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CAPÍTULO XVIII: EL ERROR DE GOLO

CAPÍTULO XVIII
EL ERROR DE GOLO


Golo se asomó impaciente por la ventanilla del carruaje. Se sentía mareado después de un mes de viaje a través del Imperio. El constante cimbreo de la calesa le revolvía las entrañas. El carruaje imperial, diseñado para transitar por las niveladas avenidas de Ciudad Eje, oscilaba y crujía ante las inclemencias del camino, surcado de agujeros y piedras. Los abundantes baches hacían que la galera traquetease sin descanso. Pese a la mullida tapicería de los asientos, cada nuevo socavón hacía que Golo sintiera el armazón de madera incrustado en el trasero.
Pero los accidentes del camino no eran su única molestia; un murmullo incesante, procedente del exterior, lo atormentaba hora tras hora. La expedición oficial, lejos de viajar en solitario, constituía la cabeza de una larga comitiva. Un mar de curiosos se dirigían en ordenada peregrinación hacía el mismo destino: Roca Veteada. A Golo le hubiese gustado viajar sin la molesta compañía de su pueblo, pero llegados a este punto, aquello resultaba imposible incluso para un hombre de su posición.
Angustiado, el emperador deseó una vez más que todo aquello no fuera más que una pesadilla cruel de la que no conseguía despertar. Su tranquila vida en la Torre Imperial se había visto interrumpida súbitamente hacía cuatro meses, tiempo en el que los acontecimientos se habían sucedido a una velocidad vertiginosa, escapando del todo a su control. Recordaba nítidamente el día en que su consejero había irrumpido en su alcoba con el rostro demudado...

Mandir, con el semblante mortalmente pálido, le tendió el pergamino a Golo. Se trataba de un cartel en el que figuraba una proclama tan absurda como pretenciosa: un hombre había desafiado al Imperio. Tranquilizando a su consejero con suficiencia, tomó la proclama y procedió a leerla, divertido. Mas su risa se tornó grito ahogado cuando Golo leyó el nombre del desafiante: Zando.
—¡Es imposible! —exclamó Golo.
El emperador lo daba por muerto desde hacía meses. ¿Cómo era posible que hubiese logrado sobrevivir a una cuadrilla de asesinos dispuestos a matarlo? Y aún en el improbable caso de que lo hubiese logrado, el capitán Terk tenía órdenes precisas de arrestarlo y ajusticiarlo sin hacer preguntas.
Aunque, bien pensado, él mismo comenzaba a preguntarse cómo era posible que ni uno solo de aquellos rufianes hubiese vuelto, dispuesto a cobrar la cuantiosa recompensa ofrecida por la cabeza de Zando. En las últimas noticias recibidas meses atrás, el capitán Terk había respondido a su requerimiento comunicándole que el sargento nunca se presentó en el acuartelamiento. En el peor de los casos, Golo había supuesto que Zando quizá hubiese escapado. ¿Cómo era posible que reapareciera ahora con una pretensión tan ridícula?
Sentándose en su lujoso sillón de alcoba, Golo leyó el resto de la proclama. Conforme leía, las piezas fueron encajando en su mente una a una hasta completar el puzle. Por lo visto, Zando nunca hizo escala en el acuartelamiento, sino que continuó viaje hasta Roca Veteada. La proclama no mencionaba si había llegado solo, o en compañía de sus hombres. Una vez allí, en lugar de cumplir su misión y recaudar los impuestos, se había embarcado en la tarea de reconstrucción de la maldita aldea durante meses. Así pues, mientras el resto del mundo lo daba por muerto, él se dedicaba a ofrecer caridad a los aldeanos, ganándose su confianza. Meses más tarde, cuando la partida del capitán Terk llegó hasta el lugar dispuesta a hacer cumplir la ley, se encontraron con Zando, quien lejos de dejarse capturar, se había revelado retando al mismísimo Imperio. La situación, ya de por sí surrealista, empeoró cuando Terk aceptó el reto.
Golo sintió deseos de matar al capitán.
Según la proclama, el maldito renegado había recurrido a un antiguo Código de Honor del ejército para justificar su alocada empresa, alegando una serie de injusticias perpetradas hacia los habitantes de Roca Veteada.
Y por algún desconocido motivo, el capitán Terk había aceptado el duelo. ¿Qué lo habría empujado a acceder a semejante despropósito?
Golo retorció con furia el pliego. No cabía duda, Zando había descubierto su codiciado secreto y ahora se disponía a robarle lo que le correspondía. La rectitud y el honor que había supuesto en aquel condenado militar no eran más que una cáscara vacía bajo la cual sólo había una codicia desenfrenada.
Pero no se saldría con la suya. Golo no lo dejaría seguir con todo aquel asunto del duelo. Él era el emperador y, por tanto, la ley. Enviaría a sus tropas y acabaría con toda aquella farsa. Todo aquello no debía ser tomado más en serio que la ocurrencia de cualquier loco. Se había dejado llevar por el pánico. Todo se solucionaría muy pronto.
En ese momento, Mandir, su consejero, tomó la palabra.
—Debéis acudir de inmediato al Senado, mi emperador —informó temeroso—. Los senadores os esperan desde primera hora de la mañana. Ha sido convocada una sesión extraordinaria.
—¿Extraordinaria? ¿Y qué motivo argumentan esos condenados políticos? ¡Habla!
—El motivo es el pliego que os he traído. Toda la ciudad conoce la noticia. No hay rincón en Ciudad Eje que no esté al tanto. Los senadores se han visto obligados a plantearse la viabilidad del duelo —respondió Mandir sudando copiosamente. Temía las airadas reacciones de Golo cuando era importunado.
—¿Qué el Senado se plantea qué? —Golo se levantó de un salto de su sillón, haciendo retroceder al consejero—. Está bien, acabemos con todo esto cuanto antes —gruñó Golo—. Si el Senado reclama la atención de su emperador, es lo que tendrán. Supongo que no tardaremos mucho en desestimar semejante disparate.

Media hora más tarde, el taconeo presuroso de Golo resonaba en los largos corredores de mármol del Senado. Una galería de estatuas, representando a antiguos senadores, escoltaba su nervioso caminar mirándolo con pétrea severidad. El emperador siempre se sentía nervioso al recorrer los inacabables pasillos que conducían a la Cámara; todos aquellos rostros esculpidos en piedra le resultaban aterradores, y la muda presencia de su férrea escolta no mitigaba un ápice su aprensión. Furioso consigo mismo por dejarse distraer con miedos irracionales, decidió centrar su atención en la cuestión que lo había conducido hasta allí.
Se preguntó cómo era posible que una noticia de esa índole se hubiera propagado con tal celeridad. En el recorrido, desde la Torre Imperial hasta la cámara del Senado, no había una sola calle sin uno de esos condenados panfletos pegado en las fachadas. Incluso había presenciado cómo algunos agitadores osaban vitorear a Zando en plena calle, proclamándolo como el heredero de Féldaslon.
Y todo aquello, de la noche a la mañana.
Probablemente, esos agitadores eran la causa de que el Senado mostrase interés por un asunto a todas luces ridículo. Cualquier cuestión que implicase al populacho, era objeto de atención por parte de esos condenados burócratas. A Golo, pues, no le extrañó la rápida intervención del Senado en aquella descabellada cuestión. Después de todo, cualquier ocasión era buena para inmiscuirse en una decisión que únicamente le competía a él como líder del Imperio Húrgico.
Al fondo del pasillo sonaban los ecos de un acalorado debate. Apresurando el paso, Golo giró una esquina y encaró la puerta entreabierta que franqueaba el paso a la Cámara. Los guardias que custodiaban la entrada se inclinaron sumisos al verlo llegar acompañado por su guardia de élite, que aguardó fuera mientras Golo cruzaba el umbral.
Los senadores, enfrascados en un feroz debate, apenas repararon en él, que ocupó su asiento en el centro de la cámara, un incómodo escaño de piedra situado bajo un relieve que representaba a Hurgia, donde cada uno de los reinos estaba tallado sobre un material distinto, formando así un colorido mosaico que contrastaba con la austeridad dominante en el edificio. Frente a él, y situados en orden ascendente, los senadores abarrotaban las gradas. Distribuidos en grupos de siete llamados éclades, estaban ordenados en plataformas semicirculares. Dichas éclades, según su importancia y competencia, estaban organizadas desde el nivel inferior, hasta las claraboyas ovaladas que iluminaban el hemiciclo con haces de luz ambarina. No bien se hubo sentado, un escriba lo puso al corriente del estado del debate.
Tal y como sospechaba, el objeto de la acalorada discusión no era otro que decidir si tener en consideración la demanda del duelo.
En nombre de Hur y los Siete Altísimos, ¿es que habían perdido el juicio?
Contra todo pronóstico, la cámara estaba dividida, y un número de éclades asombrosamente alto defendían la legitimidad del duelo. En ese momento, Melíades, un senador de temperamento vivo e ideas liberales, tenía la palabra.
—La negativa nos dejaría en evidencia —decía—. Estoy de acuerdo con el senador Brodim en este punto. La ley está anticuada, pero aun así, continúa en vigor. Nos guste o no, nuestro deber como dirigentes es obedecerla. El descontento con la situación actual es el resultado de la perpetuación de tradiciones obsoletas. Todos los aquí presentes conocen mi parecer en este sentido; no estoy de acuerdo con muchas de las normas que rigen el Imperio, pero no me quedaré cruzado de brazos mientras otros senadores tratan de ignorar la Ley.
—¿Insinuáis, mi buen Melíades, que hacerle caso a un loco es un buen modo de dar ejemplo? —le contestó Seldes, un senador conocido por su acomodamiento a las normas establecidas—. Todo el mundo conoce mi modo de pensar. Nunca he estado a favor de los cambios en nuestro sistema. Sin embargo, y pese a lo que pueda parecer, en esta ocasión debemos ignorar la Ley. No olvidemos que Zando perdió el juicio ante todos nosotros el día del Fundador. Si nos rebajamos a aceptar las exigencias de un loco, perderemos el respeto del pueblo.
—Por si no os habéis percatado —respondió Melíades con sorna—, el pueblo ha organizado un movimiento sin precedentes en favor del duelo. No se trata sólo de Zando.
Golo, indignado con el cariz que tomaban las deliberaciones, se irguió levantando el brazo. Inmediatamente, los senadores se volvieron hacia él. El emperador tenía la potestad de intervenir cuando lo creyese oportuno. Como era su costumbre, no intervino hasta que se hizo un silencio sepulcral.
—Me alegra que mencionéis la locura de Zando —expuso—. Si no me falla la memoria, fuisteis vosotros los que ignorasteis la Ley y perdonasteis su vida. Irónicamente, ahora vuestras faltas vuelven para atormentarnos. De haber actuado como os ordené, ahora no nos encontraríamos en este brete.
—A decir verdad —contestó Brodim tomando la palabra—, nosotros nos mostramos inclinados a retirar a Zando y exiliarlo a alguna lejana costa. Fuisteis vos quien se empeñó en degradarlo a sargento y enviarlo a Roca Veteada.
Un murmullo de risas reverberó en la cámara. Golo, con los puños apretados, fulminó con la mirada al senador. Brodim, lejos de intimidarse, prosiguió su discurso.
—Llevamos varias horas deliberando esta cuestión y continúa la disparidad de opiniones —explicó ignorando a Golo y dirigiendo la mirada alrededor, hacia la concurrencia—. Sin embargo, creo que hemos errado el enfoque. No se trata de si es ridículo o no, de si Zando está loco o no. Ni siquiera se trata de si tiene razón o no. Cuando nos levantamos esta mañana, todos nos sorprendimos ante la noticia del duelo. La comidilla en todos los rincones de la capital era la misma: ¿Aceptaría Golo el reto y acataría la Ley como uno más, o por el contrario arrestaría a Zando e ignoraría sus propias leyes? Desconozco quién está detrás de semejante aparato logístico —mintió. Él mismo había aportado una cuantiosa suma para respaldar la propaganda—. No sé cómo ha obtenido Zando la ayuda necesaria para poner en conocimiento público sus pretensiones. Lo que sí sé, es que si Golo no acepta el duelo, él, y por extensión el Senado, nos convertiremos en el hazmerreír de los ciudadanos.
—Pero ¿y si Zando gana? —preguntó una voz.
—Justamente de eso se trata —respondió Brodim. Ahora era el momento de echar el anzuelo—. Hemos centrado nuestra discusión en la aceptación del duelo, pero ¿se ha planteado alguien realmente qué pasaría si aceptamos?
Un tenso silencio llenó la estancia.
—Yo os responderé —prosiguió Brodim—: absolutamente nada. Pensemos con lógica; Zando tiene cincuenta y dos años. ¿De verdad cree alguien en esta cámara que logrará vencer a todos los representantes del Imperio? La posibilidad es tan ridícula como imposible. Lo único que pasará si aceptamos el duelo es, que a ojos del pueblo, habremos actuado como ellos esperan. ¡Y nos habremos ganado su respeto! Una vez que Zando haya perdido, aboliremos la ley que le ha permitido retarnos y podremos olvidar esta incómoda cuestión de una vez por todas.
Un coro de asentimientos se dejó oír tras su explicación.
—Si por el contrario nos negamos, estaremos dando pie a todo tipo de especulaciones. Eso, sin contar con el riesgo de convertir a Zando en un mártir —apuntilló Brodim. Trataba de mostrarse despreocupado. Necesitaba hacerles creer que no pensaba realmente que Zando pudiese ganar.
Golo, sin embargo, no estaba tan convencido. Si bien la explicación de Brodim casi lo había hecho cambiar de parecer, aún no las tenía todas consigo. Algo le decía que tras Zando había mucho más de lo que parecía. Él era el único que conocía las pruebas a las que éste se había enfrentado en su viaje. Aquel condenado hombre había sobrevivido rodeado de asesinos dispuestos a matarlo. Además, no creía que un loco pudiera haber organizado de la noche a la mañana semejante movilización popular. No, Zando debía conocer la verdad tras su misión. De algún modo, escondía un as bajo la manga. Golo no consentiría que se saliese con la suya. El Senado únicamente podría obligarlo a aceptar el duelo si había unanimidad entre ellos y, pese a la inspirada intervención de Brodim, aún podía ver algunos senadores en desacuerdo.
Golo se levantó para intervenir nuevamente cuando un súbito clamor lo hizo mirar hacia las ventanas superiores. Algunos senadores se levantaron curiosos y se dirigieron al amplio balcón que daba al foro situado frente al Senado. Una multitud enfervorecida jaleaba el nombre de Zando, gritando consignas en su favor. Al ver a la muchedumbre, los senadores quedaron impresionados.
—¿Veis lo que os decía? —inquirió Brodim—. Justicia para Zando… Oportunidad para el Héroe… ¿Veis que pasará si no les concedemos lo que piden?
Uno tras otro, los senadores se asomaron al balcón para ver con sus propios ojos a la multitud. Brodim, complacido, buscó a su cómplice entre la masa hasta que sus cansados ojos encontraron a Dolmur, que lo saludaba agitando un brazo entre los manifestantes. Brodim le hizo un gesto afirmativo con la mano. Tras la demostración popular, no tenía dudas sobre el resultado de la votación. Después de todo, los senadores no eran más que políticos.
Golo, por su parte, maldijo entre dientes mientras se revolvía en su incómodo sillón. No necesitaba ver a la multitud para saber que había perdido otra batalla más contra el Senado. Resignado, decidió votar a favor del duelo. Le concedería al pueblo sus deseos y se atribuiría el tanto. Pronto remitiría aquella fiebre pasajera y todo volvería a su cauce. La voluntad de la masa era algo voluble y cambiante. Todos olvidarían a Zando y su loca causa. Sí, en cuanto sus soldados acabasen con aquel presuntuoso vejestorio, todo volvería a ir bien. No había motivos de preocupación…

Ahora, en el presente, sentado en la incómoda calesa camino hacia Roca Veteada, Golo era consciente de cuan equivocado estaba. De algún modo, Zando había ganado los combates, uno tras otro. Pese a sus esfuerzos por enviar contrincantes de reputada habilidad en las artes de la guerra, Zando se imponía duelo tras duelo. En ocasiones, Golo había mandado llamar a hombres de habilidad legendaria, nombrándolos con el rango adecuado para disputar los combates, pero todo había sido inútil. Parapetado en aquel lejano rincón del Imperio, el rebelde había impuesto su ley a golpe de espada.
Y para agravar aún más la situación, la ciudadanía era informada de inmediato. Al igual que la noticia del duelo, los resultados de los combates eran inmediatamente distribuidos por todos los rincones del Imperio. A estas alturas, probablemente nadie ignorase la demanda de Zando y el ridículo del ejército imperial. Todos se mostraban ávidos por conocer hasta el más mínimo detalle sobre aquel hombre capaz de retar al emperador. Ante los atónitos ojos de Golo, su antiguo general había ascendido a la categoría de leyenda viva. Zando era considerado un héroe, y los héroes eran intocables.
Como el hombre desesperado en que se había convertido, Golo había tomado medidas desesperadas. Además de tomar parte activa en la elección de los oponentes, alterando el orden de mando normal, había creado nuevos rangos para alargar el número de combates y obtener así garantías de éxito.
Todo en vano.
Los rumores hablaban de un hombre sobrehumano, de un héroe salido de las leyendas, incluso de la reencarnación del legendario Féldaslon.
Y claro está, si Zando era el héroe, el papel de villano le correspondió a él, cabeza visible del Imperio. De este modo, los vítores fueron sustituidos por abucheos en sus intervenciones públicas. El soberano sufría por primera vez en su mandato el sinsabor del desprecio popular. De la noche a la mañana, un clamor abogaba por su derrota. Y para empeorar aún más la situación, sus desesperados intentos por amañar los combates habían trascendido, llegando a oídos de todo el mundo.
Todo apuntaba hacia una red de informadores que tenían un espía en las más altas esferas del gobierno. Lo que antes hubiera resultado impensable, se había vuelto una práctica común: los súbditos osaban mostrar su desprecio sin temor a represalias. Allá por donde fuera, las cabezas se volvían y los murmullos aumentaban. Golo se había sumido en un estado de ansiedad que lo hacía padecer una crisis nerviosa.
Finalmente, el mayor temor de Golo había tomado forma. Zando, pese a sus enconados esfuerzos, había logrado llegar con su gesta hasta la cúpula militar, estando a tan sólo cinco combates de lograr su objetivo.
La proximidad de la más que posible victoria de Zando había animado a gentes de todos los rincones de Hurgia a partir rumbo a Roca Veteada en grandes oleadas. Todo el mundo deseaba presenciar aquellos combates extraordinarios. Incluso el gobierno en pleno se había visto obligado a viajar hasta la aldea para ser testigos del desenlace de los duelos. Les gustase o no, la posibilidad de perder se había convertido en una inquietante realidad. Resignado, Golo había partido junto a los senadores en dirección a Roca Veteada.
Si bien el emperador conocía la gravedad de la situación, no fue hasta que hubo partido, que tomó conciencia de la magnitud del fenómeno. Cientos de personas abarrotaban los caminos rumbo a la aldea. Nadie quería perderse el acontecimiento más importante de la historia reciente del Imperio.
Y un mes después, allí estaba Golo, preguntándose cómo había podido dejar que todo aquel asunto lo superase de aquel modo. Un golpe seco en la puerta de su calesa lo sacó de sus cavilaciones. Descorrió la cortina y no pudo evitar sobresaltarse al ver el rostro de Tolter, su nuevo consejero. Antes de partir, y desesperado ante el curso de los duelos, Golo había cesado a Mandir, su sumiso chambelán, sustituyéndolo por un hombre más capacitado para resolver su actual problema.
—Parecéis preocupado, mi emperador —señaló con el rostro inexpresivo.
—No, no, es sólo este maldito viaje —mintió Golo.
Su consejero asintió en silencio, devolviéndole la mirada sin pestañear. Sus ojos parecían taladrarlo.
Tolter era un hombre adusto, de pocas palabras. En realidad, se trataba de un reputado maestro asesino ygartiano. Golo había tenido que pagar una cifra astronómica por sus servicios. Se decía de él que era infalible en su oficio.
—¿Cuándo vamos a llegar a ese condenado lugar? —inquirió Golo rompiendo el silencio.
—Está previsto que lleguemos en breve. No puede faltar mucho, a lo sumo para el mediodía —respondió Tolter. Tenía toda la cara surcada de tatuajes que contribuían a darle un aspecto terrible a sus morenas facciones.
—Perfecto, estoy harto de este viaje interminable. ¿Qué deseáis? ¿Han dado frutos vuestras pesquisas? —el rostro de Golo se iluminó de expectación.
—Así es. Venía a comunicaros que todo está en orden. Nuestra última gestión ha dado sus frutos.
Golo sonrió nerviosamente con la buena nueva, aunque pronto ensombreció su expresión.
—¿Estáis seguro? ¿Realmente podemos tener toda la certeza? Dicen que esos hombres, o lo que sean, son insobornables. ¿Cómo lo habéis logrado?
—Un maestro asesino nunca revela sus secretos —la mirada de Tolter no dejaba lugar a dudas. Por muy emperador que fuera Golo, jamás respondería a esa pregunta.
—Está bien, no insistiré. Me juego mucho en todo esto. Si me falláis… —no hacía falta explicar nada más. Ambos hombres sabían lo que estaba en juego.
—Os lo repetiré una vez más: podéis estar tranquilo. Pase lo que pase, Zando no sobrevivirá.
—Está bien, podéis iros —Golo cerró la cortinilla en la cara de su esbirro. Después, se recostó cómodamente almohadillando unos cojines.
Por primera vez desde hacía días, se relajó sin preocupaciones.

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