¿Te ha gustado? Puedes ayudar al autor con una donación. ¡Gracias!

CAPÍTULO I: ÓRDENES

Después de un prólogo que presenta hechos aparentemente alejados de la trama principal, aquí tenéis un primer capítulo que asienta las bases de lo que será la motivación de uno de sus protagonistas. Como curiosidad, comentaros que éste fue el último capítulo que escribí del libro. Antes, comenzaba con el segundo (lógicamente), que tiene un tono algo más pausado y transcurre años después de lo aquí narrado. Decidí cambiar el comienzo del libro para darle un principio más dinámico, con un tono donde la aventura estuviese presente de un modo más evidente. Espero que os guste…

CAPÍTULO I
ÓRDENES

Distraídamente, Zando llevó la cantimplora a sus labios. El agua rozó su lengua, martirizándolo. Era la quinta vez que le ocurría aquella tarde. Maldiciendo entre dientes, apretó el tapón con fuerza.
Miró su cantimplora, nervioso. Necesitaba hasta el último resquicio de su voluntad para resistir la tentación de beber. Un sólo trago, no necesitaba más, sólo uno. Pero no podía, se lo había prometido a Fíleas. Resistiría hasta el anochecer.
Cerca de él, un soldado suplicó. Era uno de los que habían cedido al impulso y había bebido hasta terminar su ración. Ahora yacía deshidratado, víctima de vómitos y mareos.
Nervioso, Zando se incorporó.
El cañón de roca donde resistía su guarnición no era muy amplio, pero al menos tenían sombra en abundancia. La entrada, una estrecha abertura fácilmente defendible, comunicaba con un espacio circular de unos veinte metros de diámetro. Cuatro hombres vigilaban celosamente la entrada. El resto, esperaban sentados en el suelo, guardando sus fuerzas, tratando de sobrevivir mientras llegaban los refuerzos.
Con pasos deliberadamente lentos, comenzó a recorrer el perímetro, tratando de aplacar sus nervios. Pasó junto a un grupo de hombres que jugaban a los dados sin mucha convicción. Otros, conversaban sobre los posibles motivos del retraso de la ayuda, dándose ánimos unos a otros y justificando el inminente rescate.
Zando sintió lástima por ellos.
El asedio duraba ya cinco jornadas. Incluso con el mayor de los retrasos, los refuerzos no debían haber tardado más que dos días y medio. Si a estas alturas no habían llegado, no creía que fueran a presentarse.
Un grupo situado al fondo del cañón debía compartir su creencia, pues los hombres ultimaban los preparativos del ritual de la purificación. Al verlo aproximarse, uno de ellos interpretó erróneamente su paseo y lo invitó a unirse a ellos.
—Bienvenido, cabo Zando —lo saludó—. Tenemos un lugar entre nosotros para todo aquel que desee encarar la muerte debidamente preparado —añadió ofreciéndole una tosca figura tallada en piedra.
A juzgar por las facciones del ídolo, Zando creyó reconocer al dios Iliciano Yemulah. Curiosamente, y pese a ser un ciudadano de la zona central, casi todos lo tenían por un adusto montañés, probablemente por su carácter reservado.
—Te equivocas conmigo —dijo negándose a tomar la estatuilla—, prefiero basar mis esperanzas en ésta —añadió desenvainando su espada.
—Los arendianos nos superan diez a uno. Si salimos de aquí nos masacrarán —contestó su compañero, ofendido—. Haríais bien en aceptarlo y preparar vuestra alma para el trance.
—¡Sois soldados, no monjes! Más os valdría dedicar vuestros esfuerzos en pensar cómo salir de aquí y dejar los asuntos espirituales a un lado —Zando no pretendía ser tan duro con ellos. Era consciente de que estaban asustados y sólo seguían rituales religiosos muy arraigados, de modo que continuó suavizando el tono—. Vosotros rezad, yo prefiero preparar mi arma —añadió tomando una piedra del suelo—. Si me disculpas… —dijo alejándose y volviendo a sentarse en el lugar de donde se había levantado.
Lentamente, comenzó a afilar su espada.

Al cabo de una hora, el sargento Fíleas se acercó hasta él.
—Levántate, cabo —lo conminó con su habitual tono seco—. El capitán requiere de tus servicios.
Extrañado, Zando obedeció y siguió a su sargento. En unos segundos entraron en una tienda de campaña situada en el centro del refugio. En su interior, el capitán de la guarnición miraba con repulsión un pequeño cofre que asía entre las manos. Su rostro, surcado de prematuras arrugas, estaba tenso y sudoroso.
—Así que finalmente hemos llegado a esto —dijo dirigiéndose a Fíleas—. Cuando me entregaron la condenada piedra, me juré a mi mismo que jamás haría uso de ella —añadió abriendo el cofre.
En su interior una piedra pulida, no mayor que una nuez, emitía un siniestro brillo violáceo.
—Ambos sabemos que el chico está condenado, capitán Toem —contestó Fíleas—. Sus heridas están infectadas y arde de fiebre. De seguir así, no verá el amanecer. De este modo, al menos ayudará a la guarnición. Su muerte…
—No será en balde, lo sé, pero que Zatrán me maldiga si eso hace más fácil lo que me veo obligado a hacer.
El capitán tendió la piedra al sargento.
—Llévate la condenada níode y úsala antes de que muera —ordenó—. Más tarde pasaré a despedirme del chico, aunque no sé cuánto de él quedará una vez le sea implantada.
Fíleas no contestó. Se retiró con diligencia y dejó a Zando a solas con su capitán.
—¿El sargento Fíleas te ha comentado el motivo de mi llamada, cabo Zando? —preguntó Toem invitándolo a sentarse en una pequeña banqueta de tres patas—. No, claro que no —se contestó a sí mismo—. El sargento jamás se toma libertades o altera en lo más mínimo las órdenes. A veces pienso que lleva implantada una de esas níodes en la cabeza. ¿No dices nada? Veo que no exageraba al calificarte como hombre de pocas palabras. Bien cabo, necesito que hables con franqueza, no podemos permitirnos ningún error si deseamos salir con vida de este condenado agujero. La misión que voy a encomendarte es de suma importancia para la supervivencia del pelotón. Necesito conocer cualquier reparo que tengas. ¿Has entendido?
—Del todo, mi capitán —respondió Zando—. Os prometo franqueza absoluta.
—Bien, tengo entendido que eres un hombre de palabra. ¿Sabes para qué sirve la piedra que le he entregado al sargento Fíleas?
Zando negó con la cabeza. Había visto níodes verdes, rojas y azules, pero nunca una violácea.
—Es un inhibidor de la voluntad. Convierte al portador en un sirviente abnegado. Podría ordenarle que se quitara la vida y obedecería sin vacilar.
Zando dudó antes de hablar.
—Creía que esas artes estaban prohibidas en el ejército —dijo finalmente.
—Y así es. Aunque extraoficialmente… Digamos que existen un gran número de mandos en el ejército que se sirven de ellas. Normalmente se usan para interrogar al enemigo, aunque esta vez me he visto obligado a usarla en uno de mis hombres, los dioses me perdonen.
—Supongo que os referís a Vilo, el joven herido de gravedad durante la emboscada.
—Estás en lo cierto, cabo. Vilo distraerá el cerco mientras vosotros escapáis en busca de ayuda.
—¿Nosotros? ¿Cuántos seremos?
—Tosso y tú.
—¿Tosso decís? —preguntó Zando, extrañado. No se trataba de uno de los mejores hombres del pelotón.
Toem lo miró con expresión severa. Por lo visto, acababa de sobrepasar el límite de “franqueza” ante su capitán.
—Mis disculpas, no he debido poner en tela de juicio vuestro criterio. No dudo que tendréis motivos sobrados para vuestra elección. Deduzco pues que no hay esperanzas de rescate —añadió cambiando de tema.
—Así es. Tenemos que aceptar que la narlina que envié cuando nos emboscaron los rebeldes arendianos no llegó a su destino. No podemos esperar más o el desierto nos matará. Apenas nos queda agua para un par de días. A medianoche, aprovechando la distracción que Vilo os proporcionará, Tosso y tú atravesaréis las líneas enemigas y os dirigiréis al fuerte en busca de ayuda. Es prioritario que al menos uno de los dos lo consiga. Las vidas de todos cuantos estamos aquí dependen de ello. ¿Has entendido lo que te estoy pidiendo? Pagarás cualquier precio y harás lo necesario para completar con éxito la misión. ¿Está claro?
Zando asintió sin sin que su rostro reflejase el más mínimo atisbo de duda.
—No esperaba menos de ti, cabo. Es todo, preséntate aquí rozando la media noche.
—Capitán —saludó Zando antes de retirarse.
Por lo visto, sería él y no los rezos, el encargado de ayudar al pelotón.

Con un nuevo objetivo en mente, el tiempo pareció ralentizarse de un modo cruel, aunque al menos, la noticia de su misión trajo consigo un regalo inesperado: una ración extra de agua; Toem quería a sus hombres frescos y preparados. Zando, no obstante, no pudo evitar compartir la mayor parte de ella con sus compañeros. No dejaba de darle vueltas al secretismo de su misión, preocupado por las razones que habían impulsado a su capitán a guardarse información a priori positiva para animar la moral de la tropa.
Un poco antes de la hora acordada, Fíleas lo abordó nuevamente. Esta vez, sin embargo, no venía a transmitir ningún mensaje. Se sentó junto a su subordinado y palmeó afectuosamente su hombro.
—Hemos pasado mucho juntos, Zando —comenzó—. Aún recuerdo cómo eras cuando te alistaste: un hombre roto tratando de expiar sus culpas, de darle algo de sentido a su vida. Aún no sé por qué decidí ayudarte, pero me alegro.
Aquello era nuevo para Zando. Fíleas era hombre adusto en extremo, poco dado a sentimentalismos.
—Me estás asustando, viejo —bromeó el cabo—. Harías mejor amenazándome con algo realmente desagradable si se me ocurre fracasar.
Fíleas no contestó. Lo miraba fijamente, casi con orgullo.
—Sé que eres consciente de lo que nos jugamos esta noche, y que harás lo necesario para alcanzar tu objetivo —aseguró el sargento—. ¿Recuerdas cuántas horas hemos pasado estudiando esto? —preguntó sacando un pequeño libro de uno de sus bolsillos.
—¿Cómo olvidarlo? Creo que podría recitar cada sentencia del Código de memoria.
—En tal caso, espero que seas capaz de obrar de acuerdo a sus preceptos; esta noche no hay lugar para la duda —afirmó Fíleas súbitamente serio—. Quiero que me escuches atentamente —dijo bajando la voz mientras sacaba un pequeño fardo de su chaleco—. He de darte nuevas órdenes. Toma esto y guárdalo celosamente. Se trata de instrucciones que deberás seguir al pie de la letra una vez logres escapar. Es imperativo que no abras el paquete hasta que consigas atravesar las líneas enemigas.
—Puedes confiar en mí, aunque no entiendo el motivo de tanto misterio.
—No necesitas entender nada, sólo cumple tus órdenes —el tono afectuoso había sido sustituido por el habitual trato marcial—. Júrame que cumplirás las órdenes.
Extrañado ante la actitud de su mentor, Zando asintió.
—Tienes mi palabra.
—Y sé que la cumplirás —Fíleas volvía a estar relajado—. Todos contamos contigo.

Media hora más tarde, Zando y Tosso aguardaban el momento de intervenir. Vilo, aparentemente recuperado de sus heridas, se había internado con expresión ausente en dirección al campamento enemigo por el flanco este. Estaba condicionado para fingir que había perdido la cabeza, loco a causa de la sed. Tal y como esperaban los soldados imperiales, pronto atrajo la atención del campamento arendiano. Probablemente sufriría una muerte lenta a manos de los bandidos, pero la estratagema había surtido efecto.
Aprovechando la distracción, los dos soldados echaron el cuerpo a tierra y reptaron amparados en la oscuridad, bordeando el campamento enemigo por el oeste. Las condiciones no podían ser más favorables: sólo lucían dos de las siete lunas, e incluso el desierto parecía estar de su lado, pues aquella noche el viento levantaba molestas nubes de arena que cubrían sus movimientos. Zando avanzaba en vanguardia, con movimientos pausados, en silencio.
Tosso lo seguía pegado a sus pies, siguiéndolo como una sombra. Cuando llevaban unos cincuenta metros, se enfrentaron a una encrucijada: avanzar por el extremo más alejado y despejado, o acercarse peligrosamente a los bandidos amparándose en una zona de grandes rocas. Cuando Tosso vio que Zando elegía el camino más alejado, lo retuvo asiéndole el tobillo.
—Si vamos por ahí nos verán, cabo —susurró presa del pánico—. ¡Estaremos completamente expuestos!
—Tratamos de pasar desapercibidos, maldita sea —lo increpó Zando entre susurros—. Si sigues así nos verán. Si nos acercamos al campamento, tendremos donde ocultarnos, pero habrá espacios donde estaremos al descubierto. Es demasiado arriesgado. Por este otro lado, sin embargo, podremos avanzar lentamente, alejados de los vigías.
—Pero nos verán —insistió Tosso.
—Te equivocas, desde su posición, el lugar donde nos hallamos no es más que una franja de arena oscura. Sus ojos están habituados a la luz de las fogatas. No se percatarán de nuestra presencia a menos que hagamos algún movimiento brusco.
—Lo…, lo lamento, cabo, no he debido cuestionar sus órdenes —se disculpó Tosso, cuyo rostro demostraba a las claras el pavor que le producía la misión.
Zando asintió y continuaron su avance. En circunstancias normales, la desobediencia de Tosso le hubiese costado meses de arresto. En una situación crítica como aquella, la vida. Afortunadamente para el soldado, no era ni el momento ni el lugar para proceder al arresto. ¿Cómo, de entre todos los hombres, el capitán había escogido a Tosso para la misión? No era ni de lejos uno de los soldados con mejor formación de la guarnición. ¿Acaso el capitán había perdido el juicio? Las preguntas se agolpaban en su mente a medida que avanzaban. El plan era rodear completamente la base enemiga y acercarse desde la retaguardia, hasta alcanzar el redil de los caballos.
El clamor de un amago de rescate llegó hasta ellos. Según el plan, un grupo de soldados imperiales habían abandonado la base, disparando flechas en dirección al campamento enemigo y fingiendo un rescate imposible. Cuando se vieran superados, volverían a la seguridad del cañón de piedra. Todo, para encubrir su fuga.

Se arrastraron sigilosamente durante un par de horas, esperando el momento de un descuido en la vigilancia de los bandidos para arañarle unos metros al desierto. Finalmente, lograron llegar a los corrales, en la retaguardia del campamento enemigo. Los caballos dormían atados a estacas, de espaldas a las tiendas. Con sumo cuidado, tomaron de las riendas un par de monturas y las tranquilizaron con suaves caricias en el cuello. Si los animales se asustaban, los delatarían con sus relinchos. Tosso y Zando se miraron. Había llegado el momento de la verdad.
Tras dejar abierta la puerta del redil, montaron y espolearon los caballos. Los animales salieron en estampida, asustados, dejando sin monturas a los bandidos. Cabalgaron frenéticamente en la oscuridad, avanzando al unísono, alejándose del campamento enemigo, aprovechando los preciosos segundos que tenían de ventaja.
Cuando estuvieron a una distancia prudencial, Zando detuvo su caballo ante la sorpresa de Tosso. Abrió entonces el pequeño paquete de Fíleas y encontró una carta y una bolsita de cuero. La carta era concisa y las instrucciones claras.
«Maldito seas Fíleas. Cualquier cosa menos esto» —pensó Zando.
De haber estado en presencia de su sargento, habría rebatido la orden con uñas y dientes, arriesgándose incluso a ser prendido por insubordinación. Pero estaba solo, y el destino de sus compañeros dependía de esas condenadas instrucciones.
En ese instante, unos gritos a su espalda le dieron a entender que habían sido descubiertos. Su galope, por tanto, no había pasado desapercibido. En unos instantes los bandidos recuperarían sus monturas y serían perseguidos.
«Aquí terminan mis esperanzas de desobedecer la orden. ¡Qué bien planeado lo tenías, Fíleas!» —pensó Zando con amargura.
—Hemos sido descubiertos, soldado. Ven aquí y sigue mis instrucciones —ordenó Zando.
Sus manos temblaron al tantear en el interior de la bolsita de piel.
Tosso acerco su caballo y esperó. Zando le hizo un gesto para que se acercara un poco más, y aprovechó el momento para golpear la frente de su compañero con una pequeña níode. El cuerpo de Tosso se sacudió presa de temblores, obligando a Zando a asir las riendas. Lentamente, la piedra atravesó la piel y se hundió en el cráneo sin dejar marcas. Al cabo de unos segundos, Tosso lo miraba con un extraño brillo violáceo en la mirada.
—Escúchame Tosso —comenzó Zando con la voz quebrada por la culpa—. Deberás fingir que escapas, pero harás lo posible por dejarte capturar. Cuando eso ocurra, dirás que tenías por misión pedir refuerzos. Cuando te pregunten si alguien más iba contigo, les dirás que estabas solo. ¿Entendido? Al dejar en libertad a muchas de sus monturas, no podrán descubrir que yo te acompañaba hasta el amanecer, cuando descubran mis huellas. Para entonces, no podrán alcanzarme.
—Sí, cabo —respondió Tosso en tono neutro, que parecía sentir indiferencia ante las órdenes.
—Te comportarás en todo momento como si la historia que vas a contar fuese real. Te mostrarás aterrorizado cuando te capturen. ¿Has entendido?
—Sí, cabo.
Zando dudó unos instantes. Las voces de los bandidos cada vez sonaban más cercanas.
—Quiero que sepas que todos te honraremos —dijo con el corazón roto—. Que toda la guarnición… —se detuvo al ver la mirada ausente de Tosso; no parecía importarle nada de cuanto le decía.
Lentamente, el brillo desapareció de sus ojos y estos recuperaron su aspecto normal. De inmediato, Tosso espoleó su caballo, ignorando a Zando. Se alejó trazando una diagonal que haría parecer que escapaba, pero lo expondría a la mirada de sus perseguidores.
Zando instigó a su caballo en dirección contraria. Ahora entendía porque habían elegido a Tosso para aquella misión: además de ser un soldado mediocre, no estaba casado ni tenía hijos. Era la elección lógica.
Al pensar en esos términos, no pudo evitar un aguijonazo de culpa.
—Tosso no es una elección lógica, es un soldado… ¡un condenado soldado! —gruñó de rabia—. Y yo he cumplido con mi jodido deber. He seguido el Código, y gracias a eso les voy a salvar la vida a todos. Cumplía órdenes, es así de simple, no hay más. No podía hacer otra cosa que obedecer…
Pero la letanía de excusas no aliviaba el peso de lo que acababa de hacer. El desierto a su alrededor se convirtió en una mancha borrosa. Cabalgaba en dirección al sur, espoleando cruelmente al caballo, escapando del horror de sus propios actos.
El terror y la culpa de lo que había hecho comenzó a apoderarse de él...


btemplates

0 Opiniones: