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CAPÍTULO XXI: LA RENUNCIA

CAPÍTULO XXI
LA RENUNCIA


Vera miraba con los ojos enrojecidos el cuerpo perlado de sudor de Zando. Llevaba toda la noche conteniendo el llanto, rezando obstinada al Dios Yemulah, implorando para que aguantase otra hora con vida. El hombre yacía en su cuarto, tendido en el camastro. Había estado buena parte de la madrugada debatiéndose entre la vida y la muerte, presa de convulsiones y vómitos, pero al fin se había calmado. Pese a todo, su temperatura era aún demasiado alta como para considerarlo fuera de peligro. Tenía la cara mortalmente pálida, en claro contraste con las oscuras ojeras que contribuían a realzar su desmejorado aspecto. Incluso parecía como si las arrugas de su rostro se hubiesen acentuado. Normalmente, Zando no aparentaba en absoluto su edad, pero esa noche daba la impresión de haber envejecido una veintena de años.
Un suave toc toc sonó en la puerta, alertando a Vera. Se trataba de Dolmur, que abrió la hoja e hizo señas a la mujer para que abandonase el cuarto. Ésta salió en silencio, no sin antes besar en la frente al enfermo.
—Al fin lo han encontrado —anunció Dolmur en el pasillo—. Ya llegan, acabo de divisarlos, bajemos.
—¡Espera! —dijo Vera tomando a Yuddai de la cómoda—. Esta espada es su posesión más preciada, no veo prudente que nadie conozca su existencia —dijo, metiéndola bajo la cama—. Por ahora bastará con dejarla aquí. Ahora sí, vamos a recibirlos.

Vera acompañó al joven y ambos salieron al porche. Acababa de amanecer y el aire soplaba gélido. Agotada por la noche de vigilia, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Dolmur, atento, la cubrió con su chaqueta. Él tampoco había descansado aquella noche terrible en la que ambos creyeron perdida toda esperanza.
Afortunadamente, lo peor ya había pasado, o esa era la idea a la que ambos se aferraban; pensar en la alternativa era demasiado duro.
Las figuras que se acercaban a paso vivo pronto llegaron hasta ellos. Se trataba de uno de los ayudantes de Dolmur, un rapaz que apenas había abandonado la pubertad llamado Ezenio. Junto a él caminaba el único hombre capaz de ayudar a Zando.
—He venido en cuanto me he enterado —dijo Saled, el arquero, con expresión preocupada—. Me localizaron hace unas tres horas, camino de Ilicia. No quise esperar, debía asegurarme de que mi familia estaba a salvo. Solicité el permiso de Zando y partí en cuanto anocheció. Pese a la promesa del Emperador, no descansaré tranquilo hasta verlos con mis propios ojos.
—Os lo agradezco —dijo Vera tomándolo de las manos—, aprecio el sacrificio que supone vuestro retorno. Os acompañaré hasta su lecho.
—Por favor… —Saled la siguió con premura y en cuanto llegaron al aposento de Zando, el iliciano lo examinó atentamente. Le entreabrió los ojos, preguntó por los síntomas y examinó cuidadosamente las manos. Ambas mostraban una marca alargada de color blanquecino—. Es lo que suponía —dijo al fin—. Ha sido herido por mi flecha.
—Eso es imposible, yo mismo vi sus manos después del duelo —afirmó Dolmur—. El filo de la punta no lo rozó.
—Temo que no fue el filo, sino el astil —explicó Saled—. Fue la fricción la que lo hirió. Las quemaduras leves no dejan marcas inmediatas.
—Entiendo —asintió Dolmur—, pero… sigo sin saber cómo estamos en esta situación. ¿No se supone que sólo se envenena la punta del proyectil?
—Así es como lo dicta la tradición, mas en esta ocasión se untó toda la flecha con veneno —Saled inclinó la cabeza, avergonzado—. Yo… lo siento, eran órdenes de Golo. Quería asegurarse de que Zando…
—Muriese, podéis decirlo, maese Saled —dijo Vera con una marcada expresión de desdén.
Saled palideció, abochornado.
—Lo lamento, no he sido justa —se disculpó Vera—. Dolmur me ha explicado que usaban a vuestra familia como rehenes. No os considero culpable de lo ocurrido. Decidnos, ¿podemos mantener las esperanzas?
—Eso creo —respondió Saled con una sonrisa cansada. Su rostro delataba el cansancio tras toda la noche cabalgando—. El veneno hubiera sido mortal de haber entrado en contacto con su sangre. Una gota basta para matar a un hombre en unos segundos. Afortunadamente, ha sido su piel la que ha absorbido una ínfima porción de la ponzoña. Si ha superado la noche, podemos esperar que sobreviva.
Dolmur y Vera se abrazaron, dichosos. Si la mujer reía emocionada, el joven no era menos. Ahora que la sombra de la muerte se había esfumado, Dolmur cayó al fin en la cuenta.
—Un momento… —dijo mirando a Saled—, ¿cuánto tardará en recuperarse?
—Con suerte un par de días, dado que su naturaleza es excepcionalmente fuerte —afirmó Saled—. A eso del mediodía podéis despertarlo e intentar darle algo de beber. Nada de comer hasta mañana. Sus tripas rechazarían el alimento sólido. ¡Ah! Se me olvidaba: nada de magia. El veneno usado es inmune a las artes de la hechicería. Si llamáis a algún sanador, podría empeorar su estado. Dejad que la naturaleza siga su curso.
—En tal caso, hoy no podrá afrontar su duelo —Dolmur se sentó en una silla con los brazos caídos hasta el suelo—. ¡Maldición!
—Así es, pase lo que pase, hoy no podrá pelear —Saled estaba tan abatido como ellos—. Yo…, me alegro de haber estado bajo su mando, aunque sólo sea…
—¡Un día! Eso es lo que tardará en venirse todo abajo. ¡Un día! Esta tarde al atardecer, todo habrá acabado. ¡Golo, maldito, sucio, ruin, infame, tramposo! —Dolmur era la viva imagen de la desesperación.
—Disculpad si yo le veo el lado positivo —señaló Vera con acritud—. Entiendo lo importante de su gesta, pero no deseo que le hagan más daño. Si el Emperador quiere mi casa y mis tierras que se las quede y se pudra.
—¡Oh Vera! —exclamó Dolmur asombrado—. Él no os lo dijo, ¿no es cierto?
—¿Decirme? ¿A qué te refieres, Dolmur? —preguntó Vera asustada—. ¡Habla!
—Si Zando se rinde será entregado al Imperio para ser ejecutado. Su única salida es vencer. Nosotros, por otro lado, tampoco correríamos mejor suerte. Recordad que nos consideran sus cómplices por la muerte del soldado que pretendía incendiar vuestra propiedad.
—¡Oh, Hur bendito! —exclamó Vera—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Zando despertó cuando el sol anunciaba el mediodía. Pese a los intentos de Dolmur por turnarse con Vera para velar a su amigo, ésta no se había separado de su lecho en todo el día.
En cuanto el enfermo superó los primeros instantes de confusión, dedujo su suerte sin necesidad de explicaciones. Terco, intentó incorporarse de inmediato, pero la cabeza le dio un vuelco y cayó hacia el lecho de nuevo.
—¿Cuánto tardaré en recuperarme? —preguntó. Su voz aún sonaba espesa.
Vera, con lágrimas en los ojos, le respondió.
—No lo suficiente, lo lamento. No podrás acudir al combate de hoy.
Zando guardó silencio durante un minuto. Después, con la testarudez que lo caracterizaba, se intentó incorporar de nuevo pese a las protestas de su cuidadora. Volvió a sentir aquella sensación de mareo abrumadora, pero esta vez resistió y logró sentarse en la cama.
—Eso está por ver —declaró—. La rendición nunca ha sido una opción.
—¡Eres… eres…! —Vera amenazaba a Zando con el dedo en ristre—. ¡Eres un cabezota! —gritó, y salió corriendo de la habitación.
Zando oyó el desgarrador llanto de la mujer alejarse escaleras abajo. Inmediatamente, unos pasos rápidos precedieron la llegada de Dolmur.
—Veo que estáis despierto —dijo—, nos habéis dado un buen susto. ¿Qué le habéis hecho a Vera? A veces podéis ser algo brusco.
—Acércate muchacho, la habitación me da vueltas —pidió. Dolmur se sentó junto a él en el borde de la cama—. Vera no se ha tomado demasiado bien mi intención de continuar.
—¿Qué? —Dolmur miró gravemente a Zando—. No podéis hablar en serio. Ni siquiera os tenéis en pie. El duelo ha terminado, ¿me oís? Acabado.
—He dicho que eso está por ver —insistió Zando, obcecado—. Ayúdame a bajar. He de refrescarme con agua fría. Eso me despejará.
—¡Estáis loco! —se lamentó Dolmur mientras accedía a ayudarlo—. Y me convertís en vuestro cómplice… ¡Vera me va a matar! ¡Y vos vais a pillar una pulmonía!
Los escasos metros que los separaban de la planta baja resultaron un escollo difícil de salvar, viéndose obligados a detenerse hasta cinco veces, aunque finalmente Zando logró llegar hasta el porche. Su intención de refrescarse se vio truncada cuando Vera irrumpió en escena con un tono admonitorio que ni siquiera Zando fue capaz de ignorar.
—El único líquido que vais a ver es la infusión que os beberéis ahora mismo. Y tú —dijo señalando a Dolmur—, si lo vuelves a ayudar desearás no haber nacido. ¿Entendido? —preguntó marchándose a la cocina sin esperar respuesta.
Zando, con ojos implorantes miró a Dolmur.
—Ya la habéis oído —dijo éste atemorizado—. Acabo de darme cuenta de una cosa: ella me da más miedo que vos. ¡Así que no volváis a pedirme ayuda!

El resto del día transcurrió entre un tira y afloja donde Zando luchó contra el tiempo, tanto como contra Vera. La mujer, pese a ser consciente de que la renuncia al combate lo condenaría a muerte, insistía en no dejarlo presentarse al duelo, donde estaba convencida de que lo matarían. Sin embargo, la alternativa iba en contra de todo cuanto Zando creía: la huida. No estaba dispuesto a considerar siquiera tal posibilidad, por más que Vera le razonase que no había deshonra ni cobardía en ello: había hecho todo cuanto estaba en su mano; era el momento de pensar en él.
—Vera, sé que tu intención es noble, pero no alcanzas a comprender las consecuencias de una huída —explicaba Zando—. El duelo se ha convertido en un símbolo para las gentes del Imperio, especialmente las humildes. Huir sería como robarles la fe. Ellos creen en mí. Si muero intentándolo, podrán atesorar el recuerdo de una gesta. Me convertiré en un símbolo que Golo, o cualquier otro tirano, jamás podrán derrotar —a medida que hablaba, los ojos de Vera se anegaban en lágrimas—. Llegados a este punto, mi vida no tiene relevancia. Lo siento, pero combatiré aunque esté convencido de mi derrota.
Vera no insistió. Pese a rechazar con denuedo los argumentos de Zando, en el fondo sabía que decía la verdad. Resignada, se refugió en su pecho y lo abrazó con todas sus fuerzas, sin dejar de llorar.

Cuando aún faltaban un par de horas para el combate, Dolmur volvió de la aldea. Se había ido poco después del mediodía para intentar socavar información acerca del duelo o, en su defecto, tratar de encontrar una salida a toda aquella situación.
La expresión de su cara anunció el fracaso de su búsqueda.
—Lo lamento —se disculpó—. He puesto al ministro Brodim al corriente de nuestra situación, pero no ha logrado averiguar nada que nos pueda ser de utilidad. El combate está concertado y el oponente presente. No caben aplazamientos, máxime si las heridas de Zando son consecuencia del combate previo.
—Esperaba eso —se lamentó Zando—. ¿Has averiguado algo sobre mi contrincante?
—Me temo que sí.
—¿Te temes? —preguntó Vera alarmada—. Explícate, por Hur.
—Como bien sabéis, en este combate le corresponde a Zando elegir armas —aclaró Dolmur—. Desconozco el nombre de vuestro rival, pero uno de mis contactos lo ha visto ejercitarse a distancia. Dicen que es un espadachín formidable. Necesitaréis estar al cien por cien para vencerlo.
Zando se levantó entonces y caminó unos pasos hasta situarse a unos metros del porche de la casa. Desenfundó su espada y acometió unos mandobles. Su recuperación había sido asombrosa pero sus golpes carecían de fuerza y aún le fallaba la coordinación. Parecía una sombra de sí mismo.
—Esperemos que en las dos horas que me quedan me recupere lo suficiente —afirmó.
Dolmur se acercó a Vera y le susurró al oído:
—¿No se supone que lo ibais a convencer para huir? —preguntó—. No lo veo muy dispuesto, la verdad.
Ante los acongojados ojos de Dolmur, Vera rompió a llorar de nuevo.

El destino, caprichoso, quiso que los acontecimientos tomasen un nuevo rumbo aquel aciago día. Cuando aún quedaba una hora para la partida hacia la arena de duelos, un destacamento de soldados se presentó en la granja. El militar al mando, un hombre corpulento de ademanes enérgicos, se adelantó para entregar un pergamino lacrado con el sello imperial. Zando leyó la misiva, intrigado por el contenido: el Emperador Golo solicitaba una entrevista con Zando antes del combate. Desconfiado, Zando dudó sobre la conveniencia de aceptar la invitación, aunque finalmente se decidió. Su situación no podía empeorar más aún.
De este modo, Zando y Dolmur se dispusieron a partir escoltados por la patrulla.
Antes, Zando entró con Vera en la cabaña. Tras cerrar la puerta y asegurarse un poco de intimidad, la miró a los ojos. Ante la posibilidad de no regresar con vida de la aldea, deseaba decirle cuanto la amaba, consolarla, decirle que conocerla era lo más precioso que le había pasado en la vida… pero no pudo. Vera, colocando un dedo sobre sus labios, le pidió que guardara silencio.
—No digas nada —dijo—. Sólo prométeme que volverás. Prométemelo. Tú nunca rompes tus promesas —sus ojos imploraban desesperadamente una respuesta afirmativa.
—Volveré —prometió—. No sé cómo, pero volveré.
Ella lo abrazó una vez más antes de dejarlo ir.
—Disculpad —los interrumpió Dolmur, impaciente—. Necesito coger algo de mi mochila antes de irnos.
—Claro que puedes —dijo Vera—. No necesitas pedir permiso en mi hogar, ya lo sabes. ¿Qué necesitas?
—Es… algo personal, sólo eso. ¡Ahora vuelvo! —dijo, corriendo escaleras arriba.
—Trama algo —dijo Zando.
—Sí, es como un libro abierto —corroboró Vera—. Esperemos que no haga ninguna tontería.
Dolmur bajó enseguida y ambos partieron con los soldados. Pronto, el grupo de hombres no fue más que una mancha borrosa. Vera contuvo su llanto hasta que los soldados se perdieron en la distancia.

Media hora después, Zando aguardaba impaciente en el exterior de la tienda del Emperador. Todo el perímetro estaba franqueado por la guardia de élite, los dragones blancos. Parecidos a estatuas de piedra, rodeaban los aposentos de Golo las veinticuatro horas del día. Nadie podría llegar hasta él sin pasar su cerco, y Zando sabía lo imposible de aquella acción. Incluso él, en su mejor momento, perecería en el intento.
No obstante, la guardia de Golo no preocupaba a Zando. Lo que realmente lo incomodaba era aquella misteriosa entrevista. Desde que lo viese en la celda de la Torre Imperial, no había vuelto a tener ocasión de hablar con su antiguo soberano. Si en aquella ocasión se había mostrado como un siervo fiel y arrepentido, esta vez su actitud iba a ser bien distinta. Costaba pensar que entre ambos encuentros apenas hubiesen transcurrido unos meses.
Dolmur aguardaba junto a él, mirando inquieto en derredor, impresionado por estar metido en lo que él denominaba un nido de víboras.
—Esto no me gusta Zando, si deciden acabar con nosotros… —insinuó en voz baja.
—De haber querido hacerlo, lo hubieran intentado en la granja —razonó Zando—. Además, la multitud nos ha visto introducirnos en el campamento imperial. No, Golo no pretende hacernos nada, al menos de momento.
—Me gustaría tener vuestra seguridad, yo no me sentiré tranquilo hasta que salga de aquí.
En ese momento, el soldado salió de nuevo, indicándole a Zando que podía pasar, no sin antes desarmarse.
—No te muevas de aquí, enseguida vuelvo —le dijo a Dolmur mientras le ofrecía su espada.
El interior de la tienda estaba tenuemente iluminado. Zando agradeció en silencio la feliz coincidencia, ya que su piel estaba aún algo pálida; su aspecto no era del todo saludable y no deseaba que Golo apreciase su debilidad. El soberano lo esperaba sentado en un sillón alto realizado en madera tallada, semejante a un trono. A ambos lados, dos fieros guardianes lo franqueaban con celo, sin apartar la mirada de él.
—Os admiro —comenzó Golo sin preámbulos—, realmente os admiro. Jamás creí que un hombre de vuestro talante mostrase tal osadía.
—Mi única aspiración era serviros —respondió Zando, sereno—, lamentablemente tardé mucho en darme cuenta de que no merecíais mi respeto.
—Ciertamente, fuisteis un magnífico perro guardián, fiel y obediente —desdeñó Golo con un movimiento de la mano—. Lástima que perdieseis el buen juicio en el templo. Me estropeasteis un magnífico día.
—Es bueno saber que mi soberano muestra más interés por una celebración que por la fidelidad de uno de sus generales. Jamás podré agradecer lo suficiente a la providencia que sufriese aquel desliz —Zando se acercó un poco más a Golo, inclinándose y mirándolo fijamente a los ojos—. Entonces no lo supe, pero aquello me liberó.
Zando se arrepintió de su gesto al sentir un fuerte mareo acompañado de un zumbido en las sienes. El ambiente en la tienda del monarca era asfixiante, y la caminata desde la granja lo había dejado agotado. Levantó la cabeza lentamente, procurando no titubear o tambalearse. Golo no debía sospechar su momento de debilidad. Afortunadamente, el Emperador no se percató de ello; su gesto lo había enfurecido.
—¡Basta de juegos! —estalló Golo—. No me interesan lo más mínimo tus ridículas experiencias. Podrás engañar al resto con tus mentiras, pero no a mí. ¡No a mí! —Golo señaló a Zando con el dedo alzado y la cara roja de ira. Durante unos instantes bufó de rabia antes de proseguir, más controlado—. El honor y ese Código obsoleto en el que te amparas no son más que un puñado de mentiras para hacer más manipulables a los hombres. Esa es la única verdad que te ha sido revelada, y el único motivo que nos ha llevado a esta situación. Tú no buscas redención, sólo codicias el poder, maldito embustero.
Zando no contestó, limitándose a mirar fijamente a Golo, con expresión imperturbable.
—¿Acaso crees que no lo sé? —prosiguió Golo bajando el tono—. Has descubierto mi secreto y pretendes arrebatarme lo que me pertenece como cabeza del Imperio.
Zando, que aún luchaba contra sus nauseas, sintió dar un vuelco al corazón al oír aquello. El ministro Brodim tenía razón, existían intereses ocultos que iban más allá de unos simples impuestos. Con suerte, Golo se lo revelaría en su infantil ataque de furia.
—Pero no lo vas a lograr, maldito bribón —dijo Golo con aire de autosuficiencia—, yo sé que los pordioseros que habitan estas tierras no te importan lo más mínimo. Sólo ansías hacerte con el poder y la riqueza, como todos. ¡A mí no me engañas! —Golo sonrió antes de continuar. Su voz sonó baja y sibilina cuando lo hizo—. Pero no te voy a dejar, ¿sabes? He hecho mis averiguaciones. Sé cual es tu debilidad, mi querido general rebelde… ¡y la has dejado sola y desprotegida en su granja!
—¿Qué? —Zando sintió esfumarse el mareo mientras todo su cuerpo se tensaba preparado para el combate. Al fin entendió el motivo de aquella entrevista—. Eso es imposible, una guarnición de mis mejores hombres vigilan el perímetro de la granja.
—¿De verás? —Golo sonreía triunfalmente—. Dime, ¿cuántos guardias acudieron a entregar mi invitación? ¿Acaso no los contaste? Yo te responderé: entraron una docena. ¡Justamente tres más de los que salieron!
Zando apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. Había sido un estúpido y había caído en la más burda de las trampas.
—Si osáis tocarle un solo pelo a Vera… —amenazó avanzando con los brazos extendidos.
Como dos relámpagos, los guardias de Golo se interpusieron en su camino con las armas prestas.
—Calma, mis dragones —increpó Golo a sus hombres—. Él no me hará nada… o ella morirá —Golo se deleitó al ver el pánico reflejado en los ojos de Zando—. Sí, mi insubordinado lacayo, en estos momentos tres de mis hombres, disfrazados de bandidos, han asaltado la propiedad de Vera y la retienen con órdenes estrictas. Si intentas rescatarla o te presentas hoy al combate, ella morirá. Así que más te vale no intentar ninguna artimaña… si aprecias la vida de la campesina.
Zando resopló apretando los puños, intentando asimilar la realidad que lo atenazaba, luchando por resistir el impulso de asesinar allí mismo a Golo. Un pasaje del Mert´h indú acudió a su mente en ese crítico momento: “El buen guerrero planea sus acciones cuando la tormenta de la ira ha cesado”.
—Tendréis noticias mías —dijo al fin—. No sé cómo ni cuándo, pero volveremos a vernos —aseguró, girándose para marcharse.
—¿Es eso una promesa? —inquirió Golo divertido—. En tal caso supongo que nos veremos en tu ejecución por traidor. O quizás en el funeral de la ramera, si osas presentarte al duelo.
Zando salió en tromba de la tienda, sin molestarse en replicar, dejando a Golo recreándose en su perversidad.
—Mmm… Quizás sí sea un hombre de honor después de todo —opinó Golo para sí mismo. Después se dirigió a un estante y tomó una botella de vino y una copa. Sirvió una generosa porción y levantó el cáliz—. Brindo por mi victoria. ¡Larga vida al Imperio!

Dolmur supo que algo había salido terriblemente mal al ver la expresión de Zando. Éste salió en tromba de la tienda y lo arrastró cogiéndolo del brazo. El joven intentó razonar con él, pero su amigo estaba fuera de sí. ¿Qué demonios habría pasado en la entrevista? Dando empellones a todos cuantos se cruzaban en su camino, volvieron sobre sus pasos, esta vez sin la escolta armada de Golo. Cuando llegaron a los límites del campamento imperial, se detuvieron en seco. Zando miró alrededor, observando el descorazonador panorama. Los habituales espectadores de los duelos se congregaban ya alrededor de la calle, luchando por hacerse con un lugar para presenciar el evento.
—Tardaré una eternidad en cruzar la calle si me ven —dijo Zando, frustrado.
—¿Vais a decirme de una vez qué ha ocurrido? ¡Estoy harto de que me ignoréis! —exclamó Dolmur elevando la voz. No deseaba gritarle a Zando, pero se sentía confuso y asustado—. Por favor… —dijo más sereno.
—Lo lamento —se disculpó Zando—. Golo ha aprovechado nuestra ausencia para secuestrar a Vera. Si me presento al combate o intento rescatarla, la matará.
Dolmur no sabía qué lo impresionaba más, si ver a Zando con aquella expresión de terror, o la noticia misma.
—Eso es imposible, los soldados que apostasteis alrededor de la granja os hubieran informado. Debe ser un farol.
—Los soldados tenían órdenes de dejar pasar a cualquier emisario con bandera blanca. Dejaron entrar a un destacamento oficial y, al verlos regresar con nosotros, no prestaron atención al número. Tres de los hombres del Emperador se descolgaron del grupo ante nuestras narices. Golo nos ha engañado con la más burda de las trampas.
—Muy ingenioso. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Dolmur contagiado ahora de la angustia de Zando—. ¡Debemos impedir que Golo se salga con la suya!
—Lo sé —el rostro de Zando se ensombreció aún más—. Golo la matará de todos modos. No puede dejar vivir a un testigo de su infamia. Vera vivirá sólo mientras sirva para chantajearme. Después se deshará de ella.
—¿Estáis seguro de eso?
Zando asintió en silencio
—Entonces hay que intentar rescatarla —dijo, obcecado—, debe haber un modo. ¡Tiene que haberlo!
Zando no respondió, y aquello logró poner a Dolmur al borde del pánico. Hasta ese momento no se había dado cuenta del peso que soportaba aquel hombre sobre sus hombros. En muchos sentidos, era un pilar sobre el que se apoyaban muchas personas.
—No os dejaré hundiros, ¿me oís Zando? Entiendo vuestro desánimo, pero tenemos que hacer algo —dijo cogiéndolo de los hombros—. Veamos… vos siempre decís que cada asunto debe afrontarse sin pensar en problemas futuros. Pues bien, nuestro primer problema es ocultar vuestra identidad. Si la multitud os reconoce, no os dejarán moveros libremente —Dolmur miró nervioso alrededor—. Enseguida vuelvo, no os mováis —dijo, y se fue como una exhalación.
Momentos después regresó con un bulto bajo la camisa. Zando seguía plantado en la misma posición, con la mirada perdida y absorto en lúgubres pensamientos.
—Tomad —dijo sacando una capa—, se la he comprado a uno de los soldados acampados.
Zando tomó la prenda y se la colocó. Se trataba de una capa de viaje militar.
—Poneos la capucha, así —lo ayudó Dolmur—. Si camináis con la cabeza baja, no os reconocerán. ¡Listo! Ahora la siguiente cuestión… —Dolmur trató de pensar, nervioso, pero fue incapaz de trazar un plan de acción—. Dejadme sólo un minuto y os diré qué hacer a continuación.
—Hay que ir a la herrería de Crod —dijo Zando, mirando a su amigo con expresión agradecida. Pasado el instante de pánico, mostraba de nuevo su característica expresión de determinación—. Debo comunicarle mi decisión de abandonar el duelo. La vida de Vera vale más que cualquier cuestión de honor. No canjearé la vida de la mujer a la que amo por nada ni nadie. Lo primero será abandonar el campamento imperial sin ser visto. Si salimos juntos me reconocerán, pues nos vieron entrar juntos aquí. Necesito que salgas tú primero. Nos veremos en la herrería. ¡Vamos, el tiempo cuenta en nuestra contra!
Dolmur salió disparado en dirección opuesta a la herrería de Crod, y tal como habían supuesto, enseguida se vio rodeado por los curiosos que lo interrogaron sobre la visita de Zando al campamento Imperial. Dolmur se detuvo y les aseguró que Zando seguía reunido con el Emperador. Después se deshizo de los curiosos y salió disparado al lugar convenido.
Zando se puso en movimiento instantes después, y cruzó los escasos metros que lo separaban del hogar de Crod. Tal y como esperaba, nadie le salió al paso. Entró en la vivienda sin llamar y oyó voces en la planta de arriba. Subió las escaleras presuroso y sorprendió a Crod hablando con un nutrido grupo de aldeanos. Todas las miradas se volvieron en su dirección.
—Lamento presentarme de este modo —se disculpó Zando—. Necesito hablar con vos —señaló a Crod—, bajad conmigo a la herrería, se trata de un asunto privado.
Su tono de voz y su rostro expresaron tal apremio que Crod lo siguió sin refunfuñar. Una vez abajo, Zando explicó la situación lo más concisamente posible.
—Lamento dejaros en la estacada —se disculpó Zando—, pero no puedo dejar que maten a Vera. Hoy no combatiré en el duelo. Espero que me perdonéis por faltar a mi palabra.
Crod, que había escuchado en silencio toda la historia, apretó los puños mirando al suelo antes de responder.
—Yo… —comenzó titubeando. Zando esperaba una reacción bastante airada de aquel hombre seco al que nunca había caído bien, máxime ahora que confirmaba los temores del herrero dejando en la estacada a los aldeanos—, me disculpo ante vos —dijo al fin—. Os juzgué mal.
—¿Cómo? —Zando no daba crédito.
—Habéis oído bien. Nunca creí que vuestras intenciones fueran del todo honestas. Mas ahora, viendo cómo os arriesgáis a morir en el cadalso con tal de salvar la vida a una aldeana, no puedo menos que rendirme a la evidencia. Sois un hombre leal, después de todo.
—Pero… ¿y el duelo? Yo me comprometí a salvar a la aldea.
—Y os lo agradecemos, pero… ya habéis hecho suficientes cosas por nosotros. Es hora de que libremos nuestras propias batallas. Eso también os lo debemos a vos.
Zando no esperaba esa respuesta. De repente, toda la animadversión que sentía hacia el herrero se había esfumado. Pese a mostrarse hostil desde el día que llegó a la aldea, nunca lo había guiado más afán que el de proteger a los suyos. Más aún, entendía su deseo personal de rescatar a Vera aunque ello supusiese renunciar a la única posibilidad de conservar su modo de vida y sus propiedades. ¡Y ni siquiera había dudado! Zando se maravilló ante la nobleza y la sencilla bondad de los aldeanos. Jamás en toda su vida había librado un combate más justificado que aquel. Tras toda una carrera de estériles batallas, se sintió orgulloso de combatir al fin por una causa válida.
—Una cosa más… —añadió Crod—. Os debo una disculpa —Zando intentó decirle que no había necesidad, pero Crod alzó la mano solicitando silencio—. Cuando llegasteis hasta aquí, Roca Veteada moría de desidia. Era cierto que nos hallábamos en la ruina, pero aquello no era excusa para dejar a su suerte nuestros hogares y nuestro modo de vida sin hacer nada. Vos, sin esperar nada a cambio, nos ayudasteis, mostrándonos que el respeto y la dignidad no deben perderse nunca. Con vuestra tenaz ayuda reconstruimos la aldea, y aquello… me hizo sentir mal conmigo mismo. Como alcalde, mía era la responsabilidad de hacer las cosas que vos hicisteis. Mi animadversión hacia vos no era más que un sentimiento de culpa no confesado. En el fondo yo… os envidiaba.
Zando asintió en silencio. Era consciente del esfuerzo que debía haberle costado a un hombre tan orgulloso como Crod admitir que se había equivocado.
El portón de la herrería se abrió con un chirrido y Dolmur entró jadeando.
—Me ha costado, pero he logrado despistarlos dando un rodeo —dijo—. ¿Habéis puesto al corriente a Crod?
—Estoy al tanto de todo —respondió el aludido—. Y creo que se impone una incursión de rescate —dijo tomando un gran mazal de la herrería—. ¿Cuál es el plan?
Zando y Dolmur se miraron atónitos.
—No os miréis de ese modo —advirtió Crod—. Como alcalde de Roca Veteada, Vera es mi responsabilidad. ¡No me quedaré al margen esta vez!
—Está bien —asintió Zando—. Vuestra ayuda es bienvenida.
—¿Tienes ya un plan, Zando? —inquirió Dolmur—. Apenas falta media hora para el duelo, ¡debemos darnos prisa!
—He pensado en ello —respondió Zando—. Lo primero es ganar tiempo y ahí entras tú, Dolmur. Necesito que te quedes y trates de alargar el momento del combate todo cuanto puedas. El Emperador no debe sospechar que me he ausentado. Habrás de ser ingenioso.
—Podéis contar con media hora de retraso o no me llamo Dolmur.
—Bien, eso nos dará tiempo —siguió Zando—. Crod, vos y yo partiremos de inmediato hacia la granja. Ya trazaremos un plan por el camino.
—Estoy listo —aseguró Crod con férrea determinación.
—Bien, vayámonos pues —dijo Zando.
Los tres hombres partieron en silencio.

Unos cuarenta minutos más tarde Zando y Crod llegaban hasta las afueras de la granja. Se habían acercado por el sudeste, amparándose en la escasa protección que les ofrecían un grupo de fresnos silvestres. Más allá no existía nada tras lo que ocultarse, sólo el desolado llano. Caminaban solos, sin la protección de los soldados al cargo de Zando; cuantos más hombres los acompañasen, más posibilidades tendrían de ser descubiertos. En realidad, Zando hubiese preferido afrontar solo el rescate, pero sus intentos por disuadir al herrero para que desistiese en su empeño de acompañarlo, habían resultado inútiles.
—Esto pinta mal —señaló Crod entre jadeos—. La casa debe estar a unos cien metros y hay un par de hombres en el exterior, vigilando. Si nos acercamos un palmo más, nos verán.
—Estoy de acuerdo —corroboró Zando—. No podemos arriesgarnos a que nos vean. La matarían antes de que pudiésemos recorrer la mitad de esa distancia —explicó rebullendo inquieto, tratando de buscar la solución a aquel dilema imposible. Sabía por su experiencia en situaciones similares que los soldados de Golo estaban en franca ventaja. Necesitarían al menos la cobertura de una noche nublada para poder acercarse con un mínimo de garantías, pero no disponían de ese tiempo; Vera estaría muerta mucho antes—. ¡Maldición! Si al menos contásemos con la ayuda de un ygartiano…
Crod colocó el puño sobre el corazón al oír nombrar a un hechicero, lleno de repulsión. Los ygartianos no eran bien vistos en casi ningún rincón del Imperio.
—Por favor Vera… —rezó Zando—, no podré ayudarte si no me echas una mano. Eres una mujer lista, haz lo que espero de ti.
—Si alguien puede hacerles frente a esos malnacidos es Vera. Esa mujer tiene un genio capaz de hacer retroceder a la misma muerte —aseguró Crod—. Confiemos en ella.
—Sí, esperemos… —dijo Zando poco convencido.

Vera despertó tendida en el suelo, en el comedor de su propia casa. Sintió una punzada de dolor en la cabeza, a la altura de la sien derecha. Intentó llevarse la mano a la zona dolorida pero estaba maniatada de pies y manos. Su rostro miraba a la pared, de modo que rodó sobre sí misma para poder mirar alrededor. Cuando se volvió, un escalofrío de terror la recorrió: un hombre de aspecto desaliñado la miraba con expresión divertida. Estaba sentado en su mecedora y jugueteaba con una daga herrumbrosa y llena de muescas. A juzgar por la luz que se filtraba por las ventanas, la puesta de sol estaba cercana. Lo último que Vera recordaba era estar caminando hacia la cerca de las ovejas, después de la marcha de Zando para su entrevista con el Emperador. Por lo visto, había sido sorprendida y asaltada en su propiedad.
Vera comprendió enseguida las implicaciones de su secuestro.
—Es inútil —dijo con firmeza—. Zando jamás abandonará. No permitirá que el cobarde de Golo lo chantajee.
El hombre, vestido con ropa insulsa y mugrienta, se levantó furioso y pateó a Vera en el estómago. Cuando juzgó que era suficiente, paró y la cogió por el pelo, levantando su cabeza para mirarla.
—No te atrevas a ensuciar de nuevo el nombre del Emperador —advirtió—. No tengo orden de matarte hasta el anochecer, pero siempre puedo decir que intentaste escapar —amenazó rozando su cuello con la daga.
—Resultas muy susceptible para ser un simple bandido, soldado —se mofó Vera casi sin aliento—. Sospechaba que erais soldados disfrazados, pero ahora ya estoy segura. Un simple bandido no hubiera reaccionado así. Me has dicho justo lo que deseaba averiguar. Los militares no sois muy listos, ¿no es verdad? —se burló. Lejos de amedrentarse por los golpes, Vera lo miraba desafiante.
—¿Con que una mujer difícil? —dijo el soldado mirándola con interés de arriba abajo—. Te conservas bien para tu edad, quizá encuentre un nuevo modo de enseñarte respeto —dijo al tiempo que le manoseaba el seno.
Vera gritó de impotencia y se retorció hasta que lo hizo desistir. Pese a las lágrimas que corrían por sus mejillas, sus ojos mostraban un fiero despecho.
—¡Jolto! —llamó su captor.
Al momento entró otro hombre con apariencia similar y se cuadró ante el primero.
—A la orden, sargento Socur —saludó.
—Idiota, no debes comportarte como un soldado mientras dure la misión —lo recriminó Socur.
—Lo siento… Socur. Como la mujer estará muerta al anochecer…
—Eso no es excusa, estúpido, y aunque no fuera así, no debes bajar la guardia. ¿Habéis visto algo sospechoso Gerdo y tú?
—No, no hemos visto a nadie. No podrían acercarse a la granja a menos de cien metros sin ser descubiertos.
—Bien, he decidido que la señora necesita irse al otro mundo con una lección de modales aprendida —Socur señaló a Vera sonriendo con maldad antes de añadir—, llévala arriba y métela en un dormitorio. Enseguida subo.
Jolto obedeció sin rechistar. Pese a los intentos de Vera por resistirse, la colocó sobre sus hombros y la subió escaleras arriba. Abrió la primera puerta que se encontró y la arrojó al suelo.
—No te muevas y no te resistas —advirtió—. Socur puede ser un hombre muy desagradable —dijo, y cerró la puerta tras él.

Socur salió al exterior de la granja y rodeó el edificio hasta la parte posterior. Gerdo oteaba la planicie con aire aburrido, aunque sin perder detalle.
—¿Nada sospechoso? —preguntó Socur.
—Habría que estar loco para intentar acercarse hasta aquí durante el día —respondió Gerdo.
—Bien, Golo nos matará si fallamos —aseguró Socur—, pero no creo que le importe si nos divertimos durante la misión —añadió guiñando un ojo a su compañero—. Creo que voy a pasar un buen rato con la furcia. Si quieres, cuando acabe con ella, te la paso después. Si somos rápidos, nos dará tiempo a los dos antes del anochecer.
—¿Y Jolto? Él también querrá pasar un buen rato.
—Que lo jodan. Si ese maldito novato quiere violarla tendrá que ser después de degollarla. No creo que pudiera con ella estando viva.
Gerdo rió ante la ocurrencia de Socur, que se alejó de nuevo hacia la casa. El aburrido vigilante se alegró de obtener por fin un poco de diversión.

Vera yació unos instantes en el suelo, aturdida, mirando con ojos desorbitados bajo la cama. No podía creer la suerte que tenía; Jolto, el soldado que la había encerrado, no se había molestado en inspeccionar el cuarto. Si lo hubiese hecho, se habría dado cuenta de que no era su dormitorio, sino el de Zando. Desde su posición a ras del suelo podía ver a Yuddai, la espada legendaria. Vera se arrastró de espaldas bajo la cama y pugnó por sacar la espada de su vaina. Una cuarta del filo se deslizó sin problemas y Vera comenzó a cortar la cuerda que la maniataba. Conocía las extrañas propiedades de aquella arma y apretó con fuerza, sabiendo que no podría cortarse las muñecas. El afilado filo dio buena cuenta de la soga y pronto sus manos estuvieron libres. Extrajo la espada de su vaina completamente y procedió a cortar las ataduras de sus pies. El corazón le latía desbocado cuando sintió unos pasos subir la escalera. En el momento en que las ataduras cedieron, la puerta se abrió dando paso a Socur, que la miró con expresión divertida mientras ella se ponía en pie de un salto.
—Vaya vaya, mira por donde, la gatita ha resultado tener colmillos —se burló al ver la espada—. Apuesto a que no eres capaz de levantar la hoja del suelo.
De hecho, sí que podría, y Vera lo sabía perfectamente. La aleación de Yuddai era muy liviana y, pese a su pesada apariencia, no tendría problemas en enarbolarla.
—Acércate y podremos comprobarlo, cerdo —respondió Vera fingiendo tambalearse bajo el peso de la espada. Mostrarse torpe e insegura le otorgaría ventaja en aquella terrible situación. Sabía que el arma que asía no servía para herir a nadie, así que decidió sacar partido de aquello. «En la mayoría de las ocasiones —le había explicado Alasia—, las mujeres sufren a manos de los hombres por carecer del instinto de autodefensa. Si cualquier mujer maltratada tuviese conciencia de lo fácil que es herir o matar a un hombre, probablemente abandonarían su lugar de víctimas indefensas. Una patada en la entrepierna imposibilita a cualquier hombre durante el tiempo suficiente para escapar, es solo cuestión de atreverse. A veces, lo difícil es vencer el temor». ¡Cuánta razón tenía su hermana! Sin embargo, el hecho de tener a un hombre con intenciones mortales frente a frente, era un hecho que atenazaba los músculos. Vera se enfureció consigo misma por permitir que aquel cerdo la asustase. Si debía morir aquel día, lo haría luchando—. ¡Vamos, acércate si te atreves, maldito cobarde! —increpó de nuevo.
La pulla hizo enfurecer a Socur, que se abalanzó como el rayo hacia Vera, esperando que el peso de la espada le impidiese defenderse con soltura. Lo que se encontró, en cambio, distó mucho de lo que había presupuesto: Vera levantó el arma con facilidad, colocándola frente a la trayectoria de su puño. Socur, asustado, creyó que el filo cortaría su mano, pero el resultado fue otro bien distinto. Sintió como los huesos de su mano chocaron contra un muro invisible en el momento en que tocó la hoja. El impacto lo hizo salir despedido hacia atrás, cayendo al suelo aparatosamente.
Sin concederle tregua, Vera le propinó un fuerte puntapié en las costillas, dejándolo sin aliento y encogido de dolor. Aprovechando la debilidad temporal de su captor, volvió a golpearlo, esta vez en la cabeza, tratando que perdiese el sentido. Pese a no lograr su objetivo, sí consiguió al menos desorientarlo lo suficiente como para intentar deshacerse de él. Entre angustiados jadeos, lo arrastró hasta la ventana. Donde, pese a los esfuerzos del hombre, ella consiguió arrojarlo al exterior, no sin antes verse obligada a golpearlo nuevamente en la cabeza, esta vez con un cuenco que tomó de la mesilla.
En su caída, Socur rodó por el tejado hasta el suelo, y a punto estuvo de caer sobre Gerdo, que saltó asustado al ver a su compañero dar con sus huesos en tierra. Inmediatamente, corrió en dirección al porche, dejando sin vigilancia la parte posterior de la vivienda. Vera, que contaba con ello, reunió el coraje suficiente y se deslizó por el tejado inclinado del primer piso, no sin antes arrojar a Yuddai por delante. Pese a intentar caer rodando, se lastimó el tobillo izquierdo al golpear el suelo. Tomó la espada y miró a Socur, que aún respiraba, aunque había perdido el conocimiento. Con fuertes punzadas de dolor, cojeó en la única dirección libre de vigilancia, el noreste, hacia la veta y el lugar más retirado del valle. Si la suerte la favorecía, podría salvar la distancia que la separaba de la arboleda, donde podría huir al amparo de la vegetación.
Mas sus esperanzas se esfumaron al oír las voces de sus captores amenazarla desde la casa. Miró hacia atrás y vio como los dos soldados que custodiaban su morada corrían tras ella, veloces. Pese a su tobillo lastimado, Vera apretó el paso, decidida a escapar como fuese. Entre jadeos de angustia, logró llegar a la arboleda cuando apenas la separaban una veintena de metros de sus perseguidores. Sacando fuerzas de flaqueza, comenzó a zigzaguear entre los árboles, intentando despistarlos.
Los soldados, por su parte, se dividieron tratando de rodearla. El único recurso que le quedó a Vera fue continuar su huida hacia el cañón que terminaba en la veta dorada. Finalmente, se encontró a los pies del filón dorado, sin más salida que la escarpada vereda que conducía a lo alto del picacho. Después nada, excepto el vacío.
—No me cogerán viva —se dijo a sí misma—. Si he de morir me llevaré a uno de ellos conmigo.
De este modo, comenzó la ascensión, trastabillando peligrosamente cada vez que su dolorido tobillo le fallaba. Si lograba llegar arriba, sólo uno de los soldados podría atacarla a la vez. Si era necesario, saltaría al vacío arrastrando a su atacante.

Zando creyó morir de angustia al oír gritar a Vera. Únicamente la manaza de Crod le impidió salir corriendo en dirección a la granja en ese momento.
—Aún no, debemos esperar la oportunidad. Tarde o temprano cometerán un error —lo tranquilizó el alcalde.
Zando hizo un supremo esfuerzo para asentir. Todo su ser deseaba correr hacia Vera y enfrentarse con los viles asesinos que la retenían. Justo cuando creyó enloquecer de impotencia, uno de los soldados entró en la casa. Era uno de los que custodiaban la entrada. Momentos después, otro hombre salió para rodear la casa y hablar con el guardián de la parte posterior.
—Algo está sucediendo —dijo Crod—, quizás ahora se presente la oportunidad que esperamos.
Ambos hombres siguieron con el corazón en un puño la cadena de acontecimientos que siguieron. Cuando los dos guardias del exterior acababan de volver a sus posiciones originales, el tercero cayó pesadamente por la ventana trasera, junto a su compañero. El guardián corrió despavorido al interior de la casa, momento en el que divisaron a Vera caer desde el primer piso.
—¡Ésa es Vera Valin, sí señor! —exclamó Crod—. Te dije que confiaras en ella. Esa mujer tiene un genio de mil demonios, maldición. Ni los soldados han podido someterla.
Zando no contestó. Sus pies ya corrían en dirección a la granja. Desgraciadamente, Vera tomó la dirección opuesta y pronto la casa ocultó su huída.
—¡Hemos de darnos prisa! —increpó Zando—. La he perdido de vista y los soldados ya van tras ella.
Entre jadeos y tropiezos, Crod se las apañó para no perder paso tras Zando. El orondo herrero aún poseía unas piernas fuertes y capaces, pese a su abultado vientre. Su angustiosa carrera los llevó al fondo del valle, en dirección a la veta. De cuando en cuando, se detenían a escuchar. Los soldados se gritaban consignas para dirigir su búsqueda, ignorantes de la presencia de los dos hombres. De este modo, el avance de Zando y Crod fue más rápido, permitiéndoles ganar terreno frente a sus rivales.
Sus sospechas se confirmaron al llegar a los pies del pico que lucia la dorada franja. Llegaron apenas después que los soldados, que ya se disponían a seguir a Vera en dirección a la cumbre.
—¡Deteneos! —rugió Zando—. No deis un paso más. Aquí termina vuestra infamia. Arrojad las armas al suelo, ¡ahora!
Vera se detuvo en seco al oír la atronadora voz de Zando. Estaba a punto de coronar su ascensión. Miró hacia abajo dando gracias a Hur, con lágrimas en los ojos. Zando y Crod amenazaban a los soldados, que situados en el comienzo de la vereda, dudaban entre seguirla o rendirse.
—No pienso enfrentarme a ese hombre, lo he visto luchar en los duelos. No tendríamos posibilidades —dijo Jolto, asustado.
—¡Idiota! —lo insultó Gerdo—. El Emperador nos matará igualmente. Nuestra única posibilidad está allí arriba —explicó señalando a Vera—. Si la alcanzamos, él no se atreverá a tocarnos. ¡Vamos!
Los soldados comenzaron la ascensión a toda velocidad, sin mirar atrás. Zando maldijo entre dientes mientras él y Crod los seguían. El herrero, debido a su obesidad, y él, por su debilidad a causa del veneno, no podían competir en velocidad con los soldados, hombres jóvenes y entrenados.
—Llegarán antes que nosotros —dijo Zando—. Si cogen a Vera… —no quería pensar en esa posibilidad.

Vera observó aterrada cómo sus esperanzas se desvanecían al ver a los soldados correr hacia ella. Pese a los esfuerzos de Zando y Crod, los soldados la alcanzarían en unos instantes. Desesperada, miró alrededor. Su primer plan consistía en bloquear el final de la vereda, donde los obligaría a enfrentarse a ella de uno en uno. Si los soldados luchaban en el empinado y resbaladizo sendero, ella estaría en franca ventaja. Desgraciadamente, si sus captores caían, podrían arrastrar a Zando y a Crod con ellos. El segundo plan de acción consistía en retroceder hasta el final del pequeño llano que coronaba la cima, donde sería presa fácil, pero podría dejar espacio para que la rescatasen. Decidida, avanzó hasta el fondo de la plataforma; pasase lo que pasase, no pondría en peligro a sus seres queridos.
Enseguida, los soldados la alcanzaron, rodeándola. Momentos después llegaron Zando y Crod. Durante un instante, toda la escena pareció congelada, acumulando tensión hasta el punto de ruptura. Después, la tragedia se desencadenó como el rayo. Gerdo ordenó a Jolto capturar a Vera y usarla como rehén, mientras él trataba de contener a los dos hombres. Zando, debilitado aún por los efectos del veneno, y agotado después de la subida, cayó de bruces al suelo en cuanto coronó la cima, rodando hasta el mismo borde del abismo. Al ver a su enemigo inconsciente, el soldado sintió renacer sus esperanzas. Ahora era Crod quien le hacía frente con su poderoso mazal. Pero el soldado se sentía confiado; un viejo orondo no lograría abatir a un soldado imperial. Con un grito de guerra atronador Crod comenzó el combate lanzando golpes con su mazal.
Vera observó impotente cómo Zando caía desplomado mientras Jolto, el soldado que pretendía capturarla, avanzaba hacia ella decidido. Una vez más, Vera decidió usar la extraña capacidad del arma para repeler ataques mortales. Situada en un rincón que daba a su izquierda hacia el abismo, y a su derecha con un murallón vertical de roca, levantó a Yuddai en actitud defensiva, ligeramente orientada a su derecha para incitar un ataque por la izquierda. Jolto, en efecto, atacó por el exterior, pretendiendo desarmarla con un golpe rotundo. En el último instante, Vera adelantó su cuerpo, situándose en la trayectoria del golpe, sólo escudada por la espada. El poder del arma sólo funcionaba cuando algún tipo de ser vivo peligraba. Jolto, que sólo pretendía desarmarla para tomarla como rehén, intentó refrenar su estocada, mas ya era tarde. Al impactar su espada contra el filo de Yuddai, sintió como si ésta chocase contra un muro de acero. La sacudida lo hizo salir proyectado hacia el abismo, cayendo sin remisión y aullando de pánico.
Aliviada por el éxito de su plan, Vera levantó la mirada, pero lo que observó le heló la sangre en las venas.
Mientras Crod peleaba con valentía tratando de defender a su camarada caído, Socur, el tercer secuestrador, ascendía la vereda con la espada presta. El soldado debía haber recuperado el conocimiento y ahora acudía al combate con la cara manchada de sangre y una fiera obstinación en la mirada. Vera pensó en golpear a Gerdo, mas con Yuddai le resultaría imposible. Decidida pese a todo a ayudar a Crod, arrojó la espada a un lado e intentó golpear al soldado con los puños.
Fue como intentar golpear a un toro. El soldado giraba a un lado y otro, golpeando, defendiendo y amagando. Los golpes de Vera le hacían más daño a ella que a él. Frustrada, y viendo que Socur se les echaba encima, la emprendió a patadas, tratando de hacer caer a Gerdo. Esta vez tuvo éxito y el soldado cayó de bruces justo cuando Socur coronaba la cima. Crod, viéndose rodeado, se volvió a hacer frente a la nueva amenaza mientras Vera golpeaba al otro soldado en el suelo.
Gerdo, agobiado por los desesperados esfuerzos de la mujer, se revolvió con un manotazo, haciendo caer a Vera en dirección al abismo. En el último instante, una presa la asió del cabello y la arrastró de vuelta a la plataforma.
—Aún no —le dijo Gerdo jadeando—, te necesitamos viva, puta —dijo arrojándola contra la pared de roca.
Vera sintió cómo se le rompía una costilla al golpear contra la piedra. Después, se encogió de dolor, incapaz de moverse. Atormentada por el daño recibido y llena de impotencia, vio cómo los soldados rodeaban a Crod, atacándolo sin piedad. Luchando en franca ventaja, le lanzaban estocadas que lo herían poco a poco, debilitándolo, sin arriesgarse a ser golpeados por el mazal del valiente herrero. Al cabo de unos minutos de feroz combate, Crod apenas podía asir su arma, herido de gravedad y agotado hasta la extenuación. Tenía el tórax y las cuatro extremidades surcadas de cortes y pullas de las que manaba abundante sangre. Pese a todo, seguía plantando cara.
Vera sollozó, incapaz de apartar la mirada de aquel hombre que perdía la vida intentando salvar la suya. Sacando fuerzas de flaqueza, logró ponerse en pie y, sin importarle su propia suerte, se arrojó hacia Gerdo, que le daba la espalda. Éste se debatió con furia, golpeándola con la empuñadura de su espada. Crod, se volvió hacia ella tratando una vez más de auxiliarla, pero el gesto desinteresado le costó caro. Socur aprovechó su descuido para asestarle un tajo mortal en la espalda.
Crod cayó fulminado.
—Muy bien —exclamó Socur, satisfecho—, ahora vamos a terminar lo que habíamos empezado en la granja —afirmó—. Pero primero, vamos a encargarnos de Zando. El Emperador sabrá agradecérmelo.
Socur se volvió, dispuesto a matar a un hombre inconsciente, pero Zando lo observaba en pie, con el rostro transfigurado por el dolor.
—Creo que no —dijo desenvainando la espada.
Zando avanzó caminando hacia ellos, con la guardia presta. Socur y Gerdo trataron de rodearlo, tal y como habían hecho con Crod. Pero esta vez la historia fue bien distinta. Los soldados atacaron alternativamente, intentando así distraer su atención. Socur amagó con la intención de entretenerlo para que Gerdo pudiese herirlo. Pero Zando, lejos de seguirles el juego, realizó un giro completo con la espada, trazando un círculo que zigzagueó de arriba abajo mientras su cuerpo saltaba sobre la estocada del soldado. Al terminar el giro, Gerdo y su cabeza cayeron en direcciones opuestas.
Ahora sólo quedaba Socur.
—De modo que acabar lo que empezaste en la granja…—dijo Zando recordando las palabras de Socur—. Eso no suena nada bien —dijo apuntándolo con la espada.
—¡Suplico piedad! —imploró Socur arrojando el arma al vacío—. Dicen que no matáis al enemigo que se rinde ante vos. ¡Os lo suplico, perdonad mi vida!
Zando miró en dirección a Vera. Ésta respiraba entrecortadamente a causa de la costilla fracturada, y la mitad de su rostro estaba hinchado a causa del golpe en la sien.
—¿Intentó violarte este patán? —le preguntó Zando.
—No… —Vera dudó—, fue el soldado que cayó al abismo —mintió.
—Mi dulce Vera —dijo Zando mirándola con admiración. No había creído la piadosa mentira de la mujer—, incluso a los que te denigran y amenazan perdonas… Sea pues —concedió.
Sin previo aviso, descargó el canto de su espada sobre la sien de Socur, golpeando con fuerza. El hombre cayó aturdido, pero vivo. Después lo levantó en vilo y lo golpeó repetidamente con el puño en las costillas, fracturándolas.
—Ahora sabes lo que se siente, canalla —dijo Zando—. Aunque… aún falta algo —anunció antes de patear con violencia la entrepierna de Socur—. Esto es por lo que querías hacerle a Vera. No creo que puedas volver a usarlos.
Socur se retorció en el suelo, sin aliento, reducido a una masa gimoteante.
Ignorándolo, Zando se arrodilló junto a Crod. El alcalde yacía muerto con una mueca de dolor en el rostro, los ojos aún abiertos.
—Ha sido un honor pelear junto a vos —dijo Zando cerrándole los ojos—. Que Hur os acoja en su seno y os colme de dicha en la otra vida.
Después, tomó a Vera entre sus brazos y la ayudó a incorporarse, abrazándola con sumo cuidado.
—Creí que te había perdido —le dijo con los ojos anegados en lágrimas—. Yo… no sé si habría podido soportarlo.
—Shhh —lo tranquilizó Vera—. Ya pasó todo. Ahora estamos juntos. Sabía que acudirías en mi ayuda. No podría soñar con tener un caballero más valeroso y capaz. Estoy orgullosa de ti —dijo Vera acariciándole la mejilla—. Y de él, bendito sea —añadió mirando el cuerpo sin vida de Crod—. Ayudadme, quiero despedirme —pidió.
Zando la ayudó a inclinarse. Vera gimió de dolor, pero no desistió en su empeño. Con dulzura, besó a Crod en la frente, rezando una plegaria por él. Al levantarse de nuevo, Vera miró a Zando, súbitamente sorprendida.
—¡Oh! ¡El duelo! —exclamó—. Con todo lo sucedido, no había pensado en ello hasta ahora. ¿Qué va a pasar ? Ya ha anochecido y no te has presentado.
—Lo sé —la tranquilizó Zando—, tenía cosas más urgentes que hacer.
—¡Pero serás declarado prófugo! ¡Golo se habrá salido con la suya!
—Ya pensaremos en algo, cada cosa a su tiempo —la tranquilizó.
Vera insistió aún durante un rato, pero Zando era terco cuando se decidía por algo, y había decidido no pensar en ello de momento. Su única prioridad era la de llevar a la malherida Vera de regreso a su casa, donde podría atenderla como era debido. Después de maniatar a Socur y recoger a Yuddai, bajaron con dificultad la vereda. Al llegar al fondo, Zando observó algo a los pies del tajo. Intrigado, se dirigió hacia el lugar, volviendo momentos después.
—¿Qué ha despertado tu curiosidad? —inquirió Vera.
—No es nada de lo que debamos preocuparnos ahora —restó importancia Zando—. Volvamos a casa.
Vera suspiró. Aquel día no lograría sonsacarle nada más.

Tras una vuelta lenta y dolorosa, Zando, Vera y su prisionero, llegaron hasta la granja. Zando temía que los aguardasen los hombres de Golo dispuestos a detenerlo por su abandono. Afortunadamente, no parecía haber ningún soldado por las inmediaciones. Únicamente Dolmur aguardaba en el porche, mirando inquieto en todas direcciones. Cuando los reconoció, el joven corrió hacia ellos dando saltos de alegría. Si Zando no se lo hubiera impedido, habría saltado sobre Vera en un intento de abrazar a la mujer. El joven hablaba atropelladamente, haciendo tantas preguntas que era imposible entenderlo. De repente cayó en la cuenta, mirando alrededor.
—Un momento… —dijo—. ¿Y Crod? ¿Dónde está el herrero?
—Crod luchó con valentía —dijo Zando—. Ha caído en combate.
Dolmur enmudeció, sin saber qué decir. Los tres amigos caminaron en silencio, abrumados por la pérdida sufrida. Cuando pasaron junto al establo, Zando pidió a Dolmur que atase a Socur a una de las vigas. Mientras el joven realizaba el encargo, Vera y él continuaron hacia la casa.
No fue hasta llegar junto al porche que Zando reparó en algo que no debía estar ocurriendo: en la distancia, como todas las noches desde hacía semanas, se escuchaban los alegres festejos que celebraban sus victorias. Al haberse convertido en costumbre, Zando no se había dado cuenta de que aquella noche no hubieran debido oírse las risas ni los cánticos.
Dolmur llegó del establo.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó mirándolo—. ¿Qué se supone que están celebrando?
—Bueno, os lo explicaré si prometéis no retorcerme el pescuezo —respondió Dolmur alarmado.
En ese momento, todas las miradas se volvieron hacia la puerta principal, que se abría desde dentro.
—¡Aguardad aquí! —dijo Zando alertado.
Después entró con un empellón en el interior. Ante él, una figura familiar lo miraba con una sonrisa. Zando se detuvo en seco.
—¿Cómo es posible…? —preguntó perplejo al ver las facciones de la figura.

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