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CAPÍTULO XII: ROCA VETEADA

Hola a todos. Quería compartir un par de ideas antes de nada.
Por una parte, deciros a tod@s que agradezco vuestras sugerencias y comentarios. Como resultado de dichas aportaciones, hay numerosos cambios que creo mejoran y enriquecen el texto. La idea original que me motivó a crear este blog era precisamente esa: hacer del libro algo orgánico, capaz de crecer con los aportes de todos y, de paso, ayudarme a mí a crecer como escritor.
En segundo lugar, comentaros que la historia alcanza al fin una etapa donde los elementos que se han ido colocando a lo largo de los capítulos dan su fruto y todo despega. A partir de ahora se introducen personajes nuevos, claves para la transformación final del protagonista. Hay muchos lectores que han terminado la historia y todos coinciden en que se produce un gran punto de inflexión desde la llegada de Zando y Dolmur a Roca Veteada.
Os invito pues, a comprobarlo…

CAPÍTULO XII
ROCA VETEADA


Aturdido ante la devastadora visión, Zando comenzó a caminar. Pensó que, tal vez si se acercaba a la aldea y la inspeccionaba más de cerca, su impresión inicial mejorase.
Desgraciadamente, no fue así.
Un puñado de cabañas, repartidas a ambos lados de la calle principal, les dio la muda bienvenida. A la entrada, un cartel de madera agrietado y deshecho por la intemperie, anunciaba el nombre de la aldea con letras toscamente talladas: Roca Veteada. Estaba escrito en la lengua imperial, colgado de un travesaño de madera. Se había desprendido uno de los enganches, haciendo oscilar en diagonal el letrero. El eje que sostenía el conjunto tampoco lucía muy derecho.

De la docena de cabañas que constituían el núcleo de Roca Veteada, no había una sola que presentase un aspecto digno. Construidas a la usanza del estándar imperial, estaban edificadas sobre una base de piedra, rematadas en madera, con dos plantas y ventanas ovaladas. El techo caía desde el frontal hasta el suelo, descendiendo hacia la parte trasera de la vivienda. Las largas chimeneas que aún permanecían en pie, estaban tan torcidas que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Los tejados, confeccionados con toscas placas de pizarra torpemente ordenadas, estaban abombados, con numerosas lajas rotas. Las ventanas de las viviendas tampoco ofrecían mejor aspecto, con los cristales rotos o empañados por una gruesa capa de polvo. A la entrada de algunas casas había un porche con planchas de madera desgastadas y arqueadas por el uso. En uno de ellos, un par de ancianos de piel apergaminada los miraban fijamente.
Ninguno hizo gesto o ademán de saludarlos.
Resultaba difícil caminar por la calle. Abundaban parches con oscuros charcos hediondos, llenos de cieno. La vegetación, al igual que en el último tramo de calzada, había invadido la calle.
Al fondo, un pollino esquelético amarrado cerca de un pozo medio derruido los miró con expresión lastimera.
Una ligera brisa sopló, levantando una espesa capa de polvo.
Dolmur, que miraba con asombro el conjunto, habló al fin.
—He visto viviendas en mejor estado en el barrio pobre de Ciudad Eje —dijo apesadumbrado—. No sé cómo pretendéis cobrarles impuestos a estos desdichados.
Dolmur estaba en lo cierto. La seguridad y la determinación de Zando se habían esfumado. De entre todas las cosas que esperaba encontrarse, nunca hubiera imaginado semejante panorama. Golo lo había enviado a extorsionar a un grupo de campesinos arruinados. Estaba visto que cada nuevo avance en la misión, traía consigo un desagradable reto. El tormento que su emperador le tenía reservado estaba aún lejos de acabar. Los ojos de Zando recorrieron una vez más la aldea, con la esperanza de hallar algún signo, por pequeño que fuese, de prosperidad, algo a lo que aferrarse para justificar su misión.
Fue en vano.
—Ven, acerquémonos a esa casa —dijo caminando en dirección a la única vivienda que parecía mostrar actividad; una casa de dos plantas con una pequeña fragua. De la chimenea salía la columna de humo que habían visto al aproximarse a la aldea.
Conforme caminaban hacia la vivienda, comenzaron a oír el rítmico golpeteo del martillo en el yunque.
Zando tocó en la puerta, que estaba entreabierta, y aguardó. Una voz ronca y profunda les contestó.
—Pasa, seas quien seas. La gota me está matando, no me hagas caminar —el tono, pese a aparentar brusquedad, era coloquial. Era evidente que quien hubiera en el interior daba por sentado que se trataba de uno de los vecinos.
—No deben recibir muchas visitas —susurró Dolmur antes de empujar la hoja de la puerta.
Enseguida vieron lo que parecía ser una herrería de aspecto pobre y algo desorganizada, con una pequeña fragua y una pileta llena de agua ennegrecida. Un hombre algo mayor que Zando los miró sorprendido desde el interior. Estaba de pie, asiendo un martillo con la mano derecha. En la izquierda agarraba unas tenazas que pinzaban algo parecido a un rastrillo. El aldeano los miró de arriba abajo, con expresión agria.
—Un soldado del Imperio… —dijo al fin. Sus ojos se clavaron en los de Zando, orgullosos—. ¿Qué trae a un hombre de armas como vos a este lugar perdido y olvidado?
—Eso es asunto nuestro—respondió Zando con calma—. Buscamos la posada del pueblo para pasar la noche.
—Eso es gracioso, si señor —el hombre los miró con ironía—. ¿Qué os ha inducido a pensar que hay tal cosa en esta acaudalada villa?
La pulla daba a entender que el herrero sospechaba sobre las intenciones de Zando. No era difícil deducir que un soldado del Imperio sólo podía ir allí con una finalidad: cobrar los impuestos adeudados. El hombre no les quitaba ojo de encima, esperando confirmación a sus sospechas.
—Buscamos al familiar más cercano de una mujer de mediana edad, delgada, morena y de grandes ojos. Viajó hasta la capital desde este lugar —intervino Dolmur.
—¡Ah! —el hombre los miró sorprendido—. Ya veo. Habláis de Alasia. La condenada mujer se empeñó en viajar hasta la capital. Pretendía poner en su lugar al puñetero emperador.
Zando apretó los puños al oírlo llamar así a Golo. Pese a su animadversión hacia su superior, su lado marcial aún lo condicionaba a actuar, como activado por un resorte, cuando alguien insultaba a Golo.
—Si pretendéis dar con su hermana —prosiguió el herrero—, debéis caminar siguiendo el arroyo que cruza el pueblo camino arriba y torcer cuando veáis un roble seco. El sendero os llevará directamente al hogar de las hermanas Valin. Más os vale no traer malas noticias. Si Vera se entera de que los buitres del gobierno retienen a Alasia, tendréis problemas.
—Mil gracias, gentil caballero. Las bendiciones de Hur sean con vos —Dolmur hizo una florida reverencia y cerró la puerta arrastrando a Zando tras él—. Sois la diplomacia en persona —le reprochó nuevamente en el exterior—. ¡Casi lográis que durmamos al raso!
—Dormiremos al raso —afirmó Zando—.Ya has oído lo que ha dicho. No hay posada.
—Ya lo sé. Pero si se os llega a escapar que venís a cobrarles los impuestos hubiéramos tenido a todo el pueblo en contra nuestra. Es mejor ir a visitar a la tal Vera y comunicarle la trágica noticia de la muerte de su hermana. Probablemente nos invite a pasar la noche.
—¿Nunca te cansas de manipular a la gente que te rodea?
—Sólo soy un gran conocedor de la naturaleza humana —respondió Dolmur encogiéndose de hombros.

Era bien entrada la noche cuando llegaron a una cabaña apartada, situada casi al fondo del valle, rodeada de tierras de cultivo pobremente acondicionadas. La oscuridad impidió a Zando distinguir las escuálidas plantas que salpicaban el sembrado. La casa estaba bastante deteriorada, con parte del tejado peligrosamente hundido. Un corral cercano cobijaba un pingüe rebaño de ovejas.
—No viven precisamente en la abundancia —señaló Dolmur—. Dejadme hablar a mí esta vez.
Zando asintió en silencio. Temía dar la noticia de la muerte de Alasia. Ahora, el cadáver de la mujer tenía un nombre, una familia. Dio gracias en silencio por haberse librado del trance de dar la noticia.
Un perro de mediano tamaño emergió de las sombras y comenzó a ladrarles sin demasiada convicción; estaba claro que el animal estaba asustado ante la presencia de extraños. De inmediato, una mujer abrió la pesada puerta de la cabaña. Era alta, de unos cuarenta años, delgada. Zando pensó que le daba un aire a su fallecida hermana, con los ojos grandes y la mirada intensa. El pelo, castaño, le caía generoso a la espalda, recogido con una cinta. Su vestido estaba confeccionado con telas de aspecto áspero y funcional, con una falda de lino y un grueso chaleco de lana. Pese a todo, tenía el porte de una reina. Emanaba una serena dignidad, más propia de una dama de noble cuna que de una campesina. Su ceño se torció levemente al ver el uniforme de Zando. Nadie en Roca Veteada parecía apreciar a los soldados imperiales. Dolmur avanzó hasta ella y ejecutó una comedida reverencia.
—¿Tengo el honor de hablar con Vera Valin? —inquirió en tono suave.
—Así es —respondió ella, recelosa ante las afectadas maneras de Dolmur—. Ven aquí, Uki, no pasa nada —dijo tranquilizando al perro e introduciéndolo en la cabaña—. ¿Traéis noticias de Alasia?
—Me temo que son malas noticias. Hubo un terrible accidente. Su hermana ha fallecido —Dolmur aguardó unos instantes antes de continuar. La expresión de la mujer era de incredulidad—. Os ruego aceptéis mi más sentido pésame —continuó Dolmur, que parecía sinceramente afectado por la noticia.
Zando tomó nota mental: no creer jamás a ese bribón.
Tras unos tensos instantes, Vera parpadeó sorprendida. Una lágrima le corrió por la mejilla. Parecía a punto de derrumbarse. Dolmur abrió los brazos en actitud protectora, ofreciéndole un abrazo. Ignorándolo, Vera susurró una disculpa y le cerró la puerta en las narices.
Dolmur permaneció unos instantes mirando la puerta, con los brazos abiertos de par en par. En el interior se oían los sollozos de la mujer.
—Creo que vamos a dormir al raso —dijo Zando tirando de él—, experto conocedor de la naturaleza humana.

Amanecieron empapados por el rocío matinal. La noche anterior, habían caminado cabizbajos de vuelta al pueblo, eligiendo un grueso árbol cercano al arroyo como lugar para pasar la noche. La mañana los sorprendió con un persistente aguacero que los obligó a permanecer bajo el árbol hasta bien entrada la mañana.
Dolmur estaba de un pésimo humor.
—Maldito lugar apartado de todo el maldito mundo —se quejaba—. ¡No existe una posada!
—¿Qué importancia puede tener eso? Llevas durmiendo al raso una buena temporada, y hasta ahora no te habías quejado.
—¿No lo entendéis, verdad? No se trata de dormir, mi dilema radica en la vuelta. Necesito un caballo y no tengo con qué pagarlo. Hasta que regrese y cobre la cantidad que me adeudáis vos y Brodim, estoy arruinado.
—¿Qué hay de la suma que te pagó Brodim? Dijiste que te pago la mitad de la cantidad convenida antes de partir.
—Digamos que esos inus han llenado algunos agujeros de mi pasado —respondió Dolmur incómodo.
—Ya veo, tenías deudas acumuladas. En tal caso, vuelve caminando.
—¿Así de fácil? ¡Me llevaría una eternidad! He de conseguir una montura. ¡Y no tengo medios para pagarla! En Ciudad Eje, cuando necesito ganar unas monedas, acudo a las posadas y recito mis versos. Incluso los entretengo con juegos malabares. Aquí no me puedo ganar la vida. No existe el comercio, ni el juego, ni la bebida… ¡no hay civilización!
—Quizás alguno de estos ciudadanos necesite los servicios de un hombre joven y fuerte. Podrías trabajar, para variar —sugirió Zando.
—¡Soy un artista! —protestó Dolmur—. Además, no se me dan bien las tareas físicas. Se reirían de mí en lugar de pagarme.
—No te justifiques, no quieres trabajar.
—¿Y vos? ¿Por casualidad no necesitaréis los servicios de un ayudante para recaudar los impuestos?
—No pienso hacer tal cosa —afirmó Zando. Dolmur abrió desmesuradamente los ojos, incrédulo—. No aún. Tú lo has visto, esta gente vive en la pobreza. He decidido echar un vistazo antes de revelar mi verdadera misión. Ellos creen que hemos venido aquí para comunicar un pésame. Dejemos que sigan creyendo eso. Si encuentro pruebas que justifiquen su negativa a pagar… —Zando no pudo reprimir un escalofrío—, bueno, en tal caso, ya vería.
—No sois tan tonto como parecéis.
—Y tú no eres tan listo como haces creer a los demás.

Desayunaron frugalmente, recogieron los hatillos, y se encaminaron de nuevo a la propiedad de Vera. Zando insistía en comunicar personalmente lo sucedido a la mujer. En su fuero interno, se sentía culpable por lo sucedido en la víspera. Las exageradas condolencias de Dolmur habían estado fuera de lugar. Pese al sentimiento de culpa que lo embargaba, decidió dar las explicaciones pertinentes él mismo. Dolmur accedió a quedarse a un lado mientras lo dejaba hacer. La mujer merecía una explicación y una disculpa, y Zando estaba dispuesto a dárselas.
Pese a la llovizna, sorprendieron a la mujer trabajando. Luchaba con una azada por desbrozar de malas hierbas una plantación de garbanzos, ahora reconocibles con la luz diurna. Dolmur esperó en el camino mientras él se aproximaba a la mujer. Vera se incorporó al verlos, jadeando, y se secó el sudor de la frente con un gran pañuelo anudado a su muñeca. Sus ojos estaban irritados tras la noche en vela llorando a su hermana. Pese a todo, su expresión se había dulcificado en gran medida.
—Mis condolencias por la muerte de su hermana —dijo Zando en tono cortés.
—Soldado… —saludó Vera con actitud reticente—. Lamento mi reacción de anoche. No esperaba algo así. Alasia siempre fue una mujer decidida y temperamental. Yo…, no pensé que este maldito viaje le pudiese costar la vida.
—Si lo deseáis, os puedo relatar lo sucedido —se ofreció Zando—. Tenéis derecho a conocer la verdad.
—Sí, acompañadme al interior de la casa —aceptó—. Quiero saber qué pasó. Vuestro compañero puede entrar también.

Sentados alrededor de una lumbre reavivada para la ocasión, Zando comenzó su relato. Narró todo lo sucedido el día de los festejos, ante las lágrimas de indignación de Vera, aunque guardando especial cuidado en no revelar su antigua identidad de General Verde. Cuando finalizó su historia, un tenso silencio embargó a la mujer, que no entendía cómo un grupo de soldados armados y entrenados habían acabado con la vida de una mujer indefensa.
—Decidme Vera, ¿cómo han terminado dos mujeres haciéndose cargo de una granja? —preguntó Zando tratando de romper el silencio y, de paso, cambiar de tema.
—Alasia y yo hemos sacado adelante la propiedad heredada de nuestro padre, un emigrante al que Hur arrebató su único hijo varón —respondió Vera—. Nosotras, por tanto, nos vimos obligadas a llevar la hacienda sin la ayuda de ningún hombre —explicó con fiero orgullo—. Se suponía que ella y yo terminaríamos nuestros días aquí, junto a nuestro padre —de nuevo, rompió a llorar—. Ella tenía que terminar sus días aquí, en la tierra que tanto sudor y esfuerzo le costó. No allí, no de ese modo… Decidme Zando, ¿dónde reposan sus restos?
—Desconozco la ubicación exacta, aunque supongo que reposan en uno de los cementerios de la capital.
—Entiendo.
De nuevo, el rostro de Vera se ensombreció.
—¿Qué impulsó a Alasia a viajar sola hasta Ciudad Eje? —preguntó Zando—. Me cuesta creer que, de entre todos los aldeanos, sólo ella tuviera el coraje de ir a la capital.
Vera esbozó un amago de sonrisa antes de responder.
—Ella era así —explicó—. Todo carácter. Nuestra situación (a la vista está), no es precisamente desahogada. Los últimos años las lluvias no han ayudado. Las heladas han echado a perder casi todas las cosechas, y han acabado con muchas cabezas de ganado. La lluvia ha sido escasa o ha caído a destiempo y torrencialmente. La aldea arrastra una década de desgracias ininterrumpidas. La marcha anual al mercado de Sinie, antaño viaje tranquilo y seguro, se ha tornado aventura peligrosa. Salteadores surgidos de la nada han interceptado sistemáticamente las mercancías procedentes de la aldea. Nadie sabe qué los ha incitado a actuar en una región tan remota y despoblada. No son inus el botín que roban, sino nuestras cosechas, el fruto de un año de duro trabajo. La situación se ha vuelto insostenible.
“Tal era nuestra necesidad y desesperación, que nos vimos obligados a negarle el pago de los impuestos al recaudador. Los habitantes de Roca Veteada en pleno nos reunimos en consejo y le expusimos nuestra situación —Vera negó con la cabeza en actitud de profundo cansancio—. Pero al mal nacido no le importaron nuestros motivos. Se limitó a irse, no sin antes prometer que volvería con una partida militar. “El Imperio siempre cobra sus deudas”, nos dijo antes de partir.
“Alasia, indignada, creyó que una protesta el día del Fundador atraería la atención sobre nuestro caso. Fue su maldito carácter lo que la perdió. No debió protestar de aquel modo. No ante uno de esos generales de la guerra —Vera escupió la palabra—. ¡Maldito sea por siempre el General Verde!
Al oírla, Zando sintió que el mundo se le venía encima. Para Vera, no era más que un emisario enviado a comunicarle las condolencias de la corte imperial. Ella desconocía su identidad como antiguo General Verde. Irónicamente, Golo no había previsto que lograse llegar vivo hasta Roca Veteada. E incluso ahora que había llegado a su meta, se suponía que su único cometido oficial era el de cobrar los impuestos. Dolmur debió advertir la expresión tormentosa que surcaba su rostro, apresurándose a preguntar:
—¿Y qué sucederá cuando finalmente vengan a cobraros los impuestos?
—¿Cobrar? —la expresión de horror que surcó el rostro de Vera fue como el estallido de una tormenta—. No se atreverán —afirmó colérica—. No después de lo que le hicieron a mi hermana. ¿Cómo podrían?
Zando sintió que se asfixiaba. Atormentado, se disculpó y salió al exterior a tomar aire. Se sentía mareado, abrumado por la terrible jugada que el destino le había deparado. La venganza de Golo parecía no tener fin. Maldijo una y mil veces al emperador y por primera vez en toda su vida, no sintió ningún acceso de culpabilidad.
Una mano en su hombro lo sacó de su ensimismamiento. Era Vera, que lo miraba con expresión comprensiva.
—Dolmur me lo ha contado —dijo.
—¿Qué? —Zando miró aterrorizado hacia Dolmur, que también había salido al exterior.
Éste le guiñó un ojo con expresión triunfal.
—Dice que sois uno de los hombres más valerosos y nobles que ha conocido y que os ofrecisteis voluntario para comunicarme la noticia. También me ha relatado los pormenores de vuestro viaje y los peligros a los que os habéis enfrentado. Me temo que he sido muy descortés con vos. Entiendo perfectamente que no todos los soldados son como esos despreciables cobradores de impuestos. Os ruego me disculpéis.
—Yo… eh… acepto vuestras disculpas —Zando no daba crédito a lo que acababa de oír. De todos los miserables que caminaban sobre la faz de la tierra, él era el menos indicado para aceptar una disculpa de aquella pobre mujer. Aunque… quizás sí hubiera otro más mezquino aún. Zando miró con ferocidad a Dolmur antes de añadir—. Os ruego nos dispenséis, pero hemos de partir hacia la aldea. ¿Hay algún alcalde o señor de la villa?
—Roca Veteada es muy pequeña para eso, pero podéis dirigiros a Crod Bess, el herrero. En muchos aspectos, él es quien hace las funciones de alcalde. Su casa es la primera a la entrada de pueblo. Es un hombre mayor, de unos sesenta años, calvo y fornido.
—Sí, hablamos con él ayer. Tuvo la amabilidad de indicarnos cómo dar con vos. Muchas gracias por todo, Vera.
—Id con Hur.

La luz de la mañana mostró detalles que el ocaso había enmascarado la tarde anterior. Si las casas de la aldea presentaban un aspecto miserable, las granjas repartidas a lo largo del valle no lucían mejor. Los efectos de la devastación producida por las lluvias torrenciales se hacían notar con contundencia: los muros, así como parte de la techumbre de algunas viviendas, estaban caídos y los campos arruinados por los cantos que la riada había arrastrado de las cercanas montañas. Pese al tiempo transcurrido desde el desastre, los trabajos de desescombro apenas habían progresado. La necesidad de volver a cultivar se había impuesto a la de realizar el necesario mantenimiento en las tierras de cultivo. Sólo la ganadería había evitado una hambruna tras los varapalos sufridos. Los rebaños, antes abundantes, ahora estaban reducidos a unas cuantas cabezas por familia. Los últimos inviernos los habían obligado a sacrificar la mayor parte.
—Resulta increíble que se empeñen en permanecer en estas tierras —opinó Dolmur—. No entiendo qué los motiva a quedarse. Cualquier otro se hubiera ido hace tiempo.
—Cualquier otro no —discrepó Zando, irritado—. Más bien alguien como tú. Lo que mueve a estos campesinos a permanecer aquí es el amor a la tierra. Nadie desea renunciar al lugar que tanto sudor y sangre les ha costado.
—Y claro está, un soldado como vos sí que los entiende, ¿no es eso? —se burló Dolmur—. No os conviene admirar su terca entrega, os recuerdo que estáis aquí para cobrarles los impuestos.
Zando apretó los puños con muda impotencia. Le hubiera gustado replicar, mas no tenía argumentos.

El escaso núcleo urbano de Roca Veteada carecía de los servicios mínimos. Zando sólo encontró un par de establecimientos abiertos al público: un comercio donde se adquirían desde las semillas para la siembra, hasta las telas para la elaboración de la ropa, y que asimismo cumplía las funciones de taberna. El par de ancianos que vieran la víspera seguían en el mismo lugar, meciéndose en el porche del local, con una pinta de cerveza en las manos. Al verlos acercarse, cuchichearon descaradamente, mirándolos casi como a una atracción.
El otro comercio era la herrería de Crod. Encontraron al herrero en el mismo lugar, como si no se hubiese movido desde su anterior visita, sudando copiosamente mientras accionaba el fuelle que alimentaba el horno. Sortearon toda clase de arreos de labranza, utensilios del hogar e incluso alguna que otra arma, todo amontonado en su destartalado local, instalado en lo que parecían unas cuadras.
—Buena jornada —saludó Zando.
—¿Aún seguís por aquí? Los forasteros no son bienvenidos —dijo Crod con tosquedad, sin levantar la mirada del yunque.
—Sí, aquí seguimos —contestó Zando haciendo caso omiso a la evidente falta de modales—. Este rapaz —dijo refiriéndose a Dolmur— necesita ganarse unas monedas para pagarse una montura que lo devuelva a Ciudad Eje. He pensado que quizás vos tengáis alguna tarea que ofrecerle. La aldea no luce un buen aspecto —dijo, señalando en derredor—, supongo que no rechazaréis un poco de ayuda.
Dolmur, que no esperaba semejante solicitud, lo miró acobardado. Imaginarse sudando de sol a sol en una herrería no era una idea brillante, bajo su punto de vista.
—No creo que nadie acceda a vender un caballo por aquí —respondió Crod—. Y respecto a la aldea, luciría mejor aspecto si ese malnacido de Golo cumpliera con su deber.
Zando opinó que el hombre tenía redaños. Pocos hombres osarían hablar así ante un soldado imperial. Deseaba darle una lección de modales a aquel presuntuoso.
—No os entiendo —respondió en cambio. Lo importante ahora era obtener información, no administrar lecciones de etiqueta—. ¿Qué deber es ese que no cumple el emperador?
—¿Para qué demonios se pagan impuestos? —inquirió Crod molesto.
—Para que el gobierno proporcione guardias que aseguren la paz, construya calzadas y se ocupe de todo lo relacionado con el bienestar del ciudadano —se apresuró a responder Dolmur ante los amenazantes resoplidos de Zando.
—Así debería ser —corroboró Crod—, pero esta aldea jamás ha recibido nada del Imperio Húrgico. El único representante de su majestad imperial que se ha dignado en poner aquí sus pies ha sido el recaudador, Zatrán lo maldiga. Puntualmente, cada año.
Crod los miró antes de continuar; parecía sopesar si merecía la pena el esfuerzo de continuar con su explicación.
—Jamás hemos vivido en la abundancia —se decidió al fin—, pero siempre hemos pagado escrupulosamente nuestros impuestos. Las riadas de hace unos años acabaron con las cosechas y mataron a gran parte de las cabezas de ganado. Desde entonces, no hemos hecho sino ir de mal en peor. Nos han asaltado en las mismas puertas del Acuartelamiento del Bosque Oscuro, y nadie, en toda la aldea, se ha librado de la plaga de salteadores. Apenas logramos malvivir tras perder sistemáticamente el fruto de nuestro trabajo.
Zando seguía con interés la explicación. Aquello cuadraba con la versión ofrecida por Vera. Si todo era un montaje, la aldea entera se había confabulado para ofrecer la misma historia. No obstante, la campesina y el herrero parecían sinceros. Sus ojos transmitían un honesto sentimiento de impotencia.
Zando los creyó.
—Cuando parecía que al fin era hora de que el gobierno nos devolviera nuestros impuestos en forma de ayudas, llegó nuestra peor decepción —prosiguió Crod—. El recaudador, fiel a su cita anual, se desentendió de nuestras demandas. Sus órdenes eran cobrar a toda costa, no ayudar a la aldea. Intentamos razonar con él, pero fue inútil. Dijo que las protestas por escrito, en la capital. ¡Por escrito! —Crod se enfurecía a medida que relataba los hechos—. Agarré a ese patán y lo puse en marcha de una patada en el trasero. El tipo prometió que los soldados se encargarían de recaudar los impuestos y nos llamó ladrones —hizo una pausa y se encaró a Zando—. ¿Y sabéis qué? Un ejército es precisamente lo que necesitará el Imperio para cobrar los impuestos mientras no ayuden a reparar los daños. Si habéis venido con la intención de cobrar podéis iros por donde habéis venido, soldado —la palabra salió de su boca con desdén.
—No he mencionado nada de recaudar impuestos —respondió Zando en tono glacial—. Venimos de la propiedad de Vera. Acabamos de darle nuestras condolencias por la muerte de su hermana y hasta el momento no hemos tratado a nadie con la notoria falta de educación que habéis mostrado hacia nosotros.
—¿Muerta? ¡Alasia muerta, benditos espíritus! He de darle el pésame a esa pobre chiquilla —Crod introdujo en agua la pieza candente que estaba machacando en el yunque y se quitó presuroso el delantal.
Zando lo interceptó en la salida y lo miró fieramente.
—Y no es soldado. Mi nombre es Zando, sargento Zando. Recordadlo.
Crod, lejos de intimidarse, lo miró con desprecio antes de salir corriendo a propagar la triste noticia.

El resto del día fue tan frustrante como infructuoso. La escasa población del lugar —unos doscientos habitantes—, se volcó con Vera, la única familiar viva de la difunta. Todo el mundo tuvo una muestra de cariño hacia la mujer. Unos le llevaron algo de grano, otros una cabeza de ganado y otros, el ofrecimiento sincero de ayuda: una mujer sola al frente de una granja difícilmente podría salir adelante. Hasta el último habitante de Roca Veteada se unió como una piña alrededor de la mujer.
Zando y Dolmur, por tanto, pasaron el resto del día siendo sistemáticamente ignorados.
La noticia sobre la muerte de Alasia y las circunstancias en que ésta aconteció, alteró los ánimos de la gente, ya de por sí caldeados. Algunos lugareños, como Elindrú, de la familia Mirandón y Aemú de los Brusos, incluso propusieron emboscar a los soldados cuando llegasen a cobrarles los impuestos.
Así, Zando vio cómo las pocas esperanzas que le quedaban de llegar a cumplir su misión se esfumaban por completo. El veterano soldado envidiaba el carácter honrado y sencillo de aquellas gentes. Pese a estar en el bando opuesto, sentía una sincera simpatía hacia ellos.
Dolmur tampoco se tomó muy bien todo aquello: Zando era la personificación del enemigo… y él era su compañero y aliado a los ojos de los aldeanos. Así, se ganó la enemistad de toda la comunidad sin poder hacer nada para impedirlo. Los habitantes de Roca Veteada, como era de esperar, se negaron a dirigirles la palabra, ignorándolos, y negándole así a Dolmur cualquier posibilidad de conseguir algún trabajo con el que costearse una montura.
Al verlo tan contrariado, Zando le propuso nuevamente hacer el viaje a pie, pero el joven sencillamente se escandalizó.
—¡Maldita sea nuestra suerte! ¡Y malditos sean estos paletos ignorantes! —se lamentó.
—Su reacción es comprensible, chico. Si yo fuera uno de ellos, probablemente hubiera hecho lo mismo.
—¿Y ya está? —Dolmur estaba irritado—. Vuestra tranquilidad es algo que no os podéis permitir, Zando. Por lo que sé de vos, jamás les cobraréis los impuestos a estas gentes. Toda vuestra perorata sobre cumplir las órdenes se quedarán en agua mojada. Los aldeanos tienen razón en sus protestas y os consta. Eso os coloca en un callejón sin salida. Estáis en peor situación que yo mismo. ¿Qué haremos ahora?
Zando no contestó. Dolmur tenía razón, habían llegado a un punto muerto del que no veía salida posible.
—Ahora está todo el pueblo consternado por la muerte de la mujer. Dejemos que lloren su pérdida y después ya veremos —propuso.
—Más os vale tener razón. Apenas nos quedan alimentos para un par de días.

Contra todo pronóstico, el amanecer del día siguiente trajo buenas nuevas. Un malhumorado Crod les salió al encuentro bien entrada la mañana, emplazándolos a visitar a Vera. Según explicó con su característico mal humor, la mujer tenía algo que decirles. El herrero se fue maldiciendo entre dientes y llamando terca a Vera.
Intrigados, Zando y Dolmur se encaminaron con premura a su propiedad.
Encontraron a Vera ocupada en limpiar de piedras los terrenos de cultivo, carretilla en mano. Sudaba copiosamente mientras acarreaba de manera sistemática los cantos con manos agrietadas y encallecidas. Una vez más, Zando admiró en silencio a aquella mujer formidable que demostraba una entereza poco común.
Después de los pertinentes saludos, Vera se disculpó por el comportamiento de sus vecinos.
—Son gente apasionada y entregada —explicó—. Debéis darles tiempo. Se les pasará en unos días y entenderán que no pueden estar en contra de toda Hurgia. Os he hecho venir porque Crod me explicó que Dolmur precisa ganarse una montura.
—Así es —se apresuró a contestar el aludido con diligencia. Sus ojos brillaban con interés, recobrada la esperanza.
—En el interior de la cuadra, junto al corral de las ovejas, descansa un viejo castrado. Ya no sirve como animal de carga y me es muy costoso de mantener. Creo que os servirá para el viaje si lo tratáis con cuidado.
—¡Me bastaría un burro si me lo ofrecieseis! —manifestó Dolmur con entusiasmo.
—No poseo gran cosa, pero puedo alojarte y darte un plato caliente por tu ayuda en la granja. Hay tareas que llevo tiempo queriendo hacer. Tareas que nosotras…, que yo sola no puedo llevar a cabo. Se trata de arreglos y reformas en su mayor parte. Encárgate de ello y el caballo es tuyo. ¿Aceptas?
—Ya tenéis un peón.
—¿Y vos, volveréis a la capital? —inquirió dirigiéndose a Zando.
—No. La aldea está en condiciones penosas y sus habitantes apenas dan abasto para sobrevivir. Me dedicaré a ayudar en lo que pueda. Como representante del Imperio, es mi deber. Creo que empezaré por aquí. La tarea que os ocupa es mucho más llevadera entre dos —dijo tomando un gran canto del terreno—. ¿No estáis de acuerdo?
—Mmm… dos hombres trabajando en casa. Es una oportunidad que no puedo desperdiciar. Parecéis una buena persona, Zando. Acepto encantada, pero no deseo que trabajéis de balde. No me parece justo.
—Consideradlo como el pago por vuestros impuestos.
—Aceptad al menos que os alimente.
—Estoy de acuerdo. Ya tenéis dos peones.

Una semana después, el aspecto de la granja había mejorado ostensiblemente. Zando se había aplicado duro. Las piedras extraídas de las castigadas tierras de cultivo fueron apiladas en las lindes de la propiedad. Más adelante, se podrían construir muros con ellas alrededor de los campos, impidiendo el paso a las alimañas que bajaban de las montañas limítrofes. Los viejos travesaños del techo de la cabaña, rendidos y carcomidos, fueron reemplazados por vigas nuevas con ayuda de Dolmur. Asimismo, algunos de los muebles fueron reparados y la cerca del corral arreglada. Vera parecía un poco avergonzada por el avanzado deterioro de su propiedad.
—No penséis que por ser mujeres mi hermana y yo dejábamos de cumplir con las obligaciones de la granja —se disculpaba.
Lejos de pensar eso, Zando estaba profundamente impresionado con su trabajo. El rebaño había de ser llevado a diario a pastar a un prado situado al fondo del valle, un bello lugar rodeado por la imponente cordillera iliciana. El ganado, además, debía ser esquilado, ordeñado, y saneado, separando las ovejas enfermas y cuidando los alumbramientos. La leche que daban era empleada para la elaboración de un queso muy apreciado en otras comarcas y la lana era vendida en fardos. La producción de los pastos se componía principalmente de legumbres, sobre todo garbanzos y lentejas, plantas indicadas por su resistencia a las duras condiciones climatológicas de la zona. Cultivarlas requería un arduo trabajo. La tierra debía ser escardada a mano a golpe de azada y la recolección era igualmente manual. Resultaba increíble que todo aquello hubiera salido adelante únicamente con el trabajo de dos mujeres.

En la aldea, por otro lado, los ánimos se fueron calmando conforme fueron pasando los días, y los aldeanos dejaron de verlos como una amenaza, impresionados por la ayuda prestada a Vera.
Aprovechando el cambio de actitud, Zando comenzó a emplear parte de su tiempo tratando de ayudar en la aldea. Estimó conveniente comenzar por la reparación de la calzada, empedrada sólo en el breve tramo que atravesaba la calle principal. Desconocía si sería bien recibido por el resto de aldeanos; una cosa era ser tolerado, y otra muy distinta, ser visto con buenos ojos. Decidió pues, empezar por algo común como era la ancha calle principal. De este modo, nadie podría prohibirle intervenir o negarse a aceptar su ayuda.
Como militar que era, había participado muchas veces en la creación de calzadas para el Imperio en su etapa como soldado raso, así que sabía lo que se hacía. Procedió a extraer la mitad del antiguo empedrado, retirando la tierra unos palmos por debajo, y añadiendo una capa porosa de piedras en el fondo, antes de rellenar y compactar con arena traída de las orillas del cercano río. Finalmente colocaba y prensaba las piedras del firme ordenadamente, procurando que quedasen bien asentadas.
Al principio, tal y como esperaba, las gentes del lugar lo ignoraron, si bien siguieron su trabajo con curiosidad. Al cabo de unos días, algunos comenzaron a saludarlo, y pronto incluso le llevaron algún refrigerio con el que hacer más llevadera la tarea.
Pero no todo fueron buenas maneras.
Crod, el herrero, no se tomó con buen ánimo la tarea de Zando. Lo abordó el primer día de trabajo, al verlo levantar el resto deshecho de la calzada.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —le preguntó con su habitual tono bronco.
—Procedo a reparar la calle, obviamente —el tono de Zando tampoco era amable.
—¿Quién os ha autorizado? No tenéis derecho…
—¡Vos me habéis autorizado! —estalló Zando encarándose al herrero—. No pensáis pagar nada mientras el Imperio no preste ayuda a la aldea, esas fueron vuestras palabras. Pues bien, yo soy esa ayuda.
—¿Un hombre sólo? ¿Qué clase de broma es está? ¿Qué podéis hacer vos? Si habéis pensado que esta charada os servirá para robar nuestros inus, os advierto que no os servirá de nada. ¡No pienso pagar los impuestos!
—Haced lo que os plazca, pero dejadme trabajar —dijo Zando reanudando la tarea.
Crod no insistió, pero a partir de entonces Zando lo sorprendió vigilando muy de cerca su actividad. Aquel hombre era terco como una mula. Si Zando pretendía ganarse la confianza de los lugareños, debía tener cuidado con él.

En cuanto a la granja, cuando estimó que Dolmur se defendía con la suficiente soltura en sus tareas, se ofreció a ayudar a los otros habitantes del lugar.
Edmo Aeclar, un campesino que tenía sus terrenos adyacentes a la desembocadura de una torrentera, había perdido gran parte de sus tierras de cultivo por culpa de la riada. De todos los afectados, él se había llevado la peor parte. Zando se presentó en su granja, evaluó el problema y sugirió la construcción de unos diques situados a diferentes alturas como medio de prevención ante futuros aguaceros. Edmo, que había seguido con interés los progresos en la propiedad de Vera, aceptó sin reservas su ayuda. Una vez más, su preparación como soldado permitió a Zando esbozar un plan de trabajo eficaz, sentando las directrices para reparar los daños.
Al cabo de una semana, las obras estaban encarriladas. Aún quedaban meses de duro trabajo, pero al menos, el abatimiento y la impotencia habían dado paso a una terca ilusión por parte de Edmo y su familia.
Su siguiente visita lo llevó hasta la propiedad de Modias Waltán, que había perdido medio hogar con el desplome de uno de los tabiques guía de su casa. Su familia, compuesta por un anciano patriarca, su mujer y seis hijos, se había apañado malviviendo en un par de habitaciones. Zando usó los abundantes cantos acumulados tras las riadas como material para levantar el nuevo muro. Modias y sus hijos lo ayudaron en las tareas de reconstrucción, animados ante la perspectiva de la ayuda recibida. El tipo era un hablador nato y puso a Zando al corriente de los cotilleos de Roca Veteada de los últimos diez años. La información, anecdótica en su mayor parte, contribuyó al conocimiento de las necesidades y el carácter de la mayor parte de los habitantes del lugar.
Zando confirmó así su primera impresión: el lamentable estado de la aldea era resultado directo del desánimo y la falta de organización. Las riadas y los robos de las cosechas, si bien habían supuesto un duro mazazo en la moral de los aldeanos, no eran determinantes en el mal que anidaba en el corazón de Roca Veteada. Los aldeanos tenían al alcance de la mano la materia prima necesaria para acometer ellos mismos las reparaciones necesarias. Sólo necesitaban que alguien los animase a tomar de nuevo las riendas de sus vidas, que les liberase del papel de víctimas y les devolviera el orgullo.
Y por lo visto, ese alguien debía ser él.

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