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CAPÍTULO II: DESPERTAR

Hola a tod@s, antes de nada me gustaría comentar que el libro está terminado y que, por tanto, no voy a dejar colgado a nadie que se anime a leerlo en su ipad, lector electrónico, o aparato similar. Pretendo subir al blog un capítulo cada pocos días, así que ese sentido, estad tranquilos.
En cuanto al capítulo dos, al contrario que en el prólogo y el capítulo primero, que poseían un caracter más introductorio, aquí empieza la historia principal propiamente dicha. Pese a su tono pausado, es un capítulo fundamental, ya que sienta las bases de la lucha interna del personaje principal.

CAPÍTULO II
DESPERTAR

En su cámara personal, el general despertó presa del terror. Espesas nubes de angustia se cernían a su alrededor, oprimiéndolo. Cada noche, invariablemente, se repetía el nefasto ritual y caía presa de delirantes pesadillas.
Su cuerpo, inundado en sudor, se estremeció incontrolado. Sus ojos buscaron en la oscuridad, frenéticos, algo reconocible y cotidiano, algo a lo que fijar su huidiza cordura. Lentamente, la pesadilla cedió paso a la realidad, y con ésta llegó el sollozo.
Era éste un sueño corrupto y cobarde, pues tras los estragos causados, se escondía en rincones de la mente inaccesibles a la vigilia. Así, el general jamás recordaba qué lo dejaba en tan lamentable estado.
Al cabo de unos minutos, cuando las lágrimas remitieron, el veterano soldado se incorporó de su lecho y, con pasos tambaleantes, se dirigió al balcón de su alcoba.
Como un vigilante omnipresente, la Torre Imperial se erguía majestuosa en el centro de la ciudad. Su colosal altura la convertía en el edificio más alto e imponente de todo el conjunto. En uno de los balcones cercanos a la cúpula, el general observó la ciudad.
La vista dominaba el oeste de la capital. Los monumentos, palacios y lujosas residencias, configuraban un intrincado y bello tapiz, fruto de la acción de generaciones pasadas. Más allá, los laberintos formados por millares de hogares se perdían en el horizonte nocturno. La brisa, suave y fresca, arrastraba hasta la urbe el olor a tierra mojada de los cercanos trigales. Estrellas diáfanas titilaban entre las nubes, componiendo etéreos velos en el firmamento. El sereno ambiente nocturno invitaba a la calma y al sosiego en la capital del Imperio. Tenues luces brillaban tímidamente en algunas ventanas, rescoldos de veladas vencidas por el sueño. Sólo el maullido de los gatos y el aullar de los perros denotaban alguna actividad en la urbe dormida.
Inspirando aire sonoramente, el general cabeceó con resignación. Hacía años que no conseguía sortear ninguna noche sin padecer aquellas espantosas pesadillas. Curiosamente, una vez superado el trance, no conseguía recordar nada. Sí era muy consciente, por contra, del terror abrumador que lo oprimía, un terror que no lo abandonaba hasta pasados unos minutos.
La brisa arreció, evaporando el sudor de su piel y recordándole su desnudez. Entre escalofríos, aunque con pasos algo más firmes, se introdujo de nuevo en su habitación. Encendió la lámpara de aceite que pendía de la pared y se vistió con un sencillo chaleco. Después se acostó de nuevo. Se quedó mirando fijamente los intrincados relieves del techo, con la vista perdida, aguardando el amanecer.
En aquella ocasión, sin embargo, no logró permanecer acostado hasta el alba. Sin comprender bien el motivo, se sentía extrañamente perturbado. Era casi como la sensación que asalta a los soldados en la víspera de una batalla. Hacía mucho tiempo que su intuición no lo alertaba con la sutil llamada de la inquietud.
—Deben ser las malditas pesadillas —se dijo entre dientes—. ¡Hur! Si no encuentro algún remedio, acabaré por enloquecer.
Fiel a su talante práctico, el general desechó enseguida la idea; no era propenso a dedicar demasiadas energías a cuestiones que escapaban a su control. Decidió, pues, levantarse de nuevo y, como cada día, se dirigió hasta el voluminoso armero situado al fondo de su alcoba. Ignorando las lujosas espadas alojadas en su interior, tomó una de aspecto usado que estaba apoyada contra la pared, a un lado, y desenvainó. El arma era herencia de sus días humildes, cuando compartía su vida con aquel pedazo de acero, luchando con valor en mil batallas. El arma no estaba potenciada con una níode, como hubiera correspondido a alguien de su posición. Precisamente por eso, su equilibrio y resistencia eran muy superiores al de sus compañeras; al no estar imbuida de poder, toda su eficiencia dependía de su hechura.
Con pasos decididos, se dirigió al centro de la estancia. Ésta era muy amplia, tal y como correspondía a alguien de su posición. De hecho, parecía aún más espaciosa, dada la escasez de mobiliario. El general había insistido en desalojar la práctica totalidad de enseres situados en el centro de la alcoba, y había trasladado la cama a un lateral. Las reiteradas protestas de la servidumbre habían caído en saco roto ante su inamovible obcecación.
En realidad, los aparatosos muebles de la nobleza le resultaban indiferentes. Lo único que pretendía era obtener suficiente espacio en la holgada habitación para realizar sus prácticas. Pese a que su rango le aseguraba una posición en retaguardia en cualquier conflicto armado, no había dejado de practicar con la espada un solo día. En su fuero interno, aún ardían los rescoldos de una vieja esperanza: alcanzar el Omni, el estado ideal del guerrero.
Vaciando la mente de cualquier pensamiento, apeló a su centro de poder. Sus músculos se relajaron antes de la tormenta, listos para entrar en acción. Respiró profundamente, cerrando los ojos. Casi podía tocar el legendario estado de gracia: lo sentía, esquivo, en el límite de su consciencia.
Pero al igual que siempre, el Omni se escurrió entre sus dedos, negándose a ser aprehendido. El general intuía una barrera en su interior que le impedía alcanzar su objetivo, pero desconocía cómo podía sortearla.
Frustrado, comenzó su práctica, perdida un día más la esperanza de lograr su objetivo más anhelado.
La espada surcó el aire, describiendo círculos y silbando al son de tablas milenarias. Con movimientos de inusitada perfección, fruto de una vida de tenaz adiestramiento, se ejercitó hasta que su cuerpo estuvo nuevamente inundado en sudor; la práctica había llegado a su fin.
Pese a su reticencia inicial a entrenarse bajo techo —toda su vida lo había hecho al aire libre—, ahora se alegraba de tener un lugar donde hacerlo lejos de ojos curiosos. Después de todo, no estaba bien visto que un general practicase junto a la tropa.
Cansado y liberado de tensiones, colocó de nuevo la espada junto al armero y se dirigió al pequeño aparador donde reposaba una palangana llena de agua. Se desvistió, librándose del chaleco ahora sudado, y procedió a darse una enérgica friega. El agua gélida resultó estimulante, librándolo de cualquier resquicio de cansancio.
Al finalizar, buscó instintivamente la percha con sus ropas, pero sus manos se aferraron sobre el vacío. Intrigado, miró alrededor. A un lado del balcón vio el maniquí vestido con sus galas.
—¡Maldición, lo había olvidado! —exclamó.
En efecto, la víspera los sirvientes habían sustituido su uniforme habitual por el de gala, destinado a los grandes acontecimientos. Sus ojos se detuvieron en el atuendo designado para los actos del aniversario de la Fundación. Las piezas estaban dispuestas sobre el maniquí, cuidadosamente colocadas. Una gran capa de terciopelo verde caía pesadamente hasta los pies, unas altas y oscuras botas lucían enceradas y brillantes, y un elegante pantalón negro de amplias perneras se introducía en ellas. El pantalón estaba sujeto por un cinturón de cuero negro con una hebilla dorada. Ésta mostraba unos bajorrelieves con el símbolo de la casa imperial: una espada de doble filo sobre los restos de una lanza. La camisa y la chaqueta, de tono verde pardo y negro respectivamente, completaban el torso. En la parte superior, un casco dorado decorado con intrincados adornos encajaba perfectamente en una máscara de expresión neutral, igualmente bruñida. A un lado, apilados ordenadamente sobre una pequeña alfombra, descansaban el peto, las hombreras y la escarcela, con ornamentos lacados en verde esmeralda sobre un fino baño de oro. Finalmente, un par de guantes negros remataban el uniforme de gala.
—Ni un centímetro de piel a la vista —exclamó con pesar.
En efecto, el uniforme de gala, al igual que el de diario, estaba diseñado para preservar la identidad de su portador, de modo que cubriese completamente su fisonomía. Nadie, a excepción del Emperador, conocía la identidad de los cuatro Generales Supremos, y así debía continuar la tradición.
Empero, el general no siempre tuvo tan alto rango. Hubo un tiempo, soterrado en la memoria, en que fue un joven imbuido por los ideales del honor y la caballería, presto a ingresar en el ejército de su majestad y luchar por el bien de los ciudadanos.
Ahora, pese a haber respetado los preceptos del Código de manera intachable, y habiendo conseguido todos los logros que cabía esperar en su profesión, por algún desconocido motivo se sentía vacío. Su vida constituía un ejemplo de rectitud, tal y como demandaba su profesión, sin abandonar jamás la senda del deber, sin desobedecer orden alguna. ¿Por qué, pues, persistía la sensación de frustración permanente que se apoderaba de él día tras día?
Miro de nuevo la máscara de su uniforme.
«No es respeto sino temor lo que veo a través de esta máscara cuando miro a la gente llana y humilde», pensó con amargura.
Miró sus manos a la luz de la lámpara. Numerosas cicatrices horadaban la piel, recordándole el desgaste ejercido a lo largo de mil batallas. La aspereza de sus palmas no había desaparecido con la inactividad de su vida acomodada, donde el uso de la espada se reducía a sus periódicos entrenamientos. No, no eran las manos de un general estratega, sino las de un soldado.
Su espíritu ansiaba la lucha, el contacto con la realidad, la necesidad de sentirse de nuevo vulnerable. Detestaba haberse convertido en un mito viviente.
Casi parecía un sueño su lejana condición de hombre humilde. Hacía ya cuatro largos años desde su definitivo ascenso al rango de General Supremo, uno de los cuatro elegidos por la mano del Emperador, y aún no se habituaba al aislamiento tras la máscara. Nunca fue un hombre dado a grandes muestras afectivas, pese a lo cual llegó a compartir un respeto afectuoso hacia algunos de sus camaradas de armas. Desde que su cargo le exigiera mantener su identidad en secreto, el trato con todo ser humano distaba mucho de ser franco o fluido. Él ordenaba y los demás obedecían. Todo se reducía a eso.
A eso, y a acatar las arbitrarias decisiones del Emperador.
—¿Arbitrarias? —se preguntó en voz alta. Hablar consigo mismo era algo que hacía con mucha frecuencia últimamente.
Le sorprendió ser capaz de cuestionar, aunque fuera de pensamiento, a un superior. Creía haber dominado esa parte de su carácter hacía muchos años. De otro modo, hubiese sido imposible sobrevivir en el ejército.
El honor pasaba por la obediencia, como bien sabía.
Apretó las manos, incómodo. La desazón que le provocaban las pesadillas lo sumía en pensamientos lúgubres sobre su propia vida. Noche tras noche se debatía con aspectos de su conducta y sus actos en los que no debía existir atisbo de duda. Era un hombre que respetaba el Código, y con eso tenía que bastar. Siempre había bastado. Debía poner freno a tanta elucubración o acabaría por perder la cordura.
Las estrellas comenzaron a perder su brillo y el cielo se aclaró anunciando el amanecer. Con la llegada del nuevo día, su sentido práctico de la vida se impuso una vez más y comenzó a vestirse con la pulcritud que exigía la ocasión. Afeitó su rostro con esmero pese a la inutilidad del acto, pues nadie vería su faz. A continuación, se colocó el uniforme de manera metódica y cuidadosa, prestando atención a los detalles. Los bajos del pantalón bien ajustados en las botas, el cuello de la camisa convenientemente doblado, todo medido y atendido con la paciencia y el rigor que su cargo exigía. Cuando hubo acabado con la ropa y la armadura, tomó el casco y se lo colocó con cuidado. Por último, cogió la máscara, símbolo de su autoridad, y la encajó firmemente en el casco. Ahora sólo existía el General. Cualquier atisbo de humanidad quedaba oculto tras el uniforme.
Con fingida solemnidad saludó a su reflejo en el espejo, al modo marcial, con el brazo extendido hacia arriba y el puño a modo de martillo.
Sonrió ante su propia ocurrencia y se dirigió a la puerta de su habitación. Tocó tres veces y aguardó. De inmediato, el soldado que vigilaba sus aposentos desbloqueó la cerradura y abrió la hoja, cuadrándose.
—Mi general...—saludó.
—Soldado...—el mozo pertenecía al cuerpo de élite del ejército imperial, tal y como correspondía a su cargo.
En opinión del general, era un autentico despilfarro asignar ese tipo de tareas a hombres tan cualificados. Obviamente, sería más apropiado destinarlos a misiones donde sus dotes fueran convenientemente explotadas. En su puesto actual sólo servían de perros falderos. Había tratado en vano de convencer al Emperador sobre éste y otros asuntos, pero el soberano se mostraba poco receptivo a escuchar sus peticiones. Afirmaba que las tradiciones están para asegurar el correcto funcionamiento del Imperio y él no era quién para cambiar centurias de tradición.
En realidad, según había constatado el general, el Emperador era un completo necio, responsable del desmembramiento del Imperio. Siglos de esfuerzo por mantener unidas las siete etnias se deshacían ante la desidia del monarca.
«¿De nuevo cuestionando al Emperador?» se reprendió a sí mismo. Debía estar más agotado de lo que pensaba.
Si seguía por ese camino terminaría su impecable carrera en las mazmorras de la torre, en lo profundo de las interminables galerías subterráneas.
—Llama a mi guardia, voy a salir —ordenó con sequedad al soldado, dando por finalizados sus peligrosos pensamientos.
Al instante, un tirador suspendido de la pared izquierda fue accionado. En unos segundos, un grupo de diez soldados pertenecientes al cuerpo de los dragones verdes se presentaron convenientemente uniformados y en perfecta formación; cinco a su espalda y cinco delante, todos con sus armas preparadas. A partir de ese instante, lo seguirían fuese a donde fuese.
El general caminó con soltura por los amplios pasillos de la Torre Imperial. El paso firme de su guardia retumbaba ruidosamente en un mundo aún dormido, anunciando su avance galería tras galería. Su destino no era improvisado. Había realizado este camino en numerosas ocasiones últimamente. De todos los senadores, ministros, altos cargos religiosos y funcionarios, sólo un hombre estaba despierto a esas horas, alguien a quien casi podía llamar amigo: el senador Brodim, que ostentaba el cargo de ministro de Comercio. Desgraciadamente, ningún general supremo podía permitirse el lujo de la amistad. No obstante, se conformaba con las amables explicaciones del ministro y su decidida obstinación a no intimidarse ante él. En verdad era difícil hallar a alguien capaz de hablarle sin que le temblase el tono de voz, alguien con quien compartir una simple conversación.
Caminó pues con la sombra del deseo no reconocido de la compañía. Sus ojos no se detenían como antaño en los lujosos tapices de las paredes, ni en los intrincados relieves de los frisos y columnas. Casi dos milenios de historia estaban representados de un modo u otro, bien con pinturas, bien con vidrieras o relieves, exaltando los ideales y leyendas del Imperio, así como sus Siete Deidades, una por cada pueblo. En la galería que le tocaba recorrer, se narraba uno de los milagros de Yemulah, Dios de los pueblos ilicianos, en forma de relieves tallados en las columnas, un capítulo por cada una de ellas, hasta un total de catorce.
El general no se consideraba un hombre religioso, le bastaba con llevar una vida decorosa, pues, como repetía muy a menudo, no creía que ninguno de los dioses le exigiera más sacrificios llegado el momento de rendir cuentas.
Al llegar al final del corredor, una vasta reja metálica le franqueaba el paso a lo que parecía un abismo sin fondo. Con presteza, uno de los soldados activó un resorte situado en un lateral de la reja. Enseguida, unos suaves y familiares murmullos ascendieron por la oquedad, anunciando la llegada de un amplio receptáculo de unos nueve metros cuadrados. La cabina estaba firmemente sujeta por férreos raíles verticales, perfectamente engrasados. Un operario les dio la bienvenida con una marcada inclinación de cabeza. El general se introdujo junto a sus hombres y se sentó en uno de los asientos preferentes situado en el centro.
—A los aposentos del ministro Brodim —ordenó.
De inmediato, el operario accionó unos controles de complicado aspecto y la plataforma comenzó a descender suavemente. Sólo el Emperador habitaba en niveles superiores al de los generales. El resto del gobierno, según su grado de importancia, era distribuido en plantas inferiores. Una treintena de metros más abajo, la plataforma se detuvo entre suaves tirones. El operario abrió la reja y se hizo a un lado, inclinándose con sumisa cobardía.
Al general no le agradaban los hombres de conducta temerosa. Según su experiencia, siempre tenían algo de lo que estar avergonzados.
Después de recorrer un centenar de pasos por corredores sensiblemente más adustos a los situados en su planta, el general llegó hasta una puerta con el escudo del gobierno sobre su dintel. Golpeó con los nudillos y aguardó contestación. Enseguida, unos suaves pasos se aproximaron con ligereza. La cerradura cedió con un sonoro clic y la puerta se abrió. Un menudo hombre de edad madura, con grandes entradas y ojos pequeños y vivaces sonrió al verlo. Llevaba una amplia túnica por toda vestimenta.
—Saludos, General Verde, veo que ya lucís el uniforme de gala para los festejos de hoy —apreció—. Entrad, os lo ruego, tengo una infusión en el fuego y no desearía descuidar su cocción.
El general dio orden a su escolta de aguardar en el amplio corredor y cerró la puerta a sus espaldas sin esperar confirmación. Sus guardias respondían ante el propio Emperador por su seguridad, y la dedicación empleada en este menester rayaba a veces en lo ridículo.
Las estancias de Brodim eran algo más reducidas que las suyas. Pese a todo, la calidad y el lujo del mobiliario resultaban evidentes, como todo en la Torre Imperial. La sala principal de sus aposentos destacaba por el curioso revoltijo de papeles y escritos diseminados en aparente caos por toda la habitación, ocultando la fina decoración de muebles y tapices.
—Sentaos, os lo ruego —señaló Brodim—. Enseguida estoy con vos —anunció introduciéndose en la habitación contigua.
El general se sentó y aguardó pacientemente. Enseguida atrajo su atención un gran pergamino con un mapa del Imperio. Lo tomó y procedió a ojearlo con curiosidad. Brodim había garabateado en él numerosas anotaciones con tinta roja. Palabras como peligro, avance o rebelión estaban anotadas entre signos de exclamación en varios puntos del documento.
—Veo que no habéis perdido el olfato, general —opinó el ministro tomando asiento junto a él. Llevaba una humeante taza con algún tipo de infusión exótica a las que tan dado era—. Es una de mis pequeñas aficiones —aclaró señalando el mapa—. Ya conocéis mis numerosos contactos, dada mi función en el gobierno de su majestad.
—Soy consciente de las numerosas funciones de un ministro de Comercio, y entre ellas no están las de embajador ni ministro Pacificador... —contestó el general con ironía.
Brodim sorbió con cuidado la infusión mientras lo miraba con expresión divertida.
—Bueno, ya me conocéis... soy un hombre con muchas aficiones. De hecho, ¿no es el mismo ministro Pacificador el que designa muchas de vuestras tareas, general? —la mirada del ministro era entre divertida y desafiante.
—Cuidad vuestras palabras en mi presencia —advirtió el general, molesto con la actitud del ministro—. Os consiento demasiadas libertades.
—Bueno, creo que eso es lo que os gusta de mí, ¿no es así? —inquirió el aludido con una franca sonrisa—. Si quisierais un lameculos temeroso de llevaros la contraria, no vendríais a visitar a éste, vuestro compañero de insomnios —concluyo con fingida humildad, provocando la hilaridad del general—. Lo realmente lamentable es que esa incomoda máscara vuestra os impida acompañarme con mis deliciosas infusiones.
—¡Doy fe de que sois un incorregible tunante! Ahora, habladme de los últimos acontecimientos. Veo que sospecháis cosas terribles, a juzgar por vuestras anotaciones. ¿En verdad la situación es tan delicada?
—Es terrible, sí. El Imperio Húrgico se deshace ante la apatía del Emperador —la expresión de Brodim se ensombreció súbitamente. Tomó el mapa y lo extendió ante el general—. Mirad, los fumbricianos acumulan tropas desde hace años en los campamentos costeros del este, aquí, aquí y aquí —señaló—. Los úmbricos, al norte, viven en la más completa anarquía, sus tribus han caído en la involución y sus incursiones en busca de saqueos fáciles siembran el terror en la frontera.
—Esa información parece demasiado obvia como para ser ignorada. ¿Cómo es posible que sólo vos la conozcáis? ¿Acaso las redes de espías del Imperio no saben hacer su trabajo?
—Desconozco lo que mis estimados colegas del gobierno conocen o desconocen, pero lo que sí os puedo asegurar, es que mi red de comercio resulta una fuente inagotable de información. Un contingente de soldados fumbricianos puede ser ocultado en los bosques de la región costera, pero, invariablemente, necesitarán alimentarse. Y no se pueden desplazar grandes cantidades de alimento sin que mi red de comercio lo detecte. Por otro lado, mis caravanas de mercancías son periódicamente atacadas por bandas de úmbricos en un radio de...
—Entiendo, no hace falta que continuéis —interrumpió el general—. No hay que menospreciar lo que un hombre sería capaz de hacer por defender sus intereses económicos.
—En efecto, en todos los reinos hay gente influyente dispuesta a defender sus negocios por encima de cualquier lealtad patriótica, ¿no estáis de acuerdo?
—Del todo ministro, del todo —el tono del general era sombrío—. No importa cuán importante sea la causa, siempre habrá algún degenerado que anteponga el dinero al deber.
—No esperaba esa reacción de vos. Parece molestaros más la actitud de los contrabandistas que la de los rebeldes. ¿Acaso no benefician a vuestra causa esas filtraciones?
—No se trata de beneficios, mi deber es eliminar a cualquier grupo segregacionista del Imperio, pero puedo entender la motivación de esos hombres pese a no compartirla. Tienen una causa por la que luchar, y eso lo respeto, aunque estén sirviendo a intereses opuestos. Esos hombres creen en lo que hacen. En cambio, los cobardes sin moral que sólo ayudan al Imperio movidos por intereses personales, no merecen más que mi desprecio. No tienen más patria que el dinero —el general escupió la palabra con desdén.
—No cesáis de asombrarme —sonrió Brodim—. Justo cuando creo que vuestro rígido sentido de la ética no puede dar más de sí, me sacáis de mi error. Sois el único tipo honorable en toda la magna Torre Imperial.
—¿El único? ¿No os excluye eso a vos?
—Perdonadme, debí decir el único con agallas para hacer lo que debe hacerse. No soy hombre dado a grandes sobresaltos. Mi sitio está aquí, con mis pergaminos y mis infusiones —afirmó, suspirando y señalando alrededor—. No, mi lugar es el que ocupo, de eso estoy seguro. Si de algo puedo congraciarme en esta vida, es de haber encontrado el papel que me corresponde. Soy un gran observador, no un hombre de acción. Eso os lo dejo a vos. Venid, tomemos el fresco matinal. Mis aposentos poseen una bella vista de la ciudad —señaló, dirigiéndose a un amplio ventanal situado al fondo de la estancia.
La vista este de la capital se mostró, en efecto, magnífica bajo la luz del amanecer. El astro celeste aún no despuntaba del todo sobre las lejanas colinas que circundaban la ciudad. Suaves haces de luz ambarina atravesaban los jirones de niebla acumulados sobre los estratos inferiores de la urbe, confiriendo al conjunto un aspecto onírico. Las primeras bandadas de aves volaban alborotadas, dando quiebros sin cesar y provocando una gran algarabía con sus graznidos. Algunas farolas ardían aún con leves rescoldos, creando desiguales contrastes en el intrincado tapiz de las calles. Las grises murallas interiores delimitaban claramente las zonas residenciales y culturales de los interminables barrios populares. Los grandes palacetes de la clase noble y los edificios gubernamentales, religiosos y culturales, se alternaban en el saturado espacio de la ciudadela interior, sin lugar para las grandes avenidas que antaño rodearon la Torre Imperial, centro absoluto de todo el conjunto. Ninguno de los resplandecientes templos dedicados a los Siete Divinos Hijos del inabarcable Hur alcanzaban siquiera un tercio de la altura total de ésta.
—Ciertamente, es una vista formidable. En mis aposentos me es negado disfrutar del amanecer, pero en cambio, puedo apreciar los mas bellos ocasos —observó el general.
—Es algo magnífico, estoy de acuerdo. Algo por lo que merece la pena luchar, ¿no opináis igual?
—Sois un bribón, Brodim, ¿nunca os lo han dicho? Mi deber es obedecer a mi Emperador, no emprender acciones por mi cuenta y riesgo. Vuestras palabras no me harán cambiar de parecer.
—En tal caso, querido general, quizás todo esté perdido. Vos sois el único de los cuatro Generales Supremos que rezuma algo de humanidad bajo esa absurda máscara. El único que podría cambiar la situación en estos tiempos oscuros —Brodim suspiró sonoramente—. ¿Qué hace falta para convenceros de cumplir con vuestro deber?
—Mi deber es obedecer el Código, jamás lo olvidéis —el general adoptó de nuevo una marcada rigidez en su tono y su ademán.
—¿De qué sirve una conducta honorable si os perpetúa a la pérdida de todo a cuanto habéis dedicado vuestra vida? —inquirió el ministro con un deje de desdén en la voz.
Después se introdujo en la habitación dejando al general a solas con una pregunta para la que no tenía respuesta.

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