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CAPÍTULO XIV: CAPTURADO

Hola a todos, permitidme una breve reflexión antes de la lectura del capítulo de hoy. Si bien esta historia es de aventuras ambientada en un universo fantástico alejado de nuestra realidad, los paralelismos y similitudes están presentes, ya que de otro modo, sería muy difícil conectar emocionalmente con los personajes.
A estas alturas, habréis observado que Zando, el protagonista, hace gala de una evidente rigidez mental. Mucha gente me pregunta el porqué de esta elección tan alejada de típico protagonista. La respuesta es bien sencilla: el cambio. Un personaje que no evoluciona, es plano, vacío (este defecto lo podemos ver en la mayoría de películas recientes del cine comercial). Soy hijo de unos padres que vivieron muchos años en la dictadura, educados en una sociedad con unos valores rígidos y comunes para todos. A veces me pregunto cómo pueden seguir aferrados a unos valores y creencias que apenas pueden resistir el más elemental análisis racional... y ahí siguen, impertérritos. Y creo que lo hacen porque no necesitan cambiar para sobrevivir. Les sigue funcionando y simplemente no se cuestionan las cosas.
Creo interesante, desde el punto de vista del que cuenta historias, plantearme cómo de convulsos tienen que ser los acontecimientos para obligar a un hombre acomodado en determinado modo de pensar, a actuar y rebelarse ante su propia escala de valores y creencias.
Así pues, queridos lectores, pasen y vean la caída y resurgir de Zando...

CAPÍTULO XIV
CAPTURADO


Cuando Zando abrió los ojos, un escalofrío recorrió su cuerpo. Un sudor frío perlaba cada uno de sus poros. La familiar sensación de ahogo y horror que acompañaba su despertar desde hacía años lo había traído de vuelta al mundo de la vigilia. Estaba recostado contra el tronco de un antiguo castaño, echado bajo el abrigo de sus ramas. Trató en vano de recordar cómo había llegado hasta allí, pero la noche anterior se desvanecía en su memoria. Se incorporó con torpeza, notando el cuerpo agarrotado y aterido de frío.

Y algo más. La punzada en la sien, el sabor amargo en su boca… indudablemente, había bebido la noche anterior. Pero ¿cuándo y por qué? Su mente rememoró los acontecimientos de la víspera tratando de reconstruir el rompecabezas. Recordaba haber ofendido a Vera con su rechazo, y su posterior discusión con Dolmur. El recuerdo trajo consigo el remordimiento. “Creemos que maduramos”, pensó “pero todo es una falacia. Rasca un poco en la superficie de cualquier hombre, y no tendrás sino al joven inseguro y torpe que fue”.
Entonces vio los restos de una botella a unos metros, en el suelo, junto a una taza de barro que aún conservaba un resto de bebida. Lentamente, comenzaba a recordar. Había aceptado una taza de vino caliente con especias. Delonias había insistido en invitarlo y él se sentía tan desgarrado por dentro que no le había importado bajar la guardia y beber un trago. A partir de ahí, nada. Su mente se negaba a recordar lo sucedido tras ese momento de la noche.
Estaba claro que la cosa no quedó en un solo trago. Tras años tratando de superar el pasado, de autocontrol y disciplina, se había emborrachado.
—Treinta años sin beber… —se recriminó—. ¡Dioses! ¿Acaso puedo caer más bajo?
La culpa lo embargó. Abrazó sus rodillas balanceando el cuerpo y apretó y apretó hasta que le dolieron los brazos. Jamás en toda su vida se había sentido tan vacío, tan perdido.
El esfuerzo continuado, no obstante, lo calmó. El jadeo provocado por la ansiedad pronto le pasó factura, haciéndolo sentir mareado. Miró entonces alrededor, tratando en vano de localizar el lugar donde había dormido. Se incorporó y calculó la hora. No hacía mucho desde el amanecer. Vera estaría comenzando la jornada en su granja, no muy lejos de allí. Zando deseaba ir junto a ella y pedirle perdón. Pero era demasiado tarde para eso. Era un hombre roto sin nada que ofrecer. Los acontecimientos recientes habían destapado su verdadero ser. Jamás cambiaría por más que lo intentase.
Había echado el resto en esta aventura y había terminado solo y borracho, como antaño. Partiría de inmediato hacia la capital y se excusaría ante el emperador, aceptando su castigo sin protestar.

Tras deambular unos minutos hasta lograr orientarse, caminó con un nudo en el estómago hacia Roca Veteada. Andaba mirando por encima del hombro, procurando no ser visto; no se sentía con ánimos para hablar con nadie.
Antes de partir advertiría a Crod, el herrero, sobre su verdadera misión. Zando desconocía el tiempo que tardaría el gobierno imperial en enviar a alguien a cumplir la tarea que él había sido incapaz de llevar a cabo. Con un poco de suerte, los aldeanos lograrían reunir el dinero suficiente para pagar sus impuestos. Ahora, al menos, su situación no era tan precaria. Con un poco de trabajo lograrían salir a flote.
Al llegar hasta la primera casa, dobló la esquina y desembocó en la única calle del pueblo.
Entonces los vio. Un destacamento de soldados imperiales aguardaba en silencio, formados en mitad de la calle. El capitán al mando, un fornido militar de rasgos arendianos, miraba perplejo alrededor. Zando dedujo que debían haber llegado justo antes que él, pues los aldeanos del diminuto centro urbano aún dormían, ajenos a la presencia de los soldados. Aquello no podía estar pasando. No ahora.
El capitán lo vio.
—¡Eh tú, soldado! —le gritó—. Acércate de inmediato.
Zando obedeció. Aún era miembro del ejército y ese hombre lo superaba en graduación. Imaginó que aquel destacamento procedía del Acuartelamiento del Bosque Oscuro. ¡Sagrado Hur! Un escalofrío recorrió su espalda al recordar la advertencia de Dolmur: aquellos hombres tenían orden de acabar con su vida. Si al menos pudiera interceder por los aldeanos…
—Capitán, el sargento Zando a su órdenes. Si me permite explicarle…
—¿Zando dices? —interrumpió el capitán, sorprendido. Estaba claro que conocía su identidad—. En tal caso quedas arrestado por orden del emperador.
Antes de poder reaccionar, un par de soldados lo asían de los brazos. Zando no se resistió.
—Soy el capitán Terk, del Acuartelamiento del Bosque Oscuro —se presentó—. Has sido declarado proscrito y los habitantes del lugar traidores al Imperio.
—¡No! Ellos no, sólo son honrados aldeanos. Yo asumiré toda la responsabilidad, dejadlos en paz.
—¿Responsabilidad dices? —Terk miró de hito en hito a Zando—. Mírate bien, ni siquiera eres digno de ser llamado soldado. Tu aspecto es lamentable. Estás sucio y sin afeitar, y no llevas el uniforme correctamente puesto.
Era cierto. Su ropa estaba sucia y arrugada después de pasar la noche a la intemperie. Y su rostro seguramente dejase entrever la gran resaca que padecía.
—Apestas a vino, sargento —Terk lo examinaba con cara de aprensión—. Arrancadle los galones y después atadlo a un poste, ahí, en mitad de la calle —ordenó a sus soldados—. Interesante… —dijo al fijarse en los despojos que delataban la celebración del día anterior. Las guirnaldas y los adornos seguían colgados, algunos restos de comida estaban esparcidos sobre las mesas y las ascuas de las fogatas aún humeaban—, aquí se ha celebrado un banquete… para estar en la ruina estos aldeanos demuestran pasárselo en grande. ¿Acaso me tomas por tonto? —gritó—. Buscadme al mandamás local y traedlo de inmediato —ordenó a sus hombres.
Zando no daba crédito a su mala fortuna. De todos los días en los que podían presentarse los soldados, ¿por qué demonios lo habían hecho aquella mañana? La aldea presentaba un aspecto magnifico después del duro trabajo de reconstrucción, y los restos del homenaje —¡Hur, lo hicieron en mi honor!—, daban una falsa imagen de opulencia. Ahora sería imposible convencer a Terk de la precariedad en la que vivían en aquel apartado lugar. Las apariencias apuntaban a que habían mentido al negarse a pagar sus impuestos.
Pero daba igual tratándose de soldados. Aunque hubieran encontrado la aldea sumida en la ruina, ellos cumplirían sus órdenes sin cuestionarlas. No, lo que realmente le preocupaba, eran las consecuencias.
Terk miraba con desdén en derredor, examinándolo todo con agria expresión. Aquello pintaba mal. Zando era bueno juzgando a los hombres y no le gustaba lo que veía en éste. Su actitud de superioridad atendía probablemente a un ego desproporcionado, y en sus ojos había un deje de crueldad amenazador. La posibilidad de que se ensañase al cumplir con su cometido era más que probable. Zando debía interceder por ellos.
—Capitán Terk —llamó—, capitán Terk, os lo ruego, escuchadme, yo soy el único culpable. No debéis prestar atención a lo que veis. Estas pobres gentes son honrados campesinos. Yo os lo puedo aclarar todo —una parte de Zando se rió al pensar cuándo había sido la última vez que había suplicado algo en su vida.
Terk avanzó hacia él, se situó cara a cara y fingió sopesar su petición. Al cabo de un instante alzó un dedo y señaló a un soldado. El corpulento bruto golpeó violentamente a Zando en el estómago, quién, preparado, aguantó el golpe sin problemas. El capitán, irritado, ordenó de nuevo que lo golpearan, pero esta vez en la cabeza. Un corte surcó la ceja del prisionero y tiñó de rojo su visión.
—No debéis prestar atención… ¿he oído bien, traidor? —un nuevo golpe, esta vez en el costado—. Jamás vuelvas a decirme lo que debo o no debo hacer, pedazo de basura. No vuelvas a hablar hasta que no te autorice. No te conviene hacerme enfadar.
Zando decidió obedecer. Definitivamente el capitán Terk era un maníaco que confundía autoritarismo con disciplina y el castigo con un mando firme. Crod apareció entonces con el rostro contraído de rabia. Un hilo de sangre le caía por la mejilla.
—¿Qué ignominia es ésta? —bramó—. Estos perros militares me han sacado a rastras de mi hogar —dijo mirando torvamente al capitán.
Terk miró despreocupadamente al herrero. A un leve gesto, sus hombres golpearon e hincaron de rodillas al pesado hombre. Crod, por toda respuesta, bufó desafiante.
—Me temo que todos en esta aldea necesitan una severa lección de modales. Afortunadamente, estoy dispuesto a enseñároslos.
—¡Y un carajo! —Crod escupió a las botas de Terk.
—¡Alcalde, no, deteneos! Debéis conservar la calma —trató de advertir Zando.
Al instante fue golpeado severamente en la boca del estómago.
Terk, mientras tanto, miraba perplejo la saliva en sus botas.
—Rompedle un dedo y seguid cada vez que hable sin permiso —ordenó.
Zando sabía que aquello era ilegal. Un militar no poseía la autoridad para ajusticiar a un civil sin un juicio previo. Toda la aldea había sido declarada culpable mucho tiempo atrás por un emperador cruel y mezquino. Era la segunda vez que Zando emitía juicios de valor condenando a Golo, y una vez más, no había experimentado remordimientos por tener semejante pensamiento. «Has perdido la poca honradez que te quedaba, viejo. Un hombre de honor jamás cuestiona la autoridad de un superior». Crod gimió de dolor cuando le fracturaron el dedo índice de la mano izquierda. Los primeros aldeanos ya asomaban alertados por los gritos. Tenían el temor reflejado en la mirada.
—Portaos bien señor alcalde —advirtió quedamente Terk—, vuestros leales conciudadanos os observan. ¡Ciudadanos! —gritó volviéndose a la decena de aldeanos que lo miraban—. Yo, Terk, capitán del ejército del emperador Golo, os conmino a pagar los quinientos treinta y cuatro inus de plata que Roca Veteada adeuda en concepto de impuestos impagados. Tenéis hasta mañana al amanecer. Es todo.
—¡Estamos en la ruina! —protestó Crod—. Si os diésemos hasta la última moneda que tenemos todos los lugareños no alcanzaríamos la mitad de esa cifra. Si el Imperio quiere cobrar impuestos que ayude a sus ciudadanos primero.
El hombre tenía redaños, a Zando no le cabía duda. Apaleado y con un dedo roto, aún tenía arrojo para defender lo que creía. «¡Es lo justo, así se pudra Golo!». Si al menos la aldea siguiera destrozada, tendrían una oportunidad. Todo era culpa suya. Había dejado de cumplir con su deber, y ellos lo pagarían. Zando sintió volverse sus tripas del revés.
Terk examinó el poso de vino de una jarra colocada en una de las mesas que aún presidían parte de la calle. Después arrancó una guirnalda de flores del porche de una casa. Finalmente examinó con fingido detenimiento la calzada recién reparada.
—Creo que me tomáis por tonto, señor alcalde —afirmó en tono lúgubre—. Lo que veo es un sitio próspero donde se organizan fiestas y se despilfarran las monedas. He dicho mi última palabra. Sois libre hasta mañana al amanecer. Más os vale pagar la deuda.
Crod refunfuño al incorporarse y comenzó a caminar hacia su herrería, protegiendo su mano lesionada.
—¡Ah, por cierto! —lo conminó Terk—. Habéis vuelto a hablar sin permiso, ya sabéis lo que eso significa.

Una hora después, Zando estaba fuertemente maniatado a un tronco que los soldados habían ensartado diligentemente en el centro de la calle.
La tropa de Terk se había pasado toda la mañana inspeccionando la aldea. Al principio se ciñeron al núcleo principal, pero enseguida partieron en pequeños grupos en dirección a las numerosas granjas esparcidas por los alrededores. Terk había instalado su base de operaciones a la entrada, con las tiendas de campaña habituales en estos casos. Los aldeanos acudían a verlo escoltados por los soldados. Un par de mujeres habían roto a llorar después de la entrevista.
Al verlo maniatado y humillado, los habitantes del pueblo no se atrevieron a dirigirle la palabra. Pasaban cabizbajos, echando furtivas miradas en su dirección. Zando podía ver el temor reflejado en sus ojos. No era buena idea dejarse ver con alguien que despertaba las iras de la justicia. Algunos se dirigían a la cabaña de Crod, probablemente para tratar de decidir qué hacer ante aquella emergencia. Lamentablemente, todo era inútil. Si no presentaban hasta el último inu, serían ajusticiados. El castigo dependería en buena medida del talante de su juez. Terk parecía implacable y eso no presagiaba nada bueno. Probablemente los echase a todos de allí. Quizás eso fuera lo mejor. Empezar de nuevo en otro lugar. Para ellos aún había esperanza.
Cercano el medio día, un nutrido grupo de aldeanos liderados por Crod se dirigió directamente hacia él.
—En nombre de Yemulah, ¿queréis explicar qué demonios hacen esos soldados aquí? —demandó sin preámbulos. Sus dedos estaban precariamente entablillados—. ¿Es cierto que vuestra misión era la de cobrarnos los impuestos?
—Yo… lo siento —admitió Zando avergonzado—. Nunca pensé que las cosas podrían llegar hasta este punto.
—Ahorraos las excusas, soldado —Crod pronunció la palabra con desprecio.
—No son excusas. Mi misión era cobraros, pero al ver las condiciones en las que vivíais no pude hacerlo. Decidí que si el Imperio os debía algo de ayuda yo debía prestárosla. Después de todo, llegué aquí como representante del ejército.
—Menudo consuelo. Ahora nos desahuciarán de una aldea reconstruida en lugar de una en ruinas. Es necesario negociar. Debemos demostrar que no podemos pagar. Lograremos salir de esta. De algún modo lo lograremos.
Eso era imposible y Zando lo sabía. Los soldados no atenderían a razones. Sólo cumplirían sus órdenes.
—Sí, quizás logréis mostrarle la verdad al capitán Terk —mintió. No se sentía con ánimos para decirles la verdad—. Yo intercederé por vosotros. Cargaré con toda la culpa. Podéis iros tranquilos.
—La tranquilidad es un bien escaso por estas tierras —declaró Crod con acritud antes de marcharse.

Las horas pasaron lentas bajo un tiempo cargado de negros nubarrones. Zando, maniatado y humillado, era presa de la desesperanza. Le daba igual morir o vivir, salir bien parado o ser ejecutado. Se creía merecedor de cualquier castigo. Cautivo como estaba, sólo le quedaban sus aciagos pensamientos. Creía haberse rehecho a sí mismo como hombre en su larga carrera militar, con su sudor y voluntad. Pero la cruda realidad se había impuesto finalmente. No debía haber perdido el control en el templo de Féldaslon, no debía haber renunciado a cobrarles los impuestos a los aldeanos y no debía haber retrasado su marcha de aquel lugar perdido y olvidado. Su vida había demostrado tener un orden, un equilibrio. Él había hecho del Mert´h indú la guía sobre la que asentar sus actos. Y todo había ido bien durante años. O eso creía él. En lo profundo de su ser, ahora sabía que no. Después de todo, la gente no cambiaba. Finalmente, no había dado la talla.
Sí, merecía cualquier castigo.
—¿Zando, sois vos de verdad? —preguntó una voz femenina a sus espaldas—. ¡Yemulah bendito, es cierto!
—¿Q…quién? —preguntó con la boca seca. No había bebido en todo el día.
—Soy yo, Vera —dijo colocándose frente a él. La mujer presentaba un aspecto cansado, como si no hubiera dormido. Vestía con ropas de faena raídas—. Anoche Dolmur vino a verme muy alterado, pidiendo el pago por su trabajo. Después no sé nada de vos en toda la noche y ahora unos soldados irrumpen en la granja y me obligan a venir a hablar con su capitán. Me tachan de enemiga del Imperio y amenazan con quitármelo todo —sus ojos se anegaron de lágrimas—. ¿Por qué? Vos dijisteis que todo iría bien, que el Imperio se iba a hacer cargo de nuestra situación.
Otra mentira. Zando se había limitado a informar de la muerte de Alasia Valin y, preso por el sentimiento de culpa, se había dedicado a ayudar a los aldeanos. El resto no era más que una confusión que él no había tenido fuerzas para aclarar. Zando se sentía el hombre más miserable del mundo.
—Yo… no soy más que un farsante. Fui enviado aquí a cobraros los impuestos. Ahora todo el mundo será castigado por mi estupidez.
—¡No os atreváis a decir eso! —Vera lo tomó de los hombros—. Por primera vez en años, Roca Veteada ha recuperado la ilusión. La aldea jamás tuvo mejor aspecto. Y os lo debemos a vos. Al diablo con los impuestos. Os constaba que no eran justos y obrasteis con honradez y dignidad.
—No… —Vera no lo entendía. El libre albedrío no conducía a una vida recta. Él había tratado de seguir el Código de Honor y había fracasado. Lo demás eran excusas y justificaciones vacías—. Debéis iros, no deben veros junto a mí. Olvidad que me habéis conocido. Marchad ahora.
—Tenéis los labios resecos. Aún quedan odres con agua en las mesas del banquete, os traeré uno —respondió Vera en cambio.
Zando maldijo a aquella terca mujer. Debía hacer que se fuera, que lo olvidase. Ella no debía pagar por sus faltas. Valía demasiado.
—Tomad —Vera ofreció un cuenco con agua fresca—. Bebed, yo os la sostendré.
—No, no lo entendéis. Iros ahora mismo. Marchad de inmediato —Zando estaba enajenado, debía hacer que se fuera de inmediato. Vera se limitó a acercar el agua a sus labios—. Yo era el General Verde. ¡Mataron a vuestra hermana por mi culpa! —dijo al fin.
El cuenco se escurrió entre los dedos de Vera, cayendo al suelo donde se hizo añicos. Miraba con ojos desorbitados al suelo, aturdida aún por la revelación. Zando sintió que su alma se rompía en mil pedazos. Una lágrima corrió por la mejilla de la mujer. Lentamente, levantó los ojos hasta encararse con él. El desprecio y la repudia eran los únicos sentimientos que traslucía el rostro congestionado de la mujer.
—¿Vos? —acertó a preguntar con voz ronca.
—Sí, yo. A raíz del incidente fui degradado y enviado aquí. Alasia murió por mi culpa.
Vera le sostuvo la mirada unos instantes antes de decir:
—Os desprecio.
Después, lo abofeteó sonoramente y comenzó a caminar en silencio de vuelta hacia la granja.
Zando creyó morir de dolor.

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