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CAPÍTULO XVII: EL RETO

CAPÍTULO XVII
EL RETO


Terk releyó una vez más la carta con el sello imperial. La había conservado como si de un preciado tesoro se tratase. Un mensajero exhausto, procedente de la capital, se la había entregado en mano hacía ya más de cuatro meses. En la misiva, firmada por el mismísimo emperador, se le ordenaba encargase personalmente de arrestar y ejecutar a un sargento traidor llamado Zando. No debía hacer preguntas ni escuchar al convicto. Éste podría presentarse en su acuartelamiento acompañado por algunos criminales de la peor calaña, con la intención de continuar viaje hasta la remota aldea de Roca Veteada. La supuesta misión del malhechor consistiría en cobrarles los impuestos a un grupo de morosos que habían incumplido el pago de sus tributos. La orden imperial hacía hincapié en obedecer sin hacer preguntas y encargarse personalmente de todo, sin delegar en otros mandos. Se le prometía, asimismo, una fulgurante y exitosa carrera en el ejército si llevaba a buen puerto la misión, así como un nuevo destino en la capital, aunque únicamente si capturaba al renegado.
Terk había esperado en vano la llegada de Zando, anhelando la oportunidad de escapar de aquel territorio perdido y olvidado, pero el taimado sargento nunca llegó a presentarse ante él.
Hasta ahora.

Sin embargo, no era ésta la primera carta recibida con órdenes que se salían de lo habitual. En los últimos años, había recibido otras de talante similar. En ellas se le ordenaba acechar a los aldeanos de la aldea cercana y asaltarlos en la época de mercado. Debía prestar especial cuidado en no ser relacionado en modo alguno con el ejército imperial. Así, Terk, acompañado por una partida de hombres de confianza, había robado sistemáticamente las mercancías procedentes de la aldea, disfrazados convenientemente como salteadores de caminos. Ignoraba el motivo de tales escaramuzas, pero el capitán no era hombre al que le gustase cuestionar las órdenes. En las misivas imperiales se le insinuaba una futura recompensa en cada ocasión, aunque no había sido hasta este último despacho cuando se habían materializado dichas promesas.
La esperanza de Terk se había ido tornando en decepción con el devenir de los días, las semanas y finalmente los meses. Por más que había esperado, Zando no había aparecido. La oportunidad de su vida se había escapado de sus manos irremisiblemente. O eso creyó entonces.
Finalmente, perdida toda esperanza de obtener un ascenso fácil con la captura de ese misterioso hombre, había llegado hasta él un nuevo mensajero. Las nuevas órdenes lo conminaban a dirigirse a Roca Veteada con un batallón compuesto por sus mejores hombres. Una vez allí, detener y desterrar a todo aquel que no pudiera hacer frente a su deuda. En el caso de que algún aldeano pudiese pagar, debía encontrar el modo de arrebatarle su propiedad por los medios que estimase necesarios. Esta vez no se le prometía ningún tipo de ascenso o privilegio. Únicamente se le exhortaba a cumplir la misión en el menor tiempo posible.
La sorpresa del capitán Terk fue mayúscula al encontrar al renegado Zando viviendo entre los aldeanos. El destino le brindaba una oportunidad inmejorable, después de todo. No es de extrañar, por tanto, que Terk pasase el último día viviendo en una nube, imaginando las puertas que se abrían ante él.
Tal vez por eso, las últimas veinticuatro horas se le habían antojado eternas, sufriendo interminables audiencias con los aldeanos. Todos esgrimían los mismos argumentos insípidos: habían sido asaltados los últimos años, la aldea estaba destrozada por las lluvias, las escasas cosechas se habían perdido por culpa de los bandidos… Poco podían imaginar que tenían ante ellos al culpable de los asaltos. Zando, por su parte, había aportado su grano de arena en todo aquel asunto. Según había sido informado hasta la saciedad por cada aldeano, el sargento había organizado un plan de reconstrucción en Roca Veteada, transformando un lugar ruinoso en una villa de aspecto impecable. Desconocía qué podía haber motivado a Zando a acometer semejante empresa, pero se alegraba enormemente del feliz hallazgo. Sin saberlo, le había ofrecido en bandeja de plata la excusa que necesitaba para ignorar las quejas de los lugareños; nadie en su sano juicio creería que estaban en la ruina viendo el aspecto de sus propiedades.
Así pues, la fortuna le sonreía como nunca lo había hecho hasta entonces. Terk no cabía en sí de gozo.
Desgraciadamente, su suerte parecía haber cambiado de nuevo.
Inexplicablemente, Zando había escapado. Algún aldeano miserable y traidor había hecho lo impensable: lo había liberado. Terk creyó morir de furia al ver con sus ojos el mástil del ajusticiado desocupado, con las ataduras en el suelo. El maldito traidor había huido amparado por la oscuridad. Su sumisión y sometimiento no habían sido más que una farsa.
Pero aún no había ganado. Sólo existía una ruta para salir de allí y sus hombres bloqueaban la salida. El murallón rocoso y el letal Bosque Oscuro impedían escapar por cualquier otro lugar. Terk se juró que lo encontraría aunque tuviera que remover hasta la última piedra de aquel maldito valle.
Con un suspiro de frustración, guardó la carta en su chaqueta y se dispuso a continuar con la tarea del desalojo y registro de cada propiedad. Ni uno sólo de los aldeanos había cumplido con el pago. Al menos, esa parte de su plan seguía según lo previsto. Todos serían expulsados.
A desgana, se levantó de su silla plegable y apuró la copa de vino. Tras asegurarse de que el uniforme lucía como era debido, apartó la roída puerta de lona de su tienda de campaña y salió al exterior. No hubo de andar mucho antes de quedar mudo de la impresión.
El destino, voluble, daba un nuevo giro a la historia.
Al fondo de la calle, cuatro individuos se recortaban en la distancia. Terk reconoció a dos de sus soldados maniatados y custodiados por otras dos figuras. Al mirar detenidamente a uno de los desconocidos quiso gritar de felicidad. ¡Era Zando! Él y una de las aldeanas habían logrado sorprender de algún modo a sus hombres. Pero, increíblemente, en lugar de tratar de escabullirse, se presentaban ante sus soldados sin tapujos. Bien pensado, él hubiese hecho lo mismo. Dado que sus hombres impedían la única salida viable, la única solución para escapar era tratar de llegar a un acuerdo, tal y como evidenciaban los rehenes. Pero Terk no acababa de verlo claro. ¿Por qué hacer acto de presencia ahora, después de haber escapado la noche anterior? Por otra parte, si ese tal Zando era hombre de armas, debería saber que el Imperio nunca trata con criminales. ¿Qué pretendería?
Terk desechó la idea con un leve cabeceo. Sus intenciones no importaban, ahora no podría escapar. Era suyo y esta vez nada podría impedirle cumplir con sus órdenes.
Las cuatro figuras se detuvieron a una distancia prudencial. Terk organizó a sus hombres de inmediato, ordenándoles rodear al fugitivo. No obstante, antes de que éstos cumplieran su orden, Zando comenzó a avanzar hacia él con uno de sus soldados como escudo. Había dejado sola a la mujer, que ahora custodiaba en soledad al otro prisionero. ¿Es que el comportamiento de aquel maldito hombre no se adaptaba nunca a un patrón lógico? Terk decidió escuchar sus demandas. Después de todo, ¿qué podía perder?
El sargento se aproximó lentamente, mirando alrededor y sopesando la situación con calma. Los rasgos de culpabilidad y sumisión que lo habían empujado a entregarse sin oponer resistencia habían desaparecido. Ahora, sus ojos mostraban una determinación férrea.
—¡Rodeadlo, pero no os acerquéis! —ordenó Terk—. Escuchemos lo que tiene que decir —sin duda, esa medida lo congratularía con sus hombres, que miraban preocupados a su compañero amordazado.
Zando se detuvo a un par de metros.
—El rehén no te servirá de nada —afirmó Terk.
—Lo sé —respondió Zando con calma—. Sólo lo he usado para acercarme. He de hacer una declaración y quiero ser escuchado. Después lo liberaré.
—Entiendo —Terk sopesó la situación cuidadosamente. No tenía intención alguna de conceder nada al renegado, pero si se negaba a escuchar, probablemente matase a su hombre antes de poder capturarlo—. Está bien, puedes hablar —concedió.
—El Imperio no ha cumplido con su deber de proteger y velar por sus ciudadanos. Olvidó hace tiempo a los hombres y mujeres de Roca Veteada, ignorando sus penurias y negándose a ofrecer soluciones a sus problemas —el tono y la cadencia empleados eran serenos y pausados. Zando hablaba con voz firme y educada. Los aldeanos de la pequeña urbe, curiosos, comenzaban a arremolinarse en torno al cerco militar—. Mas la maquinaria burocrática, no ha olvidado enviar a un funcionario a cobrarles sus impuestos año tras año —dijo mirando a Terk a los ojos—. Eso ha terminado. El Imperio y su cabeza, el emperador Golo, han demostrado ser indignos. Por tanto, su ley no es aplicable en este territorio. Los ciudadanos de Roca Veteada, y yo, como su paladín, desafían al Imperio a un Duelo de Honor para dirimir sus diferencias.
Un murmullo recorrió la multitud, tanto civil como militar.
—¿Un Duelo de Honor? —Terk no daba crédito. Aquel pobre diablo había enloquecido. Después de años de servicio al ejército el hombre había perdido el juicio—. ¡Eres un soldado! —estalló—. ¿Cómo te crees con derecho a cuestionar las órdenes? ¡Tu deber es cumplirlas, no juzgarlas! Tendrás suerte si no te ensarto con mi espada ahora mismo. Libera al soldado y entrégate. Te prometo una ejecución rápida y sin dolor.
—Las reglas del ejército ya no me incumben. He abandonado. Estáis obligado a aceptar el duelo —el rostro de Zando no traslucía más que una fría autodeterminación.
—¿Obligado? —inquirió Terk furibundo—. ¿Cómo osas? No eres más que un traidor. Entregarás al rehén por las buenas o por las malas. En cualquier caso, no negociaré contigo.
—Veo que la ignorancia no es inconveniente para alcanzar el rango de capitán —dijo Zando con desdén.
—¿Qué? —Terk estaba rojo de ira.
Zando extrajo de uno de sus bolsillos el familiar libro con tapas de cuero.
—En mis tiempos nos daban uno de estos a todos los soldados el día que nos incorporábamos a filas —explicó—. El Mert´h indú o Código de Honor, guía de todo buen soldado. Está claro que vos no habéis leído el vuestro. Por lo visto, sois ignorante además de estúpido.
Al oír su comentario, alguien sonrió entre la multitud, lo que llevó a Terk al paroxismo de la cólera.
—¿El Mert´h indú? —preguntó Terk con los dientes apretados. El condenado libro era un regalo simbólico, entregado a los soldados a modo de guía de conducta. En realidad, nadie lo leía. Las normas en él detalladas databan de los tiempos de la fundación del Imperio—. Nadie lee ese maldito libro —afirmó tratando de contenerse.
—Deberíais. Contiene reglas que todo soldado imperial debe seguir a lo largo de su vida. De acuerdo con los dictados en él descritos, estoy en mi derecho de retar al Imperio si justifico mi demanda. Y vos —dijo dando un paso adelante—, estáis obligado a aceptar.
Terk no respondió. El capitán estaba abrumado por lo inesperado de la proposición. Zando arrojó el libro a uno de los soldados.
—Abre el libro por la página señalada —pidió—. Demuestra a tu capitán que no estoy mintiendo.
El soldado obedeció, no sin antes mirar de soslayo a Terk y esperar su conformidad, tras lo cual leyó apresuradamente el pasaje señalado. Después cerró el libro y manifestó:
—Es cierto. Con la ley en la mano, estamos obligados a aceptar el reto —admitió.
Al oírlo, Terk cambió poco a poco de expresión.
—A ver si lo he entendido —dijo recuperando la compostura—. ¿Tú desafías al Imperio? ¿Un hombre viejo y solo?
Terk, recuperada la compostura, comenzó a reír a carcajadas ante la atónita mirada de la multitud.
—¿Y si lo hago me entregarás al soldado y te rendirás? —Terk no podía dar crédito a lo que oía. El hombre estaba loco y lo único que debía hacer para someterlo era concederle un duelo en el que con toda seguridad perdería—. Está bien, nadie podrá decir que el capitán Terk no obedece el Código —dijo mirando a la multitud con gesto grandilocuente—. ¡El Imperio acepta el reto! ¡Roca Veteada tiene un paladín!
Los soldados imperiales rieron la broma de su líder. Ninguno de ellos consideraba a Zando una amenaza. Los aldeanos, en cambio, miraban incrédulos a su autoproclamado protector. Temían lo que ocurriría después de su derrota. En todo caso, nadie lo creía capaz de vencer el duelo.
—Procedamos pues —demandó Zando.
La multitud abrió el círculo y despejaron la calle, momento en que Zando liberó al rehén. El soldado corrió hacia sus compañeros, quienes le quitaron la mordaza. Inmediatamente, se sucedieron los murmullos entre las filas de los soldados. El plan de Zando dependía de la reacción de Terk cuando conociese la muerte de su hombre. Aún podía retractarse de su palabra, y entonces toda esperanza estaría perdida. Al sorprenderse pensando en esperanzas, sintió como si su intento de suicidio en la montaña hubiese ocurrido hacía una eternidad. En realidad, sólo había pasado una hora.
Tal y como esperaba, cuando el aterrorizado rehén terminó su breve resumen, uno de sus compañeros abordó al capitán y le informó apresuradamente. La expresión confiada de Terk se ensombreció un tanto.
—Me comunican mis hombres que has matado a uno de mis soldados —explicó.
—Así es. No quiso rendirse —Zando lo decía como si fuese una obviedad absoluta—. Su compañero fue más listo. ¿Comenzamos?
—Un momento… ¿Quién es entonces aquel hombre vestido de uniforme? —preguntó señalando hacia Vera.
—Me temo que para que mi plan funcionase, tuve que improvisar. Aquel de allí —dijo señalando al falso soldado—, es un amigo, y es el responsable de advertirme sobre vuestras intenciones de acabar con mi vida. Gracias a él, me desvié de la ruta y no caí en la trampa que me aguardaba en el Acuartelamiento del Bosque Oscuro. También fue quien me liberó anoche.
A una señal de Zando, Dolmur levantó el rostro y saludó haciendo una reverencia.
—Entiendo —Terk se sentía como un estúpido—. El soldado que acabas de liberar afirma que eres sobrehumano en el combate —dijo, cambiando de tema—. Más te vale que sea así. Cuando pierdas, esos dos —dijo señalando hacia Vera y Dolmur—, te seguirán en el patíbulo. ¡Cabo Loku! Preséntate de inmediato —ordenó.
Un soldado de aspecto fiero y confiado se acercó hasta ellos. Se trataba del bruto que había apaleado a Zando el día anterior.
—Dado que has desafiado al Imperio, es justo que te enfrentes con toda la cadena de mando y, puesto que ya te has enfrentado con éxito a un soldado raso, lo justo es que pelees contra el cabo Loku. ¿Estás de acuerdo con eso? —inquirió Terk, extrañamente solícito. En realidad, poco le importaban las reglas o la cadena de mando. Sólo deseaba que Zando aceptase combatir contra su mejor hombre.
—Es lo justo. Después me enfrentaré a un lord de infantería de tercer grado e iré subiendo en el escalafón militar hasta llegar al emperador.
Terk sonrió al oír la ocurrencia. Aquel pobre loco creía realmente que vencería el duelo. Peor aún, ¡todos los duelos! Aún no podía creer el golpe de suerte que había tenido.
—¡Sea pues! —concedió dando un golpe afectuoso a Loku en la espalda—. No juegues demasiado con él —advirtió en voz baja, aunque no lo suficiente como para que Zando no lo escuchase—, mátalo rápida y limpiamente.
—¡Sí señor! —gritó Loku cuadrándose.
Terk se retiró del área improvisada para el combate y se volvió hacia la multitud. Alzó un brazo enérgicamente y anunció:
—¡Que comience el combate!

Los dos hombres se tantearon girando en círculos. Los soldados animaban con gritos de júbilo a su compañero, encantados con la diversión. Todos menos el compañero del soldado muerto. Éste miraba aterrorizado a Zando. La gente de Roca Veteada, en cambio, miraba cabizbaja y en silencio, preguntándose qué suerte correrían cuando el veterano militar perdiera.
Zando, centrada toda su atención en el duelo, era ajeno a tales cuestiones. No existía nada que no fuese su oponente. Lo miraba fijamente a los ojos, sin apartar la vista un solo instante. Si su parte analítica y racional hubiese estado activa en ese momento, quizás se habría preguntado cómo era posible que adivinase incluso la intención de amagar de su enemigo.
En lugar de eso, fluía en la lucha, acomodándose con gracia felina a las particularidades del devenir de guardias, posturas y amagos.
—Puedes optar por rendirte —le dijo al soldado—. Así lograrás sobrevivir —un giro a la derecha—, tu causa es indigna —un cambio en la guardia—, depón tu arma.
El ofrecimiento de Zando, pese a ser sincero, sólo logró enfurecer a Loku, que atacó como una furia con un tajo amplio y circular.
Al igual que en el duelo en la granja, Zando apenas tuvo que moverse lateralmente para apartarse de la trayectoria, mientras su espada desviaba el golpe lo justo para librarse. Loku, que creía imparable su estocada, lo miró sorprendido, pero la incredulidad pasó veloz y enseguida continuó su ataque. Pero esta vez Zando no estaba dispuesto a desperdiciar energías tanteando al enemigo. El recuerdo de su desvanecimiento aún estaba demasiado fresco en su memoria. Si volvía a padecer un instante de debilidad, estaría perdido. La segunda acometida consistió en un golpe horizontal. Loku giró sobre su eje para encarar a Zando. Éste giró de nuevo y paró el golpe en seco. Una de sus manos asía la empuñadura de su espada mientras la otra aferraba el arma por el filo, en el otro extremo. Ahora Zando se encontraba situado perpendicularmente a su enemigo. Con un rápido golpe, le pateó la espinilla y aprovechó la inestabilidad de éste para ejecutar un barrido y derribarlo. Loku calló pesadamente, gritando de dolor. Zando aprovecho la ocasión y le colocó el extremo de su espada en el cuello.
—Ríndete —exigió.
Los gritos de júbilo cesaron. Nadie osaba respirar entre las filas de los soldados. Los aldeanos, en cambio, habían cambiado su temeroso silencio por un incesante cuchicheo.
—¡Ríndete! —repitió. Un hilo de sangre comenzó a correr por la garganta de Loku.
El soldado miró a Terk con expresión de culpa antes de asentir con la cabeza.
—Me rindo —dijo entre dientes.
Zando asintió complacido y se volvió. Se dirigía hacia Vera cuando Terk se interpuso en su camino.
—El combate no ha terminado —dijo éste con expresión fiera.
—Mi oponente se ha rendido.
—¡No! El combate es a muerte. No acabará hasta que uno de los dos muera —Terk se volvió hacia su hombre y lo pateó—. ¡Levántate! Vas a pelear hasta tu última gota de sangre. ¿Me has oído?
—Capitán Terk, estoy herido, no puedo andar después del golpe. ¡Me matará! —imploró.
Terk desenfundó la espada y amenazó a Loku.
—El Imperio no tiene cobardes en sus filas. O te enfrentas a él o te mato yo mismo —el tono de voz de Terk no admitía concesiones.
Lentamente, el soldado se irguió; había perdido todo el valor. Al apoyar la pierna lesionada, gimió de dolor. Sus compañeros lo miraban en silencio, lanzando miradas de indignación a su capitán. Las risas y la algarabía habían dado paso a un frío mutismo. Un soldado trató en vano de animarlo, pero su tono de voz lo traicionó.
Zando intentó razonar una vez más.
—Puedes dejarlo estar. Únete a mi causa —ofreció, tendiéndole la mano.
—¿A la causa de un hombre contra el Imperio? Si me enfrento a ti, al menos tendré una oportunidad —respondió Loku con despecho.
Rindiéndose a la evidencia, Zando se encaró de nuevo y desenvainó.
—Sea pues. En guardia —dijo saludando.
Loku aprovechó el saludo ritual y atacó precipitándose hacia él. La única oportunidad que tenía era tratar de sorprender a su enemigo usando tácticas deshonestas. Zando apenas logró apartar el golpe mortal con una estocada, pero quedó desprotegido a un ataque con el puño. Loku lo golpeó en la boca del estómago, dejándolo sin aliento. Las espadas cayeron y la lucha se tornó en una pelea cuerpo a cuerpo. Ambos hombres rodaban por el suelo, pegándose y tratando de dar un golpe que dejase fuera de combate al otro. Aparentemente, Zando llevaba las de perder frente a Loku; el soldado imperial era más joven y mucho más corpulento que él.
Pero Zando poseía mucha más experiencia.
Con fingida torpeza, ofreció su cuello al enemigo y este picó el anzuelo. Loku lo asió fuertemente con sus manazas y comenzó a estrangularlo, sonriendo triunfalmente: recuperadas las esperanzas, creía cercana su victoria.
Zando, que esperaba el ataque, había llenado sus pulmones de aire. Ahora, su enemigo tenía las manos dónde y cómo él quería. Calculó que disponía de un minuto antes de comenzar a notar los síntomas de la falta de aire. En realidad, no necesitaba más que unos segundos. En una presa, el lugar más débil siempre son los dedos pulgares. Así pues, introdujo sus manos y retorció los pulgares de Loku. La tensión cedió al instante con un gemido de dolor. Inmediatamente, tomó el antebrazo del soldado y lo retorció con un rápido movimiento. En un momento, era Zando el que estaba a la espalda de Loku, luxándole el brazo. El dolor era tan intenso que el soldado no podía pensar; sólo gritaba y se retorcía. Con un movimiento certero, Zando aprovechó para asirle la mandíbula y la nuca. Después giró las manos con fuerza. Se oyó un chasquido y el soldado cesó sus movimientos con una rápida convulsión. Le había roto el cuello.
Lentamente, Zando se puso en pie. Terk lo miraba con los ojos desorbitados. Loku era, con diferencia, su mejor hombre, y había sido derrotado con suma facilidad. ¿Quién era este misterioso hombre? ¿Cómo demonios se había dejado convencer para aceptar aquella loca idea del duelo? Súbitamente tuvo un acceso de pánico. La idea de un ascenso rápido no lo seducía tanto como la idea de sobrevivir. Después de lo que acababa de presenciar, no le cabía la más mínima duda: si Zando combatía contra él, perdería sin remedio. Debía terminar con todo el asunto del duelo de inmediato.
—Está bien, se acabó la farsa —dijo alzando el tono de voz por encima del cuchicheo general. Su voz sonó dos tonos más aguda de lo que hubiese deseado—. ¡Prended a este demente de inmediato! —ordenó a sus hombres.
Ninguno obedeció. Todos lo miraban de hito en hito.
—¡Obedeced! —gritó—. ¡Es una orden!
Los soldados comenzaron a deliberar entre ellos, haciendo caso omiso. Al cabo de unos instantes, uno de los soldados se acercó hasta él.
—Habéis aceptado el reto. Todos lo oímos. No podéis echaros atrás —declaró.
Terk golpeó al soldado con el dorso de la mano.
—¡No toleraré que os rebeléis! ¡Obedeced de una condenada vez! —el pánico comenzaba a apoderarse del capitán.
—No os deben obediencia —intervino Zando—. Ya no.
—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió Terk con los ojos muy abiertos.
—He ganado el duelo justamente. Loku ha muerto a causa de vuestra cobardía y vuestros hombres no os van a perdonar eso. Pueden desobedecer la orden sin temor a represalias —explicó Zando—. Todos han oído cómo os comprometíais con el duelo. Ya no está en vuestras manos dar marcha atrás. Ahora, los soldados bajo mando del cabo Loku han pasado a estar a mi servicio. Cada vez que venza en un duelo, los soldados de rango inferior que sirviesen al derrotado, pasarán a engrosar mis filas.
—¡No! No era más que un truco para liberar al rehén —explicó mirando a sus hombres. Mal que le pesase, su tono era apremiante, casi una súplica—. No le hagáis caso. Me debéis lealtad.
—Nuestro compañero Loku también os debía lealtad y lo dejasteis morir —respondió fríamente el soldado. Un coro de asentimientos sonó a sus espaldas.
—¡Os acusarán de traición! ¡Os colgarán a todos! —advirtió.
—De hecho, no —Zando volvió a tomar la palabra—. Su deber es hacer cumplir la ley militar y, en este caso, está muy claro que sois vos quien la estáis rompiendo con vuestra probada cobardía. A todos los efectos, y mientras duren los duelos, la responsabilidad es sólo mía. Vuestros soldados no pueden interponerse en el desarrollo del desafío.
Terk cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, comenzando a balbucir una y otra vez: «No es posible, no es posible…»
—¡Soldado! —llamó Zando.
Uno de los soldados acudió hasta su posición.
—Confío en que harás lo que es debido, pese a la reticencia de vuestro capitán, por hacer cumplir la ley —afirmó.
—Todos apreciábamos a Loku. Os garantizo que no nos interpondremos entre vos y vuestra disputa con el Imperio.
Aliviado por la respuesta, Zando se relajó al fin. Le dolía todo el cuerpo. Tenía la sensación de ir a desplomarse de un momento a otro. Comenzó a caminar hacia el fondo de la calle, donde Dolmur y Vera aún aguardaban, pero se vio asaltado por un grupo de aldeanos que le daban las gracias y lo vitoreaban como a un héroe.
Tras los consabidos agradecimientos, logró llegar hasta ellos. Dolmur mostraba su típica expresión risueña.
—Jamás os había visto tan Zando como ahora —dijo con la cara iluminada—. ¡Bienvenido!
Zando no entendió ni una palabra.

El sol estaba en su cenit cuando entraron en la herrería de Crod. El alcalde, preocupado, había convocado una asamblea extraordinaria a raíz de los acontecimientos recientes. Zando, Dolmur y Vera se situaron en el centro de la forja, dispuestos a dar las explicaciones oportunas. Al menos media aldea estaba allí presente, copando el edificio, con todas las miradas fijas en ellos. El resto de aldeanos, que seguían llegando poco a poco, aguardaban fuera.
En el interior, el ambiente cargado debido al hacinamiento hacía correr gotas de sudor por los rostros de los reunidos. Zando recordó algunas de las negociaciones políticas que había llevado a cabo años atrás y pensó que las condiciones no eran ni de lejos las más propicias. Crod era un buen hombre, pero absolutamente impulsivo y pasional. ¿Cómo reaccionaría ante los sucesos recientes? Como si el herrero le hubiese leído el pensamiento, tomó la palabra.
—Vecinos y amigos —comenzó—, todos estaréis de acuerdo conmigo en que los acontecimientos nos han superado. Hemos pasado en un solo día de ser los orgullosos poseedores de un hogar y unas tierras, a perderlo absolutamente todo —un murmullo de asentimiento recorrió la estancia—. Yemulah el Justo sabe que cuando este hombre apareció en nuestras vidas, desconfié de él con todo mi corazón —dijo señalando a Zando—. Sin embargo, he de admitir que su intención resultó ser desinteresada, después de todo. Hemos sido testigos de cómo empleó su tiempo y conocimientos para sacarnos de la indolencia en la que habíamos caído. La aldea fue reconstruida gracias a su ayuda —la gente asintió nuevamente, sin reservas—. Pero las buenas intenciones no bastan. Este hombre actuó por su cuenta y riesgo, haciéndonos creer que el Imperio había escuchado nuestras súplicas —Crod señaló a Zando—. Por su culpa, la aldea se ha visto desbordada e indefensa frente a los soldados del Imperio. Nos han despojado de todo cuanto poseemos.
—¡Pero Zando ha dado la cara por nosotros! —protestó Mirco, un aldeano enjuto y habitualmente risueño.
—Es cierto, lo admito —concedió Crod—. Pero no es menos cierto que la aldea ha dado una falsa apariencia de prosperidad que nos ha perjudicado a la hora de justificar nuestra bancarrota. Asimismo, su fuga ha enfurecido al capitán Terk y, como consecuencia de su acción, los soldados han destrozado y saqueado nuestras propiedades. La aldea está en peor estado que nunca. Los soldados han incendiado y destrozado más de la mitad de las granjas —Crod guardó silencio mientras miraba a los presentes. Su expresión era severa y nadie osó llevarle la contraria—. Si este hombre no hubiese llegado nunca a Roca Veteada, quizá hubiésemos tenido alguna oportunidad de dialogar. Pero ahora es tarde. Nos hemos visto desalojados de nuestros hogares, hemos perdido las tierras y enseres. ¡Lo hemos perdido todo!
Un tenso silencio se hizo en la herrería. Los ánimos, temporalmente animados por la victoria de Zando, se habían enfriado nuevamente. Crod, con su natural talante de líder, estaba llevando la conversación hacia donde le convenía.
Vera decidió intervenir.
—Tienes razón sólo a medias, Crod —dijo señalando con el dedo a los presentes—. ¿Creéis que los soldados no habrían venido si Zando jamás se hubiese presentado? Creo que estaríamos en la misma situación. Nos habrían echado a todos. Tanto da si habrían quemado o no las propiedades, no íbamos a estar aquí para disfrutarlas. Eso sí es un hecho —Vera miró a Crod con expresión fiera—. Mi hermana murió por defender los intereses de esta aldea. No os atreváis a insultarla rindiéndoos sin plantar cara.
—¿Como ha hecho Zando? —inquirió Crod sin amilanarse—. Se ha nombrado a sí mismo defensor de la aldea y ha desafiado al Imperio, nada menos. ¿De verdad creéis que tiene alguna posibilidad de vencer? ¿Qué ocurrirá cuando pierda? Yo os lo diré: tendremos a un emperador encolerizado con todos nosotros. Con suerte, si no nos matan para dar ejemplo, terminaremos nuestros días en alguna sucia prisión.
—En tal caso —afirmó Zando—, habréis vivido con dignidad. Podréis decir que nadie os doblegó, que hicisteis lo que creísteis justo en todo momento. Eso no os lo pueden quitar.
—Maese Zando habla con pasión —replicó Crod—, pero es muy optimista si cree que Golo aceptará el reto. Cuando todo esto llegue a oídos del emperador, seguramente hará colgar al capitán Terk por inepto después de arrestarnos a todos. Un emperador no tiene por qué aceptar el desafío que uno de sus capitanes ha hecho en su nombre. Se mire por donde se mire, no hay esperanzas.
—El que quiera irse está a tiempo —volvió a tomar la palabra Vera—. El reto de Zando no cambia eso. Cualquiera de vosotros podrá irse y no volver. Sólo corréis riesgo si os quedáis, si secundáis el desafío. Huir es salvarse perdiendo el orgullo. Quedarse es vivir con dignidad asumiendo el riesgo.
—Yo me quedaría si tuviera la certeza de que el duelo va a seguir adelante —dijo un aldeano—. Después de verlo pelear, confío en Zando, pero necesito saber que Golo aceptará el desafío. No me gustaría quedarme a esperar que vengan a arrestarme sin más —muchos de los allí presentes se mostraron de acuerdo.
—Creo que puedo aportar algo de luz a todo este asunto —intervino Dolmur—. ¿Queréis que Golo acepte el desafío? Dejadme eso a mí —afirmó.
—¿Cómo puedes tú cambiar nada, rapaz? —preguntó Crod.
—Zando y yo hemos hablado sobre ello. Él conoce los entresijos de la política en las altas esferas de Ciudad Eje. Sabe cómo convencer al Senado y yo… digamos que entiendo al pueblo llano —admitió sonriendo con desdén—. No es a Golo al que hay que convencer, es al pueblo. Dadme una semana en la capital y lograré que la ciudadanía exija al emperador aceptar el reto. No podrá negarse, os lo aseguro.
—Parece que lo tenéis todo planeado —admitió Crod—. Propongo someterlo a votación. Después de todo, Zando ha declarado un duelo en nuestro nombre. ¿Aceptáis secundarlo y hacerlo vuestro? —preguntó mirando a todos—. ¡Alzad las manos! ¡Expresad vuestra decisión!
—Yo me arriesgo —se oyó una voz al fondo.
—¡Y yo! Estoy harto de vivir con el temor a perderlo todo —afirmó otra voz.
Poco a poco, las manos se fueron levantando. Crod miraba con el ceño fruncido, sin pronunciarse. Finalmente, la mayor parte de las manos estaban alzadas.
—Ya veo… —Crod se rascó la barba—. Somos un pueblo orgulloso, después de todo. Quiero dejar constancia que no estoy de acuerdo con la decisión… pero la acato —suspiró—. Bien, la suerte está echada —se dirigió a Zando y le tendió la mano—. Creo que hemos hecho un trato, soldado. Más te vale no fallarnos.
—Haré lo que esté en mi mano.
—Lo sé, aunque temo que no será suficiente.

Zando despertó al amanecer. La tenue luz del alba se filtraba por las rendijas de la pequeña ventana de su aposento. Se sentía relajado y su respiración era serena. Por algún motivo que aún no alcanzaba a comprender, sintió que algo estaba fuera de lugar.
Del exterior llegaban los sonidos del nuevo día; la naturaleza despertaba con el jolgorio propio del amanecer. Los gorriones, golondrinas y jilgueros piaban ruidosamente y el gallo dejaba oír su canto a intervalos regulares. La casa, por contra, estaba en silencio. Giró la cabeza y vio a Dolmur enroscado en una manta, a los pies de su cama. El joven trataba en vano de paliar los rigores del amanecer tapándose y tirando de la exangüe manta que lo cubría. A sus pies, el confortable cobertor de lana que Vera le había proporcionado para abrigarse, estaba liado y fuera de su alcance. Zando se levantó y cubrió al joven con la manta. Se sentía extrañamente sereno. Después se vistió con cuidado de no despertarlo y tomó su espada.
Bajó en silencio las escaleras y salió al exterior. El frío de la mañana entró de lleno en sus pulmones. Fue una sensación agradable, que lo llenó de vida. Una espesa niebla cubría el paisaje circundante, otorgando al ambiente un aura casi mágica.
Entonces supo qué tenía aquella mañana de especial.
Había dormido toda la noche un sueño placentero y profundo. ¡Sin una sola pesadilla!
Extrañado, Zando caminó pensando en ello. ¿Por qué extraña razón se había librado del tormento precisamente aquel día? Como hombre racional que era, supuso que los acontecimientos de la víspera ya habían sido bastante extraordinarios para él. Quizás, la parte de su ser que gobernaba sus pesadillas había decidido que, para un sólo día, ya eran demasiadas emociones.
Con todo, la serenidad que lo había acompañado en el despertar seguía con él. El cambio, por inesperado, resultaba más agradable aún si cabía. Tan sólo un día antes, al amanecer, estaba absolutamente decidido a morir. ¡Qué extraordinario contraste con el presente inmediato! ¿Cómo era posible semejante cambio de actitud? Después de renunciar a todo cuanto le era sagrado, Zando se sentía perturbadoramente bien. Pero no sólo era eso, además, se había enfrentado sin reservas al emperador y al Imperio.
—Debo de estar volviéndome loco —se dijo.
Si aquello era estar loco, no resultaba un destino tan cruel, después de todo.
Zando llegó hasta una era de piedra situada junto a los campos de cultivo que comprendían la propiedad de Vera. Estaba a la suficiente distancia como para no importunar el descanso de sus amigos. Desde el día anterior, deseaba averiguar algo. La víspera, tras los combates contra los soldados, había comenzado a vislumbrar una teoría. Sus sospechas eran demasiado descabelladas como para ser verdad, pero… ¿acaso cabía otra opción?
Se situó en el centro de la era y desenvainó su espada como había hecho tantas veces a lo largo de su vida. Comenzó la serie de ejercicios característicos en su entrenamiento y fue aumentando su intensidad paulatinamente. A veces, su espada trazaba amplios arcos a su alrededor, como una centella. Otras, en cambio, imprimía movimientos secos y rotundos contra un enemigo imaginario. Al cabo de un rato, la sensación de frío había dado paso al calor del esfuerzo. Sus músculos se contraían y relajaban mostrando una coordinación sólo al alcance de quien ha dedicado sus días al entrenamiento más veraz.
Al final de la agotadora sesión, se sentó de rodillas y enlazó las manos. Poco a poco, fue bajando el ritmo respiratorio, relajándose. Cerró los ojos y visualizó su centro de poder, una luz en el interior de su pecho que crecía hasta inundar todo su ser. La luz lo apaciguaba y sanaba. Le otorgaba una visión superior, un estado donde pensamiento y acción eran uno solo. Por último, imaginó como esa luz se fundía con él y desaparecía en su interior, lista para ser invocada en cualquier momento y situación. Zando imaginó una vez más un interruptor en la empuñadura de su espada. Por último, abrió los ojos y respiró profundamente antes de incorporarse.
—Un intento más —se dijo.
Por primera vez en su vida sentía que podía alcanzar el mítico Omni.
Se concentró pues, invocándolo, como había hecho infinidad de veces los últimos veinte años. La barrera que sentía en cada intento estaba ahí, podía percibirla.
Pero había algo nuevo. Sentía los escudos a punto de ceder, como si sólo necesitase alargar la mano para lograr el estado Omni. Zando asió la empuñadura de su espada y giró la muñeca.
Al instante, la luz lo inundó.
Su pulso se relajó y su atención se enfocó. El mundo que lo rodeaba comenzó a desdibujarse a su alrededor. Los sonidos externos se mitigaron mientras oía latir con fuerza su corazón y escuchaba cada respiración. Era consciente de todo cuanto lo rodeaba. Parecía como si toda su vida hubiese tenido un velo en los ojos que le impidiese ver nítidamente, como si hasta ese momento su visión de la realidad hubiera estado alterada, impidiéndole pensar con claridad. Como una centella, comenzó a repetir los ejercicios de esgrima. Lo que antes le pareciera una coreografía casi perfecta, ahora se le antojaban los pasos torpes y titubeantes de un niño. Su cuerpo reaccionaba con una rapidez, un ritmo y una perfección que resultaban sobrehumanos. Se sentía capaz de realizar cualquier proeza.
Cuando finalizó, sintió un profundo deseo de permanecer en aquel estado de gracia, pero no podía. Una parte de él le advertía: no debía abusar. Sin saber bien si aquello era un miedo infundado o no, se concentró para recuperar la normalidad. Al retomar su estado habitual de conciencia, sintió por primera vez la alegría y el orgullo de su logro. Deseaba correr y despertar a la aldea entera, gritarles la buena nueva. Zando se sentía exultante.
Y agotado.
Se dio cuenta entonces del desgaste físico que había supuesto para él aquella experiencia. Cada movimiento realizado en el estado de Omni había llevado al límite la capacidad de su cuerpo. Acababa de realizar una serie de entrenamientos durísimos dos veces seguidas y en ayunas. En un combate real, un guerrero diestro rara vez acomete en serio en más de dos ocasiones. En los ejercicios que acababa de realizar, había ejecutado una veintena de ataques con un alto nivel de dificultad. Para colmo, mientras estaba inmerso en la concentración ritual, apenas había sido consciente del esfuerzo o del dolor. Ahora, Zando sentía algunos músculos a punto de estallar.
—¡Bueno! —dijo a viva voz—. Todo tiene su lado negativo. Habrá que ser cuidadoso, eso es todo.
Zando caminó hacia la granja de nuevo, pensando que sería incapaz de aguantar un minuto más sin ingerir alimento. A su espalda, el sol terminó de despuntar.

A media mañana, las reparaciones de la aldea marchaban a buen ritmo. Por segunda vez en un corto intervalo de tiempo, Roca Veteada era objeto de remodelación. El daño causado por los soldados bajo las órdenes del capitán Terk había sido numeroso. Casi la totalidad de estructuras de madera como establos, graneros y cercas habían sido quemados o derribados, y las construcciones de piedra y madera no habían corrido mejor suerte. Un total de cinco familias lo habían perdido todo y el resto apenas tenían donde guarecerse. Afortunadamente, la intervención de Zando les impidió seguir destruyendo el resto de la villa. De este modo, el núcleo principal de la aldea, así como las propiedades más alejadas se habían salvado. Los desahuciados enseguida encontraron la protección de los vecinos más afortunados. Vera se había comprometido a alojar a un par de familias.
Zando, una vez más, había tomado el control de la situación con la eficacia que lo caracterizaba. Todo el mundo parecía tener alguna pregunta o duda que referirle, y él trataba de imponer orden en el caos en que se había convertido la aldea. En esta ocasión, además, contaba con la colaboración de los soldados, obligados a cumplir sus órdenes mientras durasen los duelos. Si todo iba según lo previsto, y su brazo se mantenía firme en los combates, pronto tendría a cientos de milicianos bajo su mando.
Las obras comenzaron pues, a buen ritmo, y pronto todo el mundo supo qué hacer y cuándo. Mientras los más fuertes procuraban la materia prima, bien talando árboles, bien transportando piedra y elaborando argamasa, el resto procedía a limpiar y despejar las zonas afectadas. Lo principal era dar cobijo a las familias sin hogar y todo el mundo centró sus esfuerzos en la reconstrucción de las viviendas.
En otro orden de cosas, el capitán Terk rumiaba cabizbajo de un lado para otro. Zando no ejercía ningún tipo de poder sobre él, pero no iba a consentir que rompiese su palabra y traicionase el duelo. A petición del capitán, uno de los soldados había partido al amanecer rumbo al Acuartelamiento del Bosque Oscuro. Su misión era la de convocar a los mandos intermedios de la guarnición y conducirlos hasta la aldea. Terk había insistido en que había que respetar el orden adecuado en la escala militar. Zando debía enfrentarse a todos y cada uno de los miembros del ejército en riguroso orden de graduación, sin saltarse un solo rango. A medida que ganase los combates, los hombres bajo mando del derrotado, pasarían a sus órdenes hasta llegar al General Verde y después de éste, al emperador. La ironía hacía sonreír a Zando; el destino había querido que los soldados del acuartelamiento sirvieran bajo bandera verde. Esto le brindaba la oportunidad de recuperar el control perdido sobre sus tropas.
Si lograba vencer todos los combates.
Zando desechó la idea con su característico resoplido, y se dirigió a la herrería de Crod. No era su costumbre preocuparse por cosas que habían de llegar. El presente ya demandaba su atención al completo. Un aldeano lo vio cruzar la calle y lo interceptó con dudas sobre la profundidad adecuada para los cimientos del muro guía de su casa. Después de responder con claras y concisas instrucciones, logró llegar hasta el establo. Allí aguardaban Crod y Dolmur, éste último con expresión aburrida. El herrero no era buen compañero de tertulias y el joven parecía necesitar conversar durante buena parte de las horas del día. Zando no cruzó el umbral del taller. No era ningún secreto que no caía bien al tozudo alcalde.
—¡Al fin llegáis! A este paso creía que no saldría hoy —protestó Dolmur al verlo. Aguardaba con el petate preparado junto al mejor caballo de la aldea. Crod repasaba el estado de las herraduras.
—Lo lamento, hay mucho que hacer y es difícil coordinar el esfuerzo de tantos brazos —se disculpó—. ¿Estás preparado?
—Sí, no necesito mucho —respondió saliendo al exterior—. A decir verdad, ni me había dado tiempo a deshacer el equipaje. Si la montura no me falla, calculo que llegaré en una veintena de días.
—Bien, ¿recuerdas todos los nombres que te di? Pueden ser de gran ayuda a nuestra causa. En mi vida he ayudado a hombres de bien, algunos muy poderosos. Al menos un tercio de los senadores son defensores acérrimos de la ley. Si la noticia del duelo llega a sus oídos, tomarán partido por nuestra causa. He escrito algunas misivas que quiero que entregues —explicó ofreciendo unos pliegos lacrados de pergamino.
—No os preocupéis. Vos entendéis de cuestiones sobre el honor y el ejército, pero cuando se trata de convencer al pueblo llano, yo soy el maestro —afirmó confiado—. Dadme una semana en la capital, y convertiré este duelo en el acontecimiento del siglo. No sólo tendréis a los senadores a vuestro lado, sino a todo el populacho. Ellos ostentan el verdadero poder. Os convertiré en ídolo de masas. El emperador se verá obligado a seguir con el duelo. Golo sólo tiene el poder que su pueblo le brinda. Si los habitantes del Imperio se unen a nuestra causa, ni él podrá impedirlo.
—Nunca me lo planteé desde ese punto de vista. Yo… me he limitado a cumplir órdenes toda mi vida. Espero que estés seguro de lo que dices.
—Lo estoy. Sólo me preocupáis vos —Dolmur lo miró a los ojos, algo raro en él cuando trataba con Zando. Su expresión era de sincera inquietud—. ¿Estáis seguro de todo esto? Yo mejor que nadie sé de lo que sois capaz. No dudo de vuestra valía, pero…
—Pero un hombre solo no puede desafiar a todo un Imperio, ¿no es eso?
—Bueno, yo… no me gustaría que os matasen, eso es todo. Nunca creí que alguien como vos pudiera existir. Quiero decir… —Dolmur se había ruborizado.
—Vamos mi joven filósofo, sólo soy la excepción que confirma la regla, ¿no irás a creer en la gente a estas alturas, no? —Zando sonreía satisfecho. Aquello sí era una victoria digna. Había logrado que el mocoso más engreído y manipulador que había conocido creyese en la honradez de las personas. Zando se puso serio antes de concluir—. Sé lo que tratas de decirme. Yo también te aprecio, rapaz. Te agradezco la preocupación.
—Es que no entiendo cómo podéis estar tan tranquilo. Habéis hecho algo que nadie antes que vos se había atrevido a imaginar. Los acontecimientos que se os vienen encima son, en el mejor de los casos, abrumadores. Y aquí estáis, dirigiendo las tareas de reconstrucción de la aldea como si sólo fuerais un maestro de obras. ¿De dónde sacáis esa serenidad de espíritu?
Zando esbozó un amago de sonrisa antes de responder. Su expresión estaba cargada de nostalgia.
—En realidad, no es tan complicado como crees. Como soldado que soy, cada campaña militar a la que me he enfrentado entrañaba sus riesgos. Muchas veces he pensado que no sobreviviría, y sin embargo aquí estoy. La muerte se convierte en una apreciada compañera que nos hace estar siempre alertas. No puedes obsesionarte con ella, pero tampoco olvidarla. Te ayuda a estar en guardia, prevenido —explicó mientras se rascaba una incipiente barba de varios días—. En cuanto a los acontecimientos abrumadores, no dudo que a ti se te antojen de ese modo. Por mi parte, la política y las consecuencias de todo esto no me preocupan más allá de hacer justicia. Si para ello debo pelear una o cien veces más, que así sea. Y mientras tanto… —finalizó mostrando sus encallecidas manos—, ayudaré en la reconstrucción.
—Dicho así suena muy fácil. Creo que yo sería incapaz.
—Maldición Dolmur, te subestimas. Si una sola cosa has de aprender de mí, que sea ésta: no te infravalores jamás. No permitas que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer. No cometas el mismo error que he cometido yo.
—Descuidad —Dolmur adoptó de nuevo su mueca burlona—, aún no ha nacido quien sea capaz de domarme.
—Lamento interrumpir tan magnífica charla, pero la montura está lista —anunció Crod saliendo de la herrería—. El muchacho puede salir de inmediato.
Dolmur asió su petate a la silla y montó de un salto. Zando lo acompaño al exterior.
—He de pedirte algo más —dijo—. Hay un banco en la capital que guarda ciertas posesiones que aprecio. Toma este documento, está firmado de mi puño y letra. Recoge el objeto indicado y tráemelo cuando vuelvas. ¿Harás eso por mí?
—Bueno, dais por hecho que voy a volver. Ciertamente sería un gran entretenimiento veros en acción, pero por otro lado hay un par de atractivas mozas que deben de echarme mucho de menos en la capital. Comprenderéis que deba atenderlas como es debido. Puede que os mande vuestras pertenencias con el correo imperial. O puede que si el verano que viene me apetece, os lo alargue yo mismo. Quizás prefiráis que… —Dolmur no pudo acabar su chanza. Zando palmeo con fuerza el trasero del caballo, que salió en estampida.
—¡Está bien, me habéis convencido! —gritó mientras se alejaba tratando de asir las riendas—. Ya os lo traeré yo mismo cuando cumpla la misión. ¿No os han dicho nunca que tenéis muy poco sentido del humor?
Así, en un tropel de polvo y velocidad, Dolmur se perdió en la distancia. Zando no sabía quién estaba más loco, él por confiar en el alocado joven, o Dolmur por prestarse a ayudarlo en su loca empresa.

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