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CAPÍTULO XIX: EL RETORNO DE DOLMUR

Hola a todos. Hoy, junto al capítulo, adjunto una imagen en la que he estado trabajando. Se trata de un matepaint inspirado en las selvas Ygartianas. Forma parte de un proyecto personal en el que iré tratando de reflejar los paisajes por los que transcurre (o transcurrirá, como en este caso) la aventura. Espero que os guste.

CAPÍTULO XIX
EL RETORNO DE DOLMUR


El sol despuntó un día más en un cielo límpido y cristalino. Parecía que el clima, pese a los rigores invernales, quisiera acompañar el humor festivo que aquellos días presidía Roca Veteada.
Zando despertó tendido boca arriba en su camastro. Las sábanas apenas estaban revueltas. Desde que tomara la decisión de renunciar a su vida anterior, no había vuelto a tener las terribles pesadillas que hacían un tormento de sus noches. Lo que antaño fuese una lucha que acababa con su cuerpo anegado en sudor y las sábanas deshechas en el suelo, ahora era un sueño profundo, relajado y sin sobresaltos.
Desperezándose, sintió el aguijón del dolor casi en la totalidad de su cuerpo. Se sentó en el catre e inspeccionó su piel, buscando los restos de sus recientes combates. En las piernas, la cadera, el torso y el rostro tenía moratones de mayor o menor consideración. Pese a su innegable superioridad en los duelos, los enfrentamientos dejaban dolorosas secuelas, recordándole su falibilidad. Los adversarios enviados por Golo eran formidables; en el último duelo había tenido que emplearse a fondo para vencer. Como consecuencia, esa mañana lucía dos nuevos hematomas, uno en su costado izquierdo y otro en la parte externa de su muslo. Zando palpó la zona y notó un dolor sordo. Al menos de momento, seguía sin heridas de importancia.

Pero lo que realmente le preocupaba eran sus músculos y articulaciones. La muñeca de la mano con la que asía la espada se le había abierto hacía días, y la rodilla izquierda le dolía terriblemente al flexionarla. Eso, sin mencionar los tirones y desgarros que surgían cuando forzaba los músculos reto tras reto.
—Estás oxidándote, viejo —se dijo—. Pero aún debes aguantar un poco más. Sólo un poco —con un suspiro terminó de vestirse y abrió la ventana.
El sol había terminado de despuntar sobre la lejana mancha en la que se intuía el Bosque Oscuro. Se comenzaba pues, a apreciar el mar de tiendas de campaña y carromatos diseminados por lo largo y ancho de la aldea. Los otrora monótonos llanos del valle presentaban un aspecto multicolor, conformando un caótico mosaico en el que cada cual se instalaba donde podía. Desde que se corriera el rumor del desafío al Imperio, como les gustaba llamarlo a los forasteros, no habían cesado de llegar curiosos al lugar. Al principio fueron un par de juglares con la intención de cantar las hazañas de tan noble guerrero, como ellos las llamaban, pero pronto se contaron por decenas los visitantes que llegaban a diario, algunos de clases realmente pudendas.
Cada victoria lograda parecía aumentar exponencialmente el interés hacia su causa. La mayor parte de los habitantes de la aldea habían cedido sus propiedades para que los forasteros tuviesen un trozo de tierra en el que instalarse. Y lo que al principio había sido un movimiento más o menos espontáneo —Zando tenía sus dudas estando Dolmur de por medio—, se tornó multitudinario negocio de la noche a la mañana. Los inesperados visitantes pronto demandaron medios para subsistir e, inmediatamente, comenzaron a llegar comerciantes para abastecer las necesidades del mar de gente que se apelotonaba en la zona. De este modo, se instalaron vendedores de comida que proveían las necesidades básicas. Pero con la llegada de clases con más poder adquisitivo, llegó el resto: vendedores de licor, cerveza y vinos especiados. Comerciantes de telas, vestidos y trajes a los que incluso se les dio un toque local, al incluir una franja de tela salpicada de bordados dorados en un intento por imitar la veta que daba su nombre a la aldea. Pronto se estableció una moda que parecían seguir todos los forasteros ante los atónitos ojos de los nativos. Pero no acabó ahí la cosa, los fabricantes de armas de los lugares más lejanos de Hurgia hicieron su aparición para vender su mercancía. Increíblemente, hombres que en su vida habían manejado una espada, las compraban sin dudar. Hubo incluso un comerciante iliciano que trató en vano de ofrecer una fortuna a Zando por usar una de sus espadas en los duelos.
Los artesanos, igualmente, hicieron acto de presencia en el lugar y enseguida distribuyeron colgantes, pinturas y mil artículos que conmemoraban la gesta de Zando. Esto último lo molestó especialmente, tratando en vano de impedir que usaran su nombre.
Crod, por su parte, supo aprovechar la situación en beneficio de la aldea. Lo que inicialmente empezó como un ofrecimiento desinteresado de los aldeanos por ceder sus baldíos terrenos para acoger a los visitantes, pronto se convirtió en un próspero negocio en el que se cobraba un alquiler a cada nuevo forastero. La prima cobrada dependía del poder adquisitivo y del terreno ocupado. Pronto, los aldeanos tuvieron suficientes inus como para pagar sus impuestos y reconstruir sus casas con comodidad.
Todos, excepto Vera.
La mujer sabía lo mucho que molestaba todo aquello a Zando y se había negado a admitir a nadie en su propiedad. Su granja, la más retirada del valle, se había transformado en un oasis de paz donde Zando podía refugiarse del mar de curiosos que lo buscaban con mil pretensiones. Allí podía entrenar y descansar entre combate y combate, sin ser distraído. Al menos, la mayor parte del tiempo. Como el mismo Zando había comprobado, existían compromisos, que ni él podía rechazar. Si un gobernador o un noble solicitaba una audiencia, era recibido con la mayor cortesía; su experiencia en el ejército le había demostrado que era mejor no ofender a gente poderosa.
Pero si todo esto lo irritaba, lo peor estaba por venir. Los recién llegados informaban de una larga caravana procedente de la capital en la que viajaban el emperador en persona y la mayor parte del Senado. La noticia lo dejó atónito justo cuando creía que nada podría asombrarlo.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta: faltaban sólo cinco combates para alcanzar su objetivo. Después de meses librando duelos, el final estaba próximo. Realmente, nunca pensó en llegar tan lejos. Aquel día en el que usó la estratagema del duelo para tratar de salvar a los habitantes de la aldea, quedaba ya muy lejano. Las intenciones de su gesto no pretendieron trascender aquel día. Y ahora, el gobierno en pleno acudía a presenciar el desenlace del desafío.
Zando miró de nuevo el paisaje, preguntándose si aquellas gentes creerían realmente en su causa. Los rescoldos de algunas fogatas aún humeaban, salpicando el paisaje de columnas grisáceas que eran dispersadas por el viento.
En ese momento entró Vera en su estancia.
—Ya veo que mis ruegos resultan inútiles —dijo enarcando una ceja—. No logro convenceros de que permanezcáis en la cama más allá del amanecer —Vera inspeccionó preocupada el hematoma de su costado—. Supongo que ahora saldréis a realizar vuestros ejercicios —añadió, besándolo en la mejilla—. Os espero en la cocina con un buen desayuno. No tardéis demasiado —dijo saliendo de la habitación.
—Sí —respondió Zando para sí mismo—, no tardaré, mi señora.

El sol brillaba en su cenit cuando Dolmur llegó a la granja. Vera, que estaba en el huerto tratando de quitar las malas hierbas, lo vio venir desde la distancia. Uki, el perro de Vera, salió disparado ladrando al intruso, pero enseguida comenzó a dar saltos de alegría al reconocer al joven. Nada habían sabido de Dolmur desde que partiera de la aldea hacía meses, con la misión de tratar de hacer toda la presión posible sobre el asunto del duelo. Vera le hizo señas con el brazo y Dolmur aceleró el paso. Al llegar junto a ella, frenó su caballo con un seco tirón de las riendas y desmontó de un salto. Vestía ropajes mucho más lujosos que cuando partiera. Su camisa era de seda verde y la chaqueta, sin mangas y con bordados plateados, le daba un aire distinguido. Los pantalones, bombachos y agrisados, se remetían en unas botas altas de montar. El conjunto le daba un aspecto maduro, a lo que contribuía la perilla que lucía en el mentón.
—¡Vera! —saludó—. No os imagináis cuánto os he añorado —dijo al tiempo que la abrazaba con fuerza. Ella le devolvió el abrazo—. Tengo tanto que contaros… ¿dónde está Zando? Al llegar a la aldea me informaron de que no abandona vuestra propiedad si no es para batirse en duelo —Dolmur hablaba atropelladamente, con la cara iluminada por la alegría.
—Nosotros también te hemos echado de menos —respondió Vera en tono pausado, mirándolo de arriba abajo—. ¡Vaya! Pareces todo un caballero —señaló mientras inspeccionaba su ropa—. Ven conmigo, te llevaré junto a Zando, aunque primero dejaremos a tu caballo en el establo, junto a un rebosante bebedero de agua limpia. Mientras tanto, cuéntame, ¿es cierto que el emperador viene de camino?
—¡Oh! Ya lo creo que sí. Yo mismo he pasado junto a su caravana hace tan sólo una hora. Se puede decir que todo el gobierno de Hurgia está de camino —Dolmur se detuvo y la miró a los ojos antes de añadir—. Nunca pensé que alcanzaríamos semejante éxito. Todos esos políticos tienen el miedo pintado en sus rostros.
—Pues tú eres el artífice de todo esto, jovencito. Aquí nos hemos limitado a verlas venir.
—¡Ja! Eso sí es bueno. No negaré que he trabajado duro estos meses en la capital, pero sin nuestro común amigo y su endiablada habilidad con la espada, nada de esto habría ocurrido. Yo sólo he sido el humilde transmisor de sus gestas.
Vera ensombreció su rostro al oír esto último. Ya habían llegado al establo.
—¿Eh, Zando está bien, no? ¿No lo habrán herido últimamente? —preguntó Dolmur preocupado.
—No te preocupes, no tiene heridas de consideración, si es a eso a lo que te refieres —respondió Vera mientras ataba el caballo junto al abrevadero. El animal abrió las fosas nasales y resopló antes meter el hocico en el agua—. Es sólo que ya no es un jovencito. Él parece no darle importancia, pero las secuelas de los combates se le acumulan. Cada vez tarda más en recuperarse. Tiene todo el cuerpo magullado —explicó Vera angustiada—. Dolmur, yo… estoy aterrorizada con todo esto —dijo con un hilo de voz.
—Estad tranquila —dijo abrazándola un tanto azorado—. Él es capaz de lo que se proponga, ya lo sabéis. Logrará su objetivo y pronto nos reiremos de todo esto. Ya lo veréis. Además —dijo torciendo el gesto en tono de burla—, es el hombre más cabezota que conozco. Si llegara el caso, los derrotaría embistiéndolos. ¡Su cabeza es granito puro!
Vera rió su gracia con poca convicción, pero sirvió para tranquilizarla. Después, ambos caminaron hasta la casa. Vera le indicó que aguardase en el porche mientras ella entraba con pasos sigilosos. A Dolmur le extrañó tanto misterio. Vera volvió enseguida con cara de resignación.
—Me temo que sigue reunido —explicó—. Deberás aguardar un poco.
—¿Reunido? ¿Con quién?
—Tengo entendido que se trata de nobles fumbricianos. Desde un tiempo a esta parte, Zando es un hombre muy solicitado. Casi a diario vienen hasta aquí toda clase de gente a parlamentar. A él no le hace gracia, pero los atiende. Desconozco de qué pueden estar hablando. Cuando le pregunto sobre ello suele sonreír y decirme que se trata de hombres codiciosos con intenciones poco honestas.
—Mmm, de modo que eso os dice ¿eh? Es típico de él —Dolmur se rascó la perilla mientras pensaba—. Creo saber de qué hablan —aclaró mientras se sentaba en una de las mecedoras de madera que había en la tarima de la entrada. Con un gesto invitó a Vera a acompañarlo—. Ahí dentro —explicó abriendo los ojos con grandilocuencia— se habla de traición.
Vera lo miró asustada, provocando la risa del joven.
—No os inquietéis, os lo explicaré —dijo—. ¿Nunca os habéis preguntado cómo es posible que en un Imperio aparentemente unificado como el nuestro exista un ejército tan poderoso?
—Nunca me lo había planteado. Supongo que los militares velan por guardar la paz de forajidos y demás gente de mal.
—Eso es lo que cree la mayor parte de la gente, pero no es tan simple. Tratándose de política, nunca lo es —Dolmur hizo una pausa y miró durante un instante hacia arriba, tratando de organizar sus ideas antes de seguir—. Veamos, el Imperio abarca todo el territorio conocido, ¿no es cierto? —Vera asintió—. Así pues, no tendría sentido mantener el gasto que supone tan vasta organización, con sus cuarteles e infraestructuras.
—Tiene sentido, sobre todo cuando cada reino posee su propio ejército.
—¡Exacto! —sonrió Dolmur—. Veréis, en la antigüedad, en tiempos anteriores a la llegada del rey Fundador, los Siete Reinos, separados entre ellos por fronteras naturales, se disputaban el centro de las tierras conocidas, la zona más fértil, extensa y rica.
—Lo que hoy en día es el territorio central del Imperio —corroboró Vera.
—Eso es. Los archivos hablan de guerras interminables por el control de ese inmenso territorio, donde, de un modo cíclico, alguno de los reinos o una alianza de varios, dominaban durante un periodo de tiempo más o menos extenso. Así fue durante eones, un periodo oscuro donde el marcado sentimiento de individualidad de cada pueblo les impedía ver la obvia solución a sus disputas.
—Es mejor compartir en paz que luchar en una guerra sin final.
—Sí. Así fue hasta que llegó Féldaslon con sus ejércitos invencibles. Nadie sabe de dónde vino ni cómo llegó aquí. Algunos piensan que más allá del interminable océano existen otras tierras habitadas por un pueblo de leyenda. Otros, sin embargo, creen que llegó de los cielos. De un modo u otro, este ejército, muy superior en fuerza a los reinos autóctonos, pronto se hizo con el territorio central, aislando a cada pueblo a la periferia, hasta sus tierras. Así, separados unos de otros, el nuevo poder los fue conquistando de uno en uno, hasta someterlos a todos. De este modo surgió Hurgia, el Imperio que hoy conocemos.
—Desconocía los pormenores de la historia —explicó Vera—, pero ¿qué tiene eso que ver con la entrevista de Zando?
—Ahora llego a eso, las historias deben ser contadas con cierto grado de misterio —dijo Dolmur guiñando un ojo—. Como os estaba diciendo, los siete reinos cayeron, pero no fue ésta una conquista brutal, sino todo lo contrario. Los ejércitos invasores asediaban los pueblos y ciudades, tratando de minimizar el número de bajas. Una vez sometido un territorio, se respetaban las costumbres, los cargos, el sistema de gobierno…
—Es decir, se les permitió conservar su identidad como pueblo.
—En el más amplio sentido de la palabra. Sólo se les impuso una condición: su sometimiento al Imperio y ceder un tercio de sus tropas a la fuerza central.
—Ahora lo entiendo. De este modo, Ciudad Eje siempre contaría con un contingente muy superior al de cada reino por separado.
—Ciertamente. Pero todo eso sigue sin responder a vuestra pregunta.
—Supongo que ya llegamos a eso, ¿no es así? —preguntó Vera con una fingida expresión de hastío.
—Inmediatamente. El caso es que, ese respeto mostrado hacia cada pueblo, no bastó para apaciguar su espíritu guerrero y conquistador. El rencor racial es algo difícil de erradicar y en la práctica totalidad de los reinos sobrevivió un sentimiento de independencia visceral. Esto dio como resultado un intento tras otro de rebelión al poder central. Y siglo tras siglo, los motines, sublevaciones y demás han sido la tónica dominante, dando lugar a conflictos armados en los cuatro puntos cardinales. El ejército pues, no es algo de lo que podamos prescindir los habitantes de Hurgia si deseamos que la paz perdure y los periodos de guerras no retornen como un mal endémico.
—Creo deducir el final de todo esto —interrumpió Vera—. Ahora, por primera vez en siglos, el equilibro se ha roto. ¡Zando tiene bajo su mando la práctica totalidad del bastión verde!
—¡Bravo! Lo habéis deducido muy bien. Dicho de otro modo, un cuarto de las fuerzas imperiales pronto estará en sus manos.
—Entiendo —dijo Vera con el rostro repentinamente pálido—. Por eso están aquí estos nobles frumbricianos. ¡Bendito Hur! Tratan de sobornar a Zando para que una su ejército al suyo y así sublevarse.
—Eso es lo que cualquiera deduciría, sí. Tratan de aprovechar la oportunidad única que se ha presentado. No serán los últimos que veáis, sobre todo si Zando continúa venciendo. Tratarán de sobornarlo con promesas de riquezas y poder.
—Zando nunca haría tal cosa —protestó Vera.
—En efecto, pero ellos no lo conocen como nosotros. Tratarán de convencerlo antes del último combate. Si tal extremo llega a ocurrir, no necesitará a nadie, pues vencer al emperador significaría poseer el control de la totalidad de los ejércitos.
—Y pensar que nosotros sólo pretendíamos ganar tiempo para pagar nuestros impuestos…
En ese momento se abrió la puerta con un fuerte empujón. Dos hombres bien vestidos y con cara de pocos amigos salieron en tropel, apenas esbozando un amago de saludo con la visera de sus floridos sombreros cortesanos. Instantes después apareció Zando con cara de padecer úlcera y mascullando entre dientes.
—Ya veo que seguís con ese encanto natural tan característico de vos —dijo Dolmur—, ¡y haciendo amigos por doquier!
—¡Dolmur muchacho! —la faz de Zando se iluminó—. Por fin te dejas caer de nuevo por la granja —añadió estrechándole la mano. Dolmur hizo gesto de abrazar a Zando, pero se quedó a medio camino.
—Eh, sí. Aquí me tenéis nuevamente. Ya veo que os ha ido bien. Tengo mucho que cont…
—Sí, sí, ahora me lo cuentas. Pero antes ven, coge una azada y acompáñame al huerto. Hay malas hierbas que quitar.
Dolmur palideció.
—¡Oh Zando, no seas cruel! —le regaño Vera—. Te ruego lo disculpes —explicó dirigiéndose a Dolmur—, ha estado desarrollando un extraño sentido de la ironía que él califica como humor.
—¿Acaso no te ha hecho gracia, pequeño bribón? —inquirió Zando, campechano—. En cualquier caso yo sí debo terminar con el huerto. Acompáñame y explícame todo lo sucedido por la capital.
—Yo me quedaré aquí preparando un almuerzo digno de nuestro invitado —dijo Vera mientras los hombres se marchaban.
Ambos caminaron hasta el huerto. A Dolmur le extrañó que un hombre en la situación de Zando se dedicase a cultivar legumbres, a lo que éste le respondió que jamás consentiría en holgazanear viendo trabajar a una mujer para él.
—Como si trabajar en la granja durante el día y batirse en duelos mortales al atardecer fuesen actividades complementarias—, opinó Dolmur.

Así, mientras el joven observaba trabajar a Zando, comenzaron a ponerse al día. Dolmur le informó sobre los detalles de logística. Le indicó cómo había movilizado a una veintena de camaradas, compañeros de juergas y poemas, que le habían ayudado conmovidos por las generosas donaciones de Brodim. Con su ayuda, habían organizado una campaña capaz de llegar en una sola jornada hasta el último rincón de la capital. Más adelante, y respaldados por un centenar más de colaboradores convenientemente pagados, habían realizado tareas tales como arengar a las masas, crear y distribuir panfletos, exagerar las hazañas de Zando —esto último no agradó al aludido— y contactar con los hombres clave del Senado.
—La reacción de la gente ha superado cualquier expectativa —explicaba Dolmur—. Al principio, tuve que pagar los servicios de todos ellos, pero pronto tenía a cientos trabajando para mí de forma altruista. Parecía que todo el mundo quería tomar parte en la historia aportando su esfuerzo. Os habéis convertido en una leyenda en vida, ¿sois consciente de ello?
—No lo creo, aún me queda mucho para eso. La gente olvida pronto. Mi fama no es más que un espejismo —dijo Zando mientras arrancaba un matojo de grama—. ¿Te falló alguno de los nombres que te di? —inquirió cambiando de tercio.
—A decir verdad, sólo uno. El viejo Martucen había fallecido y su hijo no quiso dignarse en recibirme. El resto eran hombres razonablemente amables… tratándose de políticos.
—Entiendo. ¿Qué me dices del ministro Brodim?
—Ha sido el impulsor de todo el proceso. Sin los fondos que puso a mi disposición y su apoyo en el Senado, no hubiéramos podido llegar tan lejos. Es un buen hombre. Después del combate de esta tarde os espera en la tienda de un amigo. Yo os llevaré hasta él.
—Bien, estoy deseando verlo —Zando levantó la cabeza y miró a Dolmur a los ojos antes de añadir—. ¿Qué hay de mi encargo? ¿Lograste traer lo que te pedí?
—¿Acaso lo dudáis? Me pusieron bastantes pegas en el banco donde os guardaban vuestras posesiones, pero al final entraron en razón. Son unos fieles custodios, sin duda. Aguardad aquí, enseguida os lo traeré, he dejado el bulto en mis alforjas —dijo, saliendo disparado al establo.
Pronto volvió con un fardo alargado que entregó a Zando. Éste desplegó la tela y extrajo una espada. Su diseño era estilizado, pese a mostrar un tamaño más que considerable. La empuñadura, elegante y adusta, pertenecía a una espada bastarda. La vaina, de cuero negro y rematada en plata labrada, se deslizó casi sin fricción cuando Zando desenvainó. La hoja mostraba inscripciones de lo que Dolmur intuyó que era una lengua en desuso. El metal era de color gris mate y su aspecto era el de un arma que jamás había sido usada. Zando la blandió con reverencial respeto.
—Es extraña —opinó Dolmur—. ¿Cómo es posible que sea tan liviana? Nunca había visto un metal como ése.
—Yo sí, sólo en una ocasión. ¿Sabes algo del mito de las Siete Espadas Legendarias?
—No, pero deduzco que ésta es una de ellas.
—En efecto. Nadie sabe cuál es el misterioso metal del que están forjadas ni su origen. Se sabe de la existencia de seis de ellas. Los que las poseen las guardan como el tesoro más preciado —Zando miraba el arma con auténtica admiración.
—Un momento, si sólo se conocen seis, ¿por qué habla el mito de siete espadas?
—Es por la inscripción de la hoja —aclaró Zando—, pese a no entender el lenguaje que decora sus filos, hay una secuencia de siete signos que se repite en las seis espadas halladas. En cada una, uno de los símbolos es resaltado. En el caso de ésta —dijo señalando la suya—, el signo que destaca es el primero, ¿ves? Su tamaño es sensiblemente mayor al de los otros seis caracteres.
—Entiendo, de este modo han deducido la existencia de la séptima. ¿Y cómo llegó a vuestras manos?
—Fue hace años, en las revueltas arendianas. Un midjí fiel al Imperio llamado Ibsad fue asediado en su ciudad. Después de semanas de cruentas luchas, mi destacamento se presentó para prestar ayuda en el combate. Con la ayuda de los refuerzos imperiales los rebeldes se retiraron finalmente al desierto. Esa noche se celebró un banquete en el palacio de Ibsad. Como comandante de las fuerzas aliadas me senté a su derecha. Todo fue bien hasta los postres. En ese momento, un asesino disfrazado de sirviente logró acercarse, dispuesto a atentar contra el midjí. Lo único que salvó su vida fue mi tozuda rigidez, como tú la denominas.
—Ciertamente, esa capacidad vuestra de estar siempre alerta en mitad de una merienda, a veces resulta útil —se burló Dolmur.
—Cierto —lo ignoró Zando—. El caso es que logré interceptar la daga que volaba hacia su corazón interponiéndome en su camino. Me hirieron de gravedad y estuve varios días entre la vida y la muerte. Cuando me recuperé, Ibsad me condujo hasta su cámara ceremonial.
—¡Hur! Nadie a excepción de un arendiano ha visto una cámara ceremonial y ha vivido para contarlo…
—Yo sí. Una vez en su interior, el midjí me hizo una oferta. Me dejaría escoger de entre todos sus tesoros el que yo quisiera, fuera el que fuera. Aquél hombre era tan poderoso como rico y por unos instantes me quedé deslumbrado ante tantos objetos de valor. Y allí, colgadas en una pared, las vi: tres de las espadas legendarias. Una de ellas pequeña y ligera, como un sable, otra de un solo filo y puño a dos manos, y finalmente ésta —dijo señalando su espada—. Su nombre es Yuddai. Cuando el jeque me vio tomarla de la pared su cara adoptó un rictus peligroso; estaba claro que nunca pensó que escogería una espada en lugar de joyas u oro. Me confesó entonces que llevaba toda su vida codiciando poseer las siete espadas. Había empleado mucho tiempo y dinero para encontrar las tres que allí guardaba celosamente.
—Y ahora vos lo dejabais sin una de ellas. Sabéis como conservar los amigos ¿eh?
—Pese a su reticencia, Ibsad estaba obligado a cumplir su palabra y me entregó la espada. Ahora ya conoces su historia.
—Supongo que deseáis combatir los últimos duelos con ella, ¿no?
Zando lo miró con expresión divertida.
—¿Eso crees? Ven, toma a Yuddai y rebáname el cuello —dijo.
—¿Qué? —Dolmur palideció—. De vos esperaría cualquier cosa, pero esto…
—Tranquilo, no me sucederá nada. Tú ataca.
Dolmur obedeció y tomó la espada en sus manos. Golpeó al aire varias veces y comprobó la extraordinaria ligereza y equilibro del arma. En verdad era una espada portentosa. Finalmente se situó frente a Zando y golpeó. El filo se detuvo a un par de dedos de su piel.
—Así no —regañó Zando—. Golpea de verdad.
Dolmur lo miraba con expresión angustiada.
—Está bien —concedió Zando—. Corta ese matojo en dos.
Esta vez Dolmur se prestó con más ganas al experimento y golpeó con saña la indefensa hierba. La espada se detuvo en seco al tocar la superficie del vegetal y Dolmur perdió pie y cayó al suelo. Esta vez era Zando el que se burlaba de él.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Dolmur rascándose el trasero.
—Has descubierto el secreto de las espadas legendarias —respondió Zando tomando de nuevo el arma. La blandió con presteza y atacó sin contemplaciones a Dolmur. La hoja se detuvo en cuanto rozó su cuello. Zando, que esperaba la reacción, logró permanecer en pie pese a la sacudida—. No sirven para matar o dañar a nadie. Parece ser que están encantadas, a falta de una explicación mejor.
—S… sí —respondió Dolmur lívido, mirando el filo en su cuello—. Pero no volváis a hacer eso, os lo ruego. A ver si lo he entendido, ¿me hacéis traeros una espada que no sirve para nada? ¿Para qué la queréis entonces?
—Recuerda muchacho, a los coleccionistas poco les importa eso. Es uno de los objetos más valiosos que existen por su rareza y su singularidad. Si me sucediera algo…, bueno, no deseo que Vera padezca ningún tipo de necesidad. ¿Has entendido?
—Estad tranquilo, os juro que si pasara lo peor, cuidaré de Vera.
Una trompeta sonó entonces en la distancia. Momentos después repiqueteaban las fanfarrias de la corte.
—Ya está aquí su graciosa majestad —explicó Dolmur, contento de cambiar de tema—. A partir de hoy tendréis un público de lo más aristocrático. Esas trompetas anuncian la llegada del emperador y su séquito. ¡Esto es de locos! Golo en persona se ha dignado a venir hasta el confín más perdido del mundo. Os deben de temer de veras.
—Sí —Zando miraba en dirección a la aldea. En su voz había cierta añoranza cuando añadió—. Esto no debía haber pasado, no debía haber pasado.
—Decidme, ¿de verdad no tenéis miedo? Quiero decir, todo eso de vivir el presente y no adelantarse a las cosas funcionará hasta cierto punto ¿no?
—Sinceramente, no —Zando miró a Dolmur, sopesando por unos instantes si responder o no—. Ven, caminemos —decidió.
Dolmur lo siguió mientras recorrían el perímetro de la granja.
—¿Recuerdas el día en que fui capturado por el capitán Terk? Esa noche volviste a la aldea y me liberaste —comenzó—. Yo estaba profundamente abatido. La verdad es que no deseaba vivir. Todo aquello en lo que yo creía se había venido abajo como un castillo de naipes. Había hipotecado mi vida al ejército y éste me había dado la espalda. Aunque eso me destrozó, lo soporté. Pero no sucedió igual con el Código. Mi intento de vivir de acuerdo a sus preceptos siempre fue sincero. Llegó a ser un credo para mí. Al igual que otros profesan religiones, yo tenía el Mert´h indú y una fe absoluta en que todo era posible para un hombre que siguiera sus normas.
—Pero os falló —sentenció Dolmur.
—Así es. Y no lo pude soportar. Había intentado con todas mis fuerzas hacer las cosas bien y sólo había conseguido hacer sufrir a los demás. Me vi obligado a aceptar la verdad del vacío que regía mi vida, donde nada parecía tener sentido. Si decidía obedecer ciegamente las órdenes, inocentes sufrirían por mi culpa. Si por el contrario desobedecía y hacía lo que creía justo, esos mismos inocentes serían castigados por mis actos. Hiciese lo que hiciese, alguien sufría y yo perdía mi honor —Zando se detuvo y miró a los ojos a Dolmur—. Sinceramente, fue demasiado para mí. Así que cuando me liberaste, vi ante mí la oportunidad de terminar mis días del único modo digno, el suicidio ritual.
—Pero no lograsteis llevar a cabo vuestros planes.
—Afortunadamente. ¿Sabes? A veces creo que hay que perderlo todo para poder renacer. Ese día, en lugar de morir, decidí pelear por Vera y por ti al principio, y por el resto de aldeanos después. En mi intención no estaba llevar a cabo grandes gestas ni derrocar al emperador. Sólo pretendía hacer lo que creía justo por una vez en la vida, sin importar las normas, el Código o nadie que no fuese yo mismo. Aquel día luché siguiendo el dictado mi corazón. Había renunciado a mi vida y por tanto no me importaba vivir o morir. Mis actos eran del todo desinteresados.
“¿Y sabes qué? Eso me liberó. Ese día no fui consciente de ello, pero renací de un modo que jamás me hubiese atrevido a soñar. Creo que por eso logré alcanzar finalmente el Omni. Necesitaba, en lo más profundo de mi alma, luchar por una causa justa. No ya a ojos de mi emperador o del ejército. Aquel día luché siguiendo los dictados de mi conciencia, y jamás me arrepentiré de ello —Zando sonrió antes de añadir—. ¿Que si tengo miedo dices? Estos últimos meses han sido la etapa más plena de mi vida. Quiero vivir en paz, y no pienso desperdiciar ni un solo instante en tener miedo. He llegado a apreciar mi vida aquí, junto a Vera. Aprecio también a los aldeanos, gentes nobles y sencillas, y he llegado a amar este lugar. No deseo librar un solo combate más en toda mi vida. Pero mientras el Imperio no ceda, seguiré luchando por lo que creo. ¿Contesta eso a tu pregunta? Es hora de ir a comer.
Dolmur asintió en silencio.

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