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CAPÍTULO XI: CERCIS

CAPÍTULO XI
CERCIS


Un sendero tamizado en musgo los condujo serpenteando valle abajo, regalándoles detalles no apreciados desde la lejanía; flores de caprichosas formas abrían los pétalos a su paso, impregnando el aire de aromas embriagadores, insectos de iridiscentes caparazones volaban a su alrededor, adaptando su color a voluntad para destacar en su entorno. Roedores de ojos saltones los miraban con curiosidad, deteniendo su actividad e incluso acercándose a olisquearlos.
Todo en aquel lugar parecía entonar un canto silencioso, celebrando la vida en todas sus formas.
A mitad del descenso unos extraños cachorros irrumpieron jugando y saltando, ajenos a su paso, confiados.
—Nunca antes había visto animales como éstos —dijo Zando al verlos—. ¿Sólo moran aquí, en Shazalar?
—Algunos de ellos sí. Éste es el refugio final para muchas especies que han perdido su lugar en el mundo. Quizás logréis ver alguno de ellos —contestó su guía—. La mayoría, sin embargo, son especies del mundo exterior, transformadas tras siglos de permanencia en contacto con la energía de Shazalar. Esas crías que juguetean ahí son cervatillos, aunque difícilmente los reconocerías con su aspecto actual.
En efecto, aquellas criaturas recordaban a un cervatillo, aunque sus formas eran más estilizadas, con rostros más finos y elegantes. Su pelaje parecía reflejar tenuemente el color del entorno.

De repente, la camada detuvo su juego y olfateó el aire. Un brillo de temor asomó a sus grandes y profundos ojos, e inmediatamente salieron en estampida. Un ciervo adulto del mundo exterior hubiese resultado torpe y lento en comparación. Al cabo de unos instantes, un depredador semejante a un felino, aunque sensiblemente más grande —era mayor que un león—, se deslizó sigilosamente entre los arbustos. Tras inspeccionar cuidadosamente el lugar donde momentos antes jugaban los cervatillos, giró la vista y se detuvo ante ellos. Antes de que Zando pudiese siquiera pensar en desenvainar su espada, la criatura, con una velocidad a todas luces imposible, se había plantado ante Dolmur. El joven, aterrorizado hasta la médula, no acertaba a articular palabra.
—Sólo está interesado en conoceros —explicó su vaina—. En cuanto os olfatee seguirá su camino. No debéis temer.
Pese a la explicación, Zando no pudo evitar estremecerse cuando aquel ser inmenso y letal se aproximó hasta él con la intención de olfatearlo. A continuación, irguió su cuello y encaró a Zando, mirándolo directamente a los ojos. La ambarina mirada del animal sondeó su rostro unos instantes. Zando creyó percibir en el animal un atisbo de reconocimiento, quizá incluso de inteligencia. Finalmente, el felino se inclinó ante él y restregó su lomo contra su costado. El tierno arrumaco casi lo hizo trastabillar. Después se marchó corriendo colina arriba. Zando estaba mortalmente pálido.
—¿Qué ha sido eso? —acertó a preguntar—. Dijisteis que sólo nos olisquearía.
—Según parece, le has caído en gracia —reconoció su doble—. Ha sido algo extraordinario, no existen precedentes de algo así. Debes tomarlo como un honor.
—Esperemos no congeniar con más animales como éste —se quejó—. ¡Me ha dado un susto de mil demonios!
—Creía que no existían depredadores en este lugar —acertó a decir Dolmur recuperado el ánimo tras el encuentro—. Es decir, se supone que esto es como una especie de paraíso, ¿no?
—La naturaleza tiene sus reglas —contestó su doble. Normalmente solía responder cada vaina a su gemelo—. Para que unos vivan, otros deben morir. Es una regla universal, y Shazalar no está exenta de su cumplimiento. Esos insectos de vivos colores que visteis antes se alimentan con las frescas y frondosas hojas de plantas y árboles. Lo único que realmente diferencia este lugar es su asombrosa capacidad de regeneración. Las criaturas que aquí habitan, desconocen el significado de enfermar.
—Entiendo. Esos pequeños cervatillos eran la presa de esa cosa. ¿Por qué entonces no se asustaron de nosotros? Esa hubiese sido la reacción correcta de un animal en libertad.
—Los humanos que habitan Shazalar han superado su condición de depredadores.
—¿Cómo es eso? —se extrañó Dolmur—. ¿Acaso los humanos no viven dentro del orden natural, como el resto de los animales? Supongo que los hombres que habitan estas tierras cazarán para alimentarse.
—El felino que hemos visto antes no podría comer hierba aunque quisiera. En cambio, los hombres, pueden elegir. Y los que aquí moran eligen no matar para subsistir.
—Entiendo…, os alimentáis de verduras y frutas. Diríase que sois caníbales, entonces —afirmó Dolmur aparentemente en serio.
—¿Pero qué demonios dices? —preguntó Zando.
—¿No está claro? Estamos en un santuario vegetal regido por un árbol. ¡Y dejan que los hombres se alimenten de plantas!
El doble de Dolmur lo miró unos instantes, antes de sonreír con indulgencia y continuar camino.
—No me ha contestado —protestó Dolmur—. No podré discutir si no me contestan.
—Son muy listos. Simplemente te ignoran. No caerán en tus trampas dialécticas tan fácilmente como yo.
—Menudo aburrimiento. Podrían haber respondido que comer un fruto no es matar a una planta, a lo que yo hubiese respondido…
—¿Dolmur?
—¿Sí, Zando?
—¡CÁLLATE!

La bajada duró una hora, y pronto el sendero natural dio paso a una calzada empedrada, salpicada de hierba que crecía tercamente entre los adoquines. El interior del valle presentaba un aspecto ondulado, con suaves colinas que iban descendiendo de tamaño conforme se acercaban a la Fuente. En la lejanía, vieron a un hombre caminando que los saludó con amabilidad levantando el brazo. No acertaron a distinguir su rostro, pero ambos devolvieron el saludo.
Enseguida, el camino se bifurcó, dividiéndose en direcciones opuestas, uno levemente hacia la izquierda, otro retrocediendo para bordear un bosquecillo a la derecha. Siguiendo las indicaciones de sus guías, tomaron el de la izquierda y lo siguieron durante un buen trecho. Del camino principal se ramificaba otro más estrecho en dirección a un edificio de piedra tallado en la fachada de una afloración rocosa.
—Debéis ir hacia ese edificio —explicaron las vainas—. Allí os espera vuestro anfitrión. Él os acompañará los días que decidáis permanecer aquí. Volveremos a vernos cuando decidáis partir. Que la Fuente os guarde —saludaron sus guías. Después desaparecieron ante sus ojos, quedando reducidos a una materia parecida a hojas secas.
—Me incomoda que hagan eso —se quejó Dolmur.
—Por una vez, estoy de acuerdo contigo —convino Zando.
Caminaron hasta la entrada del magnífico edificio. Una amplia puerta esculpida en la roca, al igual que el resto del pórtico, daba acceso al interior. No había puertas en los bordes. El aspecto de aquella edificación recordaba vagamente el estilo arquitectónico arendiano presente en los edificios más antiguos del vecino reino. Líneas curvas y ondulantes conformaban los austeros adornos de unas formas armónicas y sólidas.
En vista de que nadie salía a recibirlos, pasaron al interior.
Una antecámara desierta hacía las veces de recibidor, con lámparas de aceite que ardían a los lados y permitían apreciar un enorme mapa del Imperio exquisitamente representado, lleno de anotaciones y detalles. Bajo éste, un andamio construido con gruesos tallos de bambú anunciaba que la cartografía aún estaba incompleta. Una voz sonó tras una puerta situada al frente, bajo la tarima de cañas. La hoja de la puerta estaba entreabierta. Al otro lado, una habitación de proporciones inmensas los dejó sobrecogidos.
—¡Todo esto está esculpido en la roca, bajo la colina! Es una obra prodigiosa —exclamó Zando.
Arriba, en el techo, un tragaluz circular elaborado con mármol translucido de unos diez metros de diámetro, iluminaba con luz difusa la habitación, impregnando el ambiente de una atmósfera de recogimiento.
—Debéis estar bromeando —discrepó Dolmur—. ¡Esto sí es prodigioso! —dijo, señalando las interminables estanterías distribuidas bajo aquella enorme oquedad—. Es una biblioteca. ¡Y hace palidecer la de la capital! ¿Os hacéis una idea del conocimiento que debe haber acumulado aquí adentro?
Miles de libros, distribuidos a lo largo de altas estanterías con pasarelas acondicionadas para recorrer aquel laberinto de madera y papel, llenaban la inmensa cámara.
La voz que habían oído volvió a sonar a su izquierda. Avanzaron por el hueco libre entre el inicio de las estanterías y la pared y llegaron hasta un pequeño habitáculo. En su interior, a la luz de un candil, un anciano de rostro enjuto garabateaba concentrado sobre un libro a medio escribir. Al verlos, una sonrisa iluminó su rostro, que aunque ajado por la edad, aún conservaba el brillo en la mirada.
—¡Habéis llegado al fin! —los saludó cerrando el libro y tendiendo las manos—. Os ruego me perdonéis, temo que he vuelto a distraerme enfrascado en mis cosas. En la soledad de estos muros no es fácil calcular la hora del día. Mi nombre es Cercis, y mi tarea aquí, como habréis podido comprobar, consiste en hacer acopio de todo el conocimiento posible. Os halláis en la biblioteca de Shazalar.
—¿Biblioteca? —Zando no daba crédito—. Nunca pensé en hallar una biblioteca en un lugar como éste.
—Todo lo contrario, querido visitante, todo lo contrario —Cercis sonrió cálidamente mientras les indicaba con un gesto que lo acompañasen hacia el exterior—. ¿Por qué creéis que se nos ha permitido a los hombres vivir en este lugar? Recordad que la vida aquí puede prolongarse indefinidamente. ¿Imagináis una eternidad sin objetivos? Suena realmente aburrido, ¿no os parece?
—Sin duda.
—¡Claro que sí! —exclamó sonriendo. La vitalidad de aquel anciano era realmente contagiosa—. ¿Y cuál pensáis que es el mayor legado de los hombres?
—Supongo que sus obras —respondió Dolmur.
—¡Exacto! Chico listo, chico listo. Ahora ya sabéis cuál es la función de los hombres de Shazalar. Contribuir a la creación con lo mejor de las artes en todas sus formas. Cada edificio, pintura, escultura, libro, composición musical… todas las maravillas del hombre tienen su representación aquí.
—¿Qué os parece, Zando? —susurró Dolmur—. Nuestra teoría era correcta. El Bosque Oscuro sí escondía un gran tesoro, después de todo.
—El más valioso de todos, Dolmur. El conocimiento.
Cercis sonrió ante el comentario.
El grupo salió al exterior y caminaron siguiendo un sendero insinuado a través de la vegetación.
—Esto es un atajo, soy consciente de que estaréis cansados, así que os mostraré vuestras alcobas. He sido designado como vuestro guía y anfitrión los días que decidáis permanecer en estas tierras —bordearon una gran escultura que representaba un extraño animal en actitud serena y divisaron una cabaña de aspecto acogedor—. ¿Veis? Ya estamos. Ésa es mi morada. Os alojaréis en la planta superior.
La casa de Cercis era austera, y al igual que la gran biblioteca que acababan de visitar, estaba llena de libros, aunque aquí estaban diseminados a lo largo y ancho de la habitación principal.
—Lamento este desorden —se disculpó Cercis—. El trabajo me absorbe a veces, ya sabéis. Id a deshacer vuestros petates, yo prepararé la cena.
Ambos subieron a la planta de arriba y encontraron sendas habitaciones pequeñas, con un colchón en el suelo y un arcón para colocar enseres. Una amplia ventana acaparaba casi en su totalidad la pared del fondo, mostrando en todo su esplendor el magnífico paisaje del lugar.
—Es un concepto de habitación un tanto… escaso —dijo Dolmur señalando la evidente falta de muebles.
—Tenemos donde dormir, ¿no es eso? Agradece la hospitalidad que se te ofrece —replicó Zando.
—No me regañes, sólo era una opinión.
—Tus opiniones suelen ser muy poco constructivas.
Dolmur quiso replicar, pero Zando le cerró la puerta en las narices.

Zando apenas dijo nada durante la cena. Se disculpó y se retiró pronto alegando un cansancio que realmente no sentía, dejando que Dolmur y su inagotable curiosidad acaparasen toda la conversación con Cercis, que se mostraba muy animado y solícito.
El camastro a ras del suelo era mucho más cómodo de lo que parecía. Zando permaneció en silencio, mirando las estrellas a través de la ventana y oyendo el canto de los insectos nocturnos, que a veces casi llegaba a componer una rítmica melodía. Por algún motivo que no acertaba a comprender, se sentía extrañamente inquieto en aquel lugar paradisíaco. Era como si no se sintiese merecedor de aquellos momentos de paz cuando aún no había cumplido con su objetivo.
Pero aquello no tenía sentido. Al internarse a través de Shazalar, habían ganado al menos un par de semanas respecto al camino oficial que los hubiese hecho bordear el bosque y pasar por el Acuartelamiento del Bosque Oscuro, el lugar donde tenían orden de capturarlo y acabar con su vida.
Zando maldijo en silencio a Golo, retorciendo con furia las sábanas.
En cualquier caso, él era consciente de que había ganado varios días, los suficientes como para no desear irse tan pronto de un lugar como aquel. Cualquier otro hombre atesoraría cada momento vivido en Shazalar y estaría agradecido por la oportunidad única que aquello representaba. ¿Por qué entonces estaba tan impaciente?
El eco de las risas de Dolmur llegó amortiguado hasta sus oídos.
—Permaneceremos un par de días aquí para que ese condenado chico tenga algo que contar a sus nietos —se dijo.
Pese a sus continuos roces, Zando se sentía en deuda con Dolmur y aquella solución pareció satisfacer su conflicto interno. Su estancia en Shazalar sería su modo de agradecerle los servicios prestados. En ningún caso sería para su propio beneficio.
Casi sin darse cuenta, Zando se quedó dormido.

El amanecer lo despertó tras otra noche sin pesadillas. La luz difusa del nuevo día otorgaba un aspecto cálido a su alcoba, orientada al este. Se vistió en silencio y echó un vistazo a la habitación de Dolmur. Su compañero había cerrado las cortinas y roncaba profundamente. Respetando su descanso, bajó a la sala del piso inferior y descubrió que Cercis estaba levantado. Lo saludó en silencio y el anciano le señaló un cuenco servido con frutas silvestres que Zando comió agradecido. El anciano charló durante el desayuno, comentando sus impresiones sobre Dolmur, a quién calificó como un joven muy prometedor. Zando escuchó educadamente, aunque apenas intervino en la conversación. Cuando se sintió saciado, se disculpó y salió al exterior. Cercis lo despidió sin hacer preguntas.
Buscó en las inmediaciones un lugar llano y solitario. Llevaba su espada y se disponía a entrenar, algo que no había podido hacer desde que comenzase su misión. Echaba de menos empezar el día con sus ejercicios de esgrima. Se sentía equilibrado cuando ejecutaba las tablas de combate. El tiempo parecía detenerse y su mente quedaba concentrada en un único objetivo. A veces pensaba que de no ser por la paz que le transmitían sus prácticas, habría enloquecido en su papel de General Verde.
Halló un lugar adecuado a pocos metros, una suave pradera de hierba baja salpicada de flores. Se colocó en el centro y aspiró profundamente antes de iniciar los movimientos preliminares. Poco a poco, sus músculos se fueron calentando y las fintas y estocadas cada vez resultaban más enérgicas y contundentes. Cuando estimó que estaba preparado, se centró e invocó al Omni una vez más.
Esperaba que sucediese lo mismo de siempre: sentir el caudal de armonía bullendo al borde de su ser, esquivo, sin dejarse atrapar.
Pero esta vez, su mente entró en un extraño estado de vacuidad del que entraba y salía sin control alguno. Era como rozar la perfección al ejecutar los movimientos y un segundo después volver a ser humano e imperfecto. Detuvo su entrenamiento, extrañamente excitado por aquel avance y volvió a intentarlo, aunque con idénticos resultados. Por primera vez en su vida creía haber alcanzado el estado ideal del guerrero, pero éste se escabullía sin poder retenerlo. Zando no comprendía qué hacía mal.
Siguió intentándolo tercamente durante un par de horas, aunque la sensación inicial fue remitiendo y acabó por perder cualquier rastro de Omni que hubiese podido alcanzar. Al final, incluso dudaba haber conseguido algún cambio. Quizá su imaginación le había jugado una mala pasada.
Se aseó en las gélidas aguas de un arroyo y volvió a la cabaña. Dolmur y Cercis no estaban, así que se dirigió a la biblioteca. Los encontró paseando entre las hileras de estanterías.
—Casi la mitad de estos los escribí yo mismo —decía Cercis—. El resto, los fui recopilando a lo largo de mis viajes.
—¿Tus viajes? —preguntó Dolmur—. ¿Insinúas que viajas fuera de Shazalar?
—¡Pues claro! Mi misión es hacer acopio del saber humano. ¿Cómo voy a cumplir mi tarea si no salgo periódicamente a interesarme por el saber y los descubrimientos del exterior? Llevo recorriendo el Imperio casi ochocientos años. ¿Has visto el mapa que hay en la entrada de la biblioteca? Es una de mis pasiones. Llevo elaborando ese atlas casi desde que llegué aquí. No existe carta más detallada y precisa que esa. Contiene rutas ya olvidadas y lugares que la mayor parte del mundo cree perdidos.
—Algo así le sería de mucha utilidad al Imperio —terció Zando saliendo de las sombras.
Por primera vez desde su llegada, la expresión de Cercis se ensombreció.
—Tranquilo, escriba, no es mi intención robar vuestros conocimientos —se disculpó Zando—. Temo que aún pienso como un soldado, aunque mis días en la milicia estén a punto de terminar. No serán mis labios los que revelen vuestros secretos. Tenéis mi palabra.
—Gracias, me quitáis un peso de encima, Zando. Según tengo entendido, vuestra palabra es una garantía de seguridad.
—Jamás lo dudéis. En cualquier caso —añadió Zando cambiando de tercio—, si nuestros buenos amigos las vainas nos han franqueado el paso a Shazalar, deben estar muy seguros que sabremos guardar vuestros secretos.
—Ciertamente, Zando, ciertamente.

Ese día Cercis los acompañó en una visita guiada por las maravillas de aquel valle secreto. Apenas habitaban allí un centenar de personas, todas entregadas a una tarea distinta, todas con aquel brillo en la mirada: la luz de quien ha llenado sus días con las más altas empresas.
Su primera parada los llevó a admirar el jardín de esculturas del maestro Jarpen, con exquisitas reproducciones de animales y humanos, así como otras de formas inclasificables. Aún estaban embelesados en la contemplación de aquella galería pétrea cuando Cercis les indicó que debían continuar la visita.
—Hay mucho que ver y muy poco tiempo para hacerlo —se justificaba—. Si queréis verlo todo, debéis daros prisa.
Continuaron pues y pronto llegaron a un anfiteatro al aire libre esculpido en la roca. Allí se deleitaron con las nostálgicas composiciones de Gurlindon, el músico de reyes, y con su compañero Aeter, maestro artesano capaz de crear instrumentos musicales con cualquier material.
Tras un intervalo de tiempo que se les antojó insuficiente, se pusieron nuevamente en camino. Ahora era el turno de visitar a Tesala, la sanadora. Zando la dejó examinarle sus antiguas heridas de guerra. La mujer trató su cuerpo con técnicas integrales, capaces de sanar por igual cuerpo y mente.
—He hecho cuanto he podido —explicó Tesala—. Sois un hombre con una energía interior impresionante, Zando, pero temo que albergáis un conflicto interno que amenaza seriamente vuestra salud. No seáis muy duro con vos. La indulgencia a uno mismo es una virtud que deberíais cultivar.
Zando asintió en silencio, incomodado con el consejo. A su modo de ver, la indulgencia no era algo que debiera alimentar. No obstante, agradeció el consejo y prosiguió su camino.
Dolmur se mostró especialmente interesado con Elaides, filósofo y experto teólogo. El joven había encontrado al fin a alguien a quien poder llevar la contraria durante horas. Zando y Cercis continuaron la visita mientras Dolmur conversaba animadamente con Elaides, recorriendo el claustro del templo dedicado al saber espiritual.
El camino los condujo ahora hasta el taller de tapices de Ricianna, donde vieron composiciones capaces de rivalizar con la mejor de las pinturas. El colorido empleado en los tapices y el intrincado tejido superaban con creces la colección de la Torre Imperial.
Las horas pasaban y las maravillas se sucedían. A Zando le reconfortaba la idea de un lugar como aquel, donde los hombres realmente estaban entregados a los más altos ideales, en franca convivencia, en vez de envenenar sus días con el lastre de la guerra. Zando sonrió con la ironía: en un mundo perfecto no había lugar para alguien como él. Su existencia estaba dedicada a paliar el cáncer de la violencia que aquejaba al ser humano.
—Hemos llegado a la morada de Zorodas, el hechicero —le indicó Cercis, devolviendo sus pensamientos a la realidad.
Su anfitrión, que estaba entregado a su trabajo, les mostró excitado su último descubrimiento: un complicado hechizo capaz de otorgar al agua las propiedades de una flor. Así, vieron crecer nenúfares translúcidos en la superficie de una pequeña presa construida por una colonia de castores. Cada nenúfar despedía el olor de una flor diferente: unos, el aroma del jazmín, otros, el de las rosas, y otros, bañaban el ambiente con la fragancia de la flor del azahar. Los delicados pétalos acuáticos lucían también una extraña mezcla de color, simulando el brillo de piedras preciosas al reflejar los rayos del sol.
—He visto mucho mundo en mi vida —dijo Zando impresionado—, pero nunca imaginé que la mano del hombre pudiese crear tanta belleza.

Al atardecer, de camino a la biblioteca botánica, pasaron cerca del lago cristalino que rodeaba la Fuente. El inmenso árbol era aún más imponente visto de cerca. La descomunal masa arbórea destilaba la palabra eternidad por todo su ser: parecía destinado a perdurar para siempre.
Zando se acercó hasta la orilla e introdujo sus manos en el agua. Después de todo el día caminando, le apetecía refrescarse un poco. El contacto con la superficie del agua lo hizo exhalar una bocanada de asombro.
—¡Hur! —exclamó retirando las manos—. ¿Qué ha sido eso? Parecía como si…
—¿Cómo si un caudal de energía penetrase por vuestras manos? —completó Cercis.
—Exacto. No era algo desagradable, aunque sí excesivo. ¿A qué se debe este fenómeno?
—Es la Fuente. Has sentido parte de su ser. Y la sensación aumenta con la proximidad al tallo. La concentración de energía aquí es de tal magnitud, que se hace insoportable. En la orilla opuesta, a los pies del tronco, hasta el mismo aire se hace irrespirable.
—¿Cómo es posible tal cosa? ¿Acaso sus energías no eran de índole positiva?
—Y lo son, Zando, pero me temo que no todos poseemos un alma tan bondadosa como para soportar semejantes niveles de pureza. Recordad las palabras del Mert´h indú: “El exceso convierte cualquier cosa en dañina. El buen guerrero se abstendrá de posiciones alejadas del Omni.”
—Os tenía por un hombre cultivado, Cercis, pero desconocía que vuestro conocimiento alcanzase el Código.
—De hecho, las copias actuales proceden de una traducción de mi puño y letra. La anterior poseía graves errores de interpretación.
—Estoy impresionado.
—Gracias, me reconforta que alguien aprecie el fruto de mi trabajo —respondió Cercis guiñando un ojo y sonriendo.
Apenas retomaron el camino, cuando Zando apreció algo que le llamó poderosamente la atención. Situada en mitad del lago que rodeaba la Fuente, se alzaba una pequeña isla. Al estar a contraluz, Zando no había distinguido bien su superficie, pero ahora podía ver claramente una pequeña construcción. Sus formas recordaban la arquitectura de la Torre Imperial.
—¿Cómo es posible eso? —preguntó intrigado—. Acabáis de decir que la energía del lago hace insoportable permanecer en sus aguas. Sin embargo, en esa isla parece morar alguien.
—Vuestra pregunta nos la hemos formulado todos los habitantes de Shazalar —contestó Cercis—. Es cierto que éste es el límite para una persona normal, sin embargo, el que habita ese lugar no es alguien como nosotros. Él está mucho más allá de donde nosotros podremos llegar nunca.
—Diantres, maese Cercis, sabéis cómo intrigar a la gente. ¿Puedo conocer el nombre de ese ser excepcional?
—Ese edificio ya estaba aquí cuando el primero de nosotros llegó, hace ya casi dos milenios. Nadie ha logrado llegar hasta la orilla de la isla. No obstante, hemos podido ver la inscripción que preside la entrada: Suyay.
—¿El que aguarda?
—Eso es. Veo que conocéis el dialecto antiguo. Desconozco quién habita en su interior. Una noche, cada cien años, una figura emerge del interior y contempla las lunas durante horas antes de retirarse durante otra centuria. Es todo cuanto puedo deciros. Supongo que, llegado el momento, ese misterioso desconocido cumplirá con el destino que parece aguardar.
—Entiendo —dijo Zando retomando el paso y olvidando la misteriosa isla—. Hay algo que deseo preguntaros.
—Estoy a vuestra disposición, preguntad.
—He observado que todos en este lugar os dedicáis con entrega a vuestros oficios. Cada uno cumplís con ejemplar dedicación una tarea —Zando se detuvo y miró al anciano a los ojos—. Decidme, Cercis, ¿cómo soportáis la eternidad? Incluso en un paraíso como éste, se me hace difícil concebir una vida tan larga.
—Entiendo vuestra pregunta. Cuando se me ofreció la oportunidad de vivir en Shazalar, yo mismo me la formulé.
“¿Recordáis cuando erais un niño? ¿Recordáis cuando cada día era una aventura y mirar al futuro era enfrentarse a una distancia insalvable? Sin embargo, todos crecemos, y, sin comprender bien por qué, los años comienzan a pasar raudos. Cuando miramos hacia atrás, vemos pasar las décadas a una velocidad aterradora. Quizá Dolmur no entendería estas palabras, pero vos sí. Habéis vivido lo suficiente para saber de qué os hablo.
—De sobra lo sé. Hace un parpadeo era una joven promesa en el ejército imperial. Y ahora, tras una vida de sacrificios, aquí me tenéis, tratando de limpiar mi honor y retirarme para pasar mis últimos años con el recuerdo de mis logros perdidos —Zando hablaba con resentimiento, dolido con su sino.
—En tal caso me comprenderéis si os digo que la vida aquí no difiere gran cosa de la vida del exterior. Únicamente se nos ha liberado del lastre de la enfermedad, y se nos ha ofrecido una tarea capaz de hacernos sentir útiles. Un ser humano que no se siente útil, que no tiene un objetivo en la vida, no está vivo del todo.
—Si es así, entonces yo he empezado a morir.
—Lamento oíros decir eso —dijo Cercis palmeando afectuosamente la espalda de Zando—. ¿Quién sabe? Quizás vuestra mayor obra está aún por llegar.
—Sí… quien sabe —respondió Zando poco convencido.

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Zando y Dolmur caminaban con paso firme, esperando encontrar la aldea de Roca Veteada después de la próxima curva del camino. La estrecha vereda por la que avanzaban estaba resguardada por un murallón de roca, extremo pétreo de las cadenas montañosas ilicianas situadas a su izquierda. El límite del Bosque Oscuro los resguardaba por el flanco derecho. Se habían incorporado a la senda en mitad del trayecto que recorría la distancia entre el Acuartelamiento del Bosque Oscuro y la aldea de Roca Veteada. La senda discurría a la umbría, con esporádicos rayos de sol filtrándose por la arboleda, que alegraban y llenaban de vida el pasaje. El firme estaba invadido por la maleza, signo inequívoco del escaso uso de la calzada. Hierbas y matojos bajos crecían aquí y allá obligándolos a caminar en zigzag.
Desde que retomasen la senda, no se habían cruzado con nadie. La soledad más absoluta reinaba en aquel paraje. Zando se planteó qué clase de gente querría vivir en un lugar tan alejado y aislado como aquél.
—Estoy deseando llegar y dormir en una posada. Cenaremos un buen filete de buey —explicó Dolmur animado, tratando una vez más de entablar conversación—. No es que desprecie la cocina de Cercis, pero ya sabéis, un poco de carne no viene nada mal para un caminante cansado —afirmó relamiéndose.
Dolmur tenía un humor excelente los últimos días, en clara contraposición a Zando, que solía ignorar sus intentos de cháchara.
—Reconozco que la idea de una posada no me resulta indiferente —admitió Zando—. Deberíamos llegar al atardecer…, pero sólo si nos damos prisa —dijo, dejándolo atrás.
Pese a considerarse a sí mismo un hombre paciente, la parada en Shazalar lo había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Las largas jornadas caminando en silencio tampoco ayudaban a tranquilizarlo. Su mente, obstinada, volvía una y otra vez a revivir su reciente caída en desgracia y los acontecimientos posteriores. Para colmo de males, su reciente partida de la Fuente había traído consigo una advertencia inesperada.
Hacía ya una semana desde que Zando le había dicho a Dolmur que partirían a la salida del sol. Pese a sentirse decepcionado, el joven no puso objeciones.
Zando se sentía aliviado de poder continuar viaje. Deseaba llegar cuanto antes a su destino y terminar con aquella infortunada misión. Los acontecimientos vividos desde su caída en desgracia se le antojaban azarosos. Se veía a sí mismo como un mero espectador de los hechos, impotente, sin control para cambiar su sino. Sus acciones se habían tornado meros actos defensivos. Nada se había desarrollado siguiendo un orden natural. Lo que a priori se presentaba como una misión rutinaria se había convertido en una lucha desesperada por mantener su vida y su honor.
Y la advertencia que su doble le hizo antes de partir no había mejorado esa impresión:
—Ten cuidado los próximos días —le había prevenido en el límite del valle—. Se acerca el momento de la confrontación definitiva. Me temo que te aguarda la prueba más dura, y no sé si conseguirás superarla.
—Ningún campesino rebelde logrará doblegar mi espada —contestó Zando a la defensiva. No esperaba aquella advertencia. No ahora que estaba tan cerca de alcanzar sus objetivos.
—No lo entiendes —la vaina lo miró con una sincera expresión de preocupación—. El enemigo al que debes vencer está en tu interior. No se trata de un conflicto externo, sino interno. Estás llegando a un punto de ruptura que te obligará tomar una decisión de la que dependerán el resto de tus días.
—¿De qué conflicto hablas?
—Si necesitas preguntarlo, no entenderías la respuesta. Recuerda, soy el reflejo de todo lo bueno que hay en ti, por tanto, puedo leer en tu interior a unos niveles que aún te son inaccesibles. No te preocupes, llegado el momento lo entenderás. Sólo necesitas recordar que siempre has tratado de hacer lo correcto, aunque esta vez, escucha a tu corazón en lugar de a tu cabeza.
Zando asintió en silencio. La advertencia lo había incomodado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Ahora, una semana después, aún resonaban los ecos del aviso en su mente. Temía lo que aquellas palabras pudiesen significar.
Le atemorizaba tener que renunciar al Código.
Había dedicado toda su vida al Mert´h indú. Rechazar su guía sería como perder los últimos treinta años de su vida, y esto era algo a lo que no podía enfrentarse. El Código era su única guía, el ideal que hacía posible albergar ilusiones, el sentido último a una existencia que perdería su sentido sin él.
No cumplir con su misión sería igual a renunciar al Código. Por tanto, suponía que la advertencia tenía que ver con la consecución de su empresa. Debía de existir algo en Roca Veteada que lo forzaría al fracaso. Algo que nada tenía que ver con las armas.
Recelaba ante la posibilidad de verse forzado a combatir sus demonios internos. Tras lo sucedido en la ceremonia conmemorativa en el templo del Unificador, no se sentía muy seguro de sí mismo. Temía enfrentarse a otra situación como la acaecida en el desfile. La muerte de aquella mujer lo había empujado al borde de la locura. Quizás la vaina se refería a eso. Debía tener cuidado y, en caso de que sucediese algo capaz de hacerlo enloquecer, debía permanecer fiel al Código a toda costa.
Zando se aferró con fuerza a aquella idea que, si bien no lo libraba de la preocupación, al menos servía para darle algo en qué pensar.
—Miraos —le dijo Dolmur devolviéndolo al presente—. Comienzan a desaparecer los efectos curativos de la Fuente. Vuestro pelo se torna gris de nuevo. Pronto perderéis los efectos rejuvenecedores de nuestra estancia en Shazalar.
Era cierto. La energía que lo había henchido en días pasados comenzaba a abandonarlo. En la última semana, su cuerpo tardaba cada día un poco más en recuperarse. Pronto estaría igual que antes de internarse en el bosque.
¿Igual? No, eso no era del todo cierto. Las numerosas cicatrices que surcaban su piel estaban ahora reducidas a tenues marcas rosadas. Las lesiones crónicas de su hombro y su rodilla estaban igualmente restablecidas. Volvería a ser un hombre de cincuenta y dos años pero, al menos, su cuerpo se vería libre de enfermedades y en perfecto estado de forma.
—Las canas vuelven, sí, y con ellas mis deseos de llegar de una condenada vez a nuestro destino —respondió apretando el paso.
Caminaban por las faldas de las agrestes montañas ilicianas en dirección a Roca Veteada, el objetivo de su misión. Llegarían al maldito lugar, Zando cobraría los impuestos y volvería a Ciudad Eje. Después dejaría el ejército si aún seguía con vida.
Estaba enfadado consigo mismo. Decepcionado ante la futilidad de toda una vida de esfuerzos tratando de hacer lo correcto. Se retiraría con lo que conservase de sus ahorros. Aún debía una suma importante a Dolmur. Acabaría sus días como granjero en algún perdido rincón del Imperio. Sólo una tarea se interponía en su camino: cobrar la deuda a los habitantes de Roca Veteada.
Los últimos días, se había aferrado a una idea: pese a los intentos del emperador, había sobrevivido. Su voluntad de redimirse había sido más fuerte que los esfuerzos de un grupo de asesinos pagados para acabar con él. Había vencido a la criatura de pesadilla creada por las vainas con su lado más oscuro.
Eso, y su batalla personal contra el sueño y las pesadillas. Éstas habían vuelto desde que abandonase Shazalar con más fuerza que nunca.
Sí, Zando tenía sobrados motivos para terminar con todo aquello. Por primera vez en años, la impaciencia lo carcomía. Deseaba terminar la misión de una vez por todas.

Las sombras de los árboles se tornaban alargadas cuando divisaron una estrecha columna de humo a la vuelta de una colina. El paisaje se había ido abriendo poco a poco conforme transcurría la tarde. Animados, Zando y Dolmur aligeraron el paso. El humo sólo podía significar una cosa: habían llegado a su destino. Torcieron, siguiendo el sinuoso trazado del camino y al fin se encontraron con Roca Veteada.
Zando se detuvo en seco ante la visión que se presentaba ante sus ojos. Dolmur silbó sorprendido, agitando la mano.
—No es lo que esperábamos, eso seguro —dijo deteniéndose junto a Zando—. ¿Y decís que venís a cobrarles impuestos?
Zando no contestó. De repente, no estaba seguro de poder llevar a cabo su misión. Toda su determinación, su entereza, sus firmes propósitos, acababan de esfumarse.

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