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CAPÍTULO IX: EL BOSQUE OSCURO

Hola a todos, hoy estamos de celebración: ¡mil visitas! Muchas gracias a todos por el fantástico seguimiento del blog. Espero que la aventura de Zando y Dolmur os anime a seguir entrando. En cuanto al capítulo de hoy, por fin se presentan acontecimientos más propios de la fantasía (soy consciente de que, salvando las níodes, apenas si había un par de pinceladas fantásticas hasta ahora). Además, he sembrado una pista bastante evidente sobre la identidad del misterioso Forjador de Almas. Quién es y qué pretende es algo que aún está por ver.

CAPÍTULO IX
EL BOSQUE OSCURO


El amanecer del día siguiente se presentó frío y gris. Por primera vez desde que iniciasen la marcha, los soldados recogieron el campamento sin esperar la orden pertinente. El hecho no pasó desapercibido para Zando, que se alegró de apreciar al fin cierto cambio en la actitud de sus hombres: su aspecto era ahora aceptablemente aseado, su conducta algo más ordenada y sus modos correctos la mayor parte del tiempo. El pulso de poder establecido contra él parecía haberlos desgastado, y la llegada de Dolmur fue la gota que colmó el vaso. La captura de Brilb, su cabecilla, unida al refuerzo que suponía la presencia del joven, habían terminado por consumir las esperanzas de los rufianes de acabar con él. Si bien Zando no intercambiaba con ellos más conversación que las órdenes y los consabidos saludos marciales, ahora refunfuñaban menos y apenas había que hostigarlos.

Con todo, Zando no bajaba la guardia: el plazo para terminar con él casi se había agotado —sólo podrían intentarlo antes de alcanzar el Acuartelamiento del Bosque Oscuro—, y a buen seguro aprovecharían la menor oportunidad.
Dolmur, por su parte, comenzaba a acusar el estado de constante tensión y la falta de sueño. Sus ojeras resultaban evidentes y su barba crecía a medida que pasaban los días. De no haber contrariado a Zando con su aspecto descuidado, quizás hubiese hecho algún esfuerzo por acicalarse, pero encontraba divertidos los prejuicios de su forzado socio.
Aquella mañana aciaga el joven se mostró especialmente preocupado; temía la reacción de la tropa cuando recibieran la orden de penetrar en el bosque. Vigilaba, pues, a los soldados en todo momento, con temor reverencial. Aún no tenía demasiado claro por qué un grupo con una superioridad numérica evidente, no se sublevaba ante un joven sin nociones de autodefensa y un veterano entrado en años. Desconocía qué podían ver en Zando que les inspirase tanto temor, aparte, claro está, de una ballesta.

El descenso hacia la linde del bosque fue rápido. Una hora después de comenzar la marcha, el camino giró bruscamente al enfrentarse al bosque, serpenteando paralelo a la espesura, en dirección sur. La floresta estaba en silencio; no se oía ningún sonido que proviniese de su interior, ya fuesen aves o insectos. La bóveda, espesa y cerrada, no dejaba pasar la luz diurna, dejando en penumbra su interior, e impidiendo ver más allá de una veintena de metros. Todo parecía invitar al forastero a alejarse de un modo que a Dolmur se le antojó de lo más elocuente. Los soldados lanzaban continuos vistazos a la espesura, desconfiados, tratando de escudriñar la maleza.
Al rozar el mediodía, pasaron junto a una amplia abertura. Inmediatamente, Zando detuvo la marcha. Tras inspeccionar la entrada natural, ordenó al grupo internarse en la espesura. Los hombres lo miraron estupefactos, pero Zando se limitó a apuntarles con la ballesta y preguntar amablemente si alguno deseaba desobedecerlo.
Entre murmullos y expresiones de angustia, todo el grupo se internó.
Pronto se dieron cuenta de que el avance no iba a resultar sencillo. Al poco de comenzar a caminar hubo que abandonar los caballos. Zando liberó a su viejo jamelgo de las bridas y la silla de montar y lo espoleó en dirección a la entrada. Pintado se estremeció al verse liberado del níode, ya casi sin carga, y trastabilló antes de lograr marcharse renqueando. Pese al lamentable estado en que le habían entregado el animal, ahora parecía sensiblemente recuperado. Con un poco de suerte, el viejo caballo terminaría sus días viviendo en libertad, libre de la explotación del ejército.
Dolmur, en cambio, no se alegró ni un ápice cuando tuvo que abandonar su jaca, aunque igualmente se rindió a la evidencia. Resignados, Zando y él cargaron con sus fardos y se situaron en retaguardia.
Brilb, después de varios días caminando sujeto a un grueso yugo de madera, apenas era una sombra de sí mismo. Para alivio del rufián, fue maniatado sin cargas; el travesaño era demasiado aparatoso como para permitir al prisionero avanzar por la maleza sin retrasar continuamente al grupo.
La marcha continuó con los soldados aún atemorizados, mirando cada cierto tiempo hacia sus guardianes, sopesando las posibilidades de una huida desesperada. No obstante, aún temían más la posibilidad de recibir una saeta en la espalda, de modo que continuaron sin romper la formación. Todos estaban de acuerdo en que un grupo de hombres unido tendría más posibilidades de hacer frente a un hipotético ataque. Pese a todo, la idea no les tranquilizaba. Según las crónicas imperiales, hacía quinientos años del último intento de explorar el bosque. En aquella ocasión penetraron en su interior trescientos hombres.
No se volvió a saber de ellos.
Enseguida quedó claro el motivo que había inspirado el nombre de aquella floresta: lo tupido del follaje provocaba la ausencia de luz solar, confiriendo al lugar un aspecto lúgubre y tenebroso. El sotobosque estaba sumido en una oscura penumbra, donde no se apreciaba más rastro de vida que las retorcidas y negras raíces de los torturados troncos. Orientarse en la densa maraña arbórea resultaba, pues, realmente difícil. De hecho, sólo Zando lograba aclararse, ayudado por una pequeña brújula que no dudaba en consultar a menudo.
El frío seco del exterior encontró un claro contrapunto en la humedad reinante en la densa arboleda y pronto, todos estuvieron helados y calados hasta los huesos.
A veces, caminaban por cortos tramos despejados, donde la humedad del suelo pegaba sus botas al firme, dificultando el avance en gran medida. La mayor parte de las veces, en cambio, luchaban con tramos de espesa vegetación, con ramas bajas y arbustos secos que no hacían más que arañarlos. El avance, pues, era angustioso. La densidad arbórea era tal que no podían ver más allá de unos metros por delante.

La monotonía del entorno los acompañó toda la jornada, sin sufrir más percances que un par de torceduras leves de tobillo. Si algún maleficio o ser sobrenatural habitaba aquel territorio, aún se mantenía a la espera.
Acamparon en un pequeño y opresivo calvero, aprovechando el hallazgo de un pequeño arroyo a pocos metros. Al principio, los soldados se negaron a beber, pero Zando probó el agua, tragando con avidez. Después los miró con expresión burlona, aunque en ningún momento les ordenó beber. Al cabo de un tiempo prudencial, cuando quedó patente que Zando se hallaba perfectamente, el resto del grupo rellenó las cantimploras y odres ante la divertida mirada del sargento. Dolmur casi hubiera jurado que el viejo guerrero se divertía con todo aquello.
El temor se intensificó bien entrada la noche. Los soldados sospechaban que, dado que durante el día no habían sido atacados por ninguna criatura, esta atacaría al amparo de la oscuridad. Para colmo de males, la madera de aquel condenado lugar se negaba a prender, impidiéndoles hacer una hoguera y obligándolos a arracimarse en torno a un candil de campaña que apenas iluminaba en un radio de un par de metros. El grupo, agotado y aterido de frío, se apretó en torno a un grueso árbol, perdidas ya las intenciones de atacarse unos a otros para cobrarse la cabeza de Zando. Éste y Dolmur, fieles a su costumbre, se situaron a unos metros de distancia.
Pronto surgieron historias en torno al candil. Quien más y quien menos, todos habían oído alguna leyenda relacionada con aquel lugar. Como era de esperar, el miedo prendió en sus corazones con fuerza, de modo que convinieron en montar guardias en grupos de dos. Era la primera vez que los soldados se decidían a hacer vigilias nocturnas.
Dolmur, si bien agradecía pernoctar separado de aquellos hombres, se mostró especialmente disgustado en aquella ocasión.
—Miradlos —decía señalando a los soldados—, piensan, con toda la razón del mundo, que si algo nos ataca, irá antes a por nosotros que estamos lejos de la luz.
—Para que luego digan que no me preocupo por ellos —respondió Zando con socarronería.
—No tiene gracia. Hay algo maligno aquí dentro, lo puedo sentir en los huesos.
—Tú lo único que sientes es la humedad, pedazo de bruto. Aún no he visto nada que señale peligro. No pienso desperdiciar energías preocupándome por algo que puede o no existir. En cualquier caso, de haber algo en este lugar, no ataca a pájaros, ni ardillas, ni zorros, ni a cualquier especie animal conocida.
—¿Cómo?
—He estado observando —explicó Zando—. Si bien al inicio de la marcha no había rastro de vida animal, conforme ha ido discurriendo el día he visto huellas de zorros, tejones e incluso lobos. También me ha parecido ver alguna ardilla en las copas de los árboles y hemos oído el cantar de al menos tres especies de aves.
—¿A dónde queréis llegar?
—¿No es obvio? Esos animales viven en el bosque, a salvo y sin problemas. De haber algo maligno, también los atacaría a ellos. No pienso asustarme de algo que un zorro puede burlar. Yo soy más letal que cualquier criatura del bosque, aunque sea el mismísimo Bosque Oscuro. Así que haz guardia y déjame dormir. Te relevaré dentro de cuatro horas. Y…
—Lo sé, os despertaré si os movéis en sueños.
Zando se recostó y enseguida quedó dormido. Dolmur dividió esa noche sus esfuerzos: no tenía claro si mirar hacia la espesura o hacia los soldados. Una parte de él dudaba de la explicación de Zando.
¿Y si, después de todo, había algo allí que sólo atacaba a los hombres?

Zando soñó…
“Un haz de luz cegadora caía sobre él, sumiendo en la más absoluta oscuridad el espacio más allá del atrio. Estaba de pie y vestía el uniforme de General Verde, aunque su cara estaba aún descubierta. A su alrededor, sentía la presencia de unos ojos que lo taladraban. En total, creyó percibir la respiración de cinco personas. Las sentía rodeándolo, buscando cualquier signo de duda. No lo encontrarían. Había limpiado su mente de cualquier deseo que lo apartase del sendero que había escogido. Su decisión era firme y su voluntad inquebrantable. El ritual estaba llegando a su fin. Pronto, todo habría terminado.
—¿Renuncias a tu vida anterior incondicionalmente? —preguntó una voz con solemnidad.
—Renuncio —respondió Zando con firmeza.
—¿Aceptas pues, convertirte en el nuevo General Verde, entregando tu vida sin reservas al servicio de Hurgia? —esta vez, la voz sonó a su espalda.
—Acepto.
—Sea pues —el emperador emergió de entre las sombras para situarse frente a él—. Desde este instante, Zando ha muerto. Hasta el fin de tus días sólo queda el General Verde. Que esta máscara —dijo mostrando una máscara metálica de rostro inexpresivo y facciones armónicas lacada en verde—, sea la lápida que cubra para siempre la faz de Zando. ¡Salve, General Verde! Que la muerte sea tu destino si alguna vez traicionas tu sagrado juramento.
Lentamente, el emperador giró la máscara y comenzó a acercarla a su rostro.
Entonces las vio: unas púas metálicas emergían del interior. Si el emperador le colocaba la máscara, clavaría las afiladas agujas en su rostro. Intentó dar un paso atrás, bajarse del atrio, pero las poderosas manos de los generales Azul, Rojo y Dorado se lo impidieron. Sujetaban su cabeza, preparándola para recibir la máscara; estaba completamente inmovilizado.
—Tranquilo hermano —le decían los generales—. Pronto te unirás a nosotros.
—Esto no debía ser así… —trató de razonar—. Algo está mal, equivocado.
El emperador sonrió con malicia acercando aún más la máscara.
—No —suplicó Zando—. Por favor…
Las púas comenzaron a clavarse en su carne, retorciéndose como si fuesen gusanos. Zando las sentía agarrándose al hueso, taladrándolo. Cuando la máscara estuvo en contacto con su piel, su temperatura comenzó a subir, abrasándolo. Sentía su piel derretirse, fundirse contra el metal, hacerse una con él. Trató de hablar una vez más, pero sus labios estaban pegados.
Finalmente, el tormento cesó.
Golo lo miraba satisfecho. Los generales relajaron su presa y Zando cayó al suelo, postrado.
—Bienvenido, General Verde —lo saludó el emperador.
Como un eco, los generales lo saludaron:
—Bienvenido, General Verde —dijeron al unísono—. Ahora eres uno de los nuestros.
En ese momento, una quinta figura emergió de entre las sombras. Un siniestro hechicero con el rostro sumido en sombras bajo una capucha oscura lo miró y avanzó hasta situarse frente a él. Después, alargó su huesuda mano y recorrió con sus dedos las facciones de su nuevo rostro. Zando desconocía quién era aquel misterioso hombre, pero sentía en lo más profundo de su ser que su presencia sólo traería dolor para él.
—¿Quién eres? —preguntó. Su voz sonó metálica, inhumana. Sus labios no se habían movido.
—Soy el Forjador de Almas, y he venido a reclamar la tuya —contestó el Hechicero arrancándole la máscara salvajemente…”

—¡Despertad! —gritó Dolmur.
Zando abrió los ojos entre zarandeos. Una fina capa de sudor le cubría el cuerpo. El regusto de la angustia impregnaba su paladar.
—De repente comenzasteis a gemir —aclaró Dolmur—. Dormíais plácidamente y un instante después os quejabais angustiado. La pesadilla de hoy se ha manifestado más rápidamente que en noches anteriores. Pasasteis del sueño profundo a quejaros entre dientes en unos segundos. ¿Estáis bien?
—Mmm… sí, creo que sí —respondió aún desorientado—. Pero esta vez ha sido distinto. ¡Recuerdo lo que he soñado! Es la primera vez en estos largos años.
—¿De veras? ¿Soñabais con monstruos terribles?
—¿Monstruos dices? Supongo que sería un modo de verlo… —Zando ensombreció el rostro al recordar su pesadilla—. Quizá yo elegí convertirme en uno —afirmó recostándose nuevamente. El pequeño claro donde habían acampado le permitía ver una porción de la bóveda celeste, lo justo para intentar calcular el paso del tiempo. Zando estimó que aún disponía de una hora de sueño—. Si me disculpas, no creo que sea momento para comentar mis sueños, avísame cuando sea mi guardia.
Y dicho esto, se volvió dispuesto a retomar su descanso. Pero el recuerdo de su pesadilla le impidió volver a conciliar el sueño. En cuanto hubo cerrado los ojos, la máscara del General Verde apareció ante él para atormentarlo.

Finalmente, la noche pasó y, tal y como sospechaba Zando, no se produjo ningún tipo de ataque. El amanecer se presentó lóbrego. Una espesa niebla, formada en el albor del amanecer, otorgaba al lugar un aspecto monótono y apagado. El grupo recogió el campamento en silencio y continuaron la marcha, deseosos de atravesar aquel inquietante banco de niebla. Afortunadamente, la distancia entre los árboles se espació notablemente, permitiendo a la luz solar filtrarse hasta donde la niebla lo permitía. El cambio hubiese podido paliar la aprensión de los soldados, de no ser por un nuevo y misterioso suceso: un hedor ácido surgió de la nada, haciendo que cada bocanada de aire les provocase arcadas. El olor era absolutamente repulsivo, incitándolos inmisericordemente a vaciar sus intestinos.
—Poneos un pañuelo en la boca —les ordenó Zando antes de que cundiese el pánico—. Es todo cuanto necesitáis.
—¡Nadie ha salido vivo de aquí! —protestó un soldado—. Ahora sabemos por qué: ¡murieron asfixiados!
—De ser así, ya notaríamos los síntomas de la muerte, o habríamos visto el cadáver de algún animal —razonó Zando—. No creo que se trate de un gas nocivo. Además, ¿en qué dirección se supone que vais a escapar? —preguntó Zando mostrando su brújula, el único instrumento capaz de guiarlos por la espesura—. Poneos el pañuelo de una vez y continuad. No lo repetiré.
A regañadientes, los soldados obedecieron. El remedio, sin bien resultó poco efectivo, al menos les permitió continuar la marcha conteniendo las arcadas. Andaban a paso vivo, impacientes por abandonar cuanto antes el misterioso banco gaseoso. Zando avanzaba escrutando el bosque con interés, oteando a través de la niebla. Resultaba evidente que andaba tras la pista de algo. Dolmur, que no le quitaba ojo, se alarmó con el cambio de actitud de su guía.
—Ayer no demostrasteis interés alguno en este endemoniado lugar —le dijo—. ¿A qué viene este repentino cambio de parecer?
—Lo sabrás cuando descubra lo que busco —respondió Zando con indiferencia.
Dolmur, que a estas alturas comenzaba a conocerlo, no insistió.
Fue rozando el medio día cuando Zando ordenó súbitamente un alto en la marcha.
—Toma —dijo pasándole la ballesta a Dolmur—. Vigílalos hasta que vuelva.
—¿Volver? ¿Acaso tenéis intención de dejarme solo?
Pero ya era demasiado tarde: Zando había desaparecido entre la niebla. El grupo aguardó con la respiración contenida, escuchando cualquier indicio que les revelase el paradero de su guía. De cuando en cuando, oían los pasos de su líder acercarse para enseguida, volver a desparecer. Finalmente, tras unos tensos minutos, Zando regresó.
—El misterio ha sido aclarado —anunció surgiendo de la niebla. En sus manos llevaba un bulbo del tamaño de una calabaza y color azulado—. Echadle un vistazo —dijo arrojando el hallazgo a sus pies—. Se trata de un tubérculo que crece entre las raíces de los árboles. Él es el culpable del hedor que nos rodea… y de la desagradable fumarola.
En efecto, los soldados patearon el extraño vegetal y éste exhaló densos chorros de gas. Inmediatamente, se retiraron tosiendo.
—El bosque está lleno de estas cosas —continuó Zando—. Desconozco su utilidad, pero está claro que no se trata de una amenaza que deba preocuparnos.
—Pero Zando, si hay bulbos por todas partes, ¿por qué no hemos pasado en todo el día cerca de alguno? —inquirió Dolmur.
Pero antes de que Zando pudiera responder, una suave brisa sopló, arrastrando y dispersando el gas. Ante los atónitos ojos del grupo, el aire se tornó cristalino en unos segundos. El misterioso fenómeno remitió tan rápidamente como había surgido.
La luz del sol sobre sus rostros fue como un bálsamo contra el desánimo. Hurras y vítores de alegría brotaron de los soldados, que ahora reían felices, superada ya la mayor parte de sus miedos. Zando les advirtió con ironía que el mejor momento de atacar al enemigo era cuando más relajado y confiado estaba. El único que rió su gracia fue Dolmur.
Aprovecharon la pausa para comer frugalmente, libres al fin del hedor, y continuaron la caminata en silencio, atentos a cualquier señal de peligro. El resto del día, sin embargo, transcurrió sin incidentes.

Al llegar el ocaso, se instalaron en una zona algo más despejada, junto a una pequeña colina salpicada de eucaliptos. Habían caminado todo el día paralelos al arroyo y sólo en la última hora habían dejado de oír el agua correr. Zando calculó que la corriente no debía estar muy lejos, de modo que ordenó a dos de sus hombres ir a buscar agua. Uno de ellos intentó protestar, pero Zando le sugirió que tal vez le apeteciera ir solo. El hombre, claro está, reconsideró sus protestas inmediatamente.
Dolmur, visiblemente relajado tras el descubrimiento de los tubérculos, se aproximó a Zando con su característica sonrisa triunfal. Zando suspiró sonoramente. Sabía lo que eso significaba.
—¿De qué se trata esta vez? —preguntó, deseoso de zanjar el tema con rapidez. Casi se arrepentía de haberle dejado su ejemplar del Código.
—En realidad, se trata de una idea que me ronda la cabeza desde hace días —contestó Dolmur con un brillo en los ojos—. Es más bien algo general. Os lo explicaré. ¿En torno a qué concepto gira ese código vuestro y todas sus máximas?
—Al honor, claro está.
—Ajá. Así pues, toda la enseñanza del libro versa sobre cómo llevar una vida honorable. Pero en ningún momento define lo que es el honor. Vosotros los soldados y hombres de armas acudís al concepto de honor cada vez que queréis justificar vuestros actos, pero cada uno tiene una idea propia y personal del significado de esa palabra. Y el Mert´h indú alecciona sobre cómo llevar una vida honorable, pero en ningún momento define la palabra propiamente dicha.
—Supongo que para eso están los diccionarios, ¿no? No veo a dónde quieres llegar, chico.
—Quiero llegar a que todo esto no es sino una gran mentira. El Mert´h indú, como las religiones o sectas que asolan el Imperio, es sólo un modo de manipular a la gente crédula. Os concedo que en su interior hay preceptos moralmente correctos y enseñanzas de una gran espiritualidad. Pero entre ellas existen otras que no hacen sino justificar la obediencia ciega y la sumisión. Os lo mostraré… —Dolmur tendió la mano esperando que Zando le pasase el gastado ejemplar—. Aquí, está —dijo cuando lo tuvo entre las manos—: “El verdadero hombre de honor acepta su papel en el conjunto y asume con humildad su lugar en la cadena de mando”, o esta otra, “Es inútil rebelarse contra las cosas que escapan a nuestro control. El hombre sabio acepta lo inevitable y busca el Omni como medio de equilibrio universal”. ¿Veis? No son más que modos de controlar.
—Ya te expliqué que el Omni es el estado ideal del guerrero, más allá de todo pensamiento. Igualmente te expliqué que esos preceptos son necesarios para el bien común.
—Recuerdo lo que era el Omni, aunque a mí más me parece una promesa abstracta para mantener ocupado al adepto al código buscando un fantasma —Dolmur hablaba con frustración. Creía que Zando era incapaz de admitir la más obvia de las verdades—. Y más que un bien común, debéis entender que todo esto —dijo agitando el Mert´h indú—, conduce a la manipulación colectiva. Ese bien común del que habláis es algo utópico. Jamás va a existir un dirigente lo suficientemente sabio y ecuánime como para validar estas enseñanzas. ¡Sólo favorecen la manipulación de la masa!
Zando pareció meditar bastante su réplica. Cuando habló, su tono era frío y seco.
—Escucha chico, está claro que no voy a convencerte de nada y tú a mí tampoco. Dejémoslo estar. Será mejor que…
Pero Zando no pudo terminar la frase. Un grito aterrador les llegó desde la espesura. Era la voz de uno de los soldados ausentes. Los tres hombres que despejaban el campamento desenvainaron al unísono. Sus rostros reflejaban un mudo terror. Zando tomó su espada y los situó en círculo, rodeando al maniatado Brilb. Un nuevo grito los alertó. Esta vez sonaba más cercano, y fue seguido por un rugido atronador. Fuera lo que fuera, se trataba de algo grande.
—¡Soldados, atentos! —gritó Zando—. Sea lo que sea, se nos viene encima. Recordad, no rompáis el círculo. ¡Y tú, muchacho —gritó mirando a Dolmur—, no te quedes ahí plantado! ¡Corre por tu vida! Trataremos de retrasar al enemigo todo cuanto podamos.
Dolmur lo miró con los ojos muy abiertos, dudando. La idea de internarse solo en el bosque le resultaba igual de aterradora que permanecer allí y hacer frente al misterioso atacante.
—Me perderé —protestó—, sólo vos poseéis una brújula.
Zando revolvió en su bolsillo y arrojó hacia el joven la pequeña brújula que había consultado los últimos días.
—¡Márchate insensato, no deseo manchar mis manos con tu sangre! —bramó.
En ese momento, uno de los soldados ausentes irrumpió gritando en el claro. Tenía un brazo roto y múltiples magulladuras.
—¡Ayudadme, me va a matar! —chilló—. ¡Estamos perdidos! ¡Jamás saldremos de aquí!
Zando no tuvo oportunidad de replicar. Una monstruosidad se abalanzó sobre el soldado. Debía medir unos dos metros y presentaba un aspecto aterrador. Su piel era de un negro azabache y sus brazos y piernas estaban surcados de pústulas hediondas que mareaban con sólo olerlas. Su musculatura era inmensa, con manos capaces de aplastar cabezas de un manotazo, y su rostro reflejaba una maldad indescriptible. La saliva le colgaba en espumarajos azulados entre unos dientes más parecidos a los de un lobo que a los de un hombre. Y sus ojos, fijos en el soldado herido, expresaban una determinación y un odio absolutos. Antes de que alguno de ellos pudiera pestañear, tomó en sus brazos el cuerpo del hombre y lo partió en dos con un certero movimiento. Después, hizo algo del todo inesperado: se introdujo de nuevo en la espesura y desapareció.
Tras unos instantes de desconcierto, dos de los cuatro hombres comenzaron a gemir presas del pánico. Zando no podía dar crédito a lo que acababa de ocurrir. Mil preguntas asaltaban su mente mientras trataba de buscar una explicación lógica a todo aquello.
—Liberad a Brilb y dadle una espada —ordenó al fin—. Si esa cosa vuelve, necesitaré todos los brazos disponibles. Y si trata de escapar —añadió mirando al reo—, matadlo.
—Nos tenía —intervino Dolmur, que aún permanecía junto a ellos—. Esa monstruosidad pudo matarnos a todos y, sin embargo, se fue. ¿Por qué?
—Vino buscando una presa —opinó Zando—. Y después de cobrarse su vida se marchó. No venía a por el resto.
—¿Qué pudo hacer ese desdichado para atraer la atención de esa cosa? Está claro que no era un depredador. No lo ha…
—¿Devorado? No. En sus ojos había un destello de inteligencia. Si al menos supiéramos…
Un estruendo interrumpió las cavilaciones de Zando. El sonido de ramas al romperse les indicó que volvían a tener compañía.
—¡Es esa abominación! ¡Vuelve! —gritó uno de los soldados.
—Te equivocas. Ese estruendo no puede venir de uno solo. Son varios —advirtió Zando—. Dolmur, es ahora o nunca, ¡vete!
Esta vez, el joven no dudó. Asintió en silencio mirando a los ojos a Zando y corrió en dirección contraria, perdiéndose en la arboleda.
Una fracción de segundo después, cuatro seres monstruosos irrumpieron en el campamento desde el lado opuesto. Eran muy diferentes unos de otros. Algunos poseían pieles de aspecto pétreo y garras en vez de manos. Otros mostraban rasgos felinos y zarpas afiladas, aunque todos recordaban vagamente a una figura humana espantosamente desproporcionada. Sólo poseían un rasgo en común: sus ojos, fríos orbes rojizos inyectados en sangre. Cada uno de ellos centró su atención en uno de los soldados.
Zando agradeció a los dioses que ninguna monstruosidad estuviera interesada en él y aprovechó la ventaja momentánea para atacar primero. Golpeó con la espada al más cercano, pero el ser no se inmutó. Era como golpear el tronco de un árbol, y apenas le arañó el torso. El monstruo, al sentir el golpe, apartó a Zando de un manotazo, como quien espanta a un mosquito, arrojándolo colina abajo. Zando cayó rodando y se incorporó de inmediato. Aturdido, vio cómo sus hombres hacían vanos intentos por enfrentarse a esas cosas. No tenían ninguna posibilidad de salir vivos. En unos instantes todo habría acabado.
Pese a ser rufianes de la peor calaña, Zando no pensaba abandonarlos. Eran sus hombres y él los había conducido a aquel lugar. Así, avanzó dispuesto a hacer cuanto pudiera. Cada uno de los soldados se las veía con uno de esos seres. Parecía como si cada bestia tuviera un objetivo. Al menos, Dolmur había escapado. Zando se maldijo a sí mismo por su terquedad: no debían haber penetrado en aquel lugar maldito y ahora iban a morir por su culpa.
En ese momento, algo agarró su cintura.
Zando se revolvió con furia, golpeando con el codo al girar. Un ser de escasa estatura estaba tendido en el suelo. Su cuerpo era oscuro, desprovisto de ropas, al igual que los cinco horrores que atacaban a sus soldados. Sus ojos no eran del todo rojos, más bien rosados, y su expresión era hosca aunque no odiosa. En todos los aspectos parecía una versión reducida de los cinco gigantes que masacraban a sus hombres. El extraño ser no le quitaba los ojos de encima. Zando lo miró, tanteándolo.
—¿Por qué nos atacáis? —preguntó—. ¿Puedes entender lo que digo?
El ser contestó enseñando unos afilados dientes. Rodó con agilidad sobre el suelo y atacó saltando hacia él. Zando lo pateó con facilidad y lo lanzó rodando pendiente abajo. Después, lo siguió para no perderlo de vista. Al llegar junto a la extraña criatura, Zando presenció algo extraordinario. El ser se retorcía entre gruñidos mientras su cuerpo crecía a ojos vista. La transformación duró sólo unos instantes. Al finalizar, el tamaño de aquella demencial criatura casi igualaba al de Zando. Ambos contendientes se estudiaron unos instantes antes de reanudar el combate. Se sucedieron unos intercambios frenéticos. Zando golpeaba una y otra vez, sin descanso, esquivando las acometidas de su oponente. El aumento de tamaño había traído consigo un incremento de la velocidad. Ahora su enemigo era más letal. Sus golpes resultaban contundentes, como si sus miembros fuesen pesados garrotes.
El combate se alargó durante algunos minutos. Zando no pudo dejar de apreciar cómo se dispersaban los gritos de sus hombres. Seguramente, la lucha los había obligado a desperdigarse por el bosque. Se maldijo por estar perdiendo el tiempo con aquel ser en vez de ayudarlos. Pronto, sólo oyó su propio jadeo. El cansancio comenzaba a pasarle factura, y el antebrazo herido le ardía de dolor. Desesperado, trataba en vano de descubrir un punto débil en su enemigo.
Éste, por el contrario, no demostraba ningún tipo de cansancio. Zando se la jugó a una sola carta. Amagó un golpe a la izquierda al tiempo que realizaba un barrido con la pierna derecha. Su oponente cayó en la trampa y se precipitó pesadamente contra el suelo. Zando aprovechó para hundirle su acero en el abdomen. La criatura exhaló su último aliento enseñando sus afilados dientes. Zando extrajo su espada y la observó: no había restos de sangre. Intrigado, reprimió su deseo de examinar el cuerpo. Ya habría tiempo para pensar en ello. Ahora, la prioridad eran sus soldados.
Se encamino de inmediato a ayudar al resto pero se vio obligado a detenerse en seco. Un ruido gutural a su espalda lo hizo volverse. Lo que vio le heló la sangre en las venas. Su enemigo no estaba muerto. Entre gemidos y aullidos su cuerpo volvía a transformarse ante sus ojos, creciendo. Cuando la criatura se incorporó superaba con creces la estatura de Zando. Sus ojos se habían vuelto totalmente rojos y ardían de odio.
—Bendito Hur, ayúdame… —era como mirar la faz de la propia muerte. ¿Existiría algún modo de acabar con aquel ser?
Pero el combate se reinició con tal ferocidad que no hubo lugar para más pensamientos que no fueran la pura supervivencia. Ahora Zando luchaba claramente a la defensiva. Apenas lograba parar y esquivar las acometidas. Pronto, la intensidad del combate le pasó factura. Su pecho parecía a punto de estallar. Desesperado, Zando se vio obligado a usar la arboleda para sobrevivir. El descomunal tamaño de aquella criatura le dificultaba pasar entre los troncos con la facilidad con la que Zando se escabullía haciendo eses. Pero aquella táctica sólo le hizo ganar algo de tiempo. Si no hallaba el modo de acabar con su enemigo, estaría perdido. Entonces lo vio. Una estrecha abertura entre dos gruesos troncos. Saltó entre ellos dejando un escaso margen de espacio entre él y su enemigo. El ser atacó frenético, sin pensar, quedando atorado entre los tallos. Zando aprovecho para rodearlo y alzar la espada. Intentaría decapitarlo, aunque tuviera que golpearlo una y mil veces.
—¡Deteneos! —gritó Dolmur a su espalda—. Si hacéis eso sellaréis vuestra condena.
—¿Cómo? ¿Qué haces aún aquí? ¡Corre por tu vida!
—Hacedme caso maldita sea, no corro ningún peligro. Arrojad la espada y arrodillaos. ¡Hacedlo!
—¡Si se libera soy hombre muerto! ¡No puedo hacer eso! Me matará.
El ser se revolvía furioso. Ya casi estaba libre de nuevo.
—Os lo imploro. Arrojad el arma —suplicó Dolmur impotente. No sabía qué hacer o decir para convencer a Zando—.Vuestros golpes lo hacen más fuerte. ¡Arrojad el arma ahora!
El monstruoso ser se liberó al fin, cruzando como una exhalación junto a Dolmur, sin prestarle atención. Zando aún dudaba. Quería creer al joven, pero todo su ser le gritaba que luchase. Aquellos ojos crueles querían su muerte. No podía entregar sin más su vida.
—¡Si no arrojáis el arma ahora moriréis! ¡HACEDLO!
Zando no supo si fueron las suplicas de Dolmur o la impotencia lo que lo impulsó a obedecer. Sus manos soltaron la espada en el justo momento en que era alcanzado por la criatura.
—Ahora arrodillaos lentamente —dijo Dolmur, esperanzado—. No hagáis movimientos bruscos. Eso es, despacio.
Zando se arrodilló, resignado a lo que tuviera que pasar. El ser sonreía grotescamente y sus ojos ardían con más odio aún. Alzó la mano preparando el golpe mortal. Zando maldijo entre dientes por haber hecho caso a Dolmur. Ahora estaba perdido.
Pero el golpe fatal no llegó.
Cuando Zando alzó la vista, el ser simplemente no estaba. Miró a uno y otro lado, incrédulo, antes de interrogar con la mirada a Dolmur.
—Lo sé —respondió el joven—. Increíble, ¿no es cierto?
—No lo entiendo… ¿cómo lo supiste? —inquirió agotado mientras se sentaba en un tocón para recuperar el resuello.
—Digamos que el bosque también me tenía reservada una sorpresa a mí —explicó—. Después de abandonaros, corrí en dirección opuesta, tratando de alejarme del peligro. Pero cuál no sería mi sorpresa al encontraros a vos.
—¿A mí? Eso es imposible.
—Eso pensé yo. Cuando pregunté qué sucedía, vuestro doble me respondió que había corrido en círculos y, dado mi historial como hombre de campo, no os extrañará que lo creyera.
—Sí, eso es perfectamente lógico —admitió Zando.
—Pero las sorpresas no habían terminado —continuó Dolmur—. Vuestro doble parecía estar gravemente herido. Apenas podía caminar. Me suplicó ayuda. Dijo que solo no conseguiría sobrevivir. Necesitaba mi auxilio para tratar de escapar al horror. Vuestra noble acción al tratar de contener a esos seres para que yo escapase había sido sustituida por un miedo irracional y una súplica desesperada —el rostro de Dolmur reflejó la tensión experimentada mientras contaba su historia—. Así que ya veis, justo cuando creía haber escapado con vida, me vi en la encrucijada de tener que escoger entre huir y salvarme, o quedarme con un tullido que me retrasaría y probablemente haría que me matasen.
—Supongo que elegiste ayudarme, es decir, ayudar a quien creías que era yo.
—No resultó una decisión fácil —admitió Dolmur—. El peligro de una muerte violenta puede ser un acicate difícil de rechazar. Pero sí, no me preguntéis cómo, pero escogí quedarme y ayudar a vuestro doble. Supongo que tanto oír hablar sobre honor me ha afectado. El caso es que cuando hube aceptado, el falso Zando pareció recuperarse milagrosamente al tiempo que su semblante cambiaba. Ahora me miraba con una expresión serena, casi orgullosa. Debo decir que en ese momento sospeché que no erais vos. Ya me entendéis, tanta serenidad… —se burló.
—Sigue por ese camino y descubrirás cual es el verdadero peligro que habita este lugar —advirtió Zando molesto.
—Vuestro sentido del humor no ha mejorado, según veo. El caso es que ese misterioso hombre me sonrió y dijo: Has superado la prueba. Y desapareció.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?
—Lo que os he dicho, me distraje un instante y ya no estaba. Simplemente había desaparecido. Tras eso, oí nuevamente los gritos de vuestros hombres y deduje que si yo había sido puesto a prueba, vuestros atacantes debían ser algo similar, tal y como demuestra el hecho de que estéis vivo. Debíamos demostrar ser dignos para permanecer en este lugar. Pensé en vos y decidí regresar. Si lograba alcanzaros a tiempo, quizá pudiese impedir que os mataran. Ya sabéis, evitar que trataseis de resolver toda esta cuestión a mandobles, como es vuestra costumbre…
—He estado a punto de no arrojar mi espada —admitió Zando ignorando la pulla—. Si hubiera continuado la lucha, ahora estaría muerto. Jamás en toda mi vida me enfrenté a una decisión tan desesperada. Te debo la vida.
—Oh, vamos, no exageréis. Sólo os indiqué qué hacer. Aunque… para ser un guerrero tan temible, no sabéis andar por ahí sin mí. Por una vez, me podríais salvar vos a mí.
En lugar de contestar, Zando se marchó refunfuñando colina arriba.

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