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CAPÍTULO III: LA PROTESTA

Hola de nuevo, anónimos lectores. Fiel a mi cita, aquí os dejo el capítulo 3, donde los acontecmientos se precipitan dando lugar al conflicto que inicia la trama principal. Espero, como siempre, que os guste.

CAPÍTULO III
LA PROTESTA


La multitud se apiñaba enfervorecida viendo pasar las comitivas. Las nutridas procesiones con representantes de cada reino, ciudad o villa de importancia, avanzaban ordenadamente hacia el gran templo de Féldaslon. Un clamor ensordecedor rodeaba a los altos dignatarios y embajadores de todos los confines de Hurgia, que saludaban congraciados, para mayor deleite del público. Las calles de la ciudadela interior lucían engalanadas para tan destacado día, mostrando guirnaldas multicolores y los escudos de las casas nobles. Estandartes dorados, colocados en largos mástiles, refulgían con el sol de la espléndida mañana primaveral, flanqueando el recorrido de los festejos. El trazado estaba rematado con una larga alfombra roja, dispuesta desde la Torre Imperial hasta el templo del Unificador, como era popularmente conocido Féldaslon, el fundador del Imperio. Todo era jolgorio en Ciudad Eje en esta celebración anual, la favorita del emperador. La urbe, fiel a la tradición, llevaba preparándose para este día más de tres meses. Los ciudadanos se habían afanado gustosos a la tarea, sabedores de la magnifica recompensa que les aguardaba a costa de las arcas de la Torre. Si un adjetivo definía los festejos era, sin duda, derroche.

En efecto, después del acto oficial en el templo, toda la ciudad se desplazaría hasta la Colina del Avistamiento, lugar donde la tradición afirmaba que Féldaslon había observado por primera vez el valle donde se asentaría la futura capital de su Imperio. Allí aguardaban mesas copiosamente servidas, dispuestas para saciar tanto a la población de la ciudad, como a los miles de invitados procedentes de todo el Imperio. Juglares, circos y bandas de música esperaban dispuestos a recibir a la multitud que acudiría a los festejos de extramuros. Los más diversos juegos —desde torneos hasta pruebas de habilidad y destreza— aguardaban a comenzar, contribuyendo así al feliz acontecer del día más popular del año.
Pero todo esto sería después de los actos oficiales, reservados sólo a los estamentos más influyentes y poderosos de la sociedad.
El general observaba la algarabía con ánimos poco dados a festejos. Aguardaba en la antesala de la Torre Imperial, esperando que llegase su turno para unirse al desfile oficial. Según los planes dispuestos, debía marchar entre el General Rojo y el General Azul. Así, la élite del ejército precedería al emperador, último en desfilar, para mayor gloria del soberano y deleite de la masa. Cuando éste llegase hasta el templo y flanquease sus puertas, estás se cerrarían y comenzaría la ceremonia.
Según estimó el general, a esas horas de la mañana el templo debía estar prácticamente lleno, con el grueso de la nobleza aguardando la llegada de los últimos invitados, a saber, el emperador, los Generales Supremos y los sumos sacerdotes, desplazados desde los templos de las Siete Deidades hasta la capital para cumplir con el protocolo de los festejos. Furgurth, el maestro de festejos, se acercó hasta él con evidentes signos de nerviosismo. Llevaba toda la mañana caminando desquiciado de aquí para allá, coordinando el desfile.
—General Verde, es vuestro turno, seguidme —anunció señalando la salida. Su rostro denotaba la tensión por controlar la perfecta consecución del programa establecido, cosa nada fácil.
El general lo siguió con displicencia, seguido por su férrea escolta de dragones verdes. Fue conducido hasta el umbral del imponente portón de la Torre. Las inmensas hojas de bronce con remaches de acero sólo se abrían en días de gran relevancia. Para el uso diario se empleaban accesos laterales, más prácticos y cotidianos.
Sólo hubo de aguardar unos instantes antes de recibir el aviso para incorporarse al desfile. Con paso firme y decidido se dirigió al exterior, dispuesto a recorrer los cinco kilómetros que lo separaban del templo lo más rápidamente posible. A sus espaldas oyó exclamar:
—¡Oh, bendito Hur, así alcanzaréis al General Azul antes de llegar al templo! ¡Más despacio!
Resignado, el general aminoró el paso sensiblemente, aunque no pudo evitar una mueca de disgusto, amparada, claro está, en el anonimato de su máscara. La muchedumbre, al verlo, estalló en vítores. Hoy no representaba un motivo de temor para la plebe. Se había convertido en su distracción momentánea.
De este modo, comenzó a saludar con el brazo, continuando su lento caminar. Así, entregado a una tarea mecánica y repetitiva, pronto centró su atención en la recargada decoración de las calles.
Un hombre de pensamientos tan adustos como él no podía dejar de hacer sus estimaciones al contemplar tan ostentoso derroche de recursos materiales y humanos. Cavilaba sobre los hipotéticos usos alternativos en los que él hubiera empleado todo aquello. Quizá la población protestase al privarlos de su gran fiesta anual, pero el nivel de vida en la capital era excelente, y nadie con un hábito de vida acomodado se embarcaría en revueltas para exigir la reanudación de los festejos. Sí, la plebe protestaría al principio, pero enseguida olvidarían el asunto, resignados.
Si se usasen los fondos en otras causas, se podrían paliar algunos de los problemas con los reinos fronterizos. Quizá reforzar las escoltas de las caravanas del norte, o crear los canales necesarios para abastecer con agua las secas tierras del sur. Esta cadena de pensamientos le recordó la reciente conversación con el ministro Brodim, ensombreciendo aún más sus ya funestos ánimos.
«A veces, es una gran ventaja que nadie pueda ver mi rostro», opinó.

Alasia tropezó por enésima vez. Se sentía abrumada entre tanta gente, casi como si se asfixiase. Llegar hasta la primera línea del desfile no estaba resultando una tarea tan simple como había pensado. De hecho, el problema radicaba justamente ahí: no había pensado en absoluto. Todo su viaje no era más que el fruto de la frustración y la impotencia. Pese a las advertencias de su hermana Vera, su maldito orgullo la había empujado a emprender el viaje más largo de su vida hasta Ciudad Eje. «Es curioso», pensó «jamás había estado rodeada por tanta gente y, sin embargo, nunca me había sentido tan sola y perdida».
Con deliberada terquedad, Alasia tanteó en el bolsillo de su falda. La bolsita con sus ahorros seguía allí. La aferró con fuerzas, sintiendo cómo su determinación se fortalecía. Por mucho disparate que fuera lo que se proponía hacer, al menos podría resarcir su malogrado orgullo. Respirando hondo, hizo cuña con el brazo y continuó avanzando entre las protestas de la gente.

Por más que la posición del sol se negase a darle la razón, el general sentía que llevaba una eternidad desfilando. No obstante, aún con la aguda sensación de hastío que lo atormentaba, seguía atento al protocolo, caminando acompasado y saludando sin pausa.
El trazado marcado por la alfombra roja torció una esquina, enfrentando al fin la meta. La larga avenida desembocaba en una recta ascendente que culminaba en la colina que sustentaba el templo. A excepción de la Torre Imperial, el santuario dedicado a Féldaslon era la edificación más destacada de la ciudad. Construido en mármol blanco y rodeado de jardines, su belleza era incuestionable.
Entonces sucedió; una mujer, aparentemente exaltada, logró franquear la barrera del gentío y se abalanzó en su dirección. Su vestimenta la identificaba como campesina, de las tierras del suroeste. Agitaba las manos y gritaba consignas que el general no alcanzó a oír.
—¡Maldición! —refunfuñó—. ¿Por qué a mí, de entre toda la comitiva?

Alasia llegó al fin hasta el borde de la calzada. La guardia imperial impedía a los espectadores invadir la calle. Estaba todo lo próxima al desfile que cabía esperar. Miró hacia los lados y dedujo que se hallaba casi al final del trazado. A su izquierda, en lo alto de la empinada calzada, el templo de Féldaslon engullía sin descanso a los pomposos componentes del desfile. A su derecha, los cuatro Generales Supremos comenzaban a llegar, precediendo al emperador.
—¡Parecen cuatro patos acorazados! —refunfuñó Alasia al verlos.
Cercano ya el momento culminante de su plan, su humor no estaba para demasiadas concesiones. Con evidentes temblores en las manos, extrajo al fin la bolsita con las monedas y la desanudó con torpeza. Las manos le sudaban, presa del nerviosismo. Ahora sólo debía esperar al emperador.
Repentinamente, los acontecimientos tomaron un giro inesperado. Unos metros a su derecha, un hombre de avanzada edad cayó fulminado al suelo, aparentemente víctima de un ataque. A petición de la plebe, los guardias que franqueaban la calzada, acudieron a socorrer al anciano. Desviada la atención hacia el enfermo, la multitud y los guardias circundantes ignoraron momentáneamente el devenir del desfile.
Alasia no iba a desperdiciar la oportunidad que el azar le brindaba. Pese a su intención inicial de dirigir sus protestas ante la cabeza viva del Imperio, estimó que se haría oír más y mejor si cambiaba sus planes. Así, saltó hacia la calzada, convencida de que todos los ojos se volverían hacia ella cuando gritase su consigna. Todos sabrían de la injusticia cometida. Sí, llegaría a oídos del último rincón del Imperio…
—¡Justicia para Roca Veteada! —gritó. Frente a ella tenía a uno de esos pomposos generales—. ¡El Imperio roba a sus ciudadanos!
El general ordenó el alto a sus escoltas, temeroso de la tragedia que se desataría si sus hombres entraban en acción, mas ya era demasiado tarde. Mientras sus cinco guardias frontales se abalanzaban sobre la desdichada, los cinco de la retaguardia lo rodearon con sus cuerpos, impidiéndole cualquier movimiento. Su guardia de honor cumpliría con su deber a cualquier precio, con letal eficacia. Ellos obedecían por mandato del emperador y nada de lo que él dijese iba a cambiar eso.
Alasia, ignorando el peligro que corría, continuó su avance con una mirada de indignación en los ojos. Tal y como esperaba, se había convertido en el centro de atención. Los soldados que rodeaban al general corrían hacia ella, dispuestos a detenerla. Alasia supuso que pasaría aquella noche en prisión.
«No es un precio demasiado alto», pensó.
Con una tensa sonrisa, se aprestó a arrojar el diezmo adeudado a los pies del general, en un gesto de desafío mil veces imaginado. Sacó la mano del bolsillo, aferrando las monedas de plata, pero cuando alzó el brazo dispuesta a lanzarlas, los soldados la alcanzaron. Angustiada y temerosa ante la posibilidad de no poder culminar su protesta, se revolvió como una gata salvaje, dispuesta a terminar lo que había comenzado a cualquier precio. Alzó el brazo de nuevo, obstinada, y sintió una aguda punzada de dolor en la muñeca. Horrorizada, vio su miembro cercenado: le habían cortado la mano. Incrédula, interrogó con la mirada al soldado que la había mutilado. Después, un dolor sordo inundó su vientre. Con la mano que aún conservaba, tanteó el húmedo filo de una espada salir de sus entrañas. Por último, cuando un grito de pavor pugnaba por salir, un fuerte tirón de su melena precedió una cálida sensación que corrió por su pecho. La sangre manó abundante por su degollado cuello.
El general presenció impotente cómo la asesinaban. En un instante, los brazos de la víctima perdieron sus fuerzas, cayendo flácidos. Furioso, se revolvió con un amplio giro, golpeando a sus hombres con fiereza desmedida.
­—­¡Apartaos! —gritó furibundo.
Todo el jolgorio y la algarabía se habían tornado silencio. Nadie osaba emitir el más leve susurro. El general salvó la distancia que lo separaba de la mujer con pasos vacilantes y la examinó con exquisito cuidado. En sus muchos años como combatiente jamás se había enfrentado a mujer alguna y la visión de la víctima se le antojó antinatural. Una mujer debía morir en su hogar, no de ese modo, no a manos de sus soldados, no sin que él lo hubiera podido impedir. El cuerpo agonizante yacía tendido en la alfombra roja, teñida ahora de un rojo más vivo, el de su sangre. Dirigió entonces su atención al objeto que aún aferraba en su amputada mano. Se trataba tan sólo de un puñado de inus, las monedas imperiales. Quedaba clara, pues, la intención de insultar al Imperio arrojando las monedas con despectiva arrogancia. En ningún instante se trató de un intento de atentado. Una furia fuera de toda medida arremetió desde lo más recóndito de su ser.
—¡Esta mujer no pretendía atentar contra nadie malditos carniceros incompetentes! —bramó mirando a sus escoltas.
Con un espasmo, la mujer murió al fin. La oscuridad se había cernido sobre Alasia. «…no pretendía matar a nadie…» fue lo último que oyó antes de exhalar su último aliento.
El general deseó desenvainar su espada y acuchillar a sus escoltas sin piedad, castigarlos por su impío proceder, liberarse de su yugo y retomar el control de su vida. Su mano incluso llegó a aferrar el mango de su espada de gala. Mas entonces miró a la multitud enmudecida, que aguardaba expectante. Las aterrorizadas miradas de la masa lo señalaban con miedo y angustia, temerosas de su reacción, horrorizadas ante el trágico desenlace del incidente. Su mano se crispó aún más sobre el pomo. Todo él era como un volcán a punto de estallar.
En ese momento, la comitiva del General Rojo lo alcanzó.
A partir de ahí todo sucedió como en un sueño. Alguien lo tranquilizó, conminándolo a avanzar de nuevo. El emperador no debía enterarse de este incidente sin importancia. Los festejos continuarían y él se presentaría en el templo, a tiempo para la ceremonia. Con fría docilidad, comenzó de nuevo a caminar, no sin antes observar cómo el cadáver era arrastrado fuera de la vista y su sangre lavada con meticulosa eficiencia.

Una hora después, el general estaba lejos de encontrarse calmado. El templo se hallaba abarrotado por las castas superiores. Un mosaico de vida multicolor se extendía por la gran sala central, mientras las galerías laterales y el ábside acogían al clero y la élite militar. Finos y elegantes trajes de seda multicolor eran lucidos con orgullo por hombres y mujeres en este día tan señalado. Todo evidenciaba el poder y la opulencia del portador, desde joyas dignas de los maestros orfebres de Arendia, hasta las armas de familia con sus puños engarzados en piedras preciosas.
La distribución de los asistentes tampoco era casual. Nadie de un rango inferior osaba colocarse por delante de ciudadanos con mayores riquezas o privilegios. Era éste un día para trazar de modo claro la posición social asumida durante el año. Los nuevos ricos eran fácilmente identificables por sus maneras pomposas y su mal disimulado orgullo por los logros alcanzados. Los venidos a menos, en cambio, nobles y comerciantes de mirada hosca y esquiva, lanzaban recelosas miradas temiendo el desprecio de sus antiguos iguales. Todo era un hervidero de conversaciones taimadas y rumores esparcidos. Nadie se detenía a prestar atención al portento arquitectónico que suponía el templo en su concepción y ejecución.
La gran bóveda central con su base construida sobre arcos superpuestos parecía suspendida sobre haces de luz que penetraban por las finas vidrieras de irisados tonos sobre los que se elevaba el cascarón de mármol. Columnas gruesas y enervadas, ascendían como poderosos troncos, creando espacios en el interior imposibles de alcanzar por los arquitectos preimperiales, con grandes ventanales e intrincados relieves en los frisos. Dos naves circundaban el basto espacio central mientras en el exterior cuatro esbeltas columnas flanqueaban el edifico. Según la tradición, el monarca fundador dirigió las obras de creación del templo, aplicando en su construcción secretos desconocidos hasta entonces, y propiciando el magnífico resultado que componía tal obra de ingeniería. Por orden expresa del propio Féldaslon, sus restos fueron enterrados bajo el altar, bajo la gran estatua que lo representaba, donde se mostraba a sí mismo en el momento de la fundación de la ciudad, con una espada alzada al frente, indicando el lugar escogido para realizar su sueño de un imperio unido.
Presidiendo la ceremonia, y situado delante de la mencionada estatua, el emperador aguardaba en su trono emplazado en el altar. A su izquierda y derecha, los generales Azul y Verde por un lado, y Rojo y Dorado por otro, de pie y en posición de firmes. Finalmente, a su alrededor, y sobre baquetas de terciopelo granate expresamente situadas para la ocasión sobre el perímetro del altar, asistían los sumos sacerdotes de las Siete Deidades. Éstos sólo abandonaban sus obligaciones para asistir anualmente a los festejos. El consejero del emperador, de aspecto taimado y enjuto, se dirigía a la concurrencia con los brazos alzados de forma algo melodramática, con su larga túnica negra de bordados dorados. Relataba la victoria final de Féldaslon y el fin de las disputas entre los siete pueblos, según narraban las crónicas.
El general, por su parte, encontraba importantes defectos tácticos en las crónicas históricas como para otorgarles demasiado crédito.
En ese momento, no obstante, no estaba con la atención centrada en el discurso. Las palabras del chambelán consejero resbalaban por su conciencia como gotas de lluvia sobre las hojas de un sauce rendido por su propio peso.
Rendido como él mismo.
Su mente recreaba una y otra vez la muerte de la campesina. Veía su indignado rostro mirarlo a los ojos, traspasando la máscara, como si pudiera ver la culpa reflejada en su propia cara. Para él, que juró atender el Código y preservar las vidas inocentes de los ciudadanos del Imperio, el frío asesinato de la mujer era más de lo que podía soportar. El sentimiento de futilidad que lo acompañaba desde hacía años clamaba ahora una satisfacción desde lo más íntimo de su ser. ¿Cómo, en nombre del Hacedor, podía haber consumado una vida tan estéril en obras y acciones cuando su lema había sido la rectitud? ¿Cómo podía estar allí, de pie, impasible, con la vergüenza de una muerte por su causa?
Su respiración se tornó jadeo y comenzó a sudar copiosamente. Miró sus manos. Éstas temblaban de forma evidente, aún apoyadas sobre su espada de gala. Giró levemente la cabeza. Nadie parecía mirarlo. El chambelán finalizó su discurso ante el aplauso generalizado de los asistentes. El coro de la ciudad comenzó a entonar el cántico preferido de su majestad: la historia del décimo tercer monarca y de cómo éste vio peligrar la unidad del Imperio y supo vencer a los traidores e instaurar la paz de nuevo. Historias felices para un día feliz.
Pero no era así, la celebración estaba irremisiblemente mancillada, ultrajada.
—¡Cobarde! —oyó a su espalda. Fue como un susurro apenas audible bajo los reverberantes cánticos.
El general se volteó sobresaltado, pero no vio a nadie. Y sin embargo, estaba seguro de haber oído algo.
—¡Tu vida es una mentira!
Ahora estaba seguro. Esta vez lo oyó cerca de su oído izquierdo, como si alguien inexistente susurrase a un palmo de su cabeza. ¡Pero allí no había nadie! El General Azul estaba situado a su derecha, y más allá el emperador.
Los insultos continuaron, cada vez más acusadores, más insistentes. Ahora el general no oía las voces a su alrededor, sino en su interior, surgiendo en su cabeza, recriminándole por las bondades que dejó de hacer en su vida a costa del Código de Honor, a costa de no desobedecer una orden. El general apenas se planteó el origen del fenómeno. No podía. Su mente analítica parecía haber sido anulada. Era incapaz de razonar, sólo podía sentir emociones incontroladas. Su respiración era ahora un puro jadeo entrecortado. Las voces arreciaron arrollando su cordura. No había defensa posible para resistir el implacable ataque. Quería negar las acusaciones, alegar que obró de buena fe, que su vida no había sido estéril. Las palabras mentira y cobarde ardían en su cabeza, fustigándolo. Perdió conciencia del templo, de la ceremonia y de los cánticos. Sólo atendía a su lucha interior. Su cráneo parecía a punto de estallar. Un dolor agudo lo atravesaba desde la base de la nuca hasta la coronilla. Sentimientos de vergüenza y repudia hacia sí mismo le deshacían la cordura, incitándolo a emprender una huida sin retorno, sin importar hacia dónde.
Apenas fue consciente de su deambular tambaleante. Comenzó a caminar de modo errático, con pasos vacilantes. La opresión y sensación de ahogo se tornaron del todo irresistibles. Comenzó a desvestirse con torpes y temblorosos movimientos. Se arrancó la capa con violencia y despojó sus manos de los guantes. Pese a todo, le faltaba el aire. Se arrancó la máscara dorada y el casco mientras intentaba tomar a horcajadas el aire que le era negado. Por último, comenzó a desgarrar los botones de su camisa. Su piel ardía y el contacto con la ropa lo abrasaba. Todo rastro de pensamiento lógico había cedido el control ante el caos de la irracionalidad. Haría cualquier cosa con tal de aliviar la sensación de asfixia creciente que lo sumía en el pánico.
De repente, las voces callaron y la presión y el aturdimiento lo abandonaron como si jamás hubiesen estado ahí. Se tomó un instante para tantear su cuerpo. Ni siquiera sudaba. El dolor había cesado sin dejar huellas. ¿Acaso había sido víctima de una pesadilla en pleno día? Su mente comenzaba a despejarse y, poco a poco, su yo consciente tomaba de nuevo el control. Observó que se hallaba en cuclillas, inclinado sobre el suelo. Se incorporó y miró en derredor. El público lo observaba enmudecido, con expresiones de sorpresa y estupor reflejadas en sus rostros. El general había abandonado su lugar junto al emperador y había avanzado hasta el borde de la plataforma del altar. El chambelán, junto a él, comenzó a gritar indignado: «¡Herejía… traición!», con sus aletas nasales abiertas y el rostro congestionado por la ira. El general vio entonces su máscara en el suelo, junto a su capa y sus guantes, y comprendió de inmediato la magnitud de su afrenta; tenía el rostro descubierto ante la congregación. Tal falta era considerada traición en grado sumo. Se giró lentamente, temeroso de encarar al monarca.
En efecto, el emperador lo miraba con la indignación reflejada sin disimulos en el rostro. El general dudó. Quiso disculparse, enmendar de cualquier modo su error.
—Majestad, yo... —comenzó a decir antes de caer fulminado.

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