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CAPÍTULO XIII: CELEBRACIONES

CAPÍTULO XIII
CELEBRACIONES


Las semanas pasaron hasta convertirse en meses. Entregado de sol a sol a la reconstrucción de la aldea, Zando apenas fue consciente de la llegada del verano. El clima en el interior del valle, si bien solía ser crudo en invierno, se mostraba benigno en los meses de verano, con temperaturas suaves y moderadamente agradables. El tiempo, pues, invitaba al trabajo, favoreciendo la frenética actividad que se había adueñado del lugar.
Poco a poco, Zando se fue ganando la confianza de los aldeanos. Su entrega y capacidad de trabajo habían logrado abrirle las puertas de Roca Veteada. El rechazo inicial dio paso a una admiración mutua entre el sargento y los aldeanos. Incluso Crod, el testarudo herrero, dejó de acecharlo como un ave de presa, tornando la animadversión que sentía hacia él por una tolerancia tensa, con saludos secos cuando sus caminos se cruzaban.
Las obras de acondicionamiento y reconstrucción estaban muy avanzadas, gracias a la estrecha colaboración entre los habitantes. Zando era el encargado de coordinar el trabajo diario, compaginando las labores personales de cada cual con las de reconstrucción, ahora comunitarias. Los granjeros, en vez de lamentarse y sentirse desbordados e impotentes por los acontecimientos, se comprometían con las reparaciones con energías renovadas. En ocasiones, el grueso de los hombres acudía a una sola propiedad, para contribuir con su esfuerzo a la consecución de una obra de mayor magnitud.

Tal era el caso de Delonias Marktub, que incluso tuvo que trasladar su casa de emplazamiento y reconstruirla desde cero. Zando había descubierto que la ladera sobre la que estaba construido el hogar de Delonias sufría constantes corrimientos de tierra que hacían agrietarse peligrosamente el edificio. Igualmente, procedieron a levantar pequeñas presas en las torrenteras de mayor caudal. El arroyo que surcaba el valle fue asimismo desbrozado y su caudal ampliado, reforzando los tramos con tendencia al desbordamiento. Desde cualquier punto de vista, Roca Veteada había renacido.
Desgraciadamente, no se podía decir lo mismo del artífice de tal milagro.
Cada día de duro trabajo acercaba irremisiblemente a Zando al momento que más temía: el cobro de los impuestos. Si en un primer momento le había parecido buena idea comprometerse a la reconstrucción de la aldea, ahora no las tenía todas consigo. Su plan consistía en usar sus conocimientos y su esfuerzo como moneda de cambio para poder cobrarles los impuestos. Él pagaría los servicios adeudados por el Imperio con su trabajo.
Pero no iba a resultar tan sencillo.
Ahora que los aldeanos habían recobrado la ilusión, apenas lo necesitaban. Zando lideraba y organizaba las jornadas de trabajo, pero eran ellos quienes realizaban la mayor parte del mismo. Si pretendía pagar él solo la deuda, no le bastaría con unos meses de esfuerzo: necesitaría años.
Ahora que Zando veía cercano el día en que finalizarían las obras, una terrible desazón lo embargaba. ¿Qué haría entonces? ¿Regresaría a la capital sin haber cumplido con su misión? Vivir en deshonor se le antojaba peor que la misma muerte. Pero, ¿acaso podía conservar el honor recaudando unos inus que los aldeanos no tenían? Eligiese lo que eligiese, parecía estar condenado al fracaso. No existía una salida satisfactoria.
Curiosamente, la idea de permanecer en Roca Veteada el mayor tiempo posible, no lo desagradaba. Después de años de estéril dedicación a un trabajo burocrático, resultaba estimulante emplearse en labores manuales. En el microcosmos formado en aquel remoto paraje, la vida tenía sentido por primera vez en años.
Y Vera tenía mucho que ver en la agridulce sensación de paz que lo embargaba.
Zando usaba como morada su granja. Cada día, al llegar el ocaso, caminaba hasta su propiedad, deseando disfrutar de la paz de la noche estival en compañía de la mujer. Después de cenar, se sentaba en el porche de la casa, junto a ella. Allí charlaban hasta bien entrada la noche.
Así, entre anécdota y anécdota, Zando descubrió a una mujer que, además de ser una trabajadora formidable, demostró ser culta, con inquietudes que iban más allá de lo puramente mundano. Sus padres, comerciantes y artesanos de origen cosmopolita, habían inculcado en ella el interés por el arte y las letras. Orgullosa, Vera le enumeraba los libros que había leído en su vida, conseguidos con esfuerzo cada año en su viaje anual al mercado de Sinie. Apenas eran una veintena, pero para ella eran su posesión más preciada. Algunos, incluso los había llegado a releer en numerosas ocasiones.
—¡Ah, si yo viviera en un lugar como Ciudad Eje! —decía—. ¿Imagináis cuántos libros podría leer en un lugar así? —su mirada se iluminaba al pensar en las posibilidades que ofrecían las grandes urbes.
Sin embargo, cuando Zando la animaba a viajar, Vera se negaba a concederse tal posibilidad, insistiendo en que su vida estaba irremediablemente unida a la granja. Para ella, abandonar el lugar donde había nacido y crecido era algo antinatural.
—Quizá, si no estuviera sola, me animaría a concederme un descanso, pero no ahora. He entregado a esta tierra demasiadas lágrimas como para irme sin más —argumentaba.
No todas las conversaciones versaban sobre literatura. Vera también cultivaba su afición por el arte: sentía verdadera pasión por la elaboración de tapices, para los que empleaba un viejo telar comprado a un buhonero hacía años. Las composiciones de sus lienzos, alejadas de los temas frívolos o históricos que solían caracterizar a los vistos en Ciudad Eje, versaban en su mayor parte sobre estudios preciosistas de la vida animal y el paisaje. Admirado por la belleza de su trabajo, la animó a continuar.
—Si dejáis que el bribón de Dolmur se ocupe de su venta en la capital, podríais sacar una suma bastante respetable. Ese muchacho le vendería unos guantes a un manco —le sugirió con ironía.
Poco a poco, la amistad y la complicidad fueron creciendo entre ellos. La admiración inicial hacia la mujer se había tornado en un cariño muy especial que Zando sentía como mutuo.

Fue un día, a mediados del estío, cuando Zando conoció la historia de Roca Veteada. Una inesperada tormenta de verano había obligado a suspender las obras a media tarde. Resignado por el retraso, Zando caminó bajo el aguacero hasta la granja de Vera. Al llegar, un sol radiante lucía de nuevo; las nubes se habían disuelto tan rápidamente como habían surgido. Vera, al verlo llegar empapado, encontró muy divertido su aspecto.
—Sé que teníais muchas ganas de verme —bromeó—, pero no hacía falta caminar bajo la lluvia.
Zando no pudo evitar sonreír.
—Un gesto tan caballeroso bien merece una compensación —continuó Vera—. Venid, aprovecharemos la ocasión que se nos brinda. Después de todo, nunca me concedéis el favor de vuestra compañía hasta el ocaso. ¿Me haréis el honor de acompañarme?
—Encantado —sonrió Zando—. ¿Dónde iremos?
—No os lo puedo decir, es una sorpresa —respondió Vera tendiéndole la mano e invitándolo a seguirla.
Ambos se dirigieron al oeste, hacia el fondo del valle, internándose en la espaciada arboleda que rodeaba la granja de Vera. Aún eran visibles los restos de un antiguo camino transitado tiempo atrás e invadido ahora por la maleza. Conversaban animadamente, burlándose de los torpes esfuerzos de Dolmur por convertirse en un hombre de campo; dudaban si el joven había causado más destrozos que cosas había reparado.
El sendero bordeó un macizo rocoso desgajado de la cadena montañosa que rodeaba el valle. Al llegar al final del camino, Vera se volvió hacia Zando. Pese a la umbría reinante a aquellas horas, los destellos de una veta dorada eran visibles en lo alto de una inmensa pared vertical.
—Eso —dijo Vera señalando hacia arriba—, es lo que le da el nombre a la aldea, y el motivo de que estas tierras hayan sido colonizadas.
Zando miró intrigado el enorme filón mineral que emergía a gran altura. Una veta de mineral dorado contrastaba con la austeridad de la roca circundante. A sus pies, al nivel del suelo, los restos de una intrincada estructura de andamios yacían invadidos por el musgo y devorados por la intemperie.
—¿Debo entender que los aldeanos sois descendientes de buscadores de oro? —preguntó Zando.
—No exactamente. Venid, os lo explicaré —dijo Vera señalando un tronco caído. Se sentaron uno junto al otro. La proximidad física hizo que Zando se sintiese extrañamente nervioso, casi como un adolescente—. Todos los que vivimos en este valle somos los descendientes de una antigua caravana de colonos que buscaban nuevas tierras en las que asentarse. La comitiva estaba compuesta por ciudadanos de la capital arruinados, comerciantes y artesanos en su mayor parte, que buscaban desesperadamente una nueva vida, un lugar donde comenzar de nuevo. Al partir de Ciudad Eje, tomaron la ruta suroeste, probablemente la misma por la que habréis venido vos desde la capital. Al llegar a la linde del Bosque Oscuro, los colonos se encontraron con un descubrimiento que los obligó a tomar una decisión arriesgada. Hallaron el modo de bordear la floresta a través del paso que usasteis para llegar hasta la aldea: el estrecho túnel natural que forman la pared de roca y el techo del bosque.
Zando asintió. Nadie conocía su incursión en Shazalar. En la aldea, todos daban por supuesto que habían llegado por la única ruta conocida.
—Si bien la intención inicial de los colonos era llegar hasta las despobladas tierras del norte de Arendia —continuó Vera—, ahora se les ofrecía la posibilidad de llegar a tierras vírgenes, más allá del gigante arbóreo. Tras duras deliberaciones, el grupo inicial se dividió en dos. El primero continuaría su camino y fundaría los asentamientos que hoy conocemos como Sinie, Eurdal y Linesmon. El segundo, se internó en el estrecho pasadizo y se aventuró más allá. Al cabo de un mes de duro avance abriéndose camino y creando un paso hasta entonces inexistente en algunos tramos, llegaron a este valle. Esperanzados, creyeron haber encontrado un nuevo paso hacia Ilicia, así como tierras vírgenes donde establecerse.
—Pero en lugar de eso, descubrieron que el valle no tenía salida…
—Eso es. Y lo que es peor, la extensión de estas tierras no bastaba para acoger a todos los colonos. Sólo una pequeña parte podrían quedarse, arriesgándose a vivir en una de las zonas más aisladas del Imperio. Se mirase por donde se mirase, la decisión de escindirse del resto de la caravana parecía un error fatal.
“Sin embargo, un colono hizo un hallazgo que cambiaría sus vidas para siempre: tratando en vano de hallar una salida del valle, descubrió la veta suspendida sobre nuestras cabezas. La esperanza floreció de nuevo entre la comitiva, que creyó haber dado con un filón de oro. Desgraciadamente, la veta estaba en un lugar prácticamente inaccesible. Una vez más, se vieron obligados a tomar una difícil decisión: quedarse y construir un andamio de proporciones colosales, o marcharse y renunciar a la posibilidad de extraer el preciado mineral. Esta vez, la unanimidad cundió en las filas de los colonos: todos decidieron quedarse y arriesgarse. Ninguno se hubiese perdonado si después de renunciar, sus compañeros hubieran hallado finalmente oro.
—Tal es la condición del ser humano, siempre dispuesto a verter sus esperanzas en empresas vanas —opinó Zando—. Para triunfar, la mayor parte de las veces, el único camino es el trabajo duro.
—Por no mencionar que es el único método infalible para ganarse la vida —concedió Vera—. En cualquier caso, los colonos se emplearon a fondo durante meses, acometiendo una empresa que hubiese puesto en apuros a muchos arquitectos reputados. Finalmente, tras demasiados accidentes y lágrimas vertidas, el andamio alcanzó la altura suficiente. Grindon, el colono que había hallado la veta, tuvo el honor de ser el primero en tocar el mineral. El resto contuvo la respiración mientras el hombre arrancaba de la veta un fragmento de mineral. Cuando Grindon miró a la multitud, las expectativas vertidas durante meses se esfumaron en un instante. “Sólo es pirita” —dijo—. “Todo ha sido en vano…” añadió mientras les arrojaba el fragmento.
“Así, finalizó la aventura que los colonos iniciaran meses atrás, cuando tomaron el camino que los condujo hasta el valle. Rotas sus esperanzas, volvieron sobre sus pasos, con los ánimos destrozados y el alma rota.
“No obstante, un pequeño grupo decidió permanecer en el valle. Como consecuencia de la construcción del andamio, se habían talado muchos árboles, despejado grandes extensiones de tierra. Era un lugar propicio para asentarse, después de todo. Quizás, tras el varapalo sufrido, aún quedase espacio para la esperanza. De este modo, la mayor parte de las familias que habían perdido a alguien en la construcción de la estructura decidieron permanecer en el valle, bautizando el lugar como Roca Veteada. El nombre les recordaría siempre la historia que los llevó a asentarse aquí.
—¿Vos presenciasteis los sucesos que habéis narrado?
—No, mi padre fue uno de los colonos que construyeron el andamio. Mi hermano mayor, un adolescente en aquellos días, fue uno de los que perecieron en la construcción. Mis padres decidieron quedarse y comenzar de nuevo. Mi hermana y yo nacimos aquí. Somos la primera generación genuinamente autóctona. De los cinco miembros de mi familia, ahora sólo quedo yo —Vera ensombreció el rostro y miró a Zando, turbada—. ¿No creéis que ya he pagado suficiente por vivir en este lugar? Si Alasia no se hubiese enfrentado a aquel maldito general… —exclamó sollozando.
Zando le tendió torpemente los brazos, disimulando su angustia. Si Vera sospechase la verdad… No, no podía pensar en ello. Por primera vez en muchos años, se enfrentaba a un problema del que no sabía cómo salir. ¡Hur! ¿Cómo podía sentirse culpable por algo en lo que no había tomado parte? No fue su mano la que segó la vida de Alasia, ni su voz la que dio la mortal orden. Y sin embargo…
—Ya pasó, ya pasó —dijo torpemente, tratando de consolarla. La mujer se abrazó con fuerza, llorando contra su pecho.
Al cabo de unos minutos, recuperada ya la serenidad, Vera se incorporó con energía, animándolo a seguirla.
—Es la hora, si seguimos aquí, nos perderemos lo mejor. ¡Seguidme! —señaló mientras comenzaba a andar.
Lo guió por un sendero ascendente y muy empinado, que subía serpenteando por el costado del saliente que ocultaba la veta al valle. La mujer se desenvolvía con soltura, caminando al borde del precipicio con seguridad. De cuando en cuando, se volvía para asegurarse de que Zando la siguiese de cerca. La vereda desembocó en un pequeño saliente que hacía las veces de mirador.
—Hemos llegado ¡Mirad! ¿No es hermoso? —preguntó jadeando. Una sonrisa jovial iluminaba su rostro.
Zando se recreó con la magnífica vista. Ante ellos se extendía el valle de Roca Veteada, con su forma de luna creciente, ahora evidente desde esa altura. El terreno, pese a parecer más o menos llano al transitarlo, presentaba un desnivel suave, descendiendo desde la granja de Vera, la propiedad más lejana al núcleo urbano, hasta donde Shazalar limitaba con fondo del valle. Desde su privilegiada posición, acertaban a ver cada granja y propiedad, cada parcela y sendero. El gran bosque se perdía en el horizonte, enmarcando las lunas pintadas con suaves tonos pastel en la menguante luz del atardecer. Las primeras estrellas comenzaban a titilar sobre la bruma gaseosa que flotaba en el horizonte.
—Es una vista magnífica —dijo Zando—. No había advertido antes la presencia de aquella granja —observó señalando un edificio medio derruido oculto por la maleza—. Parece abandonada. ¿Qué sucedió con sus ocupantes?
—Es irónico que preguntéis por esa granja. Perteneció a Grindon, el descubridor de la veta. Él y su esposa fallecieron hace años. Su hijo Meldon nos abandonó hace unos cinco inviernos, cuando la riada destrozó medio valle. No hemos vuelto a saber de él. Eran una familia extraña, de carácter huraño. No solían relacionarse con el resto. Supongo que Meldon disfrutará en la actualidad de una vida mejor, alejado de las penurias de este lugar —aventuró Vera suspirando.
—En cualquier caso, es un lugar que bien merece ser contemplado —dijo Zando sentándose en el borde e invitando a Vera a acompañarlo—. Venid, disfrutemos del paisaje.
Ambos permanecieron allí hasta bien entrada la noche, entregados a la plácida contemplación de la vista. Ninguno dijo nada; lejos de incomodarlos, el silencio no hizo sino hacerlos sentirse cómplices.

Aquella noche, el purgatorio abrió sus puertas de par en par.
Zando soñó…
“La realidad fluctuó, cambiante, haciendo lógico lo ilógico, tornando como auténtica la quimera del pasado.
Zando volvía a ser joven. Caminaba terriblemente asustado, aunque desconocía el motivo. Sus pasos eran vacilantes, a través de una densa oscuridad que lo oprimía.
Poco a poco el sueño iba tomando forma.
Zando supo que era invierno. Una fría noche invernal. Tenía la mente embotada por las cervezas. No debía haber bebido tanto, pensó. Llegó hasta una casa —¿O acaso la casa siempre había estado ahí?—. El edificio le recordaba vagamente a una morada a la que una vez había llamado hogar, aunque ésta era más amenazadora, con las líneas más cortantes y los ángulos más acentuados. Una apremiante sensación lo impelía a entrar, pese a saber que ya era tarde —¡Hur! ¿Tarde para qué?—. Empujó la hoja con suavidad, intentando no hacer ruido. Si Niriana se enteraba de que había vuelto a ir a la taberna, se enfadaría con él.
—Borracho, tal y como imaginaba —su mujer lo observaba sentada junto a la pequeña chimenea, que ardía con llamas de color carmesí.
Pese a estar en la penumbra, Zando advirtió que tenía los ojos enrojecido; había estado llorando.
—Yo… lo siento —se disculpó. Una profunda sensación de pesar lo embargó. Odiaba aquella mirada cargada de reproche.
—Lo sé, sé que lo sientes. Cada día lo has sentido los últimos seis meses.
Zando no dijo nada. Se limitó a tambalearse junto a la puerta. Una familiar sensación de pánico comenzaba a invadirlo.
—Escucha Niriana, mañana yo… —dijo al fin, rompiendo el tenso silencio. La mujer no lo dejó acabar.
—No es suficiente, nunca más lo será. No después de lo que ha pasado.
Zando no comprendía a su mujer. Su voz estaba cargada de un resentimiento que le desgarraba el corazón. Entonces lo vio. Sus ojos enfocaron un pequeño bulto situado en un rincón.
Un bulto rojo carmesí.
Entre los pliegues de la tela asomaba una diminuta mano. Zando fijó su vista en el vientre de su esposa: ya no estaba abultado.
—Oh bendito Hur, has dado a luz. ¿El niño…?
—Está muerto. ¡MUERTO! ¿Me oyes malnacido? Y el único culpable eres tú.
—¿Yo? —Zando no lograba asimilar la enormidad de todo aquello, ahogado por un pánico capaz de hacerlo enloquecer.
—Sí, tú. Tu desidia y tu hipocresía lo han matado. Si hubieras estado aquí, en tu hogar, junto a tu mujer, yo no hubiera tenido que salir al exterior a cortar algo de leña con la que poder calentarme.
—Es cierto, te prometí que la cortaría. Oh, Niriana, lo siento tanto...
—Sí, lo prometiste, hace tres largos días. Así que tuve que hacerlo yo misma. El esfuerzo adelantó el parto. He estado toda la tarde retorciéndome de dolor antes de sufrir un aborto, maldito borracho —sus ojos ardían de odio—. Pero ya no más.
—Escucha amor mío…
—¡No me llames así! Jamás lo hagas. Si me quisieras, hubieras encontrado un trabajo hace meses, te ocuparías de arreglar esta chabola a la que llamamos hogar y no perderías tu tiempo emborrachándote en tabernas de mala muerte y gastando el poco dinero que tenemos.
Zando no dijo nada. Sabía que su joven esposa tenía razón. Y sólo había enunciado algunos de sus muchos pecados.
—No eres un mal hombre —continuó Niriana. Ahora sombras fluctuantes invadían su hogar. Sólo acertaba a ver el rostro de su mujer y el cadáver de su hijo—. Eres amable y jamás me has faltado el respeto. Pero eso no basta. No ahora —dijo señalando el feto—. Yo… no quiero volver a verte.
—¿Qué? —Zando notó cómo le corrían lágrimas por las mejillas.
—No se te ocurra decir nada. No deseo volver a saber de ti. Vete ahora mismo y jamás vuelvas. Quizás algún día dejes de ser un holgazán borracho, aunque lo dudo. Te deseo lo mejor —Niriana se levantó y señaló al exterior—. Vete.
—Te lo suplico…
—¡VETE!
Zando sintió que todo su mundo se derrumbaba. Sintiendo que le faltaba el aire, se volvió y cerró la puerta tras de sí. En el interior se oía el amargo llanto de su mujer. Ella tenía razón en todo cuanto le había dicho. Él había matado a su hijo. Él había llevado a la ruina su amor, había incumplido sus deberes como hombre y marido.
Corrió y corrió en la oscuridad hasta caer rendido”.

Despertó bañado en sudor, angustiado. Aspiraba el aire a bocanadas, presa del terror. Una suave mano le acarició la frente afectuosamente.
—Shhh, ha sido sólo un sueño. Estáis a salvo —le dijo una dulce voz de mujer.
—¿Niriana? —su mente no distinguía aún lo real y lo soñado—. ¿Eres tú? Lo siento, ¡lo siento tanto!
—No soy Niriana. Soy Vera. Y vos estáis en mi casa. Soñabais. Teníais una terrible pesadilla.
—¿Vera? —Zando, aún confuso, mezclaba en su mente sueño y realidad—. El niño murió por mi culpa. Necesito… ¿dónde está Dolmur? Él… debería estar aquí.
—Dolmur duerme en el cuarto de Alasia. Vos os quedasteis dormido junto al hogar. No quise despertaros y os arropé con una manta. Al oíros gemir vine a ver cómo estabais.
—Yo… lo lamento —Zando volvía a recuperar el control de sí mismo, aunque aún se estremecía descontrolado.
—Supongo que esa Niriana de la que hablabais en sueños era vuestra esposa —Vera le acariciaba dulcemente el mentón, tranquilizándolo.
—Yo le fallé más allá de toda medida. Juré que jamás rehuiría una obligación durante el resto de mi vida. Debo hacer lo correcto, ¿lo entendéis, verdad? En todo momento y situación —dijo Zando con la voz quebrada.
—No seáis tan duro con vos, estoy convencida de que sois un buen hombre. Llorad, os sentará bien, las lágrimas limpian el alma —la mujer lo abrazó contra su pecho, protectoramente.
Un dique se rompió en el interior de Zando y, por primera vez desde hacía décadas, dejó salir todo cuanto lo consumía por dentro.

Cuando Zando abrió de nuevo los ojos, el sol ya estaba muy alto en el cielo. Aún estaba sentado junto a la chimenea. Poco a poco, el recuerdo de la pasada noche acudía a su mente. Se quedó dormido en la mecedora de Vera, en la planta baja. Por tanto, no subió a su habitación a advertir a Dolmur que velase su sueño. Recordaba el miedo, la angustia… y el protector abrazo de Vera. La mujer lo había ayudado sin hacer preguntas. Recordaba la cálida sensación de protección en sus brazos. Zando casi había olvidado lo que era sentirse así, protegido por otro ser humano.
Sin detenerse a desayunar, se dirigió con pasos presurosos hacia el exterior. Deseaba agradecerle a Vera todo cuanto había hecho por él.
Vio a Dolmur trabajando en el corral. Trataba con poco éxito de clavar un poste para la nueva cerca. Al verlo, el joven corrió hacia él con una sonrisa pintada en el rostro.
—Mira quién ha despertado… nuestro madurito galán —dijo Dolmur guiñándole un ojo—. Contadme, anoche yacisteis junto a Vera ¿no?
—No seas vulgar Dolmur. Vera es una mujer decente. Tuve una de mis pesadillas. Me quedé dormido en la sala de estar, ella me oyó y vino en mi ayuda. Eso es todo. ¿Está Vera por aquí?
—Se fue al amanecer con el rebaño. ¿Y os consoló muy afectuosamente? —el tono de Dolmur era inequívocamente burlón.
—Una sola palabra más y…
Dolmur corrió en estampida hacia la cerca y no volvió a levantar la vista. Pese a sus esfuerzos, el joven no parecía poseer cualidades para las faenas manuales. Era lento y le costaba hacer un trabajo limpio y bien acabado, aunque lograba cumplir a duras penas su cometido. Pronto habría trabajado lo suficiente para pagar el caballo y partiría hacia Ciudad Eje.
Pensar en la capital le produjo a Zando un ataque de ansiedad. Su misión en la aldea era recaudar impuestos.
Era un soldado.
No debía cuestionar las órdenes, sólo cumplirlas. Había roto una de las máximas que habían guiado su vida los últimos treinta años. ¿Qué haría cuando hubiesen terminado las tareas de reconstrucción de la aldea? ¿Los saludaría a todos y les exigiría el pago de los impuestos aduciendo que el Imperio había cumplido sus obligaciones a través de él? Probablemente, la confianza que tanto trabajo le había costado ganarse desaparecería en un instante. ¿Sería capaz de cobrarles la deuda? El dilema parecía no tener solución. «Aún queda mucho por hacer, no te adelantes a los acontecimientos», se dijo. Los problemas, bajo su punto de vista, había que afrontarlos cuando llegasen, ni un minuto antes. Trabajaría duramente hasta que la aldea estuviera recuperada y, llegado ese temido día, decidiría.
Pero Zando tenía otro motivo para desear que ese día no llegase: Vera. La noche anterior, al abrazarla, se había sentido extrañamente liberado. Su mirada comprensiva, sus palabras de aliento, su paciencia. Todo en ella despertaba en Zando sentimientos que creía superados y profundamente enterrados.
Con el devenir de los días había esperado, cada vez con más impaciencia, el momento de sentarse junto a ella, de caminar a su lado, de oír su voz y perderse en la profundidad de sus ojos. Pese a negárselo a sí mismo, se estaba enamorando de aquella campesina humilde y trabajadora.
Cuando sintió su abrazo la noche anterior, se había sentido extrañamente a salvo, comprendido y perdonado a la vez. «Ella es una mujer por la que merece la pena luchar», pensó.
Dio gracias a los dioses por permitirle compartir aquellos días junto a una mujer tan excepcional y se dirigió a la aldea. Ese día contaría con la ayuda de cinco aldeanos para continuar las reparaciones de la calzada. Después se dirigiría hacia el cercano bosque de la ladera del arroyo y talaría unos grandes y alargados álamos con los que construir una empalizada. Por último, ayudaría a excavar unos canales de desagüe para prevenir futuras riadas.
A Zando le gustaba ayudar en algo constructivo, para variar. Desde su etapa como soldado raso, sus tareas como militar raras veces consistían en la creación de algo tangible y, desde luego, no contando con el apoyo e interés de la gente. Tan sólo Crod se mostraba aún reticente. El herrero desconfiaba de todo cuanto tuviese que ver con él. En cierto sentido, poseía un carácter muy parecido al suyo. Pese a que aprobaba sus esfuerzos por ayudar a la población, mantenía que todo aquello no era sino una treta para congraciar a los habitantes con el sistema y que, tarde o temprano, todo aquello les costaría caro a todos. «Nunca os fiéis del que nada pide a cambio», les decía.
Zando pensó que quizá tuviera razón.

Pese a los esfuerzos de Zando por postergar la decisión de recaudar los impuestos, cada día el dilema acudía a su mente con más urgencia, empañando sus días con la sombra de la culpabilidad.
Y el tiempo, inexorable, alcanzó el día más temido.
Tres semanas después, Roca Vetada festejaba a la luz de las lunas el final de las reparaciones. La aldea lucía un aspecto inmejorable. La calzada principal se mostraba firme y nivelada, sin parches ni boquetes, y todas las casas se habían reparado y reforzado. Canales de desagüe redirigían el agua de lluvia, encauzados por los bordes de la calzada. A las afueras, en las torrenteras cercanas, se había horadado y limpiado el terreno y colocado diques, así como ampliado el cauce del arroyo. No eran grandes obras de ingeniería, pero bastarían para paliar los graves problemas que padecía la aldea en su planificación urbana.
Todos sus habitantes —incluido Crod—, convinieron en festejar el fin de las obras. La calle principal estaba engalanada de guirnaldas confeccionadas con los más variopintos materiales; desde restos de retales hasta plantas silvestres. Los vecinos habían aportado cada cual lo que estaba en su mano. Una sucesión de mesas se extendían alineadas y servidas con productos de la tierra. Cerveza, queso, hogazas de pan condimentado con especias, algún cordero sacrificado para la ocasión —dos sementales viejos que ya no rendían en los rebaños— y hasta algunos pasteles toscamente elaborados con lo poco que tenían a mano, abarrotaban los tableros.
Zando, como no podía ser de otro modo, era el invitado de honor. Presidía la enorme mesa en uno de sus extremos. Al otro, un risueño Dolmur conversaba animadamente, relatando a los más jóvenes sus aventuras en la capital, y de paso, llenándoles de ideales liberales sus impresionables cabezas. Prometía enseñarles las maravillas de Ciudad Eje y mostrarles lugares que sólo él conocía —esto último lo dijo guiñándoles un ojo, lo que provocó airadas miradas de desaprobación por parte de sus madres.
Incluso Delonias se había animado a sacar del baúl un antiguo laúd, tratando de amenizar la jornada. El tipo desafinaba más que tocaba, pero a todos les bastaba la intención en aquella noche tan especial.
—Has hecho un buen trabajo, Zando—le comentó Vera al oído durante la cena. La mujer estaba sentada a su derecha—. Hace tan sólo unos meses, este lugar parecía abocado al desastre, con aldeanos asustados y anclados en la desidia. Vos habéis sido el desencadenante de todo este milagro.
—En realidad, todos hemos estado alguna vez tan perdidos en nuestros propios problemas, que éramos incapaces de mirar más allá. Vuestros graneros siguen vacíos, pero ahora, al menos, se trabaja con esperanza. Estos hombres ya no temen a nuevos desastres y, si estos llegan, saben que podrán volver a levantarse por sí mismos. Yo sólo les ayudé a reaccionar. Ellos han hecho todo el trabajo. Son gente admirable.
—Vos sois admirable —Vera lo miró a los ojos, admitiendo un cariño que trascendía la mera amistad—. ¿Me concederéis este baile? Delonias ha hecho hincapié en que se sentiría muy honrado si bailarais al son de su laúd.
—Temo que hace años que no bailo —Zando trató de disculparse, pero Vera ya lo había arrastrado hasta la improvisada pista de baile. Como era de esperar, todas las miradas convergieron en ellos.
—No se dice que no a una dama —le regañó Vera haciendo un mohín—. Un caballero de ciudad debería saber eso. Además, no os preocupéis por hacerlo mal. No creo que nadie en toda la aldea sea capaz de seguir el ritmo de Delonias. Ese hombre desafina más que atina.
Resignado, Zando trató de seguir el compás, intentando en la medida de lo posible no hacer el ridículo. Toda su seguridad y autoestima se apoyaban en tareas en las que era un maestro. No era dado a entregarse a faenas que no dominase.
Al cabo de varios bailes rápidos, Delonias se atrevió al fin a tocar una danza tranquila. Vera lo abrazó por la cintura y comenzaron a bailar de modo más sosegado.
—Habéis encajado muy bien aquí, entre nosotros. ¿Qué haréis ahora que habéis finalizado las reparaciones? Debe ser muy difícil para un hombre como vos encontrar un lugar al que llamar hogar.
Vera había insinuado la pregunta que Zando llevaba esquivando el último mes. Si alguna vez había aspirado a recuperar su honor, ahora había renunciado del todo a ello. No tenía más opción que la huida o entregarse. Seguramente Golo disfrutaría con su ejecución. Imaginaba al emperador, sonriente ante el Senado, diciéndoles: “¿Veis? Os dije que no valía nada. No sirve ni para recaudar impuestos.”
Pero, ¿sentía Zando que realmente merecía la muerte? Por primera vez en su vida como militar había desobedecido una orden. Y el resultado no podía ser más satisfactorio. Se había obrado un bien palpable en aquel lugar perdido y apartado. Su desobediencia había servido para hacer felices a aquellas gentes humildes. Ellas tenían sobrados motivos para no pagar los impuestos. El Imperio les debía mucho más a ellos que a la inversa.
Pero él no era un político. Era un soldado. Este hecho no tenía vuelta atrás. No podía permitirse el lujo de pensar por sí mismo, ni de tomar partido. Sólo podía hacer una cosa: obedecer.
Y no lo había hecho.
—¿O es que acaso os espera alguna señora de Zando en la capital? —inquirió Vera en vista de su silencio. La mujer parecía algo azorada—. Lleváis mucho tiempo fuera y la tarea que estáis llevando a cabo en la aldea más parece que sea por cuenta propia que por la del Imperio.
—No, no estoy casado, al menos ya no. Lo estuve una vez, hace mucho.
—¿Con Niriana?
Zando la miró, sorprendido.
—Es la mujer de la que hablabais en sueños cuando tuvisteis esa terrible pesadilla —aclaró Vera al ver su expresión—. Ella… ¿falleció? —se aventuró a preguntar.
Así que había soñado con Niriana… A Zando le resultaba imposible recordar los sueños una vez que su mente se recuperaba de la experiencia. Junto a la pesadilla que Dolmur interrumpió, ésta era la segunda vez que lograba sacar algo en claro. ¿Por qué demonios volvía su pasado para atormentarlo de aquel modo? ¿Acaso no había cambiado? ¿No era ahora un ser humano más digno, mejor persona?
No. Si lo fuera, hubiese cumplido con su deber en la aldea.
—Es un tema muy doloroso para mí —respondió al fin, ofuscado—, disculpadme, pero no deseo hablar de ello.
—No, disculpadme vos. No he debido inmiscuirme.
—No me lo he tomado como una intrusión, sino como un franco interés por mi persona. ¿Y vos? ¿Nunca os habéis casado? —preguntó Zando tratando de recuperar el tono relajado. Pese a la respuesta de Vera, era evidente que la mujer se había sentido rechazada.
—No, ni tampoco mi hermana. Ambas lo teníamos muy claro. Si no encontrábamos al hombre adecuado, mejor sería permanecer solteras. Además, Roca Veteada no tiene mucho donde escoger en cuestión de hombres —añadió mirándolo fijamente a los ojos—. Aunque últimamente las perspectivas han mejorado.
Zando no esperaba tanta franqueza. En la capital, las mujeres solían usar subterfugios más o menos enmascarados para insinuarse a un hombre, reservándose así el privilegio de fingir que nunca estuvieron interesadas si el galán no las tomaba en cuenta. Vera, por el contrario, le estaba demostrando a las claras que se sentía atraída por él, arriesgándose a ser rechazada. Zando se sintió como un estúpido. Debía haber previsto esto. Esa mujer llevaba toda la vida sola, viviendo con su hermana. Y justo cuando ésta fallece, un hombre venido de fuera irrumpe en su vida, en el momento en que más vulnerable es.
Debía haber visto las señales.
—Yo… quizás regrese a la capital —dijo Zando evitando el asunto—. Hay… deberes que me reclaman allí —odiaba no poder explicarle a Vera sus verdaderas intenciones. Deseaba con toda su alma abrazarla y fundirse en un beso.
—Oh, yo pensé que quizá… Disculpadme, he de ausentarme —dijo Vera marchándose atropelladamente.
La súbita marcha de Vera pasó desapercibida para todo el mundo, excepto para Dolmur, que desde el otro extremo de la mesa no había perdido detalle. Inmediatamente, se dirigió hasta Zando, no sin antes prometer a su animada concurrencia que volvería enseguida.
—Os ha pedido que os quedéis y os habéis negado, ¿no es cierto? —inquirió sentándose junto a Zando y ofreciéndole una pinta de cerveza.
—No se te escapa nada, ¿eh bribón? —Zando apartó la cerveza de un manotazo—. Estás equivocado, ella tiene demasiada clase como para pedirme nada.
—Se pueden pedir las cosas de muchas formas, y sus ojos llevan mucho tiempo buscando los vuestros.
—Quizás haya mencionado algo —admitió Zando a regañadientes—. Tú más que nadie sabes que no puedo quedarme. He incumplido mi deber. Ahora soy un proscrito. No puedo quedarme aquí. Me entregaré e intentaré que les perdonen la deuda. Aún poseo contactos. El ministro Brodim me ayudará, estoy convencido. Con su ayuda y la del Senado quizás se pueda hacer algo.
—¡Pero vos la queréis! Y ella siente lo mismo. Os llevo viendo los últimos meses. Reconozco los síntomas. Pensé que Vera os ayudaría a comprender que todo eso del Mert´h indú, el Código o como quiera que lo llaméis no eran más que ideales vanos de los que teníais que deshaceros —Dolmur miró con fiereza a Zando—. Me equivoqué. Vais a entregar vuestra vida por nada.
—¿Por nada? —la cara de Zando enrojeció—. He pasado penurias en la vida que no puedes llegar a imaginar, he renunciado a disfrutar de los más simples placeres, he sepultado la parte de mi ser que hacía de mí un individuo con ideas y proyectos personales… ¡he ofrecido mi jodida vida al Imperio! ¿Y te atreves a decir que es por nada? —la mano de Zando asió la camisa del joven, retorciendo la tela hasta desgarrarla—. ¡Cómo osas atreverte tú, que te vanaglorias de poseer una visión de la vida tolerante y abierta! Mi esfuerzo puede ser baldío, no lo negaré —Zando tomó al joven del cuello y acercó su enrojecido rostro antes de susurrar— pero la vida y los ideales de un hombre con honor valen más de lo que un egoísta como tú podría llegar a imaginar.
—Soltadme inmediatamente —el tono de Dolmur no dejaba lugar a dudas.
Zando lo soltó y se volvió antes de contestar.
—Recoge el jamelgo que te prometió Vera por tus servicios. Lárgate de aquí sin mirar hacia atrás. Vete y no te vuelvas a cruzar en mi camino.
Dolmur maldijo entre dientes antes de dar media vuelta y dirigirse con paso presuroso hacia la propiedad de Vera. Hacía más de una semana que había cumplido el plazo para ganarse la montura que lo llevaría de vuelta a Ciudad Eje. En esos momentos de ofuscación, el joven maldecía la hora en que había decidido permanecer un solo minuto más en Roca Veteada.
—¡Me iré de inmediato! —gritó en la oscuridad—. Me iré de este lugar perdido y maldito y volveré a donde existen bibliotecas y uno puede expresarse sin que un patán uniformado lo amenace. ¡Y cobraré mis malditos honorarios por jugarme el cuello por un ingrato!
Zando lo vio perderse en la oscuridad con un nudo en la garganta. Se sentía tan decepcionado como culpable. El maldito crío se merecía una lección. No podía ir juzgando a la gente tan alegremente, como si estuviera en posesión de la verdad absoluta. Zando merecía un respeto por lo que era, por lo que había hecho en la vida. Su sacrificio y esfuerzo debían ser reconocidos.
«¿Estás seguro de eso, viejo?» se preguntó a sí mismo. En el fondo de su ser temía que todo su trabajo no valiese nada, que nadie apreciase su obra, su vida, su esfuerzo, la sangre derramada. Puede que Dolmur tuviese razón después de todo. Su vida no había marcado la diferencia. Soledad e incomprensión habían sido su único pago por permanecer en el camino del Mert´h indú.
No debía haber perdido el control. Amenazar de ese modo a su joven amigo sólo había servido para enfurecerlo y humillarlo. Un verdadero soldado se habría dominado. Quizás los últimos treinta años fueran sólo terreno baldío, un espejismo de honorabilidad que finalmente había desaparecido. En el fondo seguía siendo aquel joven atolondrado e irresponsable que hacía sufrir a sus seres queridos.
—Maldito seas muchacho, maldito seas por tener razón.
Los aldeanos, ajenos a su trifulca con Dolmur, reclamaron nuevamente su presencia. Edmo, el vecino de Vera, lo tomó del brazo y lo arrastró junto a un grupo que reclamaba su compañía.
Zando no pudo evitar mirar hacia atrás, fijando sus ojos en la oscuridad. Dolmur se había perdido en dirección a la granja. Probablemente partiría al amanecer. Sería mejor así. El chico volvería a su vida y pronto olvidaría que lo había conocido. Resultaba irónico que Zando hubiera pretendido enseñarle algo de sentido común a ese bribonzuelo cuando ni él mismo tenía claro cómo vivir su vida. En una sola noche había hecho daño a las dos personas que más apreciaba.
Los aldeanos lo devolvieron al presente, zarandeándolo, reclamándole la respuesta a una pregunta que ni siquiera había escuchado. Zando se disculpó y trató de prestar atención a sus anfitriones. Permanecería entre ellos mientras durase la celebración y partiría al amanecer rumbo a Ciudad Eje, donde se entregaría. Su ánimo y su carrera militar habían tocado fondo.
Zando se había rendido.

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