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CAPÍTULO XV: EL FIN

El capítulo de hoy es breve, aunque intenso. Finalmente, todas las acciones acometidas por Zando convergen en la única solución capaz de zanjar de una vez por todas su dilema moral… o eso cree él.

CAPÍTULO XV
EL FIN


La noche llegó, y con ella, un silencio teñido de impotencia…
Soplaba un suave viento del norte, cargado de frío y humedad. Unas nubes irisadas resplandecían con la luz de las lunas. Drumkandum, la luna roja, lucía llena esa noche. Era el más grande de los siete dioses, como normalmente eran conocidos los satélites. Asomaba majestuosa en el horizonte, justo frente a Zando, quién maniatado al poste, deliraba. Al fondo de la calle, en el arroyo, brotaban lenguas de niebla que la gran luna pintaba de rojo. Los jirones se arrastraban como fantasmas fríos y húmedos en dirección a Zando, que imaginaba que la niebla lo engullía, haciéndolo desaparecer. Yacía desmadejado, arrodillado hasta donde sus ataduras le permitían. Hacía horas que había dejado de sentir las manos y notaba entumecidas las piernas. Si hubiera tenido ánimos para pedir ayuda, nadie hubiese contestado su ruego. Estaba solo, siempre lo había estado. El abrazo carmesí de la muerte pronto lo reclamaría. Por fin obtendría la paz que le había sido negada en vida. Curiosamente, la idea lo reconfortaba. La paz y el sosiego largo tiempo anhelados pronto llegarían, aunque no como él hubiera imaginado. Zando rió ante la crueldad de la idea.

De repente, un golpe seco a su espalda alertó sus sentidos. «No, maldito fracasado, ya acabó el tiempo de la lucha, relájate y deja acercarse a quien sea. Sométete».
Unos pasos, que pretendían ser sigilosos pese a demostrar una evidente torpeza, se aproximaban a él. Al llegar a su altura, la figura se detuvo a su espalda.
—Pensé que no nos volveríamos a ver —dijo Zando—. ¿Qué te trae de nuevo por este lugar perdido y maldito, Dolmur?
—¡Maldición Zando! Si no bajáis la voz conseguiréis que nos maten —lo reprendió Dolmur en voz queda mientras trataba de liberarlo cortando sus correas—. ¿Cómo supisteis que era yo?
—No conozco a nadie tan decididamente torpe.
—La cautividad ha afilado vuestra lengua, por lo que veo.
—Demonios, muchacho, ¿por qué has vuelto? ¡Habla!
—¿Qué parte de bajar la voz no habéis entendido? Callad por favor. Me crucé con los soldados cuando regresaba a la capital, en el sendero. Afortunadamente para mí, una formación militar forma un gran estrépito al avanzar. Decidí internarme en la linde del bosque y esperé a que pasasen. Después continué mi camino. Traté en vano durante horas de convencerme de que no era mi problema, pero finalmente decidí volver. ¡Maldito seáis por hacer de mí un hombre responsable! Mi vida era más sencilla antes de conoceros.
—Yo no te calificaría como responsable —afirmó Zando con acritud.
—No tentéis a la suerte —advirtió el joven—. ¡Ya está! Sois libre. Escapad aprisa. Los soldados están acampados a la entrada del pueblo, pero apenas vigilan el lugar. No consideran una amenaza a los aldeanos. Amparados por la oscuridad será fácil sortearlos.
—Escapar —la sola idea repugnaba a Zando.
—Vamos, moveos de una vez. No sé cuánto dormirá el guarda al que acabo de golpear para salvaros el trasero—advirtió Dolmur mientras escrutaba la oscuridad—. No se ve a nadie, es hora de largarse, partamos de inmediato.
Era cierto. A excepción de la casa de Crod, todos los candiles estaban apagados. El herrero seguramente estaría cavilando una solución de última hora a su dilema. Pero no había solución. Ya no. Sólo cabía esperar que la fatalidad se presentase con su cara más benigna.
—Debemos irnos, sí —concedió Zando. La sensibilidad volvía a sus manos en forma de molestos pinchazos—. Escúchame bien chico, necesito que me hagas un favor. Quiero que vayas a la propiedad de Vera. Debes convencerla y ponerla a salvo, cueste lo que cueste. Aún tienes tiempo antes del amanecer. ¡Corre como el viento! ¡Sálvala tú por mí!
—¿Por qué no venís vos? Ella os tiene en mejor estima que a mí.
—Ya no. Ella… le he confesado que fui el General Verde.
—Maldición Zando. ¿En qué estabais pensando? Seguramente os culpe de la muerte de su hermana Alasia. ¡Diantres! Menudo momento habéis escogido para decírselo.
—Lo hecho, hecho está. ¿Irás por ella y la pondrás a salvo? Júramelo.
—De acuerdo, lo haré. Lo juro por mi honor. Esa es la fórmula que más os complace ¿no?
—Así es, por tu honor. Quizás aún haya esperanza para ti, después de todo —«para mí es demasiado tarde», pensó Zando guardándose de decirlo en voz alta.
—Mientras tanto vos… debéis escapar, esperadnos después de la garganta, donde comienza el bosque… ¿Zando? ¿Dónde os habéis metido?
Pero nadie respondió. Dolmur estaba solo.

Zando corrió desesperado, levantando jirones de niebla a su paso. Atrás quedaba la aldea con sus esperanzas rotas. Las montañas infranqueables que rodeaban el valle se acercaban a él a cada paso que daba. Sentía no haber podido despedirse, pero era mejor así. Dolmur, sin pretenderlo, le había proporcionado la única salida honorable a su dilema. No desperdiciaría la oportunidad que le había brindado el destino. Todo su ser clamaba por acabar de una vez y para siempre con toda aquella farsa que había sido su vida.
Aceleró el paso aún más. Su pecho era como un caldero a punto de estallar por la presión. Las ramas de los arbustos herían su piel, arañándolo sin piedad. Corría atravesando los campos, ignorando cualquier ruta que no fuera el camino más corto hacia su destino final. Su precipitada carrera lo hizo caer un par de veces; la niebla le impedía ver donde pisaba, pero eso no era óbice para él. No se detuvo ni aminoró un ápice. Continuó su frenético avance hasta llegar al pie de la pared con la veta dorada.
Entonces se detuvo. Miró entre jadeos los destellos que la luz lunar arrancaba a la veta. Toda la gente que vivía en aquel lugar eran descendientes de colonos que habían buscado riquezas bajo aquella promesa inalcanzable de la naturaleza. Y ahora, casi medio siglo después, estaban en la ruina y a punto de perderlo todo. Todo por una promesa vacía, por una esperanza rota.
Justo como su vida.
El lugar, pues, no podía ser más apropiado. A Zando le agradó la ironía.
«Un último esfuerzo y al fin obtendré la paz», pensó.
Comenzó a subir por el estrecho paso donde Vera lo había conducido días atrás, bordeando la pared de roca y recorriendo la empinada pendiente. La ascensión era tan tortuosa como peligrosa, muy distinta al recuerdo de subir caminado lentamente, junto a Vera. El recuerdo de la mujer lo hizo angustiarse.
«No hay lugar para eso, viejo, sólo para el descanso. Camina, no pienses, no te pares. Hazlo bien al menos en el final», pensó, tratando de centrarse en su objetivo.
Al afrontar los últimos metros un pie resbaló y Zando quedó colgando de una roca a la que había logrado asirse. Sus pies se balanceaban en el vacío. Zando tensó su brazo y se incorporó de nuevo, logrando recuperar el equilibrio.
—¡Aún no! —gritó con rabia—. Al menos esto lo haré como es debido.
Finalmente, llegó a lo alto. Agotado, se dejó caer en el suelo, recuperando el resuello. Aquel era su momento y tenía que ser perfecto. Sus piernas no vacilarían en absoluto cuando diese su último paso, el paso que lo redimiría de una vida vacía y sin honor.
Al cabo de unos minutos, se sintió con fuerzas para levantarse. Caminó con paso tranquilo y se detuvo en el borde del precipicio.
—Es hora de morir —dijo, y se dispuso a saltar.

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