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CAPÍTULO XXII: EL SECRETO

CAPÍTULO XXII
EL SECRETO


Zando se quedó atónito. Ante él, una copia de sí mismo lo miraba con expresión ausente, en el interior de la cabaña. Por lo visto, aquel día maldito aún tenía alguna sorpresa que deparar.
Su doble lo miraba con una risa bobalicona, inmóvil. Zando se adelantó para mirarlo detenidamente. Inspeccionó cada detalle, apreciando enseguida la perfección de su réplica, que resultaba, en todos los sentidos, demasiado correcta. En efecto, una pequeña cicatriz que debería surcar la mejilla izquierda de su doble no estaba. Era un ser perfecto, en el sentido más literal.
—¿Me quieres explicar qué significa esto, Dolmur? —preguntó Zando con expresión cansada. Le había bastado un vistazo para adivinar la procedencia del ser—. ¿Es cosa tuya, verdad?
—Así es —respondió el aludido entrando en la cabaña—. ¿No es magnífico? —inquirió mirando al doble—. Tenía mis dudas respecto al resultado, pero todo ha salido bien.
—¿Cómo lo has creado? —Zando no daba crédito—. ¿Y desde cuándo tenías preparada esta sorpresa?

Dolmur no pudo responder. Vera, que hasta entonces aguardaba en el porche de la casa, se había decidido a echar un vistazo, tranquilizada en parte al oír el tono coloquial empleado por sus amigos. Como cabía esperar, en cuanto reparó en el inesperado invitado, miró con expresión aterrada a Zando y a su doble. Sus ojos saltaron alternativamente, de uno a otro, balbuceando, sin dar crédito a lo que veía. Finalmente se derrumbó en brazos de Zando, víctima de la impresión.
—Mira lo que has conseguido… —regañó Zando con expresión preocupada.
—Lo siento, no había pensado en ella. Para nosotros no es algo nuevo.
—Sube a Vera a su habitación, necesita descanso, parece que le han roto una costilla. Mejor será que no vea de nuevo a mi gemelo —opinó Zando.
Dolmur cargó con Vera y la subió a la planta de arriba. Zando, mientras tanto, observó fascinado la réplica que tenía ante sí. Pasó la mano ante su rostro y advirtió que el falso Zando seguía con expresión ausente los movimientos, moviendo su cabeza de un lado a otro. Su mirada no traslucía ningún atisbo de inteligencia.
—Veo que os habéis dado cuenta —dijo Dolmur bajando de nuevo—, carece por completo de sesera.
—Sí —convino Zando—, es un doble igual al que vimos en Shazalar. ¿Cómo te las has ingeniado para crearlo?
—Yo…, tomé prestadas algunas vainas del bosque —confesó Dolmur azorado.
—¿Que hiciste qué? —Zando se derrumbó sobre una silla. Volvía a sentir nauseas—. Maldición, tenemos la fortuna y el privilegio de ser invitados de excepción a un lugar mítico, un lugar donde por poco perdemos la vida para hacernos merecedores de hollar su suelo… ¡y tú te arriesgas a provocar la animadversión de unos seres viejos como el mismo tiempo! ¿En qué demonios pensabas? —Zando miró con interés la réplica de sí mismo—. Si es tan tonto como parece, ¿cómo ha podido luchar en mi lugar?
—Bueno, yo también me planteé esa misma cuestión —admitió Dolmur—, pero mirad —señaló pidiendo la espada a Zando. Éste se la tendió y Dolmur apuntó con ella a la vaina. Inmediatamente, el doble se puso en guardia, mirando fijamente la espada—. ¿Veis? Puede que no sea capaz de pensar por sí mismo, lejos de la influencia de Shazalar, pero eso deja espacio para lo principal… todo lo que queda es una replica de vos sin interferencias. ¡Incluida vuestra endiablada habilidad con la espada!
—No me gusta cómo te mira —señaló Zando—. Si se comporta como yo lo haría, mejor será que envaines muy lentamente —advirtió.
Dolmur obedeció al punto.
—Bien, supongo que he de aceptar lo que me dices. Si las replicas que genera el bosque están conectadas a la fuente, entra dentro de lo posible que al verse lejos de allí se vuelvan algo parcas en palabras.
—Queréis decir tontas —apuntó Dolmur.
—Sí, eso es, gracias por tu locuacidad —respondió Zando con acritud—. ¿Y cómo lograste que se formase? Quiero decir, tú tenías una vaina y ahora hay un doble.
—Quizá pequé de simplista, pero lo hice como si de una semilla normal se tratase.
—¿Qué quieres decir?
—Regué la vaina —dijo Dolmur encogiéndose de hombros.
—Inaudito —opinó Zando—. Y en tal caso, ¿cómo es que se parece a mí y no a ti?
—Yo no he dicho con qué la regué —dijo Dolmur con ademán teatral—. Digamos que últimamente habéis sangrado mucho.
—Ahora lo entiendo. Supongo que no te fue difícil guardar mis vendas usadas, todas ellas impregnadas por mi sangre. Después las mezclaste con agua y…
—Y la vaina creció ante mis ojos hasta crear un doble vuestro. Después sólo tuve que vestirlo y llevarlo hasta el lugar del duelo. Al verlo tan poco lúcido pensé que lo matarían a la primera estocada, cosa que tampoco me hubiese parecido mal.
—¿Cómo? —inquirió Zando extrañado.
—Pensadlo, Zando —explicó Dolmur—. Si vuestra réplica caía en combate todos os darían por muerto. Eso os permitiría comenzar de nuevo en otro lugar. Seríais libre para vivir de ahora en adelante.
—Entiendo —concedió Zando más tranquilo—, no es mala idea excepto por un detalle, mi honor.
—¡A veces creo que cruzáis la línea que separa la honorabilidad de la estupidez! —dijo Dolmur ofuscado. Su comentario ensombreció la mirada de Zando, que se tornó grave —. Os ruego me disculpéis, es sólo que no jugáis al mismo juego que Golo y no parecéis daros cuenta. ¡Vuestros enemigos hacen trampa y os engañan! No hacéis más que combatir con desventaja, acosado por sus maquinaciones. Por una vez, podríais adelantaros a ellos —Dolmur acabó su petición con expresión suplicante.
—Entiendo tu postura aunque no la comparta —contestó Zando—, pero jamás me prestaré a combatir con engaños y mentiras. Eso me haría ser como ellos —manifestó con actitud terca.
—Sabéis que eso no es cierto —insistió Dolmur—. Hoy ha muerto un hombre bueno por culpa de las maquinaciones de un tirano. Tenéis el derecho a responderle con su misma moneda. No pretendo que uséis sus tretas desleales y cobardes, simplemente os digo que aprovechéis las oportunidades que os brinda la vida.
—¿Haciendo que este doble vegetal pelee por mí? —la cara de Zando se torció con gesto agrio al plantearlo.
—Me temo que tal cosa ya no es posible —dijo Dolmur apenado—. Mirad, —dijo levantándole la camisa a la vaina. Ésta tenía un profundo corte de feo aspecto en el tórax. A su alrededor, donde la herida en un ser humano habría mostrado el purpúreo color característico, la vaina se había resecado, mostrando su verdadera naturaleza. Un líquido blancuzco manaba de la herida.
—Perece la corteza de un árbol seco —dijo Zando—, sin embargo, no parece muy afectado.
—Supongo que es por su falta de conciencia —explicó Dolmur—. Hace tan sólo una hora apenas era un corte profundo. Si continua así, al amanecer estará marchito.
—Entiendo. De modo que ha librado el combate por mí y ha vencido, ¿no es así?
—Sí. El tajo que recibió en el vientre hubiese sido mortal para vos. De hecho, creo que hubiese perdido de no ser porque vuestro adversario…
—Querrás decir su adversario.
—Eso es, perdón, su adversario creyó haber obtenido la victoria y bajó la guardia. En ese momento la vaina lo abatió con un certero tajo. La multitud no apreció la gravedad de la herida y yo me apresuré a quitar de en medio a la vaina alegando un profundo agotamiento del paladín de la aldea. Hemos llegado apenas unos instantes antes que vosotros.
—De modo que pretendes que me presente mañana y libre el próximo duelo como si tal cosa —dijo Zando rascándose la barba incipiente.
—Sin dudarlo. Después de lo que ha hecho Golo es lo mínimo que le debéis. Por no hablar de la alternativa. Imaginad: mañana os presentáis a informar a la multitud y les decís que en realidad era un doble el que había peleado por vos (pero sólo en una ocasión ¿eh?), así que decidís renunciar al duelo en nombre del honor y os entregáis a Golo para que os pueda ajusticiar y de paso continúe con su mandato sin más interrupciones. Suena genial, sin duda… por no hablar de lo que le ha hecho a Vera. Sinceramente, no creo que seáis capaz de dejarlo estar —concluyó Dolmur con expresión triunfal.
—Odio cuando tienes razón —rumió Zando—. Pero debe haber algún medio para justificar lo que voy a hacer. ¡Necesito creer que es lo correcto además de lo necesario!
—Justificar decís… veamos, ¿dónde habéis puesto ese Código vuestro?
Zando buscó en un bolsillo y le ofreció el Mert´h indú. Dolmur lo abrió y garabateó una frase en la última página. Después de releerla con expresión satisfecha, se lo devolvió a su amigo.
—“Cuando la bondad de una acción esté enfrentada a su legalidad, el hombre sabio elegirá ser bueno antes que legal. Esta premisa invalida cualquier máxima de este libro que vaya en su contra” —leyó Zando—. Es buena… —admitió rascándose la incipiente barba—. Creo que la asumiré como parte del Código —dijo sonriendo por primera vez aquel día—. ¡Qué demonios! Sea —aceptó.
Dolmur no pudo reprimir un grito de alegría.
—Antes de que te alegres demasiado —puntualizó Zando— debes saber que únicamente lo haré si vas esta misma noche a los límites del bosque a devolver la vaina. ¿Aceptas? —dijo Zando tendiendo la mano. Dolmur se la estrechó con efusividad, encantado.
Minutos después Zando y Dolmur se despedían en el exterior de la cabaña.
—Procura que no lo reconozcan —advirtió Zando mirando a la vaina—. Cúbrela con una capa al llegar junto al gentío.
—No os preocupéis, todo irá bien —aseguró Dolmur—. Volveré antes del amanecer.
—Despiértame a tu vuelta, aún hay algo que hemos de hacer —pidió Zando—. No podemos dejar a Crod allí solo por más tiempo —dijo señalando hacia la veta.
La cara de Dolmur se ensombreció al recordar al herrero caído.
—Es cierto, aún hemos de llevarlo con los suyos y darle sepultura —concedió Dolmur con expresión cansada—. Así se hará.
Dicho esto se volvió y comenzó a caminar tomando de la mano a la dócil vaina.
—Por cierto… —dijo Zando—. ¿Qué expresión puso Golo al verme acudir al duelo?
Dolmur iluminó el semblante de inmediato, sonriendo con maliciosa expresión. Zando se contagió, imbuido nuevamente de esperanza.

Zando vio alejarse a Dolmur rumbo a la linde del bosque. A esas horas de la noche se intuía como una espectral silueta recortada en el horizonte nocturno. La visión le produjo un escalofrío que recorrió su espalda. Se trataba de la misma sensación que lo asaltara hacía meses, el día que perdió el control en los festejos. Una brisa fresca procedente del norte comenzó a soplar en ese momento.
—Ha sido un día agotador. Mi imaginación me juega malas pasadas, mejor será no enfriarse, viejo lobo —se dijo—, ya no eres un chaval.
Ciertamente, los últimos acontecimientos lo habían llevado hasta el límite. Sobrevivir a un envenenamiento y luchar a muerte no eran sucesos que pasasen sin dejar huella. Su estomagó protestó sonoramente, pidiendo alimento. Zando entró hacia la cocina buscando algo de comida.
Sorprendió a Vera bajando las escaleras, aturdida. Era la primera vez que le veía la cara con claridad tras los golpes recibidos. A la luz del candil, la hinchazón de su rostro presentaba un feo aspecto, deformando ligeramente sus equilibrados rasgos. Ella lo vio entrar e inmediatamente lo interrogó con la mirada. Seguía confundida por la visión que la había turbado hacía unos instantes.
—Zando… antes creí ver a alguien igual que… —Vera dejó la frase en el aire.
Zando la miró sin responder. Imaginó el miedo y la angustia soportados por ella. El tormento de verse indefensa, víctima de rufianes capaces de degollarla sin pestañear, de violarla y golpearla sin el más mínimo atisbo de remordimiento. Durante todo el día se había prohibido a sí mismo pensar en la posibilidad de perderla. De haberlo hecho, habría sido incapaz de pensar, de actuar de forma racional. Ahora que todo había pasado, oleadas de miedo reprimido anegaron su ser. Sus ojos se inundaron en lágrimas sin que pudiera o quisiera hacer nada por reprimirlas. Pese al vestido desgarrado y sucio, a la hinchazón y la sangre reseca en el rostro, los cabellos revueltos y despeinados y el rostro manchado y ojeroso de Vera, Zando pensó que jamás sus ojos habían tenido la fortuna de observar tanta belleza. Hasta ese momento, Zando no había tomado conciencia de hasta qué punto amaba a aquella mujer. Un profundo sentimiento de culpa lo hizo caer de rodillas, al pie de la escalera. De repente, todas sus convicciones se tambalearon peligrosamente. Su honor ya no importaba tanto como proteger a cualquier precio a Vera. Su desafío al Emperador casi le había costado la vida a la mujer más maravillosa que pudiera existir. Zando sintió la necesidad imperiosa de disculparse.
—Vera… casi te matan por mi causa. No podría soportar que te sucediese nada. ¡He estado tan ciego!
Vera se sintió impresionada viéndolo arrodillado, disculpándose. Lo miró con cariño y bajó las escaleras hasta situarse junto a él. Comenzó a acariciarle la coronilla con ternura mientras él se aferraba a ella, abrazando sus piernas.
—Olvidas que tu causa es mi causa —dijo con serenidad—. Tú has arriesgado tu vida por mí y por toda la gente inocente, no ya de Roca Veteada, sino de toda Hurgia. Lo de hoy sólo ha sido un accidente, nada más. Estaba segura de que acudirías, amor mío. En ningún momento dudé de ti. No puedo imaginar tener mejor protector. Eres mi caballero… y mi héroe.
Zando levantó la mirada, henchido de amor; era la primera vez que Vera confesaba sus sentimientos por él.
Vera le tomó la cabeza y lo indujo a levantarse suavemente. Zando se incorporó dócilmente, sin dejar de mirarla a los ojos. Intentó decir algo, pero ella puso sus dedos en sus labios, rogándole que guardase silencio.
—No quiero disculpas o arrepentimiento —le dijo—. Sé que ha sido duro, pero en cuanto amanezca un nuevo día volverás a ser el Zando obstinado y seguro de sí mismo de siempre, dispuesto a llegar a donde haga falta para defender sus ideales —Vera lo miró con intensidad a los ojos antes de añadir—. ¡Y es así como te amo! —dijo besándolo suavemente—. Si alguien ha obrado mal, he sido yo. Debí apoyarte y estar junto a ti sin permitir que mi miedo me impidiese alejarme, distanciarme. No podía soportar la idea de perderte. Una parte de mí estaba enfadada contigo por arriesgar la vida a diario. Ahora entiendo que fui una egoísta. Supongo que competía con esa parte tuya que alimenta tu espíritu. Me alegro de no haber logrado que renunciaras a tus ideales. No quería reconocer mis sentimientos por miedo a perderte. Perder a Alasia fue muy duro. No deseaba imaginar una vida junto a ti y, al caer el sol, ver aparecer a Dolmur con la noticia de tu muerte. Ahí fuera hay miles de personas que creen en ti, que no dudan de tu victoria día tras día. Supongo que he sido la única que sí ha dudado —reconoció—. Si aceptas mis disculpas, prometo no volver a fallarte. Ahora sé que es más valioso un presente cargado de incertidumbres que la promesa de un futuro de seguridad. Sólo quería aceptarte cuando tuviese la certeza de que no te matarían cualquier día. Ahora sé que me aferraba a una mentira —Vera concluyó agachando la cabeza y refugiándose en el pecho de Zando.
Recuperado el ánimo después de oír el valiente discurso de Vera, Zando le acarició dulcemente el pelo.
—Como has dicho hace un momento, no quiero disculpas o arrepentimiento —explicó—. Dices que no me has apoyado pero no imaginas hasta qué punto has sido la inspiración de mis actos, la ilusión que motivaba mi causa. Eres el rostro que deseaba ver cada día al volver de los duelos. Tu sonrisa, tus cuidados y tu paciencia han sido el alimento de mi coraje —Vera levantó la cabeza y lo miró en silencio—. Tienes derecho a esperar y no me siento molesto por ello. Es mucho más difícil estar en tu lugar que en el mío. Sólo Zatrán sabe el tormento que habrá supuesto esperar cada día temiendo lo peor. Es mi deber esperar, y puedo asegurarte que te esperaré el resto de mis días si es necesario.
—Nunca más te haré esperar —dijo Vera mirando alternativamente sus ojos y su boca.
Ambos se besaron apasionadamente, conscientes del tiempo perdido, de la incertidumbre de los días por llegar, unidos por el deseo de hacer de ese instante un presente infinito.

Dolmur andaba con pasos prestos. A su espalda se oían quedamente los sonidos de la ahora tumultuosa aldea, transportados con una leve reverberación a través de las paredes del cañón rocoso por el que caminaba. Odiaba mentirle a Zando, y eso lo hacía sentirse despreciable en su fuero interno. La figura que lo acompañaba, la vaina creada con la artes de Shazalar, lo seguía de cerca sin perder paso.
El camino giró a la derecha y las paredes de roca se abrieron, ofreciendo al fin la visión de su meta. Tal y como había acordado, el Hechicero aguardaba con su ominosa figura recortada sobre la vegetación. Dolmur pensó en lo irracional de su miedo, pero eso no consiguió menguar su aversión hacia aquella figura encapuchada en tela tan negra como la misma oscuridad.
—Buenas noches —saludó al llegar. El Hechicero respondió asintiendo levemente con la cabeza—. Todo ha salido tal y como dijisteis. Zando aceptó mi historia y creyó que todo había sido una travesura mía.
—¿Acaso podía resultar de otro modo? —respondió con soberbia la negra figura. La capucha ocultaba su rostro, sumiéndolo completamente en sombras—. El oráculo jamás se equivoca. Así estaba escrito y así ha sido. No somos más que peones en un juego que nos supera a todos nosotros.
—Si tú lo dices… —Dolmur desconfiaba de toda aquella verborrea seudo mística—. En cualquier caso, sigo manteniéndome en mis trece; si a la vuelta de mi viaje a Ciudad Eje no me hubiese encontrado con él —dijo señalando al doble de Zando—. Jamás me abría prestado a este juego. He hecho lo que he hecho por respeto a la Fuente.
—No deberías despreciar aquello que no conoces, joven Dolmur —le advirtió la vaina—. Shazalar no se habría inmiscuido en los asuntos del mundo exterior de no tener poderosas razones.
—Razones que os negasteis a explicarme en nuestro anterior encuentro —reprochó Dolmur—. Diablos, casi me arrepiento de haber aceptado.
—Pero aceptaste, tal y como estaba escrito —terció el Hechicero con su voz profunda desde el negro interior de su capucha—. En realidad, nunca tuviste elección.
—No me confundirás con tu cháchara de ygartiano —replicó Dolmur molesto—. Pude negarme y eso es un hecho. No aceptaré el papel de mera marioneta.
El Hechicero no respondió, pero Dolmur pudo adivinar el blanquecino brillo de su sonrisa entre las sombras que rodeaban su rostro.
—¿Para qué insistir en algo consumado? —opinó la vaina—. Dolmur, aceptaste la proposición en un intento de ayudar a Zando. Tu motivación fue noble y los resultados son los esperados. El resto es pura cháchara, como bien has señalado. Zando creyó mi falta de conciencia, así como la gravedad de mis heridas —dijo, levantándose la túnica y dejando a la vista el feo tajo en su torso. Después pasó la mano sobre la zona afectada y ésta quedó restaurada de inmediato—. No es necesario ni conveniente que conozcas más por el momento. Como te dijimos en nuestro anterior encuentro, Zando está destinado a jugar un papel fundamental en el futuro inmediato de nuestro mundo. Las repercusiones de lo que aquí suceda, tendrán ramificaciones que apenas alcanzamos a entrever. Zando debe triunfar en su empresa como primer paso hacia ese futuro. La alternativa es demasiado aterradora.
—Si tan necesario es, ¿cómo no ayudáis más activamente a Zando? —preguntó Dolmur con suspicacia—. Ya puestos, a un hechicero le sería muy fácil amañar los combates y hacer que todo fuese más fácil.
—Una espada no se forja en una lumbre apagada —respondió solemne el Hechicero—. El acero debe forjarse en las más vivas llamas. Y no una sola vez, sino muchas. Sólo así adquirirá la fuerza necesaria. Es imperioso que Zando llegue por sí mismo a su destino. Lo ocurrido hoy sólo ha sido una mera cuestión de equilibrio. Nada debe interferir en el devenir de los combates. A partir de ahora es cosa suya.
Dolmur odiaba admitirlo, pero el Hechicero tenía razón. Zando se había convertido en una leyenda viva gracias a sí mismo, a la proeza llevada a cabo. De haber tenido facilidades, probablemente no hubiese obtenido semejante respaldo popular.
—Bien, creo que esto pone fin a nuestro trato —anunció la vaina—. El papel que Shazalar debía interpretar en este asunto ha tocado a su fin. Es hora de volver a la Fuente —dijo dirigiéndose a la espesura. Inmediatamente, su cuerpo comenzó a disolverse, volviendo a la nada de la que había salido—. Recuerda nuestro acuerdo, Hechicero —se oyó susurrar al boscaje.
Dolmur vio al ygartiano asentir en silencio. Interesado por aquel misterioso acuerdo, quiso preguntar, pero desestimó la idea, convencido de que no sacaría nada en claro.
—La reunión ha terminado —anunció el Hechicero. Inmediatamente, una figura inmensa surgió de las sombras, provocando un grito ahogado en el joven.
—¿Qué demonios? —exclamó Dolmur.
—Cálmate, sólo es mi escolta.
—Es cierto, lo recuerdo de nuestro anterior encuentro —admitió Dolmur suspirando—. ¿Tiene que hacer esa aparición teatral? ¡Hur, mi corazón late desbocado! A propósito, ¿la última vez no te acompañaban dos? —inquirió mirando al recién llegado.
—Digamos que se precisan los servicios de mi segundo escolta en otro lugar —respondió el Hechicero—. ¡Es todo! He de partir de inmediato. Saludos, mi joven amigo —y dicho esto se fue, dejando a Dolmur solo y lleno de preguntas sin respuestas.
—Adiós a ti también —dijo Dolmur al cabo de unos instantes—. Gracias por responder con vaguedades y dejarme lleno de preguntas maldito hechicero de…
—Te estoy oyendo muchacho, cuidado con lo que dices —oyó Dolmur susurrar a su espalda.
Se giró como el rayo, pero junto a él no había nadie. Antes de que pudiera pensar, sus piernas corrían veloces rumbo a la aldea.

Zando besó dulcemente el rostro de Vera antes de abandonar el lecho. Dolmur, fiel a su costumbre, acababa de entrar ruidosamente después de su viaje nocturno. Temiendo despertarla, se apresuró a tomar sus ropas y cerró la puerta del dormitorio. Ya en la planta baja, Zando se enfundó los pantalones y se reunió con su joven amigo, que cortaba una generosa porción de queso.
—¿Ha ido todo bien en la linde del bosque? —preguntó Zando.
—Todo lo bien que cabría esperar —mintió Dolmur—. Cuando la vaina puso un pie en el bosque, recuperó el uso de su mente al instante. Y claro está, no se tomó muy bien mi ocurrencia. Tuve que deshacerme en disculpas durante un rato considerable. Por cierto, ¿que hacéis vestido a estas horas? ¿Vais a algún sitio?
—Vamos. Los dos. Está a punto de amanecer y el cuerpo de Crod aún yace solo en lo alto del pico, junto a la veta. Hemos de darle sepultura cuanto antes.
—Ya me encargué —explicó Dolmur con gesto cansado—. Me entretuve de camino al bosque y les conté los pormenores de lo sucedido a los aldeanos cuando pasé por Roca Veteada. Omití la parte en la que vos peleábais junto a Crod. Ellos creen que el rescate fue cosa del herrero, en solitario. Dijeron que ellos se encargarían de recoger su cuerpo.
—Demonios chaval, ¿es que no piensas nunca? —se enfadó Zando—. ¿Cómo se te ocurre entretenerte llevando un compañero como la vaina junto a ti? Podían haberlo visto. Eso ha sido una imprudencia.
Dolmur se sintió frustrado al no poder explicarle a Zando la verdad. Quería decirle que la vaina, lejos de ser un ser desposeído de mente y herido de muerte, tenía pleno control de todas sus facultades. De hecho, el emisario de la Fuente había cambiado la forma de su rostro al llegar a la aldea. No hubo peligro, puesto que nadie la hubiese podido reconocer con el rostro de un poeta que se suponía muerto desde hacía siglos. En vez explicar la verdad, Dolmur siguió interpretando su papel de bribón alocado.
—Lo siento —dijo con la boca llena—. He sido un imprudente, tenéis razón.
—Disculpas aceptadas —concedió Zando—, pero procura pensar las cosas antes de hacerlas. ¿Celebrarán algún tipo de funeral los habitantes de la aldea?
—Sí, a media mañana, en sus tierras. Los aldeanos se encargarán de despejar el terreno de turistas. Desean que sea una ceremonia privada. También quieren que pronunciéis unas palabras en su memoria.
—¿Yo? Bueno, excepto al final, Crod y yo no éramos precisamente uña y carne… En fin, supongo que no puedo negarme. Lo haré con gusto —aceptó Zando.
—Una cosa más, les he transmitido la orden a los soldados que custodian el perímetro para que escolten a Socur y lo pongan a buen recaudo.
—Veo que te has ocupado de todo...
—Bueno, me voy a echar un rato, aún puedo descansar un par de horas si me doy prisa —dijo Dolmur, introduciendo en su boca la última porción de queso.
—Tu descanso tendrá que esperar. Necesito que me acompañes a la veta.
—Vos me odiáis —se quejó Dolmur desplomándose teatralmente sobre la mesa—, ¿qué asuntos os reclaman al amanecer en semejante lugar? ¿Y para qué me necesitáis?
—No protestes ¿tienes idea de las noches que tuve que pasar en blanco cuando viajaba hacia aquí? Eres joven y podrás aguantar una noche sin dormir. No te lo pediría de no ser algo importante.
—De acuerdo, habéis conseguido despertar mi curiosidad, partamos antes de que caiga dormido sobre la silla.

Despuntando los primeros rayos de sol, los dos hombres llegaban hasta la base de la pared pétrea surcada por la veta dorada. El cuerpo desmadejado del soldado caído desde lo alto, seguía abandonado sin que nadie lo hubiese reclamado.
—Es ahí, junto al cuerpo —señaló Zando—. ¿Ves ese arbusto aplastado? Creí ver algo a su izquierda. Ven, encendamos las antorchas.
—¿Para qué? Las lunas brillan con fuerza esta noche. Además, va a amanecer en un momento.
—No las necesito para iluminar el exterior —respondió Zando, misterioso—. Si estoy en lo cierto, vamos a desenmascarar uno de los mayores engaños de la historia y, de paso, vamos a confirmar el interés de Golo por esta aldea.
Así, con la ayuda de una yesca, encendieron dos antorchas y caminaron hasta el arbusto. A sus pies y bien camuflada, una oquedad parcialmente oculta por un tablón pintado con los tonos grises de la roca, se había mantenido escondida de miradas curiosas hasta ahora. Zando desprendió con facilidad el parapeto y acercó la tea al agujero. Una corriente hizo fluctuar las llamas.
—¡Increíble! —exclamó Dolmur que, por primera vez desde que saliera de la granja, había dejado de bostezar.
—Sí, de no ser por el desgarro en el arbusto, jamás lo habríamos visto. ¡Entremos!
Zando se introdujo reptando. Se trataba de una entrada ciertamente incómoda, aunque discreta. Al otro lado, la roca se abría a una estancia alargada donde cabía una persona en pie. A un lado del pasillo, montones de cajas cubiertas por una espesa capa de polvo estaban alineadas, unas encima de otras.
—¡Es un almacén secreto! —exclamó Dolmur al entrar—. Parece la guarida de un contrabandista. ¿Qué ocultarán esas cajas?
—Oro, evidentemente.
—¿Qué? —Dolmur se apresuró a revolver en la caja más cercana, rompiendo uno de los tablones laterales—. ¡Hay un saco grueso! Rasgadlo con la espada y saldremos de dudas.
Zando desenvainó su espada y cortó la recia tela. De inmediato, unas pepitas de oro cayeron al suelo, brillando con la cálida luz de las antorchas. Dolmur, incrédulo aún, tomó una y la inspeccionó con devoción.
—¡Es oro! —exclamó asombrado—. ¿Cómo es posible? La veta es de pirita. Todo el mundo lo vio.
—Te equivocas, todo el mundo vio lo que el viejo Grindon quería que vieran —dijo Zando con un brillo de triunfo en la mirada—. ¡Y ésta es la prueba!
—No lo entiendo, ¿cómo pudo engañar a tanta gente?
—¿Recuerdas la historia que nos contó Vera sobre la fundación de la aldea? El descubridor de la veta fue el propio Grindon, pero la noticia pronto trascendió al resto de la expedición. Interesados en el hallazgo, todos los colonos construyeron un gran andamio durante meses, una empresa gigantesca y desmedida para sus posibilidades, esperanzados por confirmar sus sospechas y asegurarse de que el mineral que brillaba era, en efecto, oro —Zando hizo una pausa e interrogó a Dolmur con la mirada.
—No sé a donde queréis llegar.
—Piensa Dolmur, piensa. ¿Crees realmente necesario construir todo aquel andamio gigante para saber si era oro lo que brillaba en la veta?
—¿De qué otro modo si no?
—Veamos, ¿dónde está la veta? Situada en una pared vertical. ¿No crees que es natural que al menos una parte del mineral, digamos pequeños fragmentos, hubieran caído abajo, a la entrada de la cueva donde nos hallamos?
—¡Es cierto! Ahora os entiendo. Sobre el suelo podrían estar esparcidos algunos guijarros de mineral.
—No sólo podrían. Debía haberlos forzosamente. Ahora piensa en Grindon, que se topa por casualidad la veta y toma una muestra del suelo, a sus pies. Descubre que se trata de un mineral enormemente valioso y le vence la avaricia; aquel hombre no deseaba compartir su hallazgo.
—Entiendo —se adelantó Dolmur—, de modo que recogió todos los fragmentos que había a los pies de la veta, asegurándose que nadie pudiese encontrar ninguna muestra.
—Así lo creo.
—Pero aún le quedaba por amañar el modo de hacer creer que todo aquello no era oro.
—¿Recuerdas cómo Vera nos relataba lo sucedido el día que el andamio llegó hasta la veta?
—Sí, le concedieron a Grindon el favor de ser el primero en extraer una muestra del mineral. Era su privilegio como descubridor del lugar.
—Bien, pues ahora imagina que eres Grindon y no deseas compartir todo aquel oro. ¿Qué harías? Exactamente lo que él hizo. Allí, encaramado a la vista de un público expectante y temeroso, tomó un trozo de oro, después fingió examinarlo, cuando en realidad lo sustituyó por un pedazo de vulgar pirita. Por último, se volvió con expresión destrozada, los ojos anegados en lágrimas y arrojó el fragmento a la desconsolada multitud.
—¡Brillante! —exclamó Dolmur—. Ese hombre engañó a todo el mundo. Nadie pensó en cuestionarlo. Lo aceptaron y abandonaron el lugar.
—Sí, pero no todo el mundo. Grindon creyó que, al enterarse de que allí no había nada de valor, la caravana de colonos abandonaría el lugar para siempre. Pero dado que la construcción de los andamios fue una tarea lenta y ardua, algunos de los colonos decidieron asentarse en el lugar. Fue una decisión lógica si pensamos en las enormes extensiones desarboladas para obtener la materia con la que construir el andamio. Sin pretenderlo, habían acondicionado el valle, haciéndolo propicio para instalarse. Apenas fueron unas pocas familias, pero sí las suficientes para arruinar los planes de Grindon.
—Entiendo, de manera que decidió comenzar a extraer el oro en la más absoluta soledad, sin ser descubierto.
—Y para eso, el único método que le aseguraba intimidad era excavar una mina oculta a los ojos de sus vecinos.
—Pero eso es una tarea imposible de acometer por un solo hombre —opinó Dolmur.
—Quizás tardase toda una vida en excavar estas galerías. Ven, averigüemos la verdadera magnitud de su obra —sugirió Zando.
Caminaron por el túnel unos diez metros hasta llegar a una bifurcación que ascendía en vertical. Unos toscos escalones tallados en la piedra eran el único método para ascender. Extremando las precauciones, comenzaron la ascensión. Cuando apenas llevaban unos quince metros, Zando señaló algo en la piedra.
—Mira esto Dolmur, aquí cambia la textura de la pared. El lado izquierdo presenta un aspecto menos tosco que el derecho, que ofrece un acabado más basto.
—Sí, es como si otra persona se hubiera encargado de horadar la roca. Alguien con otro modo de trabajar.
—Supongo que tarde o temprano confesó su secreto a su hijo. Por eso cambian las marcas. Le cedió el trabajo duro a su descendiente.
—Imagino toda una vida aquí, encerrado, trabajando sin descanso. Gridon debía estar loco —se lamentó Dolmur —. Es muy triste. De haber compartido su secreto con los demás, hubiera vivido rico el resto de sus días.
—Sí, es realmente triste. Continuemos —dijo Zando con energía—. Aún nos queda un buen trecho por subir.
Ascendieron durante al menos una treintena de metros hasta dar con una cámara tan espaciosa como el establo de Vera. Maravillados, contuvieron el aliento mientras miraban en derredor. Estaban dentro de la propia veta y los reflejos de las antorchas hacían que todo centellease con tonos áureos. Al lado de la abertura por la que acababan de subir, descubrieron una pequeña polea con un canasto y una larga cuerda.
—¡Esto es increíble! Apenas logró extraer una pequeña parte de todo el mineral —dijo Dolmur—. Pero estamos muy por debajo de la altura de la veta. ¿Cómo es posible?
—El yacimiento debe ser enorme, y la veta que emerge en la superficie es sólo una pequeña parte. Aquí hay suficiente oro como para comprar un reino.
—Un momento, hay algo que no entiendo —se extrañó Dolmur—, Golo ya posee todo un Imperio, ¿por qué iba a querer este oro? Él ya es inmensamente rico y poderoso. Además, ya puestos, si quería hacer uso de esta mina, podría simplemente haberla tomado por la fuerza.
—Ciertamente desconozco qué puede hacer desear a un Emperador todo este oro. Lo que sí entiendo es su modo de proceder. Un monarca, en contra de la opinión popular, no posee poder absoluto. El Senado y la realeza le han disputado pulsos de poder desde el mismo instante del nacimiento del Imperio. Golo no puede ignorar los designios del Senado. Desconozco cómo pudo Golo enterarse de la existencia de esta mina. Pero expulsar a los legítimos propietarios del terreno hubiese sido una estrategia arriesgada para él.
—¿Y por qué expulsarlos? Ya puestos, podría haberlos matado a todos. Así, nadie lo hubiese sabido nunca.
—Te equivocas, lo hubieran sabido los soldados encargados de llevar a cabo la matanza. Alguno de ellos podría irse de la lengua. Además, algún vendedor ambulante de los que pasan por aquí de año en año vería una mina donde antes habían estado un asentamiento de granjeros. Los campesinos de Roca Veteada visitan anualmente la ciudad de Sinie para vender sus cosechas. ¿Qué habrían pensado allí si de repente hubiesen dejado de acudir?
—Entiendo, no hace falta que sigáis —dijo Dolmur con expresión aburrida—, es mucho más sencillo expropiar para no despertar sospechas.
—En efecto. Supongo que fueron los mismos secuaces de Golo disfrazados de bandidos los que impidieron a los campesinos llevar sus cosechas a Sinie los últimos años. Según creo, Golo lleva preparando esto algunos años.
—¿Os dais cuenta, Zando? —preguntó de repente Dolmur en tono divertido—. Si eso es cierto y Golo está detrás de todo este oro, justo cuando casi había culminado su plan, os envió a vos con la taimada intención de liquidaros y así matar dos pájaros de un tiro. ¡De no haberos enviado, a estas horas Golo poseería esta mina!
Zando miró a Dolmur con cara de cómplicidad y ambos comenzaron a reír.

De vuelta en la granja descubrieron que Brodim los esperaba lleno de impaciencia. Inquietos por la inesperada presencia del ministro, su primera reacción fue sospechar que algo andaba mal.
No estaban equivocados.
—Al fin llegáis —dijo Brodim saliéndoles al paso. El veterano senador los esperaba en el porche, acompañado por Vera—. Ha ocurrido algo terrible. Debéis acompañarme de inmediato a la aldea. El Senado en pleno nos espera —dijo en tono impaciente.
—Calmaos, Brodim —terció Dolmur—. No deberíais estar aquí, vuestra vida correrá peligro si os relacionan con Zando. ¿Qué puede ser tan importante como para arriesgaros de este modo?
—Mi vida corre peligro desde esta mañana, junto a la del resto de senadores —reveló Brodim con mirada ceniza—. El Senado en pleno ha cerrado filas en contra de Golo. ¡Jamás en toda la historia del Imperio había sucedido algo semejante!
—Ha debido ocurrir algo extraordinario para que los acontecimientos tomen semejante giro. Al menos dos tercios del Senado estaban en mi contra —opinó Zando—. Decidnos, ¿de qué se trata?
—Todo comenzó esta mañana, con la llegada de mis informadores procedentes de la capital —Brodim hizo una pausa teatral antes de continuar, según la costumbre de casi toda la clase política. Zando y Dolmur lo miraron expectantes—. Se trata de las arcas imperiales: están vacías.
—Eso es del todo imposible y vos lo sabéis, debe tratarse de algún tipo de error —negó Zando—. Las reservas imperiales son conocidas por su excelente salud financiera.
—Eso creíamos todos. Creedme Zando, no queda un solo inu en las arcas. Golo, de algún modo, ha conseguido acabar con las reservas imperiales en apenas una veintena de años.
—¿Cómo es posible tal cosa? —inquirió Dolmur—. Tenía entendido que los impuestos superaban con creces los gastos. La salud económica del Imperio es famosa por su gestión ejemplar.
—Y lo es —asintió Brodim—, pero mucho me temo que Golo y sus ínfulas de grandeza han conseguido lo que no consiguieron las guerras de la trifuerza. Golo ha sido famoso por acometer las obras más colosales desde tiempos del rey Fundador. Palacios, murallas, puentes, circos y coliseos han sido levantados ante la algarabía de sus súbditos desde que fuera coronado.
—Nunca cuestioné el ingente número de obras acometidas durante su mandato —admitió Zando—, pero, ahora que lo señaláis, admito que Golo ha construido en las últimas dos décadas casi tanto como los últimos diez monarcas juntos.
—En efecto —prosiguió Brodim—. Y no olvidemos sus demenciales banquetes y festejos anuales. El gobierno de Golo se ha caracterizado por el gasto desmedido. Pese a mis sospechas, ni yo ni nadie osó pedir cuentas al Emperador. Ahora, me temo que es demasiado tarde. Sin las reservas de oro, las tropas dejarán de recibir su salario.
—Y sin su salario, pronto abandonaran en masa los ejércitos —concluyó Zando—. ¡Maldición! Si los ejércitos se deshacen, estallarán guerras y motines por doquier.
—Así es —admitió Brodim—. Como podéis ver, la situación es desesperada.
—Un segundo… —dijo Dolmur—. ¿Decís que el Senado en pleno está en contra de Golo? ¿Dónde está entonces el problema? Destituidlo. Tenéis poder para ello ¿no?
—Temo que no —confesó Brodim abatido—. El cargo de Emperador es vitalicio. El Senado tiene potestad para condicionar su mandato, oponerse a la creación de leyes arbitrarias y vetar casi cualquier acto que el Emperador deseara acometer. Pero jamás para destituirlo. Nos guste o no, el único modo de cesar a Golo pasa por ti, querido amigo. Tu enfrentamiento al poder establecido ha resultado una bendición, después de todo.
—Ya veo —dijo Zando—. Pero aún queda una cuestión sobre la mesa. Nada de lo que me has dicho cambia mi situación. ¿Para qué desean verme los senadores?
—En realidad, no es eso lo único que han descubierto mis informadores. Hemos sabido del verdadero motivo que impulsó a Golo a desear esta aldea. Según mis fuentes, un habitante de esta aldea, un tal Meldon, trató de comprar un título nobiliario pagándolo con oro. Confesó a un noble de baja estopa que poseía el yacimiento más grande jamás descubierto. El noble, en un intento por ganarse el favor del soberano, comunicó a Golo la existencia del yacimiento. Poco tiempo después, tanto el noble como Meldon, habían perecido víctimas de sendos accidentes. Supongo que la idea de explotar un yacimiento de tan vasta capacidad incitó a Golo a despojarse del poco comedimiento que le quedaba. Así, contando con un oro que ya creía suyo, despilfarró las ya exiguas reservas del tesoro imperial.
“Pero el monarca no contó con la información incorrecta de Meldon. El yacimiento, lejos de pertenecer al campesino, era propiedad comunal en una perdida aldea donde malvivían estoicamente un grupo reducido de campesinos. Así que Golo se vio obligado a elaborar un plan para expropiarles sus granjas. Apostó soldados de incógnito con la misión de robarles y saquear sus cosechas durante varios años. Después envió un cobrador de impuestos para tener la excusa legal necesaria.
—Conocemos el resto —dijo Zando—. Y sabemos lo del oro.
Brodim lo miró con ojos desorbitados. En su mirada se dibujó un leve atisbo de desconfianza.
—¿Lo sabíais? —preguntó alarmado.
—Tranquilizaos Brodim —intercedió Dolmur—. Aunque os parezca increíble, nos hemos enterado hoy. Venimos de inspeccionar la mina. Ese oro puede salvar el Imperio.
—Cosa que sucederá si Golo vence —continuó Dolmur—. No creo que sea tan estúpido como para desperdiciar la oportunidad de enmendar su error. Así pues, ¿para qué necesitáis a Zando?
—El Senado no confía en Golo. Quieren acabar con él a toda costa—respondió Brodim—, y Zando es el único medio posible. Después de verlo luchar, creen que su victoria es un hecho consumado.
—Lo volveré a preguntar —dijo Zando—. ¿Para qué desean verme?
—Ellos… temen lo que puedas hacer cuando te hagas con el control del Imperio —respondió Brodim entre dientes.
—Ya veo —dijo Zando con el rostro lívido de cólera.
—¡Oh, vamos Zando, no os enfadéis! —intercedió Dolmur que conocía suficientemente a su amigo como para saber que estaba a punto de cometer una estupidez—. Yo sé que vuestras intenciones son honorables, Brodim lo sabe y Vera lo sabe. Fin de la lista. No podéis enfadaros porque no confíen en vos. Por el amor de Naelim, ¡son políticos!
Pese a las buenas intenciones de Dolmur, el enfado de su amigo no disminuyó un ápice, y lo que es peor, ahora era Brodim el que lo miraba con cara de pocos amigos por su comentario sobre los políticos.
—Está bien, ya me callo. ¡Sois un par de cascarrabias! Comunicadme el resultado de vuestra inminente discusión. ¡Estaré con Vera en la cocina!
Una vez a solas, Brodim relajó el ánimo antes de proseguir.
—Sabéis que confío en vos. Sois la persona más honrada que conozco —dijo en tono conciliador—. Pero debéis comprender los motivos del Senado.
—¿Comprender? —Zando seguía profundamente dolido—. ¿Es que jamás será suficiente? ¿Qué he de hacer para que confíen en mí? ¿Acaso no he renunciado a suficientes cosas por el Imperio?
—Lo sé, amigo mío, lo sé. Pero ellos no. Sólo se trata de una declaración de intenciones. ¿Qué trabajo os cuesta?
—¿Y qué he de declarar exactamente?
—Ellos se comprometen a perdonaros por vuestras faltas anteriores si juráis lealtad al Imperio y os comprometéis a ceder el mando en el mismo instante en que derrotéis a vuestro último contrincante. Asimismo cederéis todo el oro de la aldea, que pasará a manos del Imperio.
—Me perdonarán… —Zando estaba rojo de cólera—, que me perdonarán decís… —repitió rechinando los dientes—. ¡Es suficiente! Podéis ir y decirles a esos senadores que tendrán noticias mías si logro vencer. ¡Es todo! Es el último insulto que aguanto al Imperio —dijo retirándose al interior de la cabaña y dando un portazo.
Brodim se quedó solo en el exterior, mirando la puerta con expresión cansina.
—¡Malditos energúmenos! Sabía que ocurriría esto. Les advertí de ello —se quejó—. Ahora tendré que ingeniármelas para que ambas partes no se saquen los ojos. ¡Soy muy viejo para esto! —dijo tomando el camino de vuelta—. Van a ser dos días interminables.

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