¿Te ha gustado? Puedes ayudar al autor con una donación. ¡Gracias!

CAPÍTULO VII: SUEÑO

CAPÍTULO VII
SUEÑO


Zando apenas lograba mantener los ojos abiertos. Llevaba tres interminables días sin dormir. No debía.
Su ruta había penetrado al fin en una zona donde apenas se apreciaban vestigios de civilización. Las fértiles llanuras centrales habían dado paso, paulatinamente, a una región parca en árboles, con colinas de pizarra salpicadas de matorrales bajos. La calzada, reducida a un estrecho pasaje terroso invadido por la hierba, discurría serpenteando rumbo a las lejanas poblaciones limítrofes con las fronteras de Arendia e Ilicia.
Aquel era un territorio de reciente colonización, con vastas extensiones de tierra parcialmente exploradas y poblaciones que aún pugnaban por construir su pedazo de historia. Sin embargo, la presencia humana alejada y desprotegida había atraído el interés de las bandas de la estepa meridional. Los rebeldes arendianos, acosados tras siglos de lucha, habían sido arrinconados en los reductos montañosos del norte, al pie de las estribaciones rocosas. Impelidos por la necesidad de nuevas presas, habían encontrado un paso que comunicaba esta región con la periferia de la plataforma central. Los asaltos, pues, eran constantes, y la milicia imperial se había visto obligada a construir un acuartelamiento entre la frontera montañosa que separaba Ilicia de Arendia y el Bosque Oscuro.

Al tratarse, por tanto, de una vía que comunicaba zonas escasamente pobladas, separadas por semanas de viaje de cualquier zona habitada, el nulo transito y la soledad extrema a las que ahora se enfrentaba Zando eran inevitables.
Sus noches ya no estaban protegidas por una sólida puerta, cómodamente instalado en una posada. Ahora, los vastos espacios lindantes que rodeaban las pobladas tierras centrales no hacían sino acrecentar la sensación de desvalimiento e impotencia que lo asaltaba. Sus constantes pesadillas lo obligaban a permanecer despierto, sin bajar jamás la guardia.
Sin perder el control.
Si sucumbía al sueño, las consecuencias podrían ser terribles, dadas las recientes circunstancias. Temía despertar entre gritos, sin ser consciente de lo que era real y lo que no. En ese estado, podría acabar enredado entre los maleantes que tenía por guarnición, y entonces estaría perdido.
Cada día, al establecer el campamento, situaba a sus hombres alrededor de una gran fogata mientras él se retiraba a una posición ventajosa, apartado del grupo. Pese a viajar por una zona segura, la costumbre marcial era apostar al menos dos soldados de guardia.
Zando no lo hacía.
Alegando que nadie osaría atacar a un grupo de soldados armados, había obviado esa medida. Al menos, esa era su excusa. Tenía dos motivos de peso para no hacerlo. Por un lado, un soldado centinela lo tendría controlado a él, y por otra, Zando siempre escogía un lugar apartado de ellos para acampar, donde pudiera verlos sin ser visto…, a menos que se levantaran y caminaran en su dirección haciendo su guardia.
La tensa relación con sus hombres no había hecho sino deteriorarse aún más. Aún sin reconocerlo abiertamente, todos aceptaban de forma tácita que el sargento era la presa y sus hombres la taimada jauría que aguardaba dispuesta a despedazarlo.
No obstante, Zando aún conservaba una ventaja: sus hombres desconocían su debilidad, su falta de descanso. Si alguno era consciente de su vigilia, por el momento lo disimulaba. En cualquier caso, sólo era cuestión de tiempo. Finalmente notarían su cansancio, su agotamiento. Su deber era aguantar hasta el campamento fortificado que franqueaba el perímetro del Bosque Oscuro. Lamentablemente, al paso actual, aún quedaban dos semanas de largo camino; desplazarse con una columna de hombres a pie no era la mejor forma de avanzar aprisa.
No conseguiría llegar hasta allí sin dormir.
Quizá empujado por el miedo, quizá por su inquebrantable autodeterminación, Zando se abofeteó la mejilla, obligándose a centrarse en lo que hacía.
El agua de un pequeño cazo puesto al fuego comenzó a hervir al fin. Con renovadas esperanzas, vertió las hierbas maceradas que esperaban preparadas en su plato de campaña. La infusión estaría lista dentro de poco, y pronto sentiría algo de alivio. En sus largas campañas militares, había aprendido los viejos trucos del soldado experimentado; infusiones para paliar las noches en vela de los soldados de guardia, remedios naturales para evitar la infección de las heridas del combate…, su larga trayectoria como hombre de armas lo había enseñado mucho y bien. El característico olor agridulce del bebedizo llegó hasta su nariz, reconfortándolo.
A su alrededor, sólo se oían los ásperos ronquidos del grupo dormido. Sus hombres estaban situados a unos diez metros de su posición, resguardados alrededor de un grueso pino. De la docena de hombres iniciales, sólo quedaban siete.
Un cambio, sin embargo, había acontecido en el ánimo general de los soldados. Decidido a no sufrir más bajas por disputas internas, Zando les retiraba las armas cada noche y los obligaba a dormir estrechamente unidos. Si alguno de ellos tenía intención de matar a un compañero, debía hacerlo con sus manos desnudas y despertando al resto.
Tal y como sospechaba, la medida había surtido efecto. Al tratarse de cobardes taimados, ninguno había intentado una táctica directa para atentar contra los demás. Oculto en las sombras, había podido atestiguarlo las últimas noches. Sí los había sorprendido, en cambio, murmurando a sus espaldas, especulando. Aparentemente, el devenir de los días había propiciado la formación de tres alianzas en sus filas: dos grupos de dos y uno de tres. Pese a ser uniones interesadas y sin futuro, habían aportado algo de paz a la convivencia, creando un tenso equilibrio. Irónicamente, sus propios hombres eran ahora quienes se ocupaban de protegerlo; ningún grupo permitiría que el resto se le adelantase.
Lejos de creer que las intenciones de los soldados no eran más que sospechas personales, Zando estaba firmemente convencido de la veracidad de los hechos. Sin nada más en lo que ocupar sus pensamientos en las cansinas jornadas a lomos de su viejo jamelgo, había reflexionado mucho acerca de su situación. Aún recordaba nítidamente la sensación de alivio experimentada en la celda de la Torre Imperial, cuando se creyó perdonado por el emperador. Una punzada de resentimiento lo embargó al rememorar aquello. Realmente, había creído que Golo lo había indultado.
Ahora, en vista de su situación, estaba claro que no. Si en un principio había visto a sus hombres como una dificultad añadida a su viaje, o una prueba más para probar su valía, ahora tenía la seguridad de haber caído en una trampa mortal.
Llevaba demasiado tiempo ejerciendo de mudo testigo de las maquinaciones políticas en la corte como para no reconocer una maniobra tan descarada. La verdadera intención del emperador había sido mostrarse magnánimo de cara al populacho. El trabajo sucio estaba reservado a esos perros que dormían junto a él. Zando suspiró. Pese a todo y a todos, cumpliría con su deber. Lograría llegar hasta Roca Veteada y recaudaría los impuestos. Después, se los entregaría personalmente a Golo. Deseaba ver el rostro del monarca cuando se presentase ante él de una pieza y victorioso.
El color oscuro del agua puesta al fuego le indicó que la infusión estaba lista. Pese al sabor amargo, Zando no le hizo ascos. El desagradable regusto ayudó a mantenerlo despierto. Pronto notaría los efectos y aliviaría la tremenda sensación de cansancio que lo asaltaba. Llevaba a sus espaldas tres días agotadores.
Lamentablemente, lo peor aún estaba por llegar…

La jornada siguiente, auspiciada por los efectos del bebedizo, se hizo más llevadera. Fue al detenerse para acampar, cuando uno de sus hombres se acercó hasta él. Se trataba del fumbriciano con mirada de rata.
—¿Sargento? —preguntó Brilb con falsa humildad.
—¿Sí, soldado?
—Verá usted, sé que no empezamos con buen pie, con la insubordinación… de esa sucia alimaña de Grolt, y la pérdida de algunos compañeros… pero estoy… estamos profundamente arrepentidos. Debimos defender a nuestro superior. A todos se nos ha dado una nueva oportunidad y no queremos caer en desgracia de nuevo, si usted me entiende.
—No, no te entiendo, déjate de rodeos y dime qué quieres.
—Si tuviera a bien dejarnos salir a cazar algo, podría asegurarle que nos comportaríamos como verdaderos soldados. Todos estamos hartos del rancho militar, y las provisiones escasean. Usted ha demostrado ser un jefe digno al que servir, si usted me entiende.
—Vais vestidos como soldados —explicó pacientemente Zando—, incluso vais armados durante el día, por más que me parezca desafiar a la suerte. Pero no sois soldados. Estáis lejos de poder llamaros soldados. Tenéis suerte de que mis órdenes me impidan deshacerme de vosotros —la mirada de Zando expresaba una profunda irritación—. Quizá cuando lleguemos a Ilicia os autorice a salir escoltados por soldados de verdad.
—¿Ilicia? —Brilb no pudo evitar un leve asomo de titubeo en su rostro.
—¿He dicho Ilicia? En que estaría yo pensando… —mintió Zando—. Nuestro destino es el Acuartelamiento del Bosque Oscuro. He calculado que tenéis víveres de sobra… si los racionáis. Si no os queréis quedar sin alimentos, más os vale caminar aprisa —Zando dio por finalizada la conversación con un gesto de la mano.
Si Brilb se sintió decepcionado con la respuesta, no lo demostró. Se retiró con el consabido saludo marcial y se incorporó a la tarea de desbroce junto al resto de sus compañeros. Pese a pretender ser el representante del grupo, nadie le preguntó nada ni él dio explicación alguna. Sin duda, aquel hombre era un manipulador nato.
Aunque no demasiado listo.
Brilb había picado el anzuelo de Zando. Ahora tenía la prueba que demostraba su teoría: sus hombres conocían el destino de la misión. La reacción de Brilb así lo indicaba. Golo había revelado la ruta a estos sucios patanes. ¿Por qué? Si el emperador les había ordenado acabar con él, lo lógico sería intentarlo en un lugar alejado, sin testigos. El tramo que ahora recorrían cumplía todos los requisitos. Y el conocimiento previo de la ruta suponía una ventaja táctica a la hora de intentar atentar contra su vida.
Probablemente, en las anteriores tentativas de acabar con él se habían precipitado en su afán por lograr su objetivo. Era ahora cuando corría más peligro. Sería vulnerable mientras viajase en soledad, rodeado de lobos.
Zando los miró extender las mantas de viaje y rebuscar en sus mochilas. De vez en cuando, alguno levantaba la mirada brevemente y lo observaba. Sus ojos eran los de un depredador que acecha a su presa. A la menor oportunidad, lo volverían a intentar.
Zando comprendió entonces otra verdad incuestionable: su cabeza tenía precio. Golo debía haber prometido una cuantiosa suma por su asesinato. Esa teoría aclararía el misterio de la motivación: por eso no ayudaron a Grolt, y por eso mismo se habían enfrentado entre ellos: nadie quería compartir la recompensa. Todo encajaba ahora. Moviendo la cabeza en actitud de negación, se reprendió a sí mismo por haber tardado tanto en deducirlo, pues… ¿acaso esa clase de hombres podrían tener otro móvil que no fuese el oro?
Sopesó las implicaciones de su teoría: si era ahora, alejados de cualquier ruta transitada, cuando debían intentar con más ahínco terminar con su vida, entonces aún disponían de dos semanas por delante. Era lógico pensar, pues, que no tuvieran prisa, al menos de momento. Sólo observaban, esperando que se presentase la oportunidad, acechando.
Existía, además, otro punto a tener en cuenta, algo que podría salvar su vida. El carácter vil y traicionero de sus hombres jugaba contra ellos. De haber aunado esfuerzos para acabar con él, ahora estaría muerto. Sin embargo, la codicia y la desconfianza los obligaba a aguardar, esperando la ocasión de actuar en solitario.
Una lechuza pasó volando sobre el cielo nocturno, majestuosa, despertando un anhelo en su interior, una idea no concebida aún, que pugnaba por nacer en algún rincón de su mente. El ave se alejó con el silencioso batir de sus alas, perdiéndose en la oscuridad, libre para cazar. De haber surgido el pensamiento, Zando hubiese considerado la posibilidad de escapar, de huir, pero tal consideración murió antes de nacer siquiera. Jamás renunciaría al Código. Un hombre sin honor era como un barco a la deriva. Aún no sabía cómo, pero lograría sobrevivir y cumpliría con la misión.
Así fue su cuarta noche en vela.

Próximo el amanecer del quinto día, Zando estaba agotado hasta la extenuación. Por lo visto, su vida acomodada de los últimos años había hecho mella en su resistencia. Una cruel vocecilla en su cabeza opinó que sólo era un síntoma de su decrepitud.
«Puede que me esté convirtiendo en un viejo, pero aún soy un hombre de recursos», se dijo a sí mismo.
Aprovechando que sus hombres aún dormían, decidió buscar hierbas por los alrededores sin perderlos de vista. Conseguir la materia prima para su infusión era una tarea que debía realizar a escondidas. Si quería ocultar el hecho de pasar las noches en blanco, debía ser cauto.
La noche brillaba con fuerza, despejada la bóveda celeste, y la luz de las lunas ofrecía el suficiente resplandor como para ver medianamente bien. Sus cansados ojos recorrieron el suelo buscando una pequeña planta de tono azulado de apreciados efectos estimulantes, muy común en todo el continente.
Tras quince minutos de infructuosa búsqueda, desistió de su empeño. Como tantas veces en la vida, bastaba necesitar algo, para que no apareciera por ningún lado, por más que se tratase de la cosa más frecuente del mundo. Malhumorado, decidió regresar a despertar a sus hombres. Calculaba que aún tenía reservas para un par de raciones más en sus alforjas.
Fue al levantar la vista del suelo cuando captó un leve movimiento, como un destello, al borde de su visión. Apenas consiguió esquivar el ataque arrojándose al suelo. Derribado e indefenso, Zando vio a uno de sus hombres mirarlo con expresión triunfal. Éste asía una pequeña daga, y resultaba evidente que confiaba en su victoria. En efecto, Zando estaba desarmado, con su espada descansando alojada en su vaina, a demasiados metros como para intentar alcanzarla. Maldijo su torpeza y su descuido; era evidente que no había cacheado a conciencia a sus hombres. Eso, y la mala pasada que el cansancio le había jugado. De no haber estado tan agotado, no se habría dejado sorprender tan fácilmente.
Creía haber comprobado que todos sus hombres dormían, pero, después de todo, uno sí estaba despierto, esperando la oportunidad que Zando le había puesto en bandeja. Ahora, tendría que luchar en franca desventaja.
El rufián, un mestizo de la zona central llamado Turo, empuñaba su daga, confiado, esperando su oportunidad, alternando el peso de su cuerpo de una pierna a otra, listo para actuar al menor descuido. Afortunadamente para Zando, Turo no blandía una espada, si no ya habría acabado con él. Su intención había sido más taimada: una puñalada en la espalda.
Su miedo inicial dio paso a la fría cólera; no soportaba a los cobardes.
—¿Es que no vas a rematar la faena? —se burló desde el suelo. Era consciente de que cualquier intento por levantarse lo expondría a un ataque en el que estaría desprotegido. No, lo esperaría agazapado. Para apuñalarlo, Turo se vería obligado a inclinarse y entonces…— Si esperas demasiado, tus compañeros despertarán, y eso no te interesa, ¿verdad? Dime, ¿qué precio le ha puesto Golo a mi cabeza?
—El suficiente como para no desear compartirlo —respondió Turo con los dientes apretados.
El anzuelo estaba echado y, tal y como Zando esperaba, Turo miró con inquietud en dirección al grupo dormido. Si sus compañeros despertaban, no le permitirían acabar con Zando sin intentar sacar tajada. Si Zando era eliminado en presencia del grupo, la sangre correría: la desconfianza era la única ley que conocían.
Así, viendo que su oportunidad escapaba, Turo adelantó un paso, impaciente. Zando hizo entonces amago de incorporarse, exponiendo su flanco. Turo vio su oportunidad y se lanzó con el puñal por delante, en dirección a su tórax. Zando giró entonces, golpeándolo con la punta de su bota y alcanzándolo en el rostro mientras el puñal se estrellaba contra la parte alta de una de las botas. Aturdido por el impacto, el soldado cayó a un lado, momento en que Zando aprovechó para enlazar sus piernas sobre su cuello y girar, provocando un chasquido seco en las vértebras del desdichado.
Turo estaba muerto, con el cuello roto y despatarrado.
—Experiencia… la fortuna de todo veterano se llama experiencia—susurró Zando aliviado.
Se levantó jadeando por la tensión, se sacudió el polvo de la ropa y caminó hacia el grupo aún dormido. Aparentemente, ninguno de ellos había despertado aún. Sintiendo que la excitación pasaba y el cansancio volvía, se dirigió a su montura y cargó su ballesta. Después, tomó uno de los escudos y lo aporreó sonoramente, despertándolos. El grupo se desperezó entre protestas.
En un primer momento, ninguno de ellos se percató de la ausencia de Turo. Fue Ankur, el bribón al que se había asociado los últimos días, quien lo echó antes en falta. El soldado, en lugar de preguntar por su compañero, escrutó la oscuridad con desesperación hasta apreciar el lugar donde yacía su cuerpo. Tras descubrir el cadáver, miró a Zando con desconfianza. Su rostro dejaba entrever una singular mezcla entre miedo y enfado: temía lo que Turo pudiera haber dicho sobre sus posibles planes para acabar con su sargento. Por otro lado, se sentía traicionado. Resultaba evidente que la acción de su cómplice había sido unilateral.
Zando vio todo esto, interpretando cada gesto y detalle en el rostro de su subordinado. La sorpresa era el mejor medio para entrever la verdad bajo la máscara de la indiferencia y la mentira.
—Formad en fila de a uno —ordenó levantando la ballesta.
Extrañados, sus hombres obedecieron al instante; a estas alturas conocían suficientemente a Zando como para saber que la amenaza implícita no era una bravata.
—Turo creyó que podría sorprender mi descanso —explicó Zando señalando el lugar donde reposaba el cadáver—. Pese a requisaros vuestras armas cada noche, él aún conservaba una pequeña daga —explicó, haciendo una pausa y dejando que sus hombres otearan el cuerpo. Como sospechaba, las expresiones de éstos fueron de evidente alivio: ahora tenían un contrincante menos con el que enfrentarse—. Creyó poder triunfar con un mondadientes donde un úmbrico fracasó con un arma de verdad —continuó, comparando el ataque de Turo con el de Grolt. Pese a ser una fanfarronada, debía aparentar una seguridad muy superior a la que realmente sentía—. En cualquier caso, no deseo encontrarme con más sorpresas. Desnudaos ahora y arrojad lejos vuestras ropas.
Nadie osó cuestionar la orden. Rápidamente, sus hombres obedecieron.
Tras quedar desnudos y tiritando, retrocedieron a una distancia prudencial mientras Zando inspeccionaba sus ropas. Cuando hubo acabado, un total de dos dagas y un cable de acero habían sido requisados.
Si bien había encontrado tres armas clandestinas, Zando maldijo su torpeza. De haberlos desnudado individualmente, ahora sabría quienes habían desobedecido su orden. El agotamiento hacía que cometiese cada vez más errores.
—Hoy avanzaréis a paso ligero todo el día —sentenció—, sin ración.
Las protestas fueron airadas.
—A menos, claro está, que alguien me diga la procedencia de estas armas —añadió—. ¿Nadie? Eso pensaba yo. Vestíos, salimos en un par de minutos.
—Disculpad, mi sargento, pero ¿vamos a dejar a Turo así, sin sepultura? —terció Brilb—. No es digno de un soldado dejar sin enterrar a un camarada.
—Yo no veo ningún soldado —respondió Zando secamente. De sobra reconocía la hipocresía de Brilb. El fumbriciano sólo quería restarle una hora de marcha a una jornada agotadora—. Está bien —concedió finalmente—, cortad las ramas necesarias para hacer una pira funeraria. Será lo más rápido. ¡Corred!
Zando recogió sus bártulos sin perderlos de vista y montó sobre Pintado, observándolos mientras se desperdigaban en busca de madera. Pese a la animadversión que sentían aquellos rufianes hacia él, el temor era aún mayor. Tras el fallido intento de Turo, calculó unos días de calma antes del próximo ataque.

A media mañana, Zando creyó enloquecer de sueño. La excitación de la pelea había provocado una euforia transitoria que horas más tarde le estaba pasando factura; sentía todo el cuerpo agarrotado y sus ojos lagrimaban escocidos por el sol. Delante, el pelotón avanzaba entre jadeos, ajeno a su agotamiento. Pintado, su viejo caballo, trotaba aparentemente lozano, aunque Zando desconfiaba; pese a que el fragmento de níode había perdido gran parte de su brillo, aún lo ayudaba artificialmente. Desde que comenzase el viaje, había procurado ofrecer el descanso suficiente a su montura, realizando frecuentes paradas y avanzando la mayor parte del tiempo a un ritmo pausado, procurando no forzar los límites del animal. No obstante el lamentable estado en el que le había sido entregado el animal, confiaba en recuperarlo con el ejercicio moderado al que lo sometía diariamente. Con un poco de suerte, a medida que la gema perdiese su poder, el caballo ganaría en salud.
Sin embargo, al amanecer, cuando les impuso el castigo a sus hombres, no pensó en Pintado y el esfuerzo que tendría que afrontar. Ahora, debía rezar para que el caballo aguantara y seguir con el castigo. De otro modo, perdería credibilidad ante los rufianes que tenía por tropa.
Trataba de mantener la mente ocupada, oteando el suelo colindante, buscando alguna hierba o fruto que sirviese para mitigar su estado. De cuando en cuando, creía ver alguna hierba estimulante capaz de aliviarlo, pero no se trataba más que de meros hierbajos.
Poco a poco el ánimo de Zando fue flaqueando. El fantasma del desánimo le susurraba ideas descorazonadoras que él apartaba con terquedad: No encontrarás la planta… jamás aguantarás hasta el Acuartelamiento del Bosque Oscuro… eres demasiado viejo para esto…Pero Zando, obcecado, se repetía una y otra vez: «Cada cosa a su tiempo, lo que haya de venir vendrá», y continuaba camino.
Así transcurrieron las horas hasta el atardecer.
En el ocaso, el grupo se internó bajo la fresca bóveda de una zona arbolada, con matorrales bajos y humedad en el suelo. Zando divisó por fin la ansiada hierba que necesitaba para mantenerse despierto junto a la base de un matorral de tomillo. Más allá, vio otros manojos esparcidos por el terreno. Feliz de poder detener la marcha al fin, palmeó a Pintado y le susurró unas palabras de aliento al oído:
—Lo has hecho muy bien, compañero, estoy orgulloso de ti. Ahora podrás descansar.
El caballo respondió a su gesto con un resoplido de satisfacción.
Con el pretexto de dar un descanso a sus extenuados soldados, ordenó el alto y dispuso acampar junto a un claro cercano al camino.
Al desmontar, sus piernas protestaron con un dolor punzante en los huesos. Por lo visto, el trote no sólo había afectado a Pintado. Zando ignoró sus achaques y, tras requisar las armas y cerciorarse que cada cual tuviese asignada una tarea productiva, se dirigió a solas en busca de su ansiado remedio. Era consciente de que sólo alargaba lo inevitable, pero por ahora le bastaba con eso.
Al cabo de dos interminables horas, la infusión burbujeaba en el exiguo fuego que se había permitido encender, amparado por una gran roca de forma cóncava. Encontrar un lugar donde encender fuego sin ser visto no había resultado tarea fácil. Lo último que deseaba era revelar la posición en la que se hallaba. Él debía ser el acechante, no el acechado.
En su opinión, había guardado bien las apariencias hasta el momento, ocultando a sus hombres sus noches de insomnio. Mostrar el más mínimo signo de debilidad ante ellos sería como invitarlos a atacar.
Miró una vez más en dirección a los soldados mientras se servía el brebaje en un cazo. Aparentemente, todos dormían en silencio, arropados por el calor de la lumbre. Bebió de un tirón, sin respirar, con arcadas de repugnancia.
La infusión no tardó en hacer efecto. La pesadez de sus miembros cedió, a la par que su consciencia se tornó más aguda. Pese a todo, un escalofrío recorrió su espalda. Sólo alargaba lo inevitable…

Dos días después, los estimulantes apenas mitigaban su terrible extenuación. El agotamiento que lo atenazaba era demasiado profundo. Al principio, su efecto propiciaba una falsa sensación de recuperación, pero pasadas varias horas, le sobrevenía un cansancio aún más demoledor. Durante el día, la monotonía de la cabalgata lo adormecía. El lento avance de sus hombres lo obligaba a mantener el trote de su montura al paso, detrás del pelotón. Pintado, habituado a moverse en formación, apenas necesitaba indicaciones para mantener rumbo y velocidad. De este modo, Zando comenzó a echar cabezadas en la silla de montar. Temeroso de que alguno de sus hombres mirase en su dirección y lo sorprendiera de esta guisa, cabalgaba con la capucha de viaje echada, dejando así la mitad de su rostro oculto. Aparentemente, se protegía del sol, cuando en realidad disimulaba su sueño.
Asimismo, impelido por la necesidad, Zando aguzó el ingenio, logrando un método para dormitar sin caer en el sueño. Había confeccionado un rudimentario collar con la ayuda de una correa de cuero y algunos clavos de herradura. Los clavos apuntaban en dirección a su barbilla. De este modo, al comenzar a quedarse dormido, la cabeza caía relajada sobre los clavos y el pinchazo lo despertaba. El invento funcionaba, propiciando fugaces momentos de reposo. Dormitar no era igual a dormir, pero al menos conseguía descansar algo.
Las noches, en cambio, eran mucho peores.
La paciencia de sus hombres mermaba con cada día perdido. En sus interminables vigilias, Zando advertía fugaces vistazos en su dirección. Seguía siendo un trofeo para ellos. Era la pieza valiosa que esperaban cobrarse, una pieza que no querían compartir. La noche anterior, uno de ellos —sería incapaz de decir cual—, había reunido el valor y se había levantado con movimientos lentos y silenciosos. Tal y como Zando esperaba, deambuló hasta dar con él, dando un rodeo para abordarlo por su espalda. Estaba armado con lo que le pareció una rama afilada. Lejos de asustarse, Zando aguardó a que el tipo estuviera muy cerca antes de simular un sonoro ronquido. Al oírlo, el soldado corrió aterrado de vuelta al claro, desistiendo de sus intenciones.
Aún lo temían, pero no dejaba de ser otro aviso.
Mientras creyesen que su sueño era ligero y no sospecharan que no dormía nada en absoluto, podría continuar con su farsa. Precisamente, para no despertar sospechas, se veía obligado a pasar las noches tumbado. Al amanecer, su cuerpo estaba rígido y dolorido. Yacer sin relajarse era algo agotador.
Zando hacía cualquier cosa con tal de no caer rendido. A veces, apoyaba la cabeza sobre una incómoda piedra: el dolor lo ayudaba a permanecer despierto. Otras, se forzaba a sostener una mano sobre la punta de su daga. Si se relajaba demasiado, un doloroso pinchazo lo devolvía a la realidad.
Pese a todo, en un par de ocasiones, el sueño lo había vencido fugazmente. Zando sabía que no había dormido mucho por la posición de las estrellas. Por eso, y por las pesadillas. Hacía años que no conseguía dormir una sola noche sin despertar al menos una vez bañado en sudor y temblando.

Al cabo de una semana marchando por tierra de nadie, Zando fue consciente de haber tocado fondo. Cuando al atardecer del séptimo día ordenó acampar al amparo de un bosquecillo de almendros, tuvo la certeza de que esa noche sucumbiría al sueño. No se trataba de derrotismo, simplemente su aguante no daba más de sí. Un guerrero sabía eso. Conocer los verdaderos límites de su capacidad por encima de los deseos mundanos del descanso, era tan valioso como saber dominar un arma o poseer un gran valor.
Y Zando supo desde el mismo momento que amaneció, que al llegar la noche sucumbiría al cansancio.
Apenas lograba caminar erguido. Su voz estaba ronca y su ánimo destrozado. ¿Qué hacer pues? Zando no pensaba rendirse, pero dado su estado, pelear no era una opción.
Cuando todo estuvo dispuesto y el pelotón se disponía a dormir, ordenó a tres de sus hombres que amordazaran por las muñecas a los tres restantes, con sus espaldas pegadas a los troncos de los almendros. Evidentemente, la orden trajo airadas protestas, pero una mirada desabrida bastó para convencerlos de que no bromeaba. Cuando hubieron cumplido la orden, mandó a uno de los tres restantes amordazar a los otros dos, hasta que solo uno quedó libre. Zando se ocupó personalmente de amordazar al último, tras lo cual inspeccionó la contundencia de los nudos. No satisfecho con uno de ellos, repitió la mordaza y castigó al autor del nudo sin desayuno la mañana siguiente.
Ahora, las cartas estaban sobre la mesa. No había que ser un genio para deducir por qué esa noche tendrían que dormir amordazados, máxime cuando oyeran sus gritos al despertar, víctima de las pesadillas.
Zando sólo esperaba recuperarse lo suficiente como para plantarles cara por la mañana. Pero eso sería el día venidero. De momento, estaba a salvo. ¿O no? Lo realmente seguro hubiera sido encadenarlos, pero no disponía de grilletes o cadenas. Las cuerdas podían ser pacientemente desgastadas y cortadas a lo largo de toda una noche, aunque era algo a lo que Zando tendría que arriesgarse. Así pues, se separó de sus hombres como todas las noches y se situó en un lugar elevado, desde el que pudiera observar sin ser visto. Después, ni tan siquiera tuvo noción de haberse tumbado. Una negra oscuridad lo engulló.

Despertó horas después, sobresaltado. Se sentía como si le hubieran dado una paliza. Jamás en toda su vida había experimentado semejante sensación de sueño. Aterido, un escalofrío recorrió su cuerpo, instándolo a abrigarse con la manta de viaje. Hecho un ovillo, pero con la mente aún embotada por la fatiga, cerró los párpados con la intención de continuar su descanso. De repente, cayó en la cuenta: contra todo pronóstico, la temida pesadilla no había hecho acto de presencia. ¿Por qué entonces había despertado? Miró hacia el cielo estrellado y estimó que habría dormido unas cuatro horas; aún faltaban tres para el amanecer.
Un chasquido a su espalda lo alertó. Había alguien tras él, oculto en las sombras. Zando supuso que alguno de sus hombres se habría liberado, dispuesto a acabar con él. Sintiéndose perdido, se maldijo por su idea de atarlos. No había pensado en las consecuencias si alguno llegaba a liberarse: el resto de rufianes no podrían impedirle acabar con él.
Aguardó un instante antes de levantarse y desenvainar. Se incorporó violentamente, irguiéndose a la par que atacaba, pero sus músculos, demasiado agotados y atenazados, le fallaron estrepitosamente. Lo que debió haber sido un certero estoque de espada a su espalda, se convirtió en una aparatosa caída. Ahora estaba vendido, a merced de su asesino, perdido ya el factor sorpresa. Resentido por terminar sus días sin haber podido limpiar su honor, se encomendó a Hur esperando el golpe fatal.
Pero nadie atacó.
—Esa cabriola ha sido muy cómica. ¿Para qué sirve? ¿Para matar de risa al oponente? —se burló Dolmur surgiendo de entre las sombras.
En efecto, el jovenzuelo vividor que había conocido en su breve estancia en las mazmorras, lo miraba con expresión divertida.
­—¿Cómo es posible…? —acertó a preguntar Zando, que casi creía delirar a causa del sueño.
No obstante, la situación era de lo más real; su cansancio atroz, el dolor en la rabadilla a causa de la caída, el frío nocturno… y aquel condenado bribón, plantado frente a él con esa estúpida sonrisa.
En otro lugar y circunstancias, Zando hubiera reaccionado de un modo bastante contundente con ese mocoso presuntuoso, pero la verdad era que se sentía aliviado de verlo. Hacía un instante se creía perdido y ahora, su situación había mejorado notablemente.
—Déjate de bromas, joven tunante, y explícame cómo es posible este milagro. De todas las personas que jamás habría esperado encontrar… —inquirió mientras se sentaba en una postura más digna.
—La explicación es mucho más simple de lo que podáis pensar —se dispuso a explicar Dolmur acuclillándose junto a él—. ¿Recordáis nuestro encuentro en la celda, no es así? Pues bien, al atardecer del día siguiente, tuve un nuevo invitado de lujo en las mazmorras. Un excitado y nervioso senador Brodim bajó en persona a visitarme. Buscaba a la última persona que hubiera visto a Zando, el degradado General Verde. Parecía que los legendarios demonios ygartianos lo persiguieran. Hablaba en voz baja, lanzando constantes miradas por el pasillo de las celdas. Tras cerciorarse de estar a salvo de oídos indiscretos, Brodim confesó que buscaba a alguien que pudiera reconocer vuestro rostro. De hecho, él mismo sería incapaz de reconoceros si os viera. Pese a estar presente en el incidente que os hizo perder el control (ya me contareis que demonios os pasó), lo presenció a demasiada distancia como para reconoceros.
—Abrevia —instó Zando, impaciente.
—Tened paciencia, ahora viene la parte interesante. Según Brodim, aquella misma tarde, al dirigirse a una audiencia con su majestad el emperador, escuchó accidentalmente una conversación de lo más reveladora: el monarca daba precisas instrucciones a un soldado para partir de inmediato en el caballo más veloz y dirigirse al Acuartelamiento del Bosque Oscuro. Era prioritario que la carta fuera entregada al capitán Terk antes de vuestra llegada. Asimismo, el mensajero debía entregar órdenes de menor importancia en los cuarteles situados en vuestra ruta.
“Alertado por lo que parecía una descarada treta de Golo, Brodim decidió tomar cartas en el asunto, y envió a un grupo de sus propios hombres con la misión de interceptar al mensajero fingiendo un robo. Cuando los hombres de Brodim sorprendieron al soldado, robaron su bolsa y lo golpearon, dejándolo inconsciente. Después, copiaron los documentos y volvieron a lacrar los originales en sus sobres con el sello imperial. Cuando la víctima despertó, no sospechó las verdaderas intenciones que se escondían tras su asalto, aliviado como estaba de seguir con vida.
“De este modo, Brodim pudo finalmente leer la carta, que confirmaba sus peores temores: las órdenes entregadas a Terk consistían en acabar con vos si lograbais llegar con vida hasta el acuartelamiento.
—¿Qué? —Zando no daba crédito—. No logro entender qué he podido hacer para que Golo me dedique tantos esfuerzos y energías.
—¿Así que ya estabais al tanto? Supuse que eso de… si lograbais llegar con vida implicaba intentos previos de acabar con vos. Ya veo que tenía razón.
—Sí, han intentado acabar con mi vida en varias ocasiones desde que partí. Si a eso añadimos el trato vejatorio al que he sido sometido en los cuarteles por los que he pasado, tenemos resuelto el misterio de mi accidentado viaje. ¡Maldita sea! Estoy al límite de mis fuerzas. ¿Por qué tantas molestias? ¡No lo entiendo!
—Tranquilizaos —la habitual expresión burlona desapareció del rostro de Dolmur—. Esa misma pregunta me la hice yo mismo. Brodim no pudo más que especular, pues el verdadero motivo sólo el emperador lo conoce. No obstante, la deducción del senador se basa en datos fehacientes.
“El día de los festejos, una vez finalizada la ceremonia que vos mismo interrumpisteis, el emperador estalló en cólera, ordenando vuestra inmediata ejecución. Pero la mayor parte de los senadores estaban presentes y no aprobaron tal decisión. El mismo Brodim fue uno de vuestros más fervientes defensores, según me explicó. Opinaba que un hombre de vuestro reconocido buen hacer e intachable reputación no merecía terminar así sus días.
“La discusión se prolongó largo rato y el monarca la transformó en una guerra personal. Pretendía enfrentar su poder al Senado, tratando de ejercer su mandato sin responder ante nadie. Afortunadamente, los miembros de la cámara, tercos, lograron imponer su voluntad, y el emperador admitió vuestro perdón a regañadientes. Así fue como salvasteis la vida. Debisteis de hacerle un gran favor a alguno de los miembros del Senado…
—A la mayoría, de hecho —afirmó Zando cansado. Se sentía como un estúpido por haber creído que su perdón procedía de Golo.
Dolmur pensó que el veterano soldado había envejecido una veintena de años desde que lo viera en las mazmorras. Su semblante mostraba un aspecto ajado, agotado más allá de toda medida.
—Acaba tu historia, chico.
—Eh, ¿por dónde iba? Sí, Brodim dio el asunto por zanjado hasta el día en que averiguó que pretendían asesinaros. Él afirma que sois un verdadero héroe, y que jamás conoció a nadie de vuestra valía. Me pidió transmitiros todos sus ánimos. Dijo que pase lo que pase, siempre tendréis un amigo leal en él.
—El bueno de Brodim… —Zando sonrió agradecido—. Concluye, por favor.
—A lo que iba, Brodim necesitaba a alguien de confianza que os avisara del peligro, alguien que hubiese visto vuestro rostro. Pero nadie de los que os habían visto sin la máscara, resultaba ajeno al ejército. El ministro, prudentemente, no deseaba acudir a ningún miembro de la milicia, pues estimó que ningún soldado osaría oponerse a su majestad. Así pues, necesitaba a alguien ajeno al ejército que os hubiese visto lo suficiente como para recordar vuestro aspecto.
—Alguien como tú.
—En efecto, sobre todo si fui la última persona que os vio antes de partir. No fue difícil para el senador dar con la celda donde fuisteis encarcelado, y una vez allí, proponerme un trato: mi libertad y una cuantiosa suma a cambio de partir en el acto y localizaros.
—Entiendo, y deduzco que fue él quien te informó de la ruta que seguiríamos, pero… ¿cómo podría estar seguro de que no huirías con el dinero en vez de cumplir con tu palabra?
—No sois tonto, no. Brodim me dio sólo la mitad de la cantidad convenida. Yo debía llegar y alertaros, y después haceros una pregunta de la que sólo vos conocéis la respuesta. Si volvía a Ciudad Eje con la respuesta correcta significaría que cumplí con el encargo y vos estaríais a salvo.
—Muy inteligente por su parte —concedió Zando—. Pero aún tengo una duda. ¿Cómo te has presentado en mitad de la noche? Lo lógico hubiera sido alcanzarnos durante el día.
—Es cierto, pero dado que vuestro grupo iba a pie, y yo, (lamento mi torpeza) me perdí en un par de ocasiones, no me sentía muy seguro de dar con el destacamento. Después de todo, soy un hombre de ciudad. Así que hace un par de días, cuando calculé que debía de estar a punto de alcanzaros, se me ocurrió dormir durante el día y viajar de noche. Supuse que al acampar encenderíais un fuego y así me resultaría relativamente fácil dar con el campamento. El sendero se oculta en la maleza muy a menudo por estas tierras baldías y yo soy muy capaz de adelantaros sin tan siquiera veros.
—No lo dudo.
—En conclusión, hace un par de horas divisé desde la lejanía el resplandor de la lumbre y me dirigí hasta aquí.
—Un momento… ¿la lumbre has dicho? Si localizaste la fogata, ¿cómo me has encontrado a mí en lugar de a mis hombres?
—De hecho, los encontré a ellos primero. Estaban atados, menuda forma de pasar la noche. Debéis de ser un hombre de carácter —se burló Dolmur.
—Insisto, ellos no sabían dónde estaba. ¿Cómo diste conmigo?
—Oh, me ayudó el cabo Brilb, el guardián de los soldados. Él salió a mi encuentro antes de alcanzar la posición de los soldados y me explicó que solíais dormir por los alrededores. Se ofreció a ayudarme a buscaros. Es un tipo amable.
—¡Maldición! ¡Brilb no es ningún cabo, es el peor de todos ellos! Ha debido escapar y lo sorprendiste cuando se disponía a darme caza. Doy gracias a los dioses de que me hayas encontrado tú primero. ¡Debemos huir rápidamente!
Una socarrona voz a sus espaldas les indicó que era demasiado tarde.
—De hecho, hace rato que os encontré —dijo Brilb surgiendo de las sombras—. Poneos de pie, donde pueda veros.
Ambos obedecieron la orden. Brilb estaba a sus espaldas y los apuntaba con la ballesta de Zando. Sus ojos brillaban con malicia.
—¿Cómo es posible? —preguntó Zando, impotente.
—Es fácil, sólo he sido un hombre paciente. He esperado mi oportunidad con calma. El primer día, al ver el modo en el que matasteis a Grolt, renuncie a intentarlo abiertamente. Aprecio demasiado mi cuello y sé cuando un enemigo me supera. Vos sois formidable, sin duda. Dejé pasar los días, observando, estudiando… cada día estabais más y más agotado. Probablemente, apenas habréis dormido desde hace una semana, ¿me equivoco? Creo que no —se respondió con altanería—. Cuando esta noche nos amordazasteis a todos, estuve seguro: había llegado el momento. No fue difícil para un ladrón del gremio de primer orden liberarme de esas cuerdas. Ya me preparaba para comenzar mi búsqueda cuando apareció el jovencito de ciudad. ¡No podía creer mi suerte! Engañarlo fue muy fácil. Y más aún convencerlo de que os buscara por la dirección donde yo sabía que estaríais: a nuestra espalda y en un lugar elevado. De este modo dejé que el joven os localizara mientras pensaba que yo buscaba en dirección opuesta.
—Pero no fue así, me seguiste —dijo Dolmur.
—Así es. Llevo aquí escuchando el tiempo suficiente para saber dos cosas. La primera es que no me gustaría estar en el pellejo de alguien a quien el mismísimo emperador desea ver muerto, y la segunda, es que apenas os tenéis en pie, mi sargento —se burló—. Incluso yo hubiera podido mataros en combate esta noche. Afortunadamente, me habéis dejado acercarme lo suficiente como para tomar prestada vuestra ballesta y poder liquidaros a una distancia prudencial.
En efecto, la situación no pintaba nada bien. Zando apenas se tenía en pie y Dolmur, aparentemente, no era más que un acomodado bribón sin nociones de combate. Brilb estaba estratégicamente situado a unos cinco pasos de distancia, la suficiente para no fallar y la necesaria para frustrar cualquier intento de abordarlo cuerpo a cuerpo. Zando sólo tenía una oportunidad.
Dio un fuerte manotazo a Dolmur, situándolo a su espalda y protegiéndolo con su propio cuerpo.
—Tiene sólo una flecha en la ballesta —afirmó decidido—. Si la emplea conmigo estarás en igualdad de condiciones y podrás pelear por tu vida.
—¿Estáis loco? —la voz de Dolmur sonó como un chillido—. ¡No he peleado en mi vida!
—Muy hábil, chico de ciudad. Ahora también lo sabe él.
Brilb rió encantado. Tenía la situación controlada y disfrutaba con los torpes intentos de sus víctimas. Zando, por su parte, sólo encontró una salida razonable a todo aquello. Si no podía evitar sufrir la herida de una flecha, al menos elegiría el punto de impacto. Saltó en dirección a su enemigo con los antebrazos por delante y las rodillas levantadas. Su cabeza y tronco quedaron escudados por sus extremidades. Un soldado profesional no hubiese picado jamás en un truco tan burdo; hubiera retrocedido y disparado cuando el atacante hubiera aterrizado, quedando nuevamente desprotegido. Pero Brilb hizo justo lo que Zando esperaba de él: se asustó, disparando de inmediato, sin pensar ni apuntar. Zando sintió una punzada de dolor en el antebrazo cuando la saeta lo hirió.
El encontronazo con Brilb fue tremendo.
Zando se estrelló contra el fumbriciano y ambos cayeron al suelo, donde comenzaron un desesperado forcejeo. El ladrón buscaba con ahínco desenvainar su recuperada daga mientras Zando hacía desesperados intentos por inmovilizarlo con una presa. Desafortunadamente, su brazo herido entorpecía sus movimientos y su agotado cuerpo apenas reaccionaba ante los nerviosos y desesperados esfuerzos de Brilb. El cansancio terminó por vencerlo y la situación se tornó desesperada. El soldado, daga en mano, apuntaba al corazón de Zando, quién, desfallecido y usando un sólo brazo trataba de detener el avance del arma hacia su pecho. Los ojos de Brilb brillaron de placer al ver que su daga tocaba ya la piel del sargento. Zando lo miró entonces y sonrió.
—Dos fallos en una sola pelea a muerte son demasiados —anunció con los dientes apretados.
Brilb apenas dudo un instante antes de comprender. Ni siquiera llegó a ver cómo Dolmur estrellaba una pesada piedra sobre su cráneo. El rufián cayó sin sentido.
—¡Diantres muchacho! Has tardado mucho, ¿acaso esperabas una invitación?
—Lo siento, no estoy muy ducho en eso de abrir cabezas a golpes. ¡Si no es molestia, quizás la próxima vez prefiráis encargaros vos mismo!
—Es cierto, mis disculpas, Dolmur. Me has salvado la vida —concedió Zando.
—Si, bueno, vos también a mí. ¿Siempre son tan intensos los días junto a vos?
—Eso, estimado joven, es algo que podrás comprobar por ti mismo. A partir de ahora me acompañarás.

btemplates

0 Opiniones: