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CAPÍTULO XX: UN DUELO MUY ESPECIAL

Hola a todos, como podréis comprobar los duelos han comenzado. Aprovechando la ocasión os pongo un nuevo dibujo del genial Anel donde nos hace una interpretación de cómo ha imaginado a Zando combatiendo. Si os gusta y queréis ver más ejemplos de su arte os recuerdo que lo podéis visitar en http://anettointheguetto.blogspot.com/

CAPÍTULO XX
UN DUELO MUY ESPECIAL


Durante un instante, todo el mundo contuvo la respiración. La multitud observaba atónita, sin atreverse a pestañear. Ante ellos, Zando se giró y envainó su espada. No esperó a ver caer a su oponente; de sobra sabía que el golpe era fatal. Un momento después, lo oyó desplomarse sin vida. La multitud estalló en vítores y la locura colectiva se apoderó de las masas.
Zando había vencido en un duelo más.
La alegría popular, sin embargo, contrastaba notablemente con las expresiones del emperador y los senadores. Éstos habían presenciado el duelo desde un improvisado estrado construido para la ocasión que, pese a la precariedad de la estructura, había cumplido con creces su función. De este modo, Golo y el gobierno en pleno, sentados en una posición elevada sobre la plebe, miraban con caras que hubiesen pasado por estatuas de piedra, demostrando sin miramientos el malestar que el resultado del duelo les causaba. Sus rostros, serios y circunspectos, contrastaban con los tapices y banderines de colores que los rodeaban como si de un torneo se tratase.

Zando los miró brevemente antes de emprender camino, saludándolos con una leve inclinación de cabeza. En otras circunstancias, ese gesto hubiera bastado para hacerlo arrestar, pero ya no. En realidad, a los únicos a los que Zando había saludado eran al ministro Brodim y a algunos de los senadores que eran fieles a su causa. Pese a todo, no pudo evitar un impulso de curiosidad, y miró en dirección al soberano. Golo lo observaba con expresión cruel y confiada. Zando casi podría afirmar que estaba disfrutando. Aquello lo inquietó sólo un instante, pero pronto desechó la idea; ahora tenía asuntos inmediatos por los que preocuparse.
Así, en lugar de dirigirse, como era su costumbre tras los duelos, de regreso hacia la granja de Vera, se internó entre la multitud en compañía de Dolmur. El gesto, como no podía ser de otro modo, enloqueció de dicha al gentío. La gente celebraba su victoria a su paso, vitoreándolo, con constantes intentos de agasajarlo. Zando detestaba todo aquello, pero entendía que les debía un intercambio de saludos y acaso escuchar sus ánimos como si no los hubiese oído hasta la saciedad. Así, pese a los continuos tirones de Dolmur incitándolo a avanzar, las paradas eran continuas: una oronda mujer le ofrecía los mejores quesos de su tierra mientras un angustiado campesino del norte le pedía que defendiera su aldea de los ataques de las hordas úmbricas. Un trovador le pedía datos sobre su heroica vida para confeccionar los cantares de sus andanzas. Una madre, convencida de sus poderes divinos, le pedía que tocase a su hijo enfermo…
Si todos los días le costaba al menos una hora burlar a la multitud hasta llegar a las afueras de la aldea, hoy, habiéndose internado directamente en el maremagno de tiendas de campaña y carretas que componían el interminable asentamiento de turistas, creyó que nunca lograría salir de allí. Para empeorar las cosas, el emperador y la corte habían desplazado sin tapujos a casi un millar de personas para establecer su campamento en primera línea. Los desplazados, obstinados, se habían reubicado alrededor del centro de la aldea, hacinando aún más un espacio ya saturado de tiendas y carretas, en lugar de dirigirse a los pocos terrenos despejados de la periferia.
Al cabo de lo que a Zando se le antojó una eternidad, y justo cuando sentía flaquear su paciencia, Dolmur le indicó con un gesto que habían llegado. Ambos se introdujeron en el interior de una modesta tienda de lona situada a unos quinientos metros del centro de la aldea. Pese a que algunos curiosos lo aguardaron en el exterior, la mayor parte de la multitud se dispersó al perder de vista a su idolatrado héroe.
En el interior esperaba Brodim que, lejos de tener que dar explicaciones para moverse con soltura entre las tiendas, había llegado mucho antes que ellos. Vestía una capa larga con capucha que había usado para preservar su identidad. Si el emperador descubría su conexión con Zando, el ministro estaría perdido. La cara del enjuto hombre se iluminó al ver a Zando de cerca.
—¡Alabado sea Hur! —dijo estrechándole la mano con efusividad—. Al fin puedo asociar un rostro a vuestro nombre.
Era cierto. Pese a compartir varios años de amistad en la capital, Brodim jamás había visto el rostro de Zando. Como hombre de principios que era, y pese a tener la oportunidad, jamás se había descubierto en presencia de Brodim.
—Para mí también es un placer poder mostrarme como soy —contestó Zando, sentándose en uno de los cojines repartidos por el suelo. Al inclinarse, su rostro reveló un fugaz amago de dolor.
—¿Estáis bien? —inquirió Dolmur preocupado.
—No es nada, sólo las secuelas de combatir a muerte una vez al día.
—Lo decís como si fuese la cosa más natural del mundo —opinó Brodim.
—Digamos que le doy la importancia que merece. Al principio era más fácil. Los contrincantes eran guerreros mediocres y llegaban a la aldea muy espaciados, de modo que me recuperaba aceptablemente bien antes del siguiente duelo —Zando se rascó las costillas antes de concluir—. Ahora, sin embargo… bueno, digamos que me hago viejo.
—Pronto acabará todo, debéis aguantar un poco más —animó Dolmur—. Sólo quedan cuatro duelos, ¡vamos a lograrlo!
—Me gustaría estar tan seguro como tú, jovencito —terció Brodim—. Me temo que el emperador está maquinando algo —afirmó ensombreciendo la expresión—. Aún no sé qué es lo que trama, pero en los últimos días se ha mostrado extrañamente complacido. Conociendo a Golo, sin duda tiene motivos fundados para estar de tan buen humor.
—Y eso no significa nada bueno para mí —señaló Zando.
—Eso me temo —aseveró Brodim—. Estad atento a cualquier jugarreta. El emperador ha estado destituyendo mandos en la rama verde del ejército. Ha sustituido sistemáticamente a militares cualificados por verdaderos maestros del combate, sin importar su formación marcial. Según tengo entendido, los propios verdes están indignados con su conducta.
—Supongo, pero no harán nada —suspiró Zando—. Después de todo son militares. Les pagan para cumplir órdenes, sin cuestionarlas.
La puya estaba dirigida contra sí mismo. Ahora que al fin se había liberado del lastre que suponía su rígida mentalidad, Zando se lamentaba por los años perdidos en el ejército. Finalmente, ante la torva expresión de su amigo, fue Brodim el que retomó la palabra.
—Tengo una cuestión que agradecería me respondieseis —inquirió—. Se trata de lo sucedido en el templo, el día que perdisteis… —incómodo, Brodim no terminó la pregunta.
—¿El día que perdí el control? No os preocupéis, podéis preguntar sin tapujos.
—En efecto, sí. Yo mismo hablé con vos esa mañana y no parecíais ni de lejos a punto de enloquecer. ¿Qué ocurrió?
—Ni yo mismo lo sé —admitió Zando—. Sólo os puedo decir que oí unas voces en mi cabeza durante la ceremonia. Era como si alguien me hablase al oído. Antes de poder reaccionar, había perdido cualquier contacto con la realidad. Nunca me había pasado nada similar y no ha vuelto a suceder desde aquel día.
—Ya veo —dijo Brodim—. En cualquier caso, el motivo de esta cita no ha sido el de saciar mi curiosidad —confesó—, os he citado aquí para informaros de algo nuevo: ha llegado a mis oídos que el interés de Golo por la aldea va mucho más allá de unos impuestos impagados. Según mi fuente, el emperador tiene una motivación mucho más personal en Roca Veteada. Desgraciadamente, no he alcanzado aún a averiguar de qué se trata. Decidme, ¿existe algo aquí susceptible de provocar la atención de nuestro bien amado líder?
—Puedo afirmar con rotundidad que no —contestó Dolmur con vehemencia—. ¡Maldición, aquí se morirían de hastío hasta las ratas!
—Aunque pueda parecer que no —lo corrigió Zando—, no debemos darlo por sentado. El Mert´h indú dice: “El hombre que sólo acepta una verdad jamás comprenderá la verdadera naturaleza del mundo”. Si el emperador está interesado en Roca Veteada, sin duda aquí hay algo fundamental para él.
—Bien, pondré entonces a indagar a mis hombres —dijo Dolmur.
—¿Tus hombres? ¿Es que el mundo se ha vuelto loco? —Zando no daba crédito. Aquel jovenzuelo bocazas y libertino ahora tenía una cuadrilla de hombres bajo su mando.
—No deberíais extrañaros tanto —advirtió Brodim sonriendo—. Este joven tiene un talento excepcional para la política. Ha sido todo un descubrimiento para mí. Su capacidad para motivar a la gente es sin duda un gran don.
—¿Motivar? —inquirió Zando—. ¿Has oído Dolmur? El bueno de Brodim confunde la manipulación con la motivación.
Brodim rió la broma, no así Dolmur, que miraba altanero el techo con fingido orgullo, lo que contagió la sonrisa a Zando. Rindiéndose a la evidencia, Dolmur desistió en su intento por darse aires y palmeó con energía. Inmediatamente, un joven con aspecto de roedor entró en la tienda. Tras un breve intercambio de frases en voz baja, el pillastre salió disparado.
—Ya está —dijo Dolmur orgulloso—, si realmente hay algo de valor en la comarca, pronto lo sabremos. Ellos desconocen la historia del lugar y no conocen a los habitantes locales. No darán nada por hecho. Rastrearán hasta el último rincón.
—Veo que has pensado en todo —admitió Zando—. Pero no estaría de más consultar en los archivos de la capital. Desgraciadamente, estamos un poco lejos.
—Eso no es problema, querido amigo —afirmó Brodim—. ¿No pensaréis que el Senado en pleno puede ausentarse de la capital sin una adecuada vía de comunicación con los ministerios? —preguntó mientras rebuscaba en su túnica.
—¡Oh! ¿Significa eso que habéis conseguido la narlina que os pedí? —preguntó Dolmur con el semblante iluminado.
—Así es, aquí tienes —dijo tendiéndole una esfera plateada del tamaño de un puño—. Haz buen uso de ella, estas condenadas narlinas cuestan un ojo de la cara. No es fácil conseguir una sin marcar.
—Ya veo que las más altas cotas de civilización han llegado hasta este perdido lugar —dijo Zando impresionado—. ¿Puedo verla? —preguntó alargando la mano.
La esfera, de un fino pulido semejante a un espejo, brillaba reflejando el distorsionado rostro de Zando en su esférica superficie. Una fina línea la circundaba, delatando el mecanismo de apertura. En un extremo, un pequeño níode brillaba con intensidad emitiendo el característico fulgor verde esmeralda.
—Veo que está cargada. ¿Existen puntos de recogida intermedios? —preguntó Zando.
—Me temo que estáis algo anticuado —explicó Dolmur—. Las narlinas actuales pueden recorrer la faz de Hurgia sin necesidad de ser recargadas. En cuanto escriba el resultado del duelo, esta pequeña maravilla saldrá volando hacia la capital hasta el punto de recogida. Los habitantes de la capital conocerán el resultado de la contienda mañana al amanecer. Después, mi red de informadores lanzará otras como ésta hacia cada reino del Imperio. A lo sumo en dos días, todo el Imperio estará informado sobre lo acontecido el día de hoy.
—Entiendo. Veo que lo tenéis todo controlado. En tal caso, supongo que hemos terminado la reunión.
—Aún no —respondió Brodim mirando a Dolmur con complicidad—. Queda por tratar el asunto más importante —entonces, ante un atónito Zando, el ministro tomó un paquete y lo desenvolvió con cuidado—. Bien, hoy por fin será desvelado el misterio. He traído todos los sabores.
—¿Sabores? —Zando seguía sin comprender, para mayor hilaridad de sus amigos.
—Por supuesto. Hoy conoceré al fin vuestro más escondido secreto. ¿De qué sabor os preparo el té? —preguntó Brodim lleno de curiosidad.

Esa noche, después de la cena, Zando salió al porche a contemplar el firmamento. Insólitamente, sólo tres de las siete lunas eran visibles en ese momento sobre la línea del horizonte, despuntando sobre las copas de Shazalar. Drumkandum, la luna roja y Vélar, la verde, por el sureste y Usie, con su tono grisáceo, por el noreste. Su brillo se veía mitigado, no así sus colores y su tamaño, magnificados por la atmósfera. Pronto ascenderían y se verían como realmente eran, pero durante unos minutos, mostrarían ese aspecto ensoñador. Sobre los satélites, las estrellas refulgían en un cielo inauditamente oscuro y límpido.
La granja de Vera, situada en lo más profundo del valle, y en un plano levemente superior al resto de construcciones, ofrecía una magnífica vista de los tumultuosos campamentos que poblaban esos días la comarca. Como todas las noches, miles de fogatas relumbraban conformando un tapiz multicolor, reflejando la gama de carromatos y tiendas. Un murmullo de voces y cantos llegaba hasta allí, mitigados por la distancia. Mientras durasen los duelos, continuarían los festejos, y ni todo el rigor del invierno bastaría para impedirlo.
Zando se alegró de ser el causante de todo aquel jolgorio popular, pese a que una parte de su ser demandaba la sobriedad del recogimiento. Toda aquella gente no acertaba a comprender la magnitud, las consecuencias de su lucha. Reían y bebían, danzaban y festejaban, alegres de ser testigos de un acontecimiento excepcional. Si al menos no viesen todo aquello como un espectáculo… ¿Qué pensarían los familiares de la gente a la que había matado? Ellos no lo tendrían en tan alta estima. Antes, Zando jamás se había permitido pensar en ello. Un hombre de armas no se plantea tales cuestiones. La delgada línea que separa la cordura de la locura, la bondad de la maldad, podría quebrarse si uno pensaba demasiado en todo aquello.
Pero… ¿era Zando ahora un hombre de paz?
Había renunciado a su vida, a todo cuanto le había dado sentido y la decisión casi le había costado la cordura. Un hombre de su edad no suele cuestionarse tales asuntos. El cambio parece algo destinado a hombres que aún han de vivir el grueso de su historia.
Y sin embargo, él había osado cambiar. Cierto es que había tenido que pagar un precio muy alto. Hur sabía que aún lo seguía pagando. A diario arriesgaba su vida. Pese a haber renunciado a las armas, luchaba con más entrega que nunca. ¿Cuántos años hacía desde la última sangre vertida por su filo? ¿Cuántos hasta que los acontecimientos recientes lo habían obligado a ello? Zando sonrió al pensar cual hubiese sido la respuesta de Dolmur a esa cuestión: «No podéis excusaros pensando que vuestra mano no ha empuñado una espada —le hubiese señalado—, las órdenes también matan. Y lo harán mientras exista un solo hombre dispuesto a empuñar un arma y obedecer los designios de otro». Lo que antaño hubiese supuesto un escollo insalvable entre su joven amigo y él, ahora se había transformado en un nexo de unión entre ambos.
Cuando Shazalar concedió su beneplácito a la presencia del joven en sus fronteras, Zando tuvo sus dudas al respecto. Entonces creyó que las vainas podían haber confundido cobardía con bondad. Pese al acto aparentemente desinteresado de arriesgarse para advertirle del peligro, un asomo de duda lo había importunado hasta hacía bien poco; una parte de él pensaba que quizás Dolmur se había arriesgado a advertirle por puro interés: tal vez no se creía capaz de salir vivo del bosque sin su ayuda. Ahora sabía que no. Aquellos seres habían mirado en el alma de Dolmur mucho más profundamente que él. En muchos aspectos, esa fachada burlona y alocada escondía un hombre íntegro. Sólo hacía falta animarlo a sacar adelante esa persona de bien.
¿Sería él el más indicado para ello? Cada día se le hacía más duro empuñar su espada. Era éste un miedo íntimo y no confesado, pues nadie debía conocer sus temores. No se trataba de dudas morales, ya que nadie obligaba a sus oponentes a luchar contra él —ellos creían que sí, pero ahora Zando sabía que la libertad personal no es algo que se pueda hipotecar ante nadie—. De hecho, siempre intentaba la rendición pacífica de su rival antes de cada combate. Desgraciadamente, sólo uno, un hombre que había servido hacía años bajo su mando y le debía la vida, había renunciado a combatir. El resto habían caído bajo su filo. ¿Y todo por qué? Por unos malditos impuestos reclamados a gente pobre. Zando maldijo en silencio a Golo. Ese sí era un combate que deseaba librar.
—¿Quién es el desafortunado en el que pensáis? —le preguntó Vera sorpresivamente. Tan ensimismado estaba en sus reflexiones que no la había oído llegar.
—¿Disculpad? —Zando no entendía de qué hablaba la mujer.
—La baranda del porche —señaló ella—, la aferráis con tanta fuerza que la vais a romper.
Era cierto. Sus manos asían el pasamano con fuerza.
—Ya está —dijo soltando la presa—. Estaba pensando en Golo. Nada de esto debía haber llegado tan lejos.
—Da miedo pensar en ello. Ese hombre controla las vidas de millones de personas. Es triste pensar que un lugar como Roca Veteada haya despertado sus iras. Debe ser un hombre bastante desequilibrado.
—No es pena precisamente lo que sentía yo hace unos instantes —confesó Zando con ironía—. Me gustaría ser capaz de albergar sentimientos tan puros.
La mujer se sonrojó, pero la noche ocultó su rubor.
—Es una vista maravillosa —dijo, cambiando de tema—. Hacía mucho que no se veían las estrellas tan cristalinas. Supongo que Dolmur estará allí, entre la muchedumbre.
—Así es. Tiene que coordinar y atender multitud de asuntos. Pero me ha dicho que volverá cuando termine. Desea pasar la noche con los suyos, como él nos llama.
—¿Eso dijo? Es un chico encantador. ¿Quién me iba a decir a mí que viviría rodeada por dos hombres tan apuestos? —dijo sonriendo—. Me alegra no estar sola. ¿Sabéis? Echo mucho de menos a Alasia.
El recuerdo de su hermana hizo que Vera se entristeciera. Pese a estar más que sobradamente abrigada, la mujer sintió un escalofrío. Zando se apresuró a pasarle el brazo por los hombros.
—Estáis helada —dijo—. Quizá debierais pasar al interior.
—No, enseguida estaré bien —negó Vera, acercándose aún más a Zando—. Necesito tomar el aire. Yo… no deseo desperdiciar este regalo para la vista —explicó señalando las lunas—. En momentos como éste da la sensación de que el mundo realmente funciona bajo los designios de un dios bondadoso. ¡Hay tanta paz en el ambiente!
—Rezo porque tengáis razón —dijo Zando.
Sentía el cuerpo de la mujer junto al suyo, su respiración, la forma de sus caderas, el aroma de su pelo… Zando evitó a duras penas un estremecimiento. En todo el tiempo que llevaba conviviendo con aquella mujer valiente y solitaria, había llegado a respetarla, quererla y admirarla. Pero de un tiempo a esta parte la admiración y la amistad habían dado paso a un sentimiento más intenso y profundo. Ninguno de los dos era un crío y a Zando le constaba que ella conocía sus sentimientos. Cuando él la miraba, sus ojos se perdían en los suyos. En las últimas semanas, Vera había remendado multitud de heridas en su castigado cuerpo. Sentir sus manos sobre su piel, pese a ser en tales circunstancias, lo había hecho enloquecer de deseo.
Pero no podía hacer más que esperar, no mientras la barrera que ella había levantado entre ambos siguiese interponiéndose. Si Zando hubiese dudado de los sentimientos de Vera, no se habría sentido tan torturado, pero le constaba que ella sentía lo mismo. Recordaba cómo se había mostrado interesada en él el lejano día de los festejos. Entonces, Zando la había herido con su rechazo. Ahora, pese a estar más que dispuesto a compartir sus días con ella, él era el rechazado. Sin embargo, el arrebato que asaltaba a veces a la mujer cuando lo sorprendía embelesado mirándola, eran detalles que la delataban.
Pero algo la hacía retirarse, huir, alejarse de situaciones comprometidas. Zando buscaba el momento para demostrar sus sentimientos, pero la mujer parecía poseer un sexto sentido que la empujaba a huir de él. No demostraba abiertamente que no quisiera nada, pero tampoco permitía que se pusieran las cartas sobre la mesa.
Excepto ahora, que lo abrazaba sin tapujos.
—Vera… —Zando la giró lentamente, hasta situar su rostro frente al suyo—, las lunas son preciosas, pero no rivalizan contigo —la tuteó.
Los ojos de la mujer aguantaron su mirada. Zando esperó que se retirase al interior, que le ofreciese cualquier excusa. Pero la mujer le sostuvo la mirada incluso cuando le pasó los brazos por la cintura. Su expresión era levemente angustiada, como si en su interior se librase una dura lucha que sólo ella comprendiese. Sus ojos, en cambio, lo invitaban a hacer algo que Zando llevaba soñando desde hacía meses. Acercó lentamente sus labios a la boca entreabierta de la mujer. Podía sentir su aliento en forma de suaves jadeos. Las manos de Vera lo rodearon por la cintura, apretado con fuerza. Zando se dejó llevar y besó suavemente a Vera. Fue un beso dulce, comedido, apenas insinuado. Había soñado con ese momento en la soledad de sus noches, y en su imaginación se sentía transportado al paraíso. Pero la realidad resultó infinitamente más plena y estremecedora. Los labios de Vera, suaves y cálidos, correspondieron su gesto con entrega. Recorrieron la superficie de su boca con delicadeza, buscando acariciar cada rincón. Zando se entregó sin reservas, besándola apasionadamente, como si la vida les fuese en aquel beso.
Vera, como si un dique se hubiese partido en dos en su interior, sorprendió a Zando con una pasión desmedida, como si ya no le quedasen fuerzas para resistir un sentimiento reprimido durante demasiado tiempo. Sus manos arrancaron la camisa de Zando, retirándola del interior de los pantalones, buscando penetrar en su torso, recorrerlo con sus dedos. Vera apretó con avidez el pecho de Zando, sus uñas arañaron la carne, llevadas por el frenesí.
Zando gimió entonces, encogido de dolor. Vera había arañado sin querer una de sus heridas más recientes, provocándole una punzada. Él quiso continuar como si nada hubiese ocurrido, pero Vera se retiró como si estuviese en contacto con brasas ardiendo. Sus ojos lo miraban llenos de pánico.
—No tiene importancia, de veras, es sólo una herida —explicó Zando.
Pero Vera permaneció en silencio, sin moverse. Su rostro mostraba signos de lucha interna.
—No es nada… —repitió Vera. Su rostro había adoptado una fiera expresión—. ¿No es nada? ¡Mírate! —gritó mientras le arrancaba todos los botones de la camisa y señalaba la multitud de moretones, puntos a medio curar y cicatrices, todas ellas recientes—. Ni siquiera puedo abrazarte sin temor a hacerte daño. ¿Es que no lo entiendes? Esto no debía haber pasado, no mientras tú…
—No mientras arriesgue la vida a diario—terminó Zando.
—He perdido a una hermana, Zando —dijo Vera con fiera determinación—. No perderé a un amante. No lo soportaría —dijo, y se perdió en el interior de la cabaña.
Zando aguardó en silencio, demasiado aturdido para reaccionar, pero un leve movimiento a su derecha lo hizo alertarse.
—Soy yo, Zando —dijo Dolmur saliendo de entre las sombras—. Lamento lo que os ha pasado. Lo lamento de veras.
—Ya, yo también lo lamento —admitió Zando suspirando—. ¿Cuánto llevas ahí?
—Bueno… —dijo Dolmur sopesando la barandilla de madera del porche—, digamos que estoy de acuerdo con Vera: habéis estado a punto de destrozar este pobre listón.

Al día siguiente, Zando se presentó puntual a su cita contra el Imperio. La exigua plaza de Roca Veteada rugía abarrotada por la multitud. Irónicamente, los escasos aldeanos que Zando pudo distinguir, se apretaban en el balcón de la única vivienda con dos plantas en toda la aldea: la herrería de Crod. Los ávidos forasteros saturaban el resto del espacio, haciendo casi imposible moverse en los instantes previos al combate. Según le había explicado Dolmur, algunos de ellos llevaban allí esperando desde la madrugada. El emperador y su corte se habían acomodado en sus confortables sillones tapizados en seda, e instalados en los andamios montados a la entrada de la urbe, elevados unos dos metros sobre el gentío. Según pudo apreciar, Golo se afanaba en dar algún tipo de orden a un peculiar hombre de aspecto fiero y rostro tatuado.
—No me gusta esto —opinó Dolmur, que aguardaba junto a él el inicio del duelo—. Normalmente os espera vuestro oponente dispuesto para el combate. Hoy, sin embargo, aún no se ha presentado nadie.
—Es cierto —convino Zando—. Si unimos eso al hecho de que Golo esté sonriendo abiertamente, no augura nada bueno. Brodim nos advirtió que tramaba algo.
—Pronto saldremos de dudas, a juzgar por el súbito clamor; vuestro oponente acaba de presentarse.
En efecto, al fondo de la calle, delante del asiento de Golo, se abrió un corredor que dejó pasar a un hombre de aspecto fibroso y cara afilada.
—Debe ser una broma —exclamó Dolmur sorprendido—, habéis abatido a contrincantes más rudos. Ese hombre no os durará tres segundos.
—No me fío —receló Zando—. Mira sus ojos… parece un halcón.
En ese momento, y entre los abucheos del público, hizo su entrada Hidji, el árbitro de los combates. El hombre, un juez de la capital, había sido asignado por el emperador para salvaguardar la legalidad de los combates. De aspecto huraño, y vestido con la emblemática túnica negra y roja de los jueces, se situó entre ambos contendientes. Sus ademanes eran fríos y calculados, con movimientos parcos y concisos. Obligado a ejercer labores arbitrales en contra de su voluntad, su semblante traslucía a las claras la sincera repulsa que todo aquel asunto del duelo le provocaba.
Y si a Hidji le molestaba ejercer de árbitro, él mismo provocaba una reacción similar en el gentío. Su supuesta imparcialidad había quedado en entredicho en numerosas ocasiones. Algunos contrincantes de Zando habían excedido los límites legales del combate ante la total pasividad de Hidji, usando armas ilegales o fingiendo la rendición para atacar después. En una ocasión, Hidji incluso había intentado descalificar a Zando alegando una trampa inexistente. Afortunadamente, cambió de opinión ante la lluvia de piedras procedente de los cientos de testigos presenciales. Desde entonces, se había mostrado sensiblemente más comedido en sus juicios.
El fugaz vistazo que dedicó a Zando torciendo en una mueca de disgusto sus finos labios, bastó para convencerlo de que volvería a jugársela a la menor oportunidad. Su cara reflejaba la vileza como un estanque en calma la luna llena.
—Damas y caballeros, majestad y senadores —comenzó con una amplia reverencia—, el combate va a dar comienzo —la multitud estalló en vítores—. Hoy se enfrentará Zando contra Saled, maestro arquero de la división verde.
—¡Maldición! —bramó Dolmur—. ¿Un arquero? ¿Qué clase de duelo es este? Creía que los combates debían ser cuerpo a cuerpo.
—Tranquilo Dolmur, esperemos un poco más. Aún deben explicar las condiciones. Las reglas del duelo no especifican nada al respecto —lo tranquilizó Zando.
Hidji explicó a continuación como acontecería el combate. En aquella ocasión le correspondía al Imperio decidir la suerte de armas. Zando podía elegir alternativamente cómo deseaba batirse, según normas extraídas directamente del Mert´h indú. El Código era claro al respecto: Zando debía escoger arma en uno de cada dos duelos y a los representantes del Imperio les correspondía elegir en el resto. De este modo, se había visto obligado a combatir con dagas, espadas ligeras, pesadas, hachas e incluso una maza. Todas ellas armas cuerpo a cuerpo, donde podía usar el Omni como ventaja. Esta era la primera ocasión en que se elegían armas de larga distancia.
Desgraciadamente, aquella no fue la única sorpresa.
Según explicó el árbitro, recurrirían a una antigua tradición iliciana: el duelo de serpientes. Parte del público asistente silbó sorprendido al oír aquello.
—¿En qué consiste ese duelo de serpientes? —inquirió Dolmur preocupado al ver la tensa expresión de Zando.
—Es una metáfora —explicó—. Hace referencia al uso de flechas envenenadas. Un roce basta para acabar con la vida del hombre más fornido. Sólo se usan dos flechas, una para cada contendiente, que deben estar situados a unos cincuenta pasos. A la señal del árbitro, ambos arqueros toman las flechas del carcaj y disparan. Normalmente mueren los dos duelistas. Rara vez sale ileso uno de los contendientes. Hace falta un gran dominio del arco y una rapidez felina para atreverse a intentarlo.
—Ahora entiendo la expresión del emperador —dijo Dolmur—. Aunque su hombre muera, él habrá vencido —el joven miró a Zando con expresión circunspecta—. Decidme, ¿qué tal arquero sois? —sus ojos imploraban una respuesta afirmativa.
—Domino el uso del arco, si ese es tu temor —respondió Zando para alivio de Dolmur—. Pero…
—Odio cuando hay un pero —protestó Dolmur.
—Me duele terriblemente el codo —continuó Zando—, eso es todo. No podré ser el más rápido. Él disparará su flecha antes que yo.
—¿E… eso es todo? ¡Y lo decís sin inmutaros! —Dolmur había palidecido—. ¿Estáis completamente seguro?
—Del todo —respondió Zando con la mirada imperturbable.
—¡En nombre del cielo! ¿Qué vais a hacer entonces? No lo entiendo, parecéis hecho de piedra. Debí quedarme con Vera en la granja. No sé si se puede morir de un ataque a los veinte años, pero a este paso lo voy a averiguar.
—Estate tranquilo, ya improvisaré algo —respondió Zando mientras se adelantaba a su posición de combate—. Vigila a Hidji, no me fío de él. ¡Ah, y no te sitúes a mi espalda! —advirtió.
—¿A vuestra espalda…? ¡Por los Siete Altísimos! Pretende esquivar la flecha… se ha vuelto loco.
Zando caminó hasta el punto donde debía batirse, dejando a Dolmur presa de la ansiedad. A la distancia estipulada, Saled, el arquero, ejecutaba nerviosos movimientos con el brazo a modo de calentamiento. Ya tenía enfundado el carcaj a su espalda.
Mientras Zando se colocaba el suyo, no dejaba de darle vueltas a todo aquello. Trataba de pensar cómo le podría otorgar algún tipo de ventaja el estado de Omni. Cuando lo invocaba, parecía como si el resto del mundo se volviese predecible. En ese estado, Zando era capaz de reaccionar instantáneamente a cualquier ataque. A los ojos de los demás, parecía que jugase con el contrincante. Su espada ya estaba allí para parar cualquier golpe. Pero esta vez no se trataba de un duelo a espadas.
Zando sopesó las posibilidades. Intentar competir de igual a igual con un maestro del tiro con arco en su estado era imposible, de modo que barajó otras vías de acción. Su segunda opción, intentar esquivar el proyectil, se vino abajo en cuanto miró tras de sí; pese a haberse formado un corredor de seguridad entre el gentío, el peligro de que la saeta pudiese herir a alguien era demasiado alto. Si el proyectil no hacía diana en él, su trayectoria probablemente se escorase en la distancia hasta alcanzar a algún desdichado. Sería como condenar a muerte a alguien entre la multitud. No había tiempo para evacuar a toda esa gente. Si conseguía anticiparse, como en el resto de los combates, sabría con toda certeza cuándo dispararía Saled, pero… ¿qué utilidad práctica obtendría de eso? Se le agotaba el tiempo y no lograba decidir un plan de acción.
—Contrincantes… ¡preparados! —avisó Hidji.
Un mozo corrió a entregarle un arco. Como era de prever, no estaba todo lo tenso que sería de desear. Zando se planteó realizar una protesta e intercambiar el arma, pero finalmente desistió y aceptó el arma; acababa de tener una idea.
—Dolmur tiene razón, debo haberme vuelto completamente loco —murmuró entre dientes.
Se había decidido al fin. De saberlo, Dolmur habría opinado que su plan era una auténtica locura, pero… ¿qué otra opción le quedaba? Se jugaría todo a una sola carta, arriesgando el todo por el todo.

Dolmur observaba al árbitro con desconfianza. Mientras Zando y el iliciano llamado Saled se situaban en posición con los arcos preparados, Hidji se colocó perpendicular a ambos hombres, ofreciéndoles su perfil. En su mano izquierda asía un banderín, que Dolmur supuso sería para dar la señal para que ambos contendientes disparasen.
El momento esperado por todos los asistentes no se hizo esperar y a un gesto del siniestro árbitro, se hizo el silencio. Con gran parsimonia alzó la mano izquierda sosteniendo el banderín. Era el brazo que daba hacia la posición de Zando. El derecho, en cambio, lo dejó pegado al muslo, oculto a los ojos de su amigo y donde Saled pudiese verlo.
—¡A mí no me engañas, maldita rata tramposa! —susurró Dolmur con los dientes apretados.
Corrió entonces alrededor de la zona despejada para el duelo hasta situarse detrás de Hidji, justo donde pudiera ver los movimientos que hacía el árbitro con el brazo derecho.
—Guerreros… ¡preparados! —gritó Hidji—. Cuando baje el banderín, podéis disparar.
Los contrincantes clavaron sus ojos en el banderín. Sin embargo, Saled enseguida bajó la mirada. El arquero no prestaba atención al brazo levantado, sino al muslo de Hidji donde descansaba su mano derecha. Tal y como sospechaba Dolmur, un leve movimiento de los dedos del corrupto árbitro, y Saled podría anticiparse unas décimas de segundo al instante en que bajaría el banderín. En efecto, el pulgar, el índice y el resto de falanges, levantadas levemente, comenzaron a caer ordenadamente, siguiendo una secuencia que nadie excepto un ojo atento hubiese podido ver.
Hidji estaba efectuando una cuenta atrás.
Dolmur actuó sin pensar.
—¡Alto! —gritó al tiempo que se dirigía a la posición de Hidji.
Todas las miradas se fijaron en él, pero lejos de amilanarse, tomó la iniciativa y saludó cortésmente al público.
—Ciudadanos del Imperio —habló de viva voz—, no debéis inquietaros. Como representante del muy noble Zando —al oír el nombre la multitud estalló en vítores—, me veo en la obligación de recordar a lord Hidji que debe levantar ambos brazos y no sólo uno. No queremos que nadie piense que se pueden dar algún tipo de ventajas, ¿no es verdad, árbitro? —preguntó en voz baja para que sólo Hidji pudiese oír esto último. Se había saltado adrede cualquier cortesía o formalismo en el tono. La gente rió con ganas la broma y algunos incluso empezaron a silbar, molestos por la incorrección.
Dolmur se acercó aún más a Hidji antes de añadir:
—He visto vuestro patético intento de amañar el duelo. Si osáis volver a intentarlo, no será necesario que Zando se ocupe de vos. Yo mismo os haré una visita una noche de éstas —dijo con expresión feroz—. Puede que amanezcáis con una daga en la espalda, yo no soy tan legal como él —advirtió. No estaba bromeando.
Después, sonriendo de nuevo, ejecutó una reverencia y se retiró entre aplausos junto a Zando, para dejar paso al duelo. Si hubiese mirado hacia atrás, habría visto temblar las piernas de Hidji.
—Te lo agradezco, pero no era necesario —dijo Zando cuando Dolmur llegó junto a él.
—¡Pero ese mentecato pretendía hacer trampas! —respondió Dolmur, acercándose.
—Sí, con la mano derecha, ya me había dado cuenta.
—Un momento… ¿lo sabíais?
—En mi oficio, no se llega a mi edad sin prestar atención a los detalles —respondió Zando con un encogimiento de hombros.
—Pero cómo…, quiero decir, ¿no os importa? ¿Y si no llego a intervenir? ¿De veras no hubieseis hecho nada?
—En el estado de Omni puedo anticiparme al momento en el que va a disparar. No era necesario hacer nada. Cuando todo esto acabe, ese Hidji y yo tendremos una larga conversación, pero por ahora, me interesa tenerlo confiado.
—Entiendo, he metido la pata de nuevo —dijo Dolmur suspirando. Después se retiró para dejar paso al duelo.
—Una cosa más —le dijo Zando volviendo la cabeza—. Gracias.
Dolmur sonrió y asintió con la cabeza. «Ahora todo depende de vos, amigo mío», pensó.

Zando respiró profundamente buscando el estado de calma interior que abría paso al Omni. Solía imaginar un interruptor en el mango de su espada, pero esta vez, dado que no empuñaba ninguna, simplemente apeló a la energía que lo inundaba, sin más. El Omni, fiel a su cita, entró como un torrente en su ser, tornándolo más consciente, haciendo de su mente y su cuerpo un solo ente. Enfocó entonces su atención en la figura del arquero que tenía frente a él, obviando el resto del mundo, que pareció desdibujarse a su alrededor. En ningún momento prestó atención al árbitro. Si hubiese pretendido disparar su flecha, habría enfocado toda su atención en él. Lo que realmente servía a sus propósitos era apreciar claramente el instante en que Saled colocase su flecha en el arco. Si se movía un instante antes, su oponente adivinaría sus intenciones y le resultaría casi imposible llevar a buen puerto su plan.
El árbitro levantó nuevamente el banderín, esta vez con ambas manos. Saled, como era de prever, no miraba en esta ocasión hacia el muslo, sino hacia las manos de Hidji. Todo el cuerpo del iliciano estaba tenso, preparado para actuar al más leve gesto por parte del árbitro. Zando, pese a mirar únicamente a los ojos del arquero y percibir extrañamente desdibujada a la multitud, era consciente de que los espectadores tenían sus miradas clavadas en su oponente. Desconocía cómo podía tener tal certeza, pero estaba seguro de ello. Si sobrevivía a los duelos que aún le quedaban por disputar, investigaría las posibilidades de su descubrimiento.
Finalmente, después de unos segundos que a la mayor parte del público le parecieron eternos, el banderín descendió. Antes de que cruzase por la frente de Hidji en su descenso hacia la cintura, la suerte estaba echada.
Zando captó, ralentizado, el instante en que todo llegó a su desenlace. En cuanto Saled apreció el descenso del banderín, su brazo extrajo la flecha del carcaj y la colocó en el arco a tal velocidad que los allí presentes hubieran jurado que la flecha se había materializado de repente. No con menos rapidez tensó el proyectil y disparó.
Zando, que aguardaba, apuró al límite, forzando su reacción. No intentó en ningún momento alzar su mano en dirección a su carcaj. Se limitó a esperar sin soltar el arco, sin romper su posición, inmóvil. Vio como la saeta mortal apuntaba a su corazón, tal y como esperaba. En el preciso momento en que los dedos del arquero soltaron la presa sobre el culatín de la flecha, Zando arrojó su arco al suelo. En un angustioso duelo contra la velocidad, sus manos corrieron en dirección ascendente, mientras el proyectil recorría los cincuenta metros que los separaban a una velocidad angustiosamente mortal. Las manos de Zando palmearon con fuerza, a un par de cuartas frente a su pecho en el mismo instante en que la flecha llegaba a su cita contra su corazón.
Curiosamente, Zando supo que lo había logrado antes de atrapar la flecha a escasos centímetros de su pecho. De algún modo, incluso en un acto tan desesperado como aquel, su sexto sentido, agudizado por el Omni, lo había salvado. Si hubiese palmeado una fracción de segundo antes o después, habría fracasado.
Sin mover un ápice el cuerpo, Zando miró fijamente el astil entre sus manos, mientras comenzaba a reír de felicidad. Enseguida sintió un peso sobre su espalda y unos brazos alrededor del cuello entre gritos de alegría. Era Dolmur que gritaba feliz por su triunfo. A los gritos de su amigo pronto se unieron los de la multitud. El gentío había enloquecido de dicha al ver a su héroe vencer de nuevo. Zando, poco a poco, se recuperaba de la impresión. Se volvió entonces y miró a Dolmur a los ojos, asintiendo. Ambos hombres eran conscientes de lo que acababan de jugarse. Dolmur miró por encima de sus hombros y señaló a Saled.
—El duelo aún no ha terminado —dijo.
Zando giró en silencio, encarándose de nuevo con el arquero. En su mano aún asía la saeta mortal que había intentado acabar con su vida. Lentamente, tomó su arco del suelo y colocó la flecha en el arma. Dolmur alzó un brazo rogando silencio. Pronto, todos callaron, aguardando el desenlace. Como la multitud esperaba, Zando habló antes de disparar.
—Tu causa es indigna —dijo levantando la mirada para poder mirar a la cara a Golo. El emperador rebulló en su asiento, rojo de ira—. Ríndete y vive, no merece la pena morir por nada. Tal y como se han desarrollado las cosas, no tienes posibilidades de sobrevivir. Únete a mi causa.
Saled miró a Zando y luego al emperador. Su rostro reflejaba un gran conflicto interno.
—¿Qué demonios le pasa? —inquirió Dolmur, que aguardaba la respuesta situado tras Zando—. Si teme que Golo lo ejecute por rendirse, al menos tendría una oportunidad uniéndose a nuestra causa. Si elige seguir con el duelo, morirá sin remedio.
—Me temo que no es tan sencillo —dijo Zando con tristeza—. Nunca lo es.
—¿A qué os referís? —preguntó Dolmur.
Pero Zando no respondió. En su lugar bajó el arco sin llegar a destensarlo y preguntó dirigiéndose a Saled:
—Dime, soldado, ¿tienes familia?
Los ojos de Saled se abrieron de par en par al oír mencionar a su mujer e hijos. Dolmur comprendió enseguida el dilema de aquel hombre.
—¿Te gustaría verlos? —preguntó de nuevo Zando—. Yo puedo hacer que vengan hasta aquí.
El hombre se derrumbó entonces, cayendo arrodillado. Por sus mejillas corrían lágrimas de súplica.
—¡Golo! —bramó Zando—. Un buen emperador jamás amenazaría a la familia de un súbdito. ¿No estás de acuerdo?
El emperador se incorporó como activado por un resorte. Su respuesta afirmativa fue tan rápida que sonó más a una confesión que cualquier documento escrito. Hubo quien se rió del soberano mientras la gran mayoría lo abucheó sin tapujo. Algunos soldados imperiales se precipitaron en dirección a la multitud con las espadas desenvainadas, pero a un gesto de Zando, la multitud cayó.
—¿Acaso he de recordar al Imperio que mientras no se dilucide la contienda no tiene jurisdicción aquí? —preguntó Zando, colérico—. ¿Obtendréis por la fuerza el respeto que no os ganáis con vuestros actos? ¡Retroceded de inmediato! —exigió.
Los soldados dudaron ante su autoridad, mirando alternativamente a éste y a su emperador. La leyenda que había acompañado a Zando los últimos meses surtía su efecto; incluso sus enemigos le rendían respeto. Finalmente, a un gesto de Golo, los soldados se retiraron con la consiguiente vuelta de los abucheos.
Golo, en un intento vanamente conciliador, trató de serenar los ánimos dirigiéndose a la multitud, pero ésta lo ignoró de nuevo.
Temiendo que la situación degenerase, Zando solicitó el silencio de las masas. Al punto, todos callaron. Así, un Golo aturullado por la ira pudo dirigirse al fin al gentío.
—Vuestras insinuaciones ofenden al Imperio y a mí mismo, su emperador —dijo dirigiéndose a Zando—. Ningún soldado ha sido obligado a pelear contra su voluntad —nuevos silbidos sonaron como protesta—, y ninguna familia ha sido retenida como rehén. Un destacamento acompañará a la familia del soldado Saled hasta aquí si así lo desea —ofreció con los puños apretados. Después se sentó con violencia de nuevo, dando por zanjado el asunto.
Zando se volvió nuevamente hacia Saled.
—¿Te rindes pues? —ofreció de nuevo—. No deseo más sangre en mis manos.
Saled se levantó e inclinó la cabeza antes de responder:
—Me rindo.
La multitud enloqueció de dicha con el resultado del duelo.
Con la ayuda de Dolmur, que ejerció como buenamente pudo de improvisado guardaespaldas, llegaron hasta Saled, inundada ya la zona despejada de la calle de mil admiradores enfervorecidos. Zando le tendió la mano al arquero.
—Bienvenido a mi hueste—dijo.

Minutos después, Golo casi arrancó de cuajo la lona de su lujosa tienda al entrar en ella. Su furia y frustración, alimentadas por el incidente del duelo, lo habían descontrolado. La emprendió a golpes con el mobiliario, derribando estantes, volteando la mesa y arrojando cojines y vasos por doquier. Acompañó cada lanzamiento con gritos de furia acompañados de obscenidades. Sus escoltas, los dragones blancos, presenciaban el espectáculo sin cambiar el rictus facial del que siempre hacían gala. Mas su volubilidad pronto tornó la furia en congoja y, al cabo de unos minutos, su ánimo se enfrió lo suficiente como para llamar a Tolter. El reservado ygartiano entró como una sombra, acompañado por un par de criados que se afanaron enseguida en paliar el caos reinante en la estancia.
—Acompañadme hasta mis aposentos privados, he de hablar con vos —señaló Golo con una mano en las sienes.
Tolter lo siguió hasta la cortina que franqueaba el paso a un lujoso dormitorio. El emperador, cruzado de brazos, se detuvo en seco ante la colgadura de tela, mirando con impaciencia a su nuevo consejero. Éste titubeó unos instantes antes de comprender la muda demanda de su soberano. Con una inclinación de cabeza a modo de disculpa, corrió la cortina y se hizo a un lado para dejar pasar a Golo, que entró resoplando y airado. De inmediato, sus escoltas se alinearon rodeando su estancia, aunque sin penetrar en ella.
Tolter se planteó en silencio si merecía la pena la suma de dinero que había aceptado por aquel trabajo. Un maestro asesino no debía rebajarse a mera niñera de un noble consentido. Por otro lado, el montante cobrado, bien merecía aguantar los reproches de aquel malcriado ególatra. La duda pues, apenas duró un parpadeo y Tolter adoptó de nuevo la pose sumisa que tanto agradaba a Golo. ¿Cuánto pagarían por asesinar al emperador? Quizás, cuando todo aquel asunto hubiese finalizado, alguien estuviese dispuesto a contratar sus servicios; se convertiría en el primer asesino que lograba acabar con la cabeza viviente del Imperio. La idea provocó un imperceptible movimiento en la curva de sus labios. Para un hombre que parecía hecho de hielo, aquello equivalía a una amplia sonrisa.
—¡Esto va muy mal! —comenzó Golo hablando en voz baja—. Faltan tres combates para la debacle, ¡tres! Y Zando aún vive. Me dijisteis que podía confiar en vos. ¿Acaso queréis volverme loco, Tolter? —la amenaza implícita en la pregunta no pareció alterar a su consejero, que lo miraba con pétrea expresión.
—Un dicho arendiano dice, “Si tienes la paciencia suficiente, verás al desierto comerse a la montaña” —la cadencia empleada fue suave, conciliadora. Tolter no se había dado por aludido al oír la amenaza—. Lo sucedido el día de hoy sólo ha sido una muestra de los recursos de nuestro enemigo. Pero ni siquiera él podrá vencer los desafíos que aún debe afrontar. Sigo estando convencido: Zando no sobrevivirá a los duelos— Tolter se acercó antes de añadir en tono confidencial—. Los úmbricos han contestado afirmativamente, mi emperador.
—¿Cómo? —el rostro de Golo se iluminó se repente—. ¿Significa eso que habéis logrado convencer a…? —Golo dejó la pregunta en el aire. Tolter asintió en silencio—. ¡Excelente! Jamás creí que tal cosa fuese posible. No sé cómo lo habéis logrado, en verdad sois un hombre de recursos. Eso suma una nueva garantía a nuestra causa.
—Así es —concedió el ygartiano.
—Veo que valéis lo que os pago —concedió Golo—. Es todo, podéis iros.
Tolter efectuó una reverencia antes de salir, dejando a Golo a solas con sus pensamientos.
—¡Criado! —llamó Golo inmediatamente. Un diligente muchacho entró al acto en su estancia—. Deseo ver a mi nuevo capitán. ¡Ve!
El criado dejó a Golo esperando y maquinando en silencio.
—Puede que tengáis razón, Tolter —se dijo a sí mismo—, pero un buen soberano siempre cubre sus espaldas.

Dolmur acompañó a Zando de vuelta a la granja. En contra de los consejos del joven, el veterano luchador había insistido en volver pronto junto a Vera. Zando podía ser un magnífico guerrero, pero era un desastroso diplomático. Aquel día había hecho historia, con un duelo digno de ser recordado. Con toda seguridad, a estas horas se estarían redactando las crónicas del combate. Las narlinas habrían volado ya a su destino, fieles a su cita de cada día con las prensas de la capital. Dolmur hubiese querido redactar personalmente la crónica de lo acaecido, pero en vista de la insistencia de su amigo en que lo acompañase, había dejado la tarea en manos de otro.
El pueblo, por su parte, deseaba compartir aquella noche de fiesta y celebración con su héroe, pero una vez más, Zando había declinado cortésmente la infinidad de invitaciones con las que le agasajaba el gentío. Los duelos le exigían un alto nivel de concentración, explicaba, de modo que no podía permitirse ni una distracción. Dolmur sonrió al imaginar qué dirían si lo vieran pasar el día cuidando del sembrado y el ganado de Vera.
—¿Dolmur? —dijo Zando por encima del ruido de las celebraciones que tronaba a sus espaldas.
—¿Sí?
—¿Queda mucho para llegar a la granja? —la voz de Zando sonó espesa.
Dolmur se alarmó. Zando había recorrido aquel camino muchas más veces que él. Algo malo le ocurría a su amigo si era incapaz de discernir por donde caminaban.
—¿Qué os pasa? ¿Os encontráis bien? —inquirió preocupado.
Zando se detuvo antes de responder.
—A decir verdad, no. Me siento terriblemente mareado y me cuesta enfocar la vista —Zando respiró profundamente antes de seguir—. Creo que hemos celebrado demasiado pronto mi victoria —afirmó tambaleándose.
—¡Zando! —gritó Dolmur mientras lo ayudaba a guardar el equilibrio—. ¿Qué estáis insinuando?
—Creo que he sido vencido, después de todo —respondió masajeándose la mano derecha. Después se desplomó entre los brazos de Dolmur.
Éste colocó a Zando en el suelo, presa del pánico. Tardó aún unos instantes en comprender lo que había sucedido.
—¡Maldición! —gritó al contemplar la mano de Zando. Su aspecto era levemente violáceo y estaba inflamada—. Lo flecha lo hirió, después de todo… —dijo, mirando a Zando a la cara.
El guerrero apenas respiraba.

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