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CAPÍTULO XVI: PLANES DESESPERADOS

El Forjador de Almas, ese misterioso hechicero que llevó a Zando al borde la locura y desencadenó los acontecimientos que han encauzado la historia hasta este punto, ha cumplido su misión: del crisol de la derrota surge un alma libre de ataduras morales. Con todos vosotros… el nuevo Zando.

CAPÍTULO XVI
PLANES DESESPERADOS


El Mert´h indú reza: “Si eres incapaz de vivir en la senda del honor, pon fin a tu vida de un modo honorable”.
Y justamente eso era lo que Zando se disponía a hacer.
Siempre imaginó que su vida terminaría entre el dolor y la sangre, caído en el campo de batalla. La derrota de un guerrero en justa lid, se presuponía algo involuntario, no tomando parte activa en ella. Lo que se disponía a hacer era, por tanto, contrario a todo cuanto había imaginado, incluso en sus peores pronósticos. Sin embargo, lejos de temer el momento, Zando pensaba que era mejor así. Un hombre debería poder escoger el momento de su muerte. La decrepitud de la vejez era una idea aterradora. ¿Por qué prolongar la vida más allá de donde podemos resultar útiles y vivir con un reducto de dignidad?

Y se trataba justamente de eso, dignidad: la había perdido toda. A sus propios ojos, no merecía vivir, no existía redención para él. Debía saltar y acabar con su vida. Nadie lo echaría de menos ni vertería lágrimas por él. Se iría como había vivido sus días: solo. Éste era su legado, después de todo: soledad y olvido. Nada en su vida había sido reseñable ni dejado huella.
«Pero lo has intentado, soldado, Hur sabe que lo has intentado», pensó.
Quizá era ése el motivo de la punzada de dolor que sentía al filo de su propia muerte. Futilidad, tal era el resumen de su existencia. ¿Habría sido todo diferente de no haber vivido? Probablemente no.
El sol despuntó justo ante sus ojos, cegándolo momentáneamente. Tal era su concentración, su determinación enfermiza, que no había advertido los albores del amanecer.
—Es la hora —dijo.
Alzó los brazos y respiró profundamente. Cerró los ojos y entonó una plegaria a los dioses para que intercedieran por su alma ante su padre, Hur. Nunca había sido un hombre religioso, pero dado el momento que afrontaba, lo creyó conveniente. Finalmente, con un grito de guerra en la garganta, abrió los ojos y se inclinó hacia delante.
Entonces lo vio.
Allá en el valle se levantaban varías columnas de humo. La aldea y algunas de las granjas circundantes eran presa de las llamas. Y los gritos… hasta él llegaron los aterrorizados lamentos de los campesinos. Estaban saqueando Roca Veteada. Zando no podía apreciar los detalles desde donde se encontraba, pero había visto demasiados lugares saqueados como para saber qué ocurría allá abajo. El maldito maníaco de Terk debía haberse tomado demasiado en serio su misión. Pero, ¿qué podría haberlo hecho enfurecer hasta el punto de arrasar la aldea? La pregunta aún no había surgido del todo en su mente cuando la respuesta acudió a sus labios.
—Yo, condenación, he sido yo una vez más.
El pesar y el agotamiento habían nublado por completo su entendimiento. Cuando Dolmur lo liberó sólo una idea prendió en su mente: escapar para poder morir en paz. Pero en su empeño enfermizo había olvidado las consecuencias que su fuga tendría para los demás. Zando se arrodilló al borde del abismo y aulló de pura desesperación.
Ahora era consciente; en su empeño por terminar con su vida de un modo honorable había cometido el deshonor absoluto. Su huida había provocado mayor sufrimiento aún si cabía. Una vez más, gente honrada e inocente sufría por su causa.
Zando se retiró del borde con aprensión y comenzó a descender. Costase lo que costase, detendría aquella locura. Al menos una vez en su vida haría lo que su corazón le dictaba. No más Código del Guerrero; él no importaba, el Código no importaba. Sólo importaban los inocentes.
Jadeando nuevamente por el esfuerzo, Zando corrió hacia la granja de Vera. Era la más cercana, y allí era donde había dejado su espada el atardecer previo a los festejos. Necesitaba un arma si pretendía hacer frente a los soldados.
«No puedes ganar y lo sabes, el enemigo es demasiado numeroso, sólo has cambiado el modo de morir», le decía una molesta voz en lo más profundo de su ser. Terco, apretó los dientes en una mueca salvaje, desechando cualquier idea que no fuese la de morir luchando. Su determinación se imponía con fiereza al instinto de conservación; vivir o morir no importaba ahora, sólo la necesidad de justicia.
Tras unos minutos que se le antojaron eternos, la silueta de la cabaña se recortó al fin en la línea del horizonte. Si Dolmur había seguido sus indicaciones, a estas horas estaría junto a Vera, a salvo de toda aquella locura. En la granja, no obstante, aún no surgía la temida columna de humo. Quizá no hubiesen llegado los soldados.
Alerta y dispuesto a todo, Zando aminoró el paso al llegar a la parte posterior del edificio. Una voz masculina sonaba en el porche de la casa.
Así pues, los soldados habían llegado.
Con cuidado de no delatarse, entró por una de las ventanas traseras y subió sigilosamente al primer piso. En el cuarto que había usado como dormitorio encontró sus arreos justo donde los había dejado. Temía que Vera se hubiese deshecho de ellos ahora que conocía su verdadera identidad, pero afortunadamente sus enseres de batalla estaban donde los había dejado. Tomó su espada y se la ciñó a la cintura, así como sus cuchillos y una pequeña hacha de mano anudada al muslo. Después, bajó sigilosamente, dispuesto a sorprender a los soldados. Ya no se oían voces. Se asomó con cautela y miró alrededor. No había nadie en las inmediaciones.
Un grito de mujer lo alertó. Provenía de los corrales, a su derecha. Zando corrió hasta el lugar. Lo que vio lo hizo maldecir entre dientes: Dolmur y Vera discutían acaloradamente con dos soldados. Uno de ellos blandía la espada señalando hacia el portón de la cerca mientras Vera intentaba en vano interponerse. Dolmur miraba fijamente la espada que el otro soldado esgrimía frente a él, sin atreverse a hacer nada.
Por lo visto, el maldito crío no había convencido a Vera para abandonar sus propiedades. O quizás fuese ella la culpable. Hur sabía el condenado temperamento que tenía. En cualquier caso, aquello pintaba mal.
—¡Deteneos! —les gritó dejándose ver—. ¿Desde cuándo los representantes del Imperio se dedican a aterrorizar a mujeres inocentes?
Los soldados se quedaron paralizados al verlo, quedando patente que era la última persona a quien esperaban encontrar allí.
Tácticamente hablando, era una situación muy comprometida para ellos. No podían luchar los dos contra él y darle la espalda a un enemigo potencial como Dolmur, y uno solo no tenía asegurada la victoria. Afortunadamente para Zando, la inexperiencia de los soldados jugó a su favor.
—Se suponía que la mujer vivía sola y ha resultado estar acompañada por un desconocido —explicó uno de ellos—. Y ahora nos encontramos contigo, el prisionero fugado durante la noche —el soldado lo tanteó antes de proseguir—. Ayer no parecías tan fiero. Más bien eras la sombra de un hombre. ¿Acaso esta mujer es el motivo de que traicionases al Imperio? Ella sí tiene redaños —dijo apretando el trasero de Vera.
Resultaba evidente que no consideraba a Zando peligroso.
Vera, lejos de dejarse pellizcar sin más, reaccionó abofeteando al soldado. Como era de esperar, el hombre la golpeó sin contemplaciones, haciéndola caer al suelo de bruces.
—Luego me ocuparé de ti, zorra —amenazó el soldado antes de encarar a Zando.
La mujer se hizo rápidamente a un lado en cuanto el soldado le dio la espalda. Bendita fuera por ello; era alguien menos de quien preocuparse. El soldado la vio escabullirse pero no hizo ademán de perseguirla. No representaba ninguna amenaza. En vez de eso desenvainó la espada y se dirigió hacia Zando.
—No tienes posibilidades frente a mí —dijo—. Ríndete y quizás dejemos en pie alguna casa. Al capitán Terk no le ha sentado nada bien tu fuga. Creo que piensa arrasar hasta los cimientos la aldea. Si te entregas, quizá cambie de opinión.
Zando sabía que el saqueo no se detendría con su arresto. Así pues, desenvainó su espada y se colocó en posición.
—¿Me plantas cara, viejo? —el soldado parecía divertido.
Zando, impertérrito, se limitó a esperar su ataque, que no se hizo esperar. El soldado amagó un par de estocadas moviéndose a su alrededor, tanteándolo, pero permaneciendo a prudente distancia. Zando, por su parte, esperaba con la guardia preparada, sin atacar.
—Acaba de una vez con él, Driono —advirtió el soldado que retenía a Dolmur—. Es mejor no confiarse.
Con una nerviosa sonrisa, el soldado atacó. Era bastante hábil con la espada. Encadenaba los ataques sin dar tregua a Zando, quién retrocedía bloqueando los golpes. El trayecto de sus acometidas era amplio y circular, combinando golpes directos con otros laterales.
Zando los contuvo todos con insultante facilidad.
El soldado, sorprendido, comenzó a inquietarse, cesando finalmente su ataque inicial. Ahora, giraba con la espada en alto, en torno a Zando.
—¿No atacas, viejo? —demandó indignado—. No lo haces mal para ser un carcamal, pero no podrás contenerme siempre.
—Si te hubiera atacado, ya estarías muerto, niño —advirtió Zando—. He tenido una oportunidad de matarte con cada golpe que has lanzado. Ríndete y vivirás. Sólo eres un soldado obedeciendo órdenes. No tienes por qué morir.
—¡Eres un fanfarrón! —el soldado, humillado, renovó su ataque.
Comenzó su envite con un tajo denominado golpe del sauce. La espada describió un arco amplio e imparable que sólo dejaba la opción de la retirada al oponente. Era un golpe usado únicamente por espadachines avezados, pues si se erraba en su ejecución, dejaba al atacante desequilibrado e indefenso. También hacía falta una gran fortaleza y velocidad para llevarlo a cabo. Driono realizó el ataque de modo impecable.
Zando, lejos de intentar huir, hizo lo impensable.
En lugar de saltar hacia atrás, se lanzó en dirección al golpe, girando y torciendo el tronco. La espada del soldado golpeó la suya y cambió la dirección de la acometida. Las superficies de las espadas se deslizaron durante un instante, paralelas. La del soldado hacia arriba nuevamente, la de Zando, hacia el pecho de su oponente. Cuando Zando terminó de girar sobre sí mismo, estaba situado a un lado del soldado, que miraba incrédulo el tajo mortal que le atravesaba el pecho.
—No tenía que acabar así —se lamentó Zando. El soldado se desplomó muerto a sus pies—. ¡Tú! Suelta al chico —advirtió mirando al soldado que retenía a Dolmur.
—Ni se os ocurra —respondió colocando el filo de su espada en el cuello de Dolmur—. Si os acercáis, lo mato.
—¿Lo matarás dices? Creo que no.
—¿Qué?
—Te lo explicaré. No conozco al joven, de modo que no tengo sentimientos que me impidan atacarte. Si lo matas, nadie ni nada podrá impedir que te mate. Si no te entregas y te rindes, nadie impedirá que te mate. Si no haces exactamente lo que te he dicho… nadie impedirá que te mate.
—¡Es un farol! —el soldado retrocedió alarmado mientras Zando se acercaba.
—Creo que eso era lo que pensaba tu compañero —respondió Zando señalando el cadáver, que aún se convulsionaba entre un charco de sangre—. ¿Y bien?
Acobardado, el soldado arrojó la espada a sus pies y liberó a Dolmur. Después se volvió y comenzó a vomitar violentamente.
—Al fin alguien con sentido común —suspiró Zando—. Dolmur, amordaza al prisionero. ¡Sin descuidos!
—¡Habéis arriesgado mi vida! —dijo Dolmur histérico—. En lo sucesivo no deberíais ser tan tajante en vuestras negociaciones.
—En lo sucesivo, no te dejes capturar —fue la cortante respuesta de Zando. Después se volvió hacia Vera y con un gesto le pidió que lo siguiera hacia la granja.
Ambos caminaron en silencio hasta el edificio.
—Vera, yo…
—No hace falta que digáis nada —interrumpió la mujer—. Dolmur me ha contado lo que sucedió el día que murió Alasia; la historia completa. Entiendo que vos no sois responsable directo de lo sucedido con mi hermana. Os seré franca, aún estoy molesta. Me habéis mentido…
—Ocultado la verdad —puntualizó Zando.
—Como queráis llamarlo. Estoy decepcionada, pero no enfadada. Creía que erais distinto...
Zando, avergonzado, intentó responder, pero la cabeza comenzó a darle vueltas y calló al suelo aturdido, derribando una silla.
—¡Zando! ¿Qué os pasa? ¡Responded!
—No es nada —contestó mientras se incorporaba de nuevo—. Llevo un día sin comer ni beber y el esfuerzo de la pelea con ese soldado ha sido demasiado. En cuanto me he sentido a salvo, me han golpeado las fatigas acumuladas. Estoy deshidratado, sólo necesito beber algo. Por eso os he pedido venir aquí. El soldado no debe verme así. En cuanto beba, estaré como nuevo.
—¿Como nuevo? Rezo a Hur para que así sea. Dado que aún conservo el ganado gracias a vos, os puedo traer un poco de leche fresca. Aguardad un instante, ahora vuelvo —dijo Vera, saliendo precipitadamente de la casa.
Zando se quedó a solas con sus pensamientos. Por más vueltas que le daba, su victoria no había sido más que una ilusión.
¿Qué pasaría cuando Terk echase de menos a sus dos hombres?

Media hora después, el sol, una gran bola roja, terminaba de emerger sobre la gran masa arbórea de Shazalar. A su alrededor, unos feos nubarrones amenazaban con ocultarlo. Según parecía, aquel día se desataría una tormenta, y no sólo en el cielo.
La mejoría de Zando, tras beber un par de tazones de leche de oveja acompañada de frutas silvestres, era evidente. Vera, Dolmur y él mismo intercambiaban impresiones en el porche, planeando qué hacer. El soldado imperial estaba atado en la cerca, donde no podía verlos ni oírlos. Uki, el perro de Vera, que había desaparecido durante el incidente, había regresado a la granja y ladraba sin descanso al desconocido.
—Repetídmelo una vez más —preguntó Dolmur sin dar crédito—. ¿Cuándo os liberé fuisteis a suicidaros? ¿Pero qué clase de idiotez es esa?
—En eso estoy de acuerdo —convino Vera—. ¿Qué se os pasó por la cabeza?
—No es momento para hablar de eso. Basta con saber que era mi modo de terminar con dignidad. He sido incapaz de vivir con honor y debía morir.
—Sí… creo recordar algo de eso —dijo Dolmur—. ¿El Mert´h indú de nuevo, no es cierto? Lo leí en algún pasaje de camino a Roca Veteada. “Si fuiste un lelo en vida, muere como un estúpido”. ¿Cuándo demonios vais a olvidar esos preceptos desfasados y absurdos? —preguntó Dolmur con acritud.
—¡No son preceptos absurdos! ¡Son mi vida! —estalló Zando, pero inmediatamente demudó el rostro—. Es decir, lo eran —añadió algo más calmado—. He renunciado al Código —reveló con un hilo de voz. Su expresión era la personificación de la desesperanza.
—No sé de qué habláis, Zando —intervino Vera—, pero entiendo que os referís a aquello que daba sentido a vuestra vida. Y ahora lo único que os separa de la muerte es intentar remediar parte de las faltas cometidas. ¿No es eso?
—Así es. Para mí no es un obstáculo enfrentarme a los soldados. He renunciado al Código, no debo obediencia a ninguna causa ni emperador.
—A ver si lo entiendo —Dolmur lo miraba con expresión picaresca, esperanzado con su declaración—, por primera vez en vuestra vida sois libre. ¿No es eso? Demonios Zando, yo estaría aterrado ante tan pesada carga.
—¡Dolmur! No es momento para tu sarcasmo —regañó Vera—. Aunque el chico tiene parte de razón, Zando —dijo con mirada reprobadora.
—De acuerdo, frenaré mi ingenio pues —continuó Dolmur—. Sigamos. Eso nos lleva al inicio de toda esta conversación. Arriesgué mi vida por rescatar a Zando y me lo agradece pretendiendo suicidarse. Luego volví a arriesgarme viniendo aquí a rescatar a una dama en apuros que se niega a ser rescatada. Y yo, como un imbécil, me quedo junto a ella. ¡Diantres, el mal que aqueja a Zando debe ser contagioso!
—No protestes, quizás haya una buena persona detrás de tanta arrogancia —concedió Vera—. Pero tienes razón. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hay un soldado muerto en mi propiedad y otro maniatado. En cuanto los echen de menos y vengan aquí estaremos perdidos.
—¡No si Zando vuelve a combatir del modo que acabamos de ver! —exclamó Dolmur.
—¿Hacer? ¿A qué te refieres? —inquirió Zando—. Me limité a pelear.
—No. Yo os he visto pelear, y lo de antes no se parecía en absoluto.
—Es cierto —intervino Vera—. No peleabais como un hombre normal.
—No os comprendo, no recuerdo haber hecho nada especial —Zando no entendía qué trataban de decirle.
—Veréis, como mencioné hace un instante, os he visto pelear y soy testigo de vuestra increíble destreza con la espada. Se puede decir que hacéis arte del mandoble. Pero lo de hace un rato… es como si estuvieseis por encima de todo eso. El soldado estaba bien entrenado, peleaba de un modo impresionante, pero vos…
—¿Sí? Vamos muchacho, termina de una vez.
—Ya voy, dejad que me aclare —Dolmur se puso en pie y trató de imitar los movimientos de Zando—. Era como si vierais los golpes del enemigo con antelación. Ya estabais ahí cuando el ataque se producía. Os anticipabais de un modo extraordinario. Pero lo más increíble de todo era vuestra expresión.
—Sí, yo también lo vi —confirmó Vera.
—¿Mi expresión? ¿A qué os referís?
—Erais la viva imagen de la tranquilidad. Ni siquiera os inmutasteis. Vuestro rostro reflejaba serenidad todo el tiempo.
—Creo que exageráis —negó Zando acompañando su gesto con un movimiento de la mano—. Estaba ofuscado y cansado. Probablemente fue sólo suerte.
—Si vos lo decís —concedió Dolmur—, aunque espero que cuando combatáis de nuevo estéis igual de cansado. El resultado ha sido inmejorable.
—Bien, la pregunta ahora es, ¿qué podemos hacer? En cuanto aparezcáis por la aldea se os echará encima toda la guarnición y os matarán —dijo Vera angustiada.
—Es cierto —admitió Zando. Había corrido impelido por la necesidad de hacer algo por aquellas gentes. Necesitaba desesperadamente paliar su error. Pero la situación se volvía en su contra rápidamente—. Ahora que un soldado ha muerto, probablemente os arrastre a ambos en mi desdicha —les dijo—. Cuando su compañero maniatado dé su versión de los hechos, os proclamarán mis cómplices. Especialmente a ti, Dolmur.
—Podría estar camino de Ciudad Eje, rumbo a una cerveza y un soneto —el joven estaba pálido—. ¡Maldigo el día en que se me ocurrió volverme responsable!
—Cesad los dos —exhortó Vera—. Así no conseguiremos nada. Veamos Zando, eres un gran conocedor de las leyes imperiales, ¿existe algún resquicio por el que podamos salir de todo este atolladero?
—Existen varios, el problema radica en el capitán Terk. Es el oficial de mayor graduación en cientos de kilómetros a la redonda. No podemos reclamar a ninguna autoridad superior. Es un hombre orgulloso y seguro de sí mismo. Y lo peor de todo, se cree en posesión de la verdad absoluta. No atenderá a razones.
—Hagamos de eso una debilidad, usémoslo en nuestro favor —sugirió Dolmur—. Cuando se trata de poner orden y autoridad nadie os hace sombra, Zando. Como yo lo veo, debéis hacerlo dudar, imponeros frente a sus hombres. Repasad ese Código vuestro y usadlo en provecho propio por una vez. Debe haber algún resquicio legal con el que poder atacarlo. ¡Pensad en algo!
—¿El Código dices? Mmm… —Vera y Dolmur lo miraban con el corazón en un puño, conteniendo la respiración—. Quizás haya un modo, pero Terk no querrá escuchar nada cuando sepa que uno de sus hombres ha muerto. No, definitivamente no es posible —desestimó respirando profundamente.
—A ver si lo he entendido, ¿lo único que debemos hacer para tener una oportunidad es ocultar que el soldado ha muerto? —preguntó Vera.
—Una oportunidad remota, pero sí, así es.
—En tal caso tengo un plan —anunció Vera bajando el tono.

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