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CAPÍTULO VIII: EL NUEVO COMPAÑERO DE VIAJE

Hola a todos, aquí tenéis el nuevo capítulo. A partir de ahora cambia la dinámica con la incorporación de un nuevo coprotagonista a la historia. Y para que os hagáis una idea de su aspecto, os muestro cómo lo ha imaginado un buen amigo y excelente artista. En esta ocasión lo ha imaginado como un personaje de una película de animación. Ya os enseñaré otros diseños algo más realistas. Os animo a todos a visitar su blog: Anetto in the Guetto.

CAPÍTULO VIII
EL NUEVO COMPAÑERO DE VIAJE


Dolmur insistió en vano durante largo rato. Lo último que deseaba era acompañar a un desconocido rumbo a un acuartelamiento donde todo un destacamento esperaba para matarlos. Zando, demasiado agotado como para aguantar sus protestas, le indicó cómo debía vendar la herida de su antebrazo; lo único que deseaba era dormir.
A regañadientes, Dolmur obedeció, aunque no por ello renunció a sus demandas mientras limpiaba y vendaba la herida. Insistente, exigió una y otra vez la respuesta que le daría la clave para volver a la ciudad y cobrar por sus servicios.
La pregunta que Brodim quería que respondiese Zando provocó una sonora carcajada cuando éste la oyó: ¿Cuál es el sabor favorito de té del General Verde?
—En efecto, Brodim y yo solíamos reunirnos frente a un juego de té —reconoció Zando—. Pero la respuesta a esa pregunta prefiero guardármela.
El agotado sargento pretendía que Dolmur lo acompañase hasta llegar a Roca Veteada. Era consciente de que solo, jamás lo conseguiría. Necesitaba la ayuda del joven imperiosamente, de modo que se negó en redondo a contestar la pregunta. Si Dolmur quería cobrar la suma acordada, debería permanecer junto a él una temporada, ayudándolo.

Como compensación por sus servicios, Zando prometió pagarle una buena suma de su propio bolsillo. Después de años ejerciendo como general en el mejor ejército conocido, poseía cuantiosos ahorros. Esto último pareció conformar en cierta medida al joven, pero de nuevo volvió a cambiar de parecer al enterarse de los pormenores de la misión; la idea de viajar rodeado de asesinos deseosos de matarlos a ambos, lo aterrorizaba.
La opinión de Zando, en cambio, resultaba mucho más halagüeña. Él los veía como simples soldados con necesidad de un poco de disciplina.
—…que por cierto, no te vendría mal a ti, muchacho —aconsejó—. Además, tu cometido es fácil: velar mi sueño y despertarme en cuanto adviertas que comienzo a agitarme —explicó Zando mientras se acomodaba—. Estoy agotado, chico —dijo dando por finalizado el asunto—, despiértame al menor indicio de pesadillas. Y cuidado con Brilb, no sería conveniente que despertase sin estar convenientemente amordazado —advirtió señalando el cuerpo inconsciente de su atacante. Después se durmió casi al instante, dejando a Dolmur aterrado, sin perder detalle del descanso de los soldados mientras maniataba a su caído compañero.
El joven pasó el resto de la noche aferrando con fuerza la ballesta y maldiciendo su mala estrella.

El amanecer trajo consigo nuevas protestas y discusiones. Dolmur no cejaba en su empeño de volver a Cuidad Eje y desentenderse de todo, pero Zando, simplemente, lo ignoraba. Los soldados miraban desanimados al nuevo compañero y murmuraban atemorizados al ver a Brilb caminar atado a un grueso tronco cruzado sobre sus hombros. Ninguno de ellos se había percatado de la maniobra nocturna de su camarada, y ahora, al comprender lo sucedido, respiraron aliviados: de haberse salido con la suya, hubiese acabado con ellos sin dudarlo. Especialmente impresionados se mostraron los dos fornidos cómplices que Brilb había engañado con falsas promesas. Las alianzas entre los peores malhechores del ejército habían demostrado ser tan quebradizas como el hielo en primavera.
En cuanto a Dolmur, la codicia se impuso al miedo, y finalmente aceptó acompañarlo hasta la aldea de Roca Veteada. Según le había explicado Zando, tomarían un pequeño atajo para no pasar cerca del Acuartelamiento del Bosque Oscuro. Incluso ganarían unos días.
Zando, por su parte, pudo dormir largo y tendido con el respiro concedido. Ese día, pasó la mayor parte del tiempo dormitando en su montura, mientras Dolmur vigilaba con aprensión al menguado pelotón que caminaba ante ellos. De los doce hombres que habían comenzado el viaje, ahora sólo quedaban seis, aunque en opinión del joven, aún eran demasiados.

El día transcurrió monótono para Dolmur, con la cadencia exasperante del que espera sin nada más que hacer. Aburrido, trataba de entender qué incitaba a Zando —al que consideraba un testarudo y un ingrato— a continuar con aquella descabellada misión. Finalmente, intrigado por el singular comportamiento del sargento, decidió interrogarlo al caer la tarde. Acercó su jaco al de Zando y lo zarandeó para despertarlo.
—Repetídmelo de nuevo —pidió—. ¿Por qué no los abandonamos simplemente? —preguntó señalando a los soldados—. Cualquiera en vuestro lugar prescindiría de su compañía —explicó, guardando especial cuidado de no levantar la voz.
—Tengo órdenes, ¿tan difícil es de entender?
—¡Pero quieren mataros y lo sabéis! —exclamó Dolmur irritado. No hubo acabado de hablar cuando ya se había arrepentido. Un soldado le dedicó una fiera mirada que lo hizo palidecer.
—Eso es lo de menos —restó importancia Zando—. Mi honor me impide desobedecer. Existen reglas, ¿sabes? —hablaba de ello como si todo el mundo se comportase de acuerdo a su férreo sentido de la disciplina.
—Con todos mis respetos, no sois más que un petulante ganso obedeceórdenes —dijo Dolmur con tono cortante. Comenzaba a estar harto del carácter intransigente de su compañero—. Os consta que vuestro emperador, al que obedecéis tan ciegamente, desea veros muerto. ¿Y qué hacéis? ¿Escapar? ¿Defenderos? Nooooo. Os limitáis a seguir como un perro obediente, directo al matadero. Cualquier hombre haría…
—¡Yo no soy cualquier hombre! —interrumpió Zando, molesto—. Nunca olvides eso. Acato el Código que ha mantenido unido al Imperio durante milenios. El Mert´h indú, o Libro del Hombre Intachable, redactado por Féldaslon en persona y guía inequívoca del hombre de armas.
—Lamento disentir, pero vuestro comportamiento más parece el de un pobre esclavo incapaz de pensar por sí mismo, que el de un hombre intachable. Decidme, Zando, ¿matar a alguien inocente está mal visto por vuestro código?
—Es evidente que sí.
—¿Y qué sucede si un superior os ordena ejecutar a alguien inocente?
—Eso no ha pasado nunca. El ejército tiene mecanismos de protesta apropiados. Hay que seguir la cadena de mando. No somos la clase de gente que tú crees.
—¿Y qué sucede si la cabeza de esa cadena, es decir, el Emperador, enloquece o demuestra ser indigno?
—No es misión del soldado cuestionar sus órdenes. Yo no digo que el sistema sea perfecto, pero ha mantenido unido al Imperio y garantiza una calidad de vida razonable para la mayoría. Las decisiones del emperador están supeditadas al consenso del Senado. Ellos son los responsables de que yo esté vivo pese a la ira de Golo. Cuando cumpla mi misión, podré restaurar mi honor y se tomarán las medidas oportunas ante el Senado por la conducta inapropiada del emperador, no me cabe duda. Mientras tanto, sólo cabe obedecer.
—Veo que no tenéis dudas. ¿Siempre lo habéis tenido todo tan claro?
—Eso no es de tu incumbencia. Sólo te diré que en un momento terrible de mi vida, hallé consuelo en el Mert´h indú: él ha sido mi guía estos años. Siempre viajo con una copia en las alforjas. No te vendría mal echarle un vistazo —ofreció Zando—. Yo hace tiempo que lo memoricé.
—Mmm… —caviló Dolmur—, si he de convivir junto a vos y confiaros la seguridad de mi vida, será útil saber cómo pensáis. Acepto.
Zando buscó en sus alforjas y tendió a Dolmur el pequeño libro que Suki le había cedido antes de la partida. Como siempre, lo trató reverencialmente.
—Pensaba que sería un volumen algo más abultado. Lo leeré después de acampar. No creo que me lleve demasiado.
—Las grandes verdades son livianas de decir, pero suponen una gran carga —sentenció Zando.
El resto de la tarde cabalgaron en silencio.

Pasaron los días, y con ellos, el tiempo se tornó cada vez más frío. Aguaceros intermitentes de fina lluvia caían continuamente, dificultando su avance. Empapados y calados hasta los huesos, los soldados consumían sus energías tratando de aguantar las duras jornadas sin provocar a Zando. Lo último que deseaban era despertar las iras de su sargento; no se sentían dispuestos a soportar un solo castigo más.
Mientras tanto, la tensa relación entre Zando y Dolmur se tornaba contradictoria.
Las esperanzas del veterano soldado de compartir la sabiduría contenida en el Mert´h indú, quedaron truncadas cuando quedó patente que la única pretensión del joven era echar por tierra cualquier argumento contenido en el Código. Dolmur poseía una endiablada habilidad para torcer y manipular las palabras y adaptarlas a su conveniencia, a su modo de ver y entender las cosas. Zando, por su parte, era un hombre sin fisuras. Sus ideas estaban claras y sus creencias inamovibles. Todo esto daba como resultado interminables discusiones entre ambos. La rigidez de Zando chocaba con el liberalismo de Dolmur, y el escaso sentido de la obligación del joven asqueaba al viejo soldado. Pese a todo, ambos buscaban esos momentos en las cansadas jornadas al trote, caminando al paso de la tropa. El choque de ideas resultaba tan estimulante como frustrante.
Dolmur jamás había encontrado a alguien tan seguro de sí mismo, tan recto y cumplidor como Zando, y esto era algo que no entendía. Según su propia visión de la vida, la gente siempre buscaba su propio beneficio, sin excepciones. La adversidad era el medio más fiable para sacar a relucir el lado oscuro del alma humana. Por eso mismo, no entendía la terca obstinación de Zando en completar la misión, sobre todo después de saber que su propia vida estaba en juego, y la misión no era más que la excusa para acabar con su vida. Obcecado, lo presionaba con denuedo, esperando pillarlo en una contradicción o mentira, pero Zando era tan condenadamente honrado que le resultaba imposible. Antes de que Dolmur se diera cuenta de ello, comenzó a temer encontrar algo indigno en su compañero de viaje. La idea de que existiera una persona realmente honrada era algo inconcebible para él, máxime en un cuerpo militar. «Raspa un poco en la superficie de las personas y saldrán a la luz todas sus mentiras», solía decir.
Fue el segundo día de marcha junto a Dolmur, cuando ambos tuvieron el mayor encontronazo. El joven, fiel a su promesa, había leído minuciosamente el Mert´h indú.
—He leído al completo vuestro código —explicó acercando su montura a la de Zando.
—Veo que te has dado prisa.
—De hecho, una noche en blanco da para mucho —aclaró Dolmur con acritud. Vigilar a los soldados mientras velaba el sueño de Zando y trataba de leer, resultaba agotador—. Llevo todo el día pensando en ello. No exagerabais al decir que el contenido era denso.
—Sí, así es —respondió Zando con un deje de orgullo en la voz.
—Sin embargo… —se apresuró a decir Dolmur—, no he cambiado un ápice de idea.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Es cierto que contiene un interesante decálogo de enseñanzas más o menos acertadas. Pero no nos engañemos, nada que el sentido común de una persona cultivada no aprecie observando la vida misma.
—En tal caso, o bien la mayor parte de la gente es muy estúpida por no apreciar por sí mismos esa sabiduría, o bien son igualmente estúpidos por apreciarla y pese a todo, ignorarla —se burló Zando—. No sé cómo funcionan las cosas en tu mundo, muchacho, pero te aseguro que en el mundo real la gente no se comporta conforme al Código.
—En eso estamos de acuerdo —concedió Dolmur—. No hay más que ahondar un poco en la superficie del corazón humano para sacar a relucir nuestro lado más oscuro.
—Me apena oír eso. Debe ser triste vivir pensando que no existe nadie digno de confianza. Que todos, al fin y al cabo, no somos más que seres egoístas que buscan el beneficio propio.
—¡Al fin una idea razonable sale de vuestros labios!
—No te equivoques, solo parafraseaba tus pensamientos —replicó Zando, molesto—. No digo que la mayoría no sean como dices, pero he conocido muchos hombres honestos en mi vida. Las duras campañas militares exponen a los soldados a situaciones desesperadas en las que son capaces de sacar lo mejor de sí mismos.
—Y lo peor —atajó Dolmur—, especialmente lo peor.
—Veo que no lograré convencerte con palabras —se rindió Zando—. Dejemos pues que sean mis actos los que hablen por mí.
—Eso es, y hablando de hablar por vos… —Dolmur sacó el Mert´h indú de su mochila de viaje—, creo recordar un pasaje del Código —pasó apresuradamente las páginas—, sí, aquí está. Menciona explícitamente que un soldado jamás debe desobedecer una orden.
—Eso te dije ayer.
—Sí, lo recuerdo, y he estado pensando en ello. Veamos, ¿qué sucedería si un superior os ordenase degollar a un prisionero de guerra, digamos a un niño? ¿Obedeceríais en pos de preservar vuestro honor?
—¿Qué clase de absurda pregunta es esa? El ejército imperial jamás ha asesinado inocentes.
—¿Acaso negáis que hayan sucedido limpiezas étnicas en el pasado de nuestro ilustre Imperio? —se burló Dolmur.
—Nunca a manos de…
—Bien, de acuerdo —interrumpió Dolmur—, dejando a un lado la realidad, ¿qué sucedería si vos recibierais esa orden? Es sólo un supuesto ficticio.
—Evidentemente, desobedecer —respondió Zando sin dudar.
—¡Ajá! —exclamó Dolmur triunfal—. Ignoraríais el Mert´h indú y tomaríais una decisión por vos mismo, al margen de grados y órdenes.
—Estás equivocado —se defendió Zando—, y si hubieras leído el Código tan bien como presumes, sabrías que sus enseñanzas prohíben explícitamente causar daño a inocentes.
—Así pues, este —dijo agitando el volumen— dechado de sabiduría milenaria, este compendio de conocimiento conductual, esta joya del legado de un arcaico y olvidado tirano… ¿cae en contradicciones? —se mofó.
Zando enrojeció de cólera y apunto estuvo de mandar de una patada en el trasero a aquel pomposo y engreído jovenzuelo de vuelta a Ciudad Eje. Desgraciadamente, lo necesitaba, así que en lugar de eso le arrebató de un manotazo el Código.
—No eres digno del contenido de este libro —masculló—. Nunca debí dejártelo. Retuerces la realidad para adaptarla a tu triste y sucia idea de la vida —afirmó mientras se alejaba al trote en dirección a la columna de soldados—. ¡A paso ligero! —ordenó con enfado—. ¡Vamos muy retrasados!
—Puede ser, pero no soy yo el que se enfada cuando me demuestran que a veces no hay más código que las decisiones personales —respondió Dolmur para sí mismo.

Pese al enfado de Zando, lo cierto era que una parte de él disfrutaba con el apasionamiento del joven, con la tenacidad de sus ideas y la obstinación de sus argumentos. En su juventud, él mismo no había sido ni de lejos tan inteligente y mucho menos se había planteado el porqué de las cosas con tanto ahínco y coraje. Por desgracia, Dolmur desperdiciaba su don en justificar su desidia hacia la vida, y enarbolaba el libre albedrío como excusa universal para la dejadez que gobernaba sus días. Malvivía en las calles, recitando poemas y tratando de escribir una obra teatral, según explicaba. Cuando el hambre o la necesidad lo obligaban, aceptaba realizar tareas manuales en los almacenes de la zona comercial.
En una ocasión, Zando le preguntó por su familia, pero el joven cambió de inmediato de conversación. Era obvio que el tema lo incomodaba.

De este modo fueron tanteándose y conociéndose durante una semana de viaje. Pese a su difícil relación, las continuas bromas de Dolmur suavizaron en parte la tendencia natural de Zando al silencio, e incluso logró sonsacarle alguna que otra anécdota de su pasado marcial. Zando, por su parte, obtuvo justo lo que necesitaba: alguien que guardase sus espaldas.
Al atardecer del séptimo día ascendieron una pequeña cordillera que delataba la cercanía del reino de Ilicia. La coronaron por un pequeño puerto de montaña que desembocó en un empinado descenso, mostrándose ante ellos un paisaje sobrecogedor: el Bosque Oscuro se extendía ante ellos en toda su aterradora magnificencia. Una gran masa de árboles semejante a un mar de puro verdor abarcaba todo lo que la vista podía divisar. Únicamente en la línea del horizonte se insinuaban las cordilleras ilicianas en pálidos azules, casi fundidas con el cielo.
—Los hombres intentarán escapar mañana —anunció Zando.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Dolmur alarmado. Odiaba cualquier noticia relacionada con los soldados.
—Es por el bosque.
—No veo la relación, será un cambio agradable continuar camino bajo una arboleda, para variar. Estoy harto de que nos llueva encima —opinó Dolmur.
—Veo que tendré que darte una pequeña lección de geografía. Ese no es un bosque normal, se trata del Bosque Oscuro —explicó Zando—. Un lugar antiguo como el mismo mundo. Se dice de él que nadie jamás salió con vida de su interior. El Imperio ha perdido innumerables destacamentos intentando desentrañar el misterio que rodea ese lugar, pero nadie ha vuelto para contarlo. Al final, hasta el mismo Imperio renunció a este territorio maldito. El único lugar para cruzar esta zona es el paso del acuartelamiento, que rodea el bosque por el sur.
—¡Pero allí tienen ordenes de mataros! —advirtió Dolmur.
—Lo sé. ¿Ves el sendero que hemos recorrido estos días? Dentro de poco serpenteará paralelo al bosque, sin introducirse en él. Si continuamos como hasta ahora, en tres días llegaremos al acuartelamiento.
—¿De modo que cuándo os referiríais a un atajo estabais hablando de ese lugar? —preguntó Dolmur señalando el bosque.
—En efecto. Nos introduciremos en el bosque a primera hora de la mañana. Lo cruzaremos hasta llegar a la frontera con Ilicia.
—Soy poco dado a creer en supercherías, pero vos mismo habéis dicho que nadie ha salido de ahí con vida. Sólo Hur sabe que criaturas habitan ese lugar. No debemos internarnos en él.
En lugar de contestar, Zando comenzó a relatar una historia.
—Una vez conocí a un tipo. Era un soldado a punto de jubilarse. Yo era cabo por aquel entonces. El viejo soldado me contó una historia increíble. En cierta ocasión en que cazaba en tierras ilicianas se internó accidentalmente en el bosque en un día de niebla. Perseguía una pieza a la que no deseaba renunciar. Vagó por el bosque más de tres días, perdido. Cuando finalmente salió de la espesura, contempló con horror el lugar donde había vagado, el Bosque Oscuro.
“Curiosamente, nada ni nadie lo atacó mientras deambuló por la maleza. La gente jamás se tomó en serio su historia, aunque yo me inclino a creerlo. Así, si tengo que elegir entre una leyenda que puede o no ser verdad, y un pelotón de soldados con orden de matarme, opto por creer que la gente exagera —decidió lacónicamente—. Estoy convencido de que un pequeño grupo de hombres podrá atravesarlo sin problemas si no causan revuelo y caminan con discreción. Imagino que un hombre de ciudad como tú no creerá en historias antiguas de las que no existen pruebas, ¿no?
—¿Creer decís? Me sentiría más tranquilo si eso de ahí se llamara el Bosque Feliz o en el Bosque Soleado. ¿A quién demonios se le ocurrió semejante nombre?
—Bueno, quizá tú mismo puedas bautizarlo de nuevo cuando lo atravesemos —concedió Zando.
Pero Dolmur no respondió. Estaba blanco como la leche.
Esa noche él también tuvo pesadillas.

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