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CAPÍTULO IV: LAS MAZMORRAS

Aquí está el capítulo cuarto, servido puntualmente. Hoy no comentaré nada del proceso de creación. Me gustaría contestar, en cambio, algo que me preguntan a raíz de la creación del blog: ¿Por qué colgar el libro en un blog en lugar de intentar publicarlo? ¿No temes que alguien te lo plagie?
Estás y otras preguntas similares me han sido formuladas en numerosas ocasiones. No quiero extenderme demasiado en explicar los tortuosos procesos que hay que seguir para poder publicar (en otra ocasión os explicaré mi experiencia más detenidamente), lo que sí quiero dejar claro es que un libro se escribe para ser leído y creo que a día de hoy éste es el método más sencillo para llegar al mayor número de lectores. Deseo compartir el fruto de mi trabajo e ilusión, simple y llanamente. Si logro que sólo una persona me diga que ha disfrutado leyendo mis historias me daré más que satisfecho, así que vamos a ello…

CAPÍTULO IV
LAS MAZMORRAS


El general despertó tendido, con un intenso dolor en la coronilla. Se sentía como si una manada de muloorcs hubiese pasado en estampida sobre él. Le dolían por igual brazos y piernas, tórax y cabeza. Apretó los labios en un gesto de dolor y paladeó el regusto salado de la sangre en su boca, notando un ligero bulto entre los labios y la encía. Tanteó la zona dolorida con cuidado, descubriendo un feo coágulo de sangre. Lo escupió con aprensión y repasó el resto de la boca; aún tenía todos los dientes en su sitio, si bien un par de incisivos se movían ligeramente. Su mandíbula, inflamada, protestaba por cada latido con una punzada de dolor. Instintivamente, se llevó una mano a la zona dolorida, notando la molesta falta de sensibilidad en su brazo dormido.

Con torpeza, trató de levantarse, notando enseguida los molestos pinchazos que precedían la vuelta de la sensibilidad. Pese a todo, se sentó con esfuerzo y miró alrededor. El frío ambiente estaba impregnado por una fuerte y hedionda humedad. Se hallaba tendido sobre una superficie de piedra tosca, sin pulir. La penumbra reinante le impedía ver claramente. Fijó la vista, tratando de reconocer algo en torno a él, pero no parecía haber nada a excepción de una estancia vacía. La escasa luz entraba titilante, a través de una oxidada reja. Sin atreverse aún a moverse, trató de mirar más allá, pero sólo distíngió sombras. Le pareció oír el eco del agua al gotear en una galería. Se hallaba, sin duda en un espacio cerrado. ¿Una reja que no daba al exterior? ¿Para qué iba nadie a construir una…? Súbitamente, dedujo dónde se hallaba: no eran las rejas de una ventana, sino barrotes. Estaba en las mazmorras de la Torre Imperial, el lugar donde él había conducido a malhechores y rufianes tantas veces en el pasado.
Un sentimiento de vergüenza despertó los recuerdos que precedieron a la pérdida de la conciencia.
Había mostrado su rostro en público.
Peor aún, lo había hecho en presencia de la alta sociedad imperial y había humillado así a su emperador. Su acto se consideraba como alta traición. Ningún general había caído en semejante deshonra en toda la historia del Imperio.
Comenzó a reír de modo histérico, sin intentar reprimirse, tapándose la cara con manos trémulas. Era como un acto de ironía suprema; él, que había dedicado su vida a la disciplina y el autocontrol, que había hecho del honor un modo de vida, acababa de cometer el mayor acto de deshonor a causa de la mayor pérdida de control posible.
¿Qué lo había conducido a semejante estado? Un intenso sentimiento de culpabilidad lo embargó al pensar de nuevo en la mujer asesinada por sus escoltas. Recordaba el vacío en su interior durante la ceremonia. La culpa por la muerte de la campesina era como una daga al rojo sobre su corazón. Sin saber por qué, tuvo la certeza de que ambos acontecimientos guardaban una conexión. ¿Acaso lo sucedido con la campesina lo había desequilibrado hasta el punto de llevarlo a la locura? Un hombre que no puede confiar en sus sentidos no tiene nada a lo que asir su cordura. ¿O eran las pesadillas que lo asaltaban noche tras noche el primer síntoma de una locura incipiente? En el transcurso de su vida se había encontrado con muchos hombres que al llegar a la vejez se habían vuelto seniles, algunos a edades muy tempranas. Él tenía cincuenta y dos años y su estado de forma física era excelente, merced a un duro entrenamiento a lo largo de los años. ¿Pero cómo podía un hombre entrenar su mente e impedir que ésta lo traicionase?
Si en verdad estaba enloqueciendo, abandonaría este mundo antes de perder el juicio.
Para él era fácil. No tenía familia a la que rendir cuentas o dejar un legado. Siempre fue algo que se negó a sí mismo. Hubo una mujer, una vez, pero el dolor de su recuerdo, de lo que pudo haber sido y no fue, le resultaba tan insoportable que eludía pensar en ello. Estaba solo en la vida, libre, y si llegaba el caso, moriría con la dignidad con la que había vivido.
Sorpresivamente, un desgarrador grito sonó a su espalda, sacándolo de sus cavilaciones. Reaccionó movido por el instinto, tratando en vano de incorporarse con rapidez y situándose frente a la posible amenaza. La visión se le nubló y sus rodillas fallaron, dejándolo postrado una vez más. Volvía a sudar profusamente, estaba mareado y lleno de nauseas, con un zumbido en la cabeza. Los soldados que lo abatieron se habían empleado a fondo, dejándolo en un estado lamentable. Se secó el rostro e inspiró aire varias veces, intentando recuperar el control sobre su cuerpo.
Gateó hasta las rejas de su celda, aferrándolas con fuerza y logrando incorporarse con dificultad. Las piernas protestaron y su cabeza zumbó, pero consiguió aguantar. Miró al otro lado, forzando la visión tanto como pudo y vio un pasillo extenderse hacia derecha e izquierda, con largas sombras ondulantes, fruto de la iluminación lejana de antorchas. Un nuevo grito, esta vez más lejano, rompió el silencio y reverberó por el corredor.
Fue en ese instante cuando el general percibió un leve susurro a su espalda. Había alguien más allí, junto a él.
Se reprendió a sí mismo por no haberse mostrado más alerta. Giró la cabeza, forzando la visión hacia el rincón de la estancia sumido en sombras. Oyó entonces una leve... ¿carcajada? Se volvió lentamente, sin soltar los barrotes de la mazmorra. Pese a no tenerlas todas consigo, quería dar la sensación de hallarse recuperado y dispuesto a hacer frente a quien fuera. Se cubrió el rostro instintivamente, con una de sus manos, antes de hablar.
—¿Quién está ahí? —intentó dar un tono firme a la pregunta, pero su voz sonó cascada.
—Tranquilo, compañero, sólo especulaba cuándo te darías cuenta de dónde estabas. La reacción de la gente al despertar aquí es de lo más variopinta.
El general no logró ver a su desconocido interlocutor.
—Sal donde pueda verte —exigió—. Y de paso, dime, ¿cómo llegué hasta aquí?
—¡Dónde habré dejado mis modales! —inquirió a su vez el desconocido con voz divertida, a la par que se aproximaba al general.
Se trataba de un hombre joven, de unos veinte años, vestido con ropas burguesas, algo manchadas en algunas partes. Tenía el pelo cortado a la altura de los hombros, ligeramente ondulado y del color de la cerveza oscura. Su porte y ademanes denotaban un aire de superioridad mal disimulado. Considerando donde se hallaba, eso decía mucho acerca de su personalidad.
—Mi nombre es Dolmur, a vuestro servicio. Destacado pensador y bribón a partes iguales —se presentó con una sonrisa—. Y te trajeron, obviamente, los soldados imperiales, ¿quiénes si no? —afirmó divertido, como si fuese la cosa más obvia del mundo—. Aunque debes haber hecho algo muy gordo…, fueron los mismísimos dragones verdes los que te trajeron a rastras.
De modo que sus propios guardias..., el emperador debía estar muy furioso por el incidente del templo. ¡Qué ironía! Los hombres que durante años habían jurado velar por su vida, casi lo matan a golpes antes de arrastrarlo a las celdas de la plebe. Si acaso el asomo de la duda respecto a su perdón se le había pasado por la cabeza, ahora estaba claro que no existía la más leve esperanza. De hecho, el castigo por su falta era la pena capital. Sería ajusticiado con la llegada del nuevo día, tal y como mandaba la tradición.
Estos lúgubres pensamientos lo hicieron pensar de nuevo en la mujer asesinada ante sus ojos y una fría cólera se reavivó de nuevo en su interior.
Dolmur lo miraba con expresión divertida, cruzado de brazos y apoyado contra la pared de la celda. Parecía estar en una taberna en vez de en el interior de las mazmorras de la Torre Imperial.
—Debía de hacer mucho calor en el lugar de donde vinieses. Apenas estás vestido —observó señalando al general.
Era cierto. El traje de gala había desaparecido casi en su totalidad. Sólo quedaban los pantalones y un fino jersey que usaba como ropa interior. Lo habían despojado de las ropas que lo identificaban como General Verde. Ya no era digno de vestir el uniforme.
Dolmur volvió a sacarlo de su ensimismamiento.
—¿Y bien? Yo me he presentado, ¿a qué esperas tú? —inquirió.
—Soy..., era el General Verde, del Ejército Imperial de su emperador Golo —anunció—, y he sido encarcelado por motivos que no te incumben.
Dolmur calló, mirándolo fijamente antes de prorrumpir en carcajadas.
—El General Verde... En tal caso yo soy la reencarnación del Rey Fundador —afirmó entre risotadas—. ¡Me han encarcelado con un loco! Había tenido compañeros de mazmorra ladronzuelos, borrachos... pero nunca un loco. ¿No serás peligroso, verdad? —preguntó con sorna. Era evidente que se sentía seguro frente a un demente que no se podía tener en pie. No consideraba una amenaza al general.
—Maldito bribón... —el general avanzó indignado, sin lograr dar más de dos pasos en línea recta. En seguida se desvió sin control hacia la pared, tropezando de un modo cómico, para mayor deleite de Dolmur. Jadeando y parapetado contra el muro, el general miró furioso al muchacho—. Deberías mostrarme el debido respeto —sus miradas se encontraron—. Quizás más tarde te de una lección sobre ello, cuando me recupere —advirtió.
Dolmur lo miraba fijamente, sopesándolo. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz divertida.
—Pues claro... general —contestó con una exagerada reverencia—. Lo que vos digáis, no hay necesidad de enfurecerse. Somos hombres cultos, podemos llegar a un entendimiento —lo apaciguó Dolmur, que creía razonar con un demente peligroso—. Yo os trataré con el pertinente respeto y vos os mantendréis calmado y pacífico. ¿Estáis de acuerdo?
El aludido resopló con desdén, volviéndose de espaldas al joven. Se sentó de nuevo en el suelo de la celda y se arrebujó tratando de entrar en calor. El frío y la humedad del ambiente comenzaban a pasarle factura.
Su compañero de celda no era más que un bocazas, de modo que decidió ignorarlo. Abrazó sus piernas encogido en el suelo, y trató de recuperar fuerzas. Casi sin darse cuenta, cayó dormido.
“Soñó con el fantasma de la campesina asesinada…
El espectro lo miraba con expresión lastimera, casi compadeciéndose de él. Sin comprender bien qué lo incitaba a hacerlo, comenzó a seguirla por las sucias calles de una ciudad desconocida. Pese a estar en ruinas, los edificios presentaban el aspecto de estar recién construidos. Al fijar su atención en ellos, el general vio sus incompletas estructuras, como si el arquitecto de todo aquel paisaje urbano hubiera dejado sin terminar una parte de cada casa o vivienda, que parecían estar cimentados sobre terreno inestable. Las calles, en lugar de ser rectas, presentaban continuas ondulaciones y grietas sobre el empedrado.
Mirase a donde mirase, no veía a nadie, ninguna presencia humana o animal. Estaba solo en la ciudad. Y hacía frío, mucho frío. Soplaba un viento que arrastraba el desánimo en forma de lamentos susurrados. Fluctuaba a su alrededor, transformando el aspecto de las calles, moldeando la pétrea materia como si pretendiese mostrarse a sí misma, conducirlo de un modo pasivo hacia un determinado objetivo. En cierto sentido, el conjunto se asemejaba a una versión deformada de Ciudad Eje, aunque algunos elementos parecían completamente originales.
Su deambular lo condujo a un callejón oscuro y siniestro. Allí, en el fondo, sentado sobre un trono elaborado con desperdicios, aguardaba el emperador, que lo miraba indignado, en silencio. El general no pudo evitar sentirse azorado ante su presencia. A un gesto del monarca, un grupo de soldados sin rostro salidos de la nada se abalanzó sobre él. Eran parodias sin vida de su propia guardia, los dragones verdes, aunque con los cuerpos de color ceniza. Respondiendo al temor no confesado del general, comenzaron a golpearlo ante la divertida mirada del emperador. El ajusticiado quiso gritar, suplicar que parasen, mas su sentimiento de culpa lo hizo callar y aguantar.
Sin aviso, el castigo cesó y el escenario cambió. Ya no estaba en un infecto callejón, sino en el altar de un templo oscuro y ruinoso, con la bóveda descubierta.
Su guía espectral seguía con él, aguardando en silencio, castigándolo con el reproche eterno de lo irremediable.
Los tapices y relieves de las paredes y columnas parecían narrar la vida y hazañas de un personaje desconocido. Sintió una desmedida curiosidad, mezcla de fascinación y ansiedad, y comenzó a recorrer los pasajes representados en las paredes. Su atención era absorbida por escenas que despertaban recuerdos sepultados en su memoria. Los tapices cobraban vida a su paso a la par que los relieves cambiaban cada vez que los miraba.
Finalmente, con lágrimas en los ojos, comprendió: era testigo de su propia vida. Las decisiones tomadas, las vidas sesgadas, las personas que pasaron frente a él, marcándolo de algún modo. Todo parecía conducirlo hacia el altar, incitarlo a volverse y mirar. Mirar para comprender la terrible y lógica conclusión.
El general sintió miedo. No deseaba volverse. Temía mirar hacia su propia imagen. ¿Cómo sabía esto? Desconocía por completo el porqué, pero estaba seguro de ello.
Casi con despreocupación, se dio cuenta de que el espectro lo había abandonado. Ahora estaba solo en el templo de su propia vida. Se obligó a girar hacia el ábside, a mirar la culminación de todos sus actos...
Lo que vio allí le heló la sangre. Esperaba ver una imagen cansada y agotada de sí mismo. En lugar de eso, no había nada, absolutamente nada. Un vacío ondulante presidía el templo, testigo mudo de la futilidad de sus actos, de su vida. El vacío comenzó a llamarlo, a reclamarlo para sí. Lentamente, en contra de su voluntad, el general avanzó hacia la nada que amenazaba con devorarlo. Lágrimas de desesperanza corrieron por sus mejillas, saliendo disparadas hacia el vacío, evaporándose antes de ser consumidas. Aterrorizado, comenzó a gritar lleno de pavor, sabedor de su inminente fin...”

Despertó gritando y encontró a Dolmur mirándolo con expresión preocupada. El joven agitaba su hombro tratando de calmarlo.
—Eres duro de despertar —dijo—. Creí que seguirías gritando en sueños hasta el amanecer.
El general gruñó en lugar de contestar. Su humor no admitía explicaciones. Sudaba otra vez copiosamente, pese al descenso de la temperatura en la celda. La noche debía estar bien entrada. Se sorprendió al comprobar que recordaba parte del sueño, aunque el recuerdo se diluía en el olvido a cada instante. El general casi gritó de frustración.
Maldiciendo entre dientes, se incorporó y encaró al joven.
—Gracias por despertarme —manifestó en tono seco.
—¡Oh! No me las des. Yo habría seguido observándote con sumo interés un rato más. Te he despertado por orden del soldado. Dice que tienes una visita. Volverá dentro de un momento.
La perpetua sonrisa de Dolmur comenzaba a sacar de quicio al general. Pese a todo, preguntó en tono conciliador:
—¿Quién podría venir a visitarme? ¿Te lo dijo el guardia?
—¿Quién sino vuestro indignado emperador? —clamó alguien a su espalda.
El general reconoció de inmediato la voz. Se volvió al punto y se hincó de hinojos, con la cabeza inclinada. Al otro lado de los barrotes el emperador Golo lo miraba con expresión feroz.
Dolmur se quedó atónito, paralizado por la sorpresa. El joven no daba crédito a lo que veía. El general lo agarró por la pernera del pantalón y lo hizo arrodillar mientras le advertía entre susurros que no abriera la boca.
El emperador seguía mirando al general como si su joven compañero de celda no existiera. Su expresión era de cólera contenida. Si el general se hubiese atrevido a alzar la cabeza, habría observado que su monarca aún vestía las galas usadas a primera hora de la mañana, en la ceremonia. Una túnica azul con bordados de oro, sobre camisa y pantalones de seda, salpicados de piedras preciosas en miniatura cosidas a lo largo de mangas y perneras. Leves arrugas y alguna mancha de vino deslucían el conjunto.
—Majestad yo... —comenzó a balbucir el general. No recordaba haberse sentido tan miserable en toda su vida.
—¡Silencio! —bramó el emperador—. Ya no sois mi General Verde. No sois nada, vuestra vida no vale nada. ¡No tenéis honor! —escupió con desdén Golo, seguido de un profundo resoplido—. Creía que podría confiar en vos —añadió con un deje de tristeza en la voz—. En nombre del bendito Hur, ¿qué diantre os ocurrió?
El general inclinó aún más la cabeza, en silencio. No tenía respuestas para esa pregunta.
—Aceptaré con resignación la pena máxima por mi culpa —respondió al fin. Se sentía incapaz de ofrecer ninguna explicación coherente.
—Me temo que no es tan simple —respondió Golo, en cambio.
El general lo miró asombrado. Era la primera que vez que osaba levantar la vista.
—No me miréis así. Si me dejará llevar por mi justa indignación, os degollaría yo mismo —sentenció con desdén—, pero dado que no deseo manchar el recuerdo de este día festivo, y sopesando vuestra intachable hoja de servicios, he decidido mostrarme indulgente y concederos el perdón imperial. Desde este instante, os degrado al rango de sargento, sin posibilidad de ascender. Os incorporaréis al servicio de inmediato, a primera hora de la mañana. ¿Ha quedado claro?
—S… si majestad. Prometo servir fielmente a…
—¡Basta de estupideces! —gritó Golo con vehemencia. Su porte no era el de un dirigente indignado, sino el de un rufián colérico— esa promesa ya me la hicisteis una vez… y la habéis roto. Tened cuidado sargento —advirtió iracundo—, seguiré muy de cerca vuestros pasos.
El monarca lo miró de hito en hito antes de continuar, ahora más calmado.
—De hecho, os voy a encomendar en este mismo instante vuestra primera misión —anunció con un inapropiado tono jocoso. Su mirada, sin embargo, desprendía cierto hálito malicioso. Hurgó en sus bolsillos y extrajo algo—. Estas son las monedas que esa plebeya intentó arrojaros durante el desfile de esta mañana, antes de ser ajusticiada.
—Asesinada, su majestad, yo estaba allí y…
—¡Silencio! No volváis a interrumpirme. Jamás. Os va la vida en ello. ¡Y dejad de mirarme de inmediato! No sois digno —el emperador observó complacido como el ex general se inclinaba con sumisa obediencia antes de continuar con la exposición—. Mi red de informadores ha averiguado sus intenciones y procedencia. La campesina es oriunda de Roca Veteada, una pequeña aldea situada en una zona deprimida, al suroeste del Imperio, entre Arendia e Ilicia. Es una vasta extensión montañosa, de duras condiciones para la supervivencia… o eso es lo que afirman sus habitantes. Según mis fuentes, dichos colonos estiman que se hallan exentos de pagar los impuestos que el resto de ciudadanos imperiales pagan con lealtad. Me constan sus reiterados intentos de embaucar el pago de sus tasas, año tras año, alegando las más banales excusas. Pues bien, ya es hora de cortar de raíz semejante ejemplo. Vos mismo iréis a cobrar hasta el último inu que deben. ¿Ha quedado claro?
—Sí, mi emperador.
—Y esta pequeña cantidad… me la quedo a cuenta —dijo guardando las monedas bajo su túnica—. Presentaos a primera hora de la mañana en el acuartelamiento verde del oeste de la ciudad para recoger instrucciones detalladas. Esta noche la pasareis en este lugar tan… adecuado. ¡Es todo! —dijo, girándose velozmente y alejándose con pasos vivos.
Aún resonaban las pisadas del emperador cuando Dolmur se levantó, visiblemente alterado. Resoplaba y farfullaba cosas ininteligibles. Finalmente se detuvo y miró al degradado general.
—Así que General Verde… bueno, nunca he reconocido la autoridad de los hombres de armas y no voy a empezar ahora. Mentiría si os dijera que lamento lo que os ha pasado. Cuando cuente esto en la taberna no me creerán. ¡Vaya historia! —exclamó frotándose las manos.
El general lo ignoró. Seguía arrodillado, roto en su interior, ajeno a todo. Al cabo de un tiempo, que pudo ser un minuto o una hora, el molesto zarandeo del joven lo obligó a prestar atención.
—¿…nombre?
—¿Cómo?
—¿Qué cuál es vuestro nombre? Necesito saberlo, he de escribir sobre esto.
—¿Mi nombre? —el general sonrió con ironía. Hacía años que no pronunciaba su nombre—. Zando, mi nombre es Zando.

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