin embargo, no consiguió su objetivo. Tugo se revolvió colérico, emitiendo un rugido de desesperación y Zando salió despedido, cayendo al suelo. Inmediatamente, Tugo descargó su maza sobre el cuerpo caído de su adversario. Instintivamente, Zando alzó la pierna, propinando una descomunal patada.
Ambos alcanzaron a su adversario.
La bota de Zando se estrelló sobre la cara de Tugo, rompiendo su tabique nasal. Inmediatamente, un reguero de sangre manó por su rostro. Aturdido, el ygartio trastabilló varios pasos hacia atrás.
La multitud estalló en vítores, pero pronto se convirtieron en gritos de horror.
Zando, emitiendo gemidos de dolor, se había puesto en pie nuevamente. Su brazo izquierdo colgaba inerte a un costado. Había tratado de proteger su cabeza interceptando la maza con su brazo y éste no había soportado el impacto, rompiéndose limpiamente. Contra todo pronóstico, y pese a su traba, Zando no perdió el ánimo ni el rumbo del combate, y caminó presto hacia un Tugo aún desorientado por el golpe recibido. Debía terminar el combate ahora que aún tenía a su enemigo a su merced.
Pero Dolmur se lo impidió.

—¡Traición! —gritó Dolmur horrorizado—. ¡Detened el combate! ¡Ha habido juego sucio! —exigió al ver el tatuaje sobre el hombro de Tugo. Ahora reconocía al fin al misterioso contendiente.
Cuando Tugo se libró del segundo abrazo de Zando, el paladín de la aldea le había desgarrado la camisa, mostrando el tatuaje de un cuervo negro. El símbolo de los ejecutores, guardaespaldas de los hechiceros y míticos asesinos de leyenda. Se decía de ellos que eran insensibles al dolor y que uno sólo podía hacer frente a un ejército. Nadie había capturado jamás a uno con vida. Además, se les tenía por los más fieles guardianes de sus amos. También eran virtualmente insobornables, o eso aseguraba la leyenda.
La presencia de aquel ejecutor en la aldea tiraba por tierra esa teoría. Dolmur recordaba al fin de qué le sonaba la cara de aquel misterioso hombre. Lo había visto brevemente, en su primer encuentro con el Hechicero. Tugo era el gorila al que había echado en falta en su segundo encuentro, la noche anterior.
«Digamos que se precisan los servicios de mi segundo escolta en otro lugar», había contestado el Hechicero al ser interrogado. Ahora estaba todo claro. Había enviado a su hombre a combatir contra Zando. Dolmur se sintió como un estúpido. Desconocía la verdadera motivación que había llevado al Hechicero a fingir ayudarlo, pero ahora estaban claras sus intenciones: se había confabulado con Golo cediendo a uno de sus hombres para terminar con su amigo.
—¡Es un ejecutor! —gritó de nuevo—. El combate no puede continuar.
Al oír a Dolmur, la multitud pareció enloquecer. La situación era como un polvorín a punto de estallar. Hidji, el árbitro, hizo su aparición sobre la arena en el último proverbial segundo. Alzó su huesuda mano y solicitó silencio. A duras penas, el griterío se apagó.
—Se ha detectado una irregularidad en el combate —declaró sabiamente. Cualquier otro comentario hubiese desencadenado las iras del populacho con resultados imprevisibles—, por tanto, se procederá a evaluar la veracidad de la acusación antes de continuar.
Dolmur se adelantó a parlamentar con el árbitro. También lo hizo Tolter, abandonando su asiento a la derecha de Golo, que miraba irritado el cariz que había tomado el combate. Los tres hombres se enzarzaron en una acalorada discusión de inmediato.

Zando se aproximó hasta Vera mientras el árbitro deliberaba. Ésta lo abrazó, aterrorizada.
—¡Oh! Mírate —dijo Vera desconsolada—. Tu brazo…
—Shhh, no es nada —la tranquilizó Zando—, he padecido heridas peores. Ahora necesito tu ayuda. Es algo que te va a desagradar, pero es necesario que lo hagas. ¿Me has entendido? —preguntó Zando mirándola a los ojos.
—Haré lo que me pidas —respondió Vera, decidida.
—Pese a las protestas de Dolmur, no creo que haya base legal para aplazar el combate. Golo tiene potestad absoluta para nombrar a sus mandos militares. El hecho de que nunca haya servido un ejecutor en las filas imperiales no da pie para anular el duelo. Me temo que el combate se reanudará.
—¿Qué pretendes decirme? —preguntó Vera alarmada.
—No puedo pelear con el brazo colgando. Necesito que lo inmovilices. Átalo a mi costado.
Pese a esperar protestas, Zando vio como Vera ataba su brazo con firmeza, usando unas improvisadas vendas que había confeccionado rasgando su camisa. La mujer no dijo nada mientras realizaba su tarea.
—Ya está —anunció—. No es gran cosa, pero te permitirá moverte —Vera miró a Tugo, ya recuperado, en el otro extremo de la calle, esperando—. Dale una lección a ese animal, una muy buena, de mi parte. ¿Harás eso por mí?
Sorprendido por el ánimo de Vera, Zando asintió con una sonrisa.
—Te amo, Vera, y juro que volveré junto a ti —dijo, decidido. Después se dio la vuelta y caminó hacia su destino.
«Más te vale, maldito cabezota», dijo Vera para sí.

Tal y como había previsto Zando, las protestas de Dolmur fueron vanas, y pronto Hidji decidió reanudar el duelo. Fue necesaria la intervención de Zando para calmar los ánimos populares, encrespados hasta la médula. Los espectadores no desistieron de sus protestas hasta advertir la conformidad de Zando por continuar el duelo.
Así pues, pronto estuvo frente a frente con el misterioso ejecutor. Esta vez, sin embargo, el ánimo de Tugo distaba mucho de ser el mismo. El hecho de haber sido herido había minado considerablemente su agresividad. Mostraba evidentes signos de dolor y su cara estaba completamente hinchada y enrojecida, por no mencionar la sangre que había perdido en la hemorragia.
Pero Zando seguía sin maza y ahora sólo disponía de un brazo para luchar.
—Ocurra lo que ocurra —se dijo—, este será un desenlace terriblemente corto.
Zando, que no en vano había combatido innumerables veces a lo largo de su vida, había estado observando a su enemigo, estudiando sus movimientos. Del ejecutor había apreciado un hecho que podría darle la victoria si lograba sacarle partido: dada su superioridad frente a cualquier hombre, su técnica de combate distaba mucho de estar pulida. Muy al contrario, se limitaba a embestir sin ningún tipo de guardia, ya que la velocidad y contundencia de sus ataques eran escollos insalvables para sus rivales. Así pues, Zando planeó usar esta debilidad para terminar el duelo de una vez por todas. Preparándose, respiró profundamente y aguardó el primer golpe.
Justo como esperaba, Tugo, herido en su orgullo, atacó con fiereza redoblada, de frente y sin protección. Zando aguardó hasta el último instante antes de caer de espaldas y proyectar sus piernas hacia arriba, lanzando por encima el pesado cuerpo de su rival. Sin embargo, la maza de éste logró impactar sobre su pierna derecha.
Tugo rabió de dolor al aterrizar de boca sobre la calzada. Esto le dio a Zando el tiempo necesario para levantarse y lanzarse sobre su espalda, enroscando su brazo derecho sobre el cuello de Tugo e inmovilizando el cuerpo con sus piernas. El ygartiano, desprevenido, se asustó por primera vez, llevándose los brazos a la garganta, tratando en vano de librarse de la llave de Zando. Al ver que era del todo imposible romper su abrazo, comenzó a golpear desesperadamente a Zando en la cabeza con el puño, intentando herirlo antes de perder la consciencia. Los golpes sonaban una y otra vez mientras los presentes contenían el aliento: punch… punch… punch…

Vera y Dolmur observaron impotentes cómo el endiablado ejecutor se debatía, golpeando a Zando. Éste, terco, se limitaba a no aflojar su presa, pugnando por no perder el conocimiento. Después de unos segundos que a todos se les antojaron eternos. El brazo de Tugo se detuvo y ambos hombres quedaron inmóviles sobre la calle. Ninguno se movía y nadie se aventuraba a pronosticar el desenlace del duelo. Podría ser que Tugo, finalmente, hubiese perdido el conocimiento por falta de aire.
O quizás Zando hubiese quedado inconsciente por los golpes… Súbitamente, uno de los hombres se levantó del suelo.
Era Zando. Con la cabeza manando sangre, la rodilla destrozada y el brazo roto, apenas podía tenerse en pie. Vera y Dolmur corrieron hasta él, ayudándolo a guardar el equilibrio. Inclinándose sobre el suelo, Hidji comprobó el estado de Tugo. Contra todo pronóstico, el ejecutor aún respiraba.
—¡Declaro vencedor del combate a Zando! —gritó el árbitro.
Esta vez no hubo vítores ni jolgorio. No habría festejos esa noche, ni música, ni banquetes. Pese a la victoria de Zando, nadie pasó por alto un trascendental detalle:
Zando estaba muy malherido y aún quedaba por disputar el último duelo.

btemplates

0 Opiniones: