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Capítulo V de El Forjador de Almas: Redención.


Seguimos con Ognur en su convaleciente viaje por tierras del norte. Para los que me conocéis personalmente, he introducido un sutil homenaje a mi infancia en el capítulo... a ver quién lo descubre. Y en el próximo capítulo, un tal Zando hace acto de presencia. ¡Nos leemos!


CÁPITULO V
EL NACIMIENTO DE KELFOS

Los días se sucedieron sin que Sileas lograse que Ognur diera su brazo a torcer. Pese a los esfuerzos del trapero, su paciente se negaba a comer. Únicamente cuando el cansancio lo vencía, lograba administrarle algo de agua por la comisura de los labios. Poco a poco, el corpulento corpachón del úmbrico fue transformándose. Su descomunal musculatura se había consumido lentamente, pasando ahora por un hombre fibroso y alto, de complexión fuerte. Su cráneo, en cambio, había aumentado, equiparándose al de un hombre normal. Todo esto había pasado inadvertido ante los ojos de su protagonista, perdido en su deseo de morir, no así de su cuidador, que comenzaba a preguntarse hasta dónde alcanzaban los efectos del hechizo. 
La terca actitud de Ognur, lejos de afectar la determinación de Sileas, no hacía sino avivar aún más sus ganas de sanarlo. Para alguien de vida solitaria en los caminos, la presencia del úmbrico suponía un acontecimiento extraordinario, por no hablar del misterio que lo rodeaba. No, el trapero no iba a dejarlo morir sin presentar batalla. 
Una semana después de recuperar la consciencia, pernoctaron bajo las estrellas. Su ruta camino al oeste atravesaba un desierto páramo con escasos árboles, abandonados ya los bosques de Zorla. Era una noche especialmente fría, que amenazaba con una gran helada. Sileas alimentó el fuego y se dirigió hasta la carreta. 
—¿Seguro que no deseas bajar a compartir la cena conmigo? —insistió una vez más—. El fuego arde con fuerza, estarás mejor que aquí. 
Ognur no contestó. 
—¡Oh, vamos! ¿Hasta cuando vas a seguir así? Te lo he dicho mil veces, no debes morir, los espíritus de Cawldon están en tu interior por algún motivo. No puedes rendirte ahora. ¿Sabes? He estado pensando en ello. ¿Por qué iba un hechicero a esperar vuestro ataque sin hacer nada por defender a los aldeanos? Los ygartianos nunca hacen nada sin un motivo. Él te hizo esto por algo. Quizá haya una razón elevada que no acertamos a comprender. Hur sabe que no soy un hombre especialmente religioso, pero en momentos como éste deberías confiar tu vida a los dioses.

      —Hasta hace unos días no creía en más dios que Zatrán —atajó Ognur—. Si algo he aprendido de absorber los recuerdos de todos los aldeanos es que los dioses no existen. No confiaré mi vida a meras invenciones de los hombres.
      —Me alegra que te dignes a hablar conmigo, eso ya es un comienzo —agradeció Sileas—. En cuanto a eso de no creer en los dioses, hablas como algunos habitantes de la capital. ¿Qué te induce a creer eso?
      —Me educaron en la fe de Zatran, el dios todopoderoso de los úmbricos. Ellos ven a Hur y al resto de sus hijos como meras invenciones. Jamás me cuestioné la verdad de esas enseñanzas. Como todo mi pueblo, conocíamos la existencia de Yemulah y los demás dioses, pero nunca cuestionamos la veracidad de su existencia. Todo se reducía a una cosa: nosotros poseíamos la verdad absoluta y es resto estaban equivocados. Así de sencillo —Ognur casi sonrió ante la idea, pero enseguida ensombreció de nuevo la expresión—. ¡Qué disparatado me parece todo ahora! Dime Sileas, ¿crees en algún dios? 
      —Mis padres eran de Jalonia. Ellos me educaron en la fe de Ursus. Una vez cada década, viajo al templo a hacer una ofrenda. 
      —Y dime, ¿te consideras un hombre de mundo? 
      —He viajado por toda Urgia, sí. ¿A dónde quieres ir a parar? 
      —Has tenido a tu alcance estudiar la fe de otros pueblos, conocer de primera mano otras creencias, su base teológica…, y sin embargo, no lo has hecho. ¿Por qué?
      —Bueno, yo respeto las creencias de los demás, pero me inculcaron una fe y deseo permanecer fiel a ella. ¿Qué hay de malo en eso?
      —¿Que qué hay de malo dices? ¡Todo! —Ognur se incorporó con esfuerzo—. ¿Acaso la fe y las religiones no sirven para acercar al hombre a Dios? Si de verdad quisieras hallar la verdad te cuestionarías tu propia fe, beberías de otras fuentes, buscarías el motivo de que millones de almas consagren su vida a otras enseñanzas. No cometerías la arrogancia de creerte conocedor de la verdad absoluta. Piénsalo Sileas, el único motivo por el que eres fiel a tu dios es por que naciste en Jalonia. De haber nacido en Arendia ahora estarías rezando a Alhaman. Rezas a tu dios por una pura cuestión de azar. ¿Que confíe mi vida a los dioses dices? La noche en que atacamos la villa de Cawldon cada habitante rezó a su dios pidiendo un milagro que los salvase. 
      “Nadie obtuvo respuesta. 
      “Poseo recuerdos de fieles a cada uno de los siete dioses en mi interior, y ninguno de ellos me induce a pensar que se preocupen por nosotros o existan. Y aún en el caso de existir, su juicio es lo único que deseo. 
      Dicho esto, Ognur se tumbó nuevamente, dando por finalizada la conversación. Descorazonado, Sileas dudó unos instantes antes de darse por vencido. 
      —No niego que hayas cometido atrocidades, pero ahora ya no eres un asesino. No volverías a matar. ¿Para qué morir? —dijo para sí mismo mientras se retiraba. 
      «En eso te equivocas —pensó Ognur—. Mataría a todos y cada uno de los úmbricos hasta borrarlos de la faz de la tierra».
      
      Ognur soñó con la señora Elisset. 
      La anciana asesinada en la aldea de Cawldon estaba sentada junto a él. Se hallaban en una lujosa habitación, junto a un humeante juego de té. Ella lo miró con indulgencia mientras comenzaba a bordar. Cada vez que la aguja entraba y salía de la tela, Ognur la sentía entrar y salir en su propio antebrazo. El dolor, lacerante, aumentaba con cada nueva puntada, pero Ognur calló. No podía pedirle que parase: deseaba ser castigado. 
      Lentamente, un intrincado dibujo se fue dibujando con sangre, hasta completar un anagrama que Ognur reconoció: se trataba del dibujo realizado por el hechicero, cuando lo fulminó con su magia en la villa. El extraño símbolo comenzó a brillar y el úmbrico creyó enloquecer de dolor. Finalmente, la necesidad de librarse de aquella tortura pudo más que su culpa y comenzó a pedir perdón. Gritó desesperado hasta que la anciana levantó la vista y lo miró. Sus gentiles ojos lo observaron con indulgencia, casi con cariño. 
      —¡Para, por favor! —suplicó Ognur—. No puedo resistir más. 
      —Es curioso querido, según tengo entendido, estabas dispuesto a padecer tormento eterno por tus actos. ¿Tan pronto flaquea tu voluntad?
      —Yo… lo siento, lo siento tanto…
      —Vamos, vamos, ahora no hay nada que hacer. En cuanto al dolor, mira —dijo mostrando el bordado—, ¿ves? No es más que una simple paloma. No he sido yo la que ha causado tu desdicha.
      Ognur no entendía nada. Miró una vez más en dirección a su antebrazo. El símbolo seguía allí, torturándolo. 
      —¿Quién entonces? —gritó—. ¿El hechicero?
      —No veo ningún hechicero por aquí, querido. Quizá, si mirases tu mano, averiguarías quién es el culpable de tu dolor. 
      Ognur miró su mano libre: aferraba un cuchillo ensangrentado. 
      —¿Qué? —preguntó Ognur antes de que el cuchillo volase en dirección a su corazón. 
      
       Se despertó sobresaltado, con un fuerte dolor en el pecho. Angustiado aún por el sueño, el habitáculo de la carreta se le antojó opresivo, de modo que decidió salir al exterior. Logró incorporarse y avanzó con dificultad, encadenado como estaba. Paradójicamente, ahora llevaba los grilletes por ser peligroso para sí mismo, no porque Sileas lo considerase una amenaza para él. 
      Logró abrir la portezuela con dificultad y se quedó allí sentado, con los pies colgando. Las cadenas no daban más de sí, pero bastaría mitigar la opresión que sentía. Miró las estrellas y un escalofrío recorrió su cuerpo. La escarcha ya había cubierto la hierba que los rodeaba. A escasos metros, Sileas dormía hecho un ovillo junto a las ascuas del fuego. Sintió remordimientos al pensar que estaba durmiendo protegido de la helada mientras su benefactor pernoctaba a la intemperie. La culpa era un sentimiento que no había experimentado nunca hasta ahora en su vida. Quizá existiese un equilibrio en el universo. Tal vez por eso, ahora era incapaz de sentir nada excepto culpa. Lo invadía como un huracán, destrozándolo todo a su paso. Él estaba muerto por dentro. Sólo necesitaba que Sileas lo comprendiese. 
      Un brillo junto a la hoguera atrajo su atención. Fijó la vista y dedujo que debía ser el cuchillo del trapero. Pensó entonces en saltar y arrastrarse hasta allí. Quizá la argolla que sujetaba la cadena cediese con su peso. Si alcanzaba el cuchillo podría acabar con su vida. Sileas había sido muy cuidadoso retirando de la carreta cualquier cosa con la que pudiese causarse algún daño. 
      Suspirando, Ognur se introdujo de nuevo en la carreta. Seguramente despertaría a Sileas en su intento por arrastrarse hasta el cuchillo. Decidió que lo único que necesitaba era seguir como hasta ese momento. Pese a la recuperación casi total de sus heridas, no aguantaría mucho más sin comer. 
      Ognur pasó el resto de la noche despierto, temeroso de volver a dormir. Al amanecer, no obstante, el cansancio pudo con él y se sumió de nuevo en un profundo sueño.
      
      Despertó con la comisura de los labios húmeda, y enseguida paladeó el sabor dulzón de la primera leche de una cabra. Sabía que Sileas le había dado agua cuando dormía. Incluso sospechaba que usaba algún tipo de narcótico suave para que no despertase, pero era la primera vez que lo alimentaba. 
      La cortina se descorrió y Ognur pudo ver a Sileas pletórico. 
      —Bienvenido al mundo de los vivos —saludó—. Te di un poco de leche, espero que no te importe. 
      Ognur no respondió. 
      —Eso pensaba —continuó Sileas—. Pasamos cerca de una granja hace una hora. El propietario era un hueso duro de roer, pero finalmente logré venderle un par de herramientas y alguna tela. No me fue difícil enseñarle la mercancía, ahora que he rodeado el carro con todo lo que te hubiese sido de utilidad para… bueno, ya sabes, quitarte la vida. Me pagó algunos inus y el resto lo saldó en especias. Por cierto, necesito pedirte un favor. Hoy llegaremos a Trobol, un pequeño pueblo de agricultores. Necesito que te comportes aquí dentro. No sería bueno para el negocio… bueno, quiero decir que…
      —No quieres que te vean con un loco suicida, ¿no es eso?
      —Yo mismo no lo hubiese dicho mejor. 
      —Puedes estar tranquilo —convino Ognur—, me quedaré aquí, sin decir nada.
       Sileas canturreó el resto del viaje. Para él había sido una pequeña victoria darle algo de comer. Para Ognur, sin embargo, la reconfortante sensación de su estómago no era sino prolongar la agonía en que se había convertido su vida. 
      
      Ognur no se asomó a escudriñar el pueblo de Trobol. No sentía la más mínima curiosidad por relacionarse con nadie. Permaneció en silencio, inmóvil, mientras Sileas entraba y salía del carromato, transportando al exterior la mayor parte de las cajas. Cuando hubo finalizado, hizo sonar una pequeña campana para atraer la atención del público. Su perorata, fluida, encandiló a su público. Ognur oyó como vendía buena parte de sus mercancías. También oyó como cambiaba o compraba objetos. En general, era un buen comerciante. Lograba sacar un generoso margen de beneficios en sus tratos, aunque sin estafar a nadie. Cuando hubo terminado las transacciones de compraventa, animó al gentío a ponerse en sus manos de experto sanador. En general, no le pedían curas de mucha envergadura: sacar alguna que otra muela, comprarle ungüentos, diagnosticar dolencias más o menos comunes… En un momento dado, sin embargo, una madre le pidió que visitase a su hija enferma, según ella, muy grave. Sileas, solícito, la siguió, dejando solo a Ognur. 
      Pronto el gentío que rodeaba la carreta se disolvió, dejando nuevamente al úmbrico a solas con sus pensamientos. Ognur estaba sorprendido del alivio que había supuesto para él oír la frenética actividad llevada a cabo por Sileas. Se había dejado llevar por las conversaciones y los tratos, olvidándose por unas horas de su deseo enfermizo de acabar con su vida. Ahora, nuevamente a solas, los aciagos pensamientos volvieron con fuerzas renovadas. Terco, Ognur inspeccionó la carreta, ahora casi liberada por completo de su carga. 
      Fue entonces cuando las vio.
      Estaban detrás de un estante, ocultas hasta que Sileas había retirado una caja. Eran unas tijeras de costurera. Rápidamente, Ognur se incorporó, aferrándolas como un tesoro. Nervioso, se sentó nuevamente y respiró hondo. Su mano debía ser firme, su voluntad libre de dudas. Abrió las tijeras y colocó las puntas en su garganta. Un certero golpe bastaría para degollarse. En un par de minutos, estaría muerto, desangrado.
      Respiró una vez más y procedió a clavarlas, aunque apenas si penetraron en su piel. Delante de él estaba de nuevo la señora Elisset. Lo miraba como en su sueño, con reprobadora indulgencia. La mujer no dijo nada, pero Ognur recordó las palabras de su sueño: “Es curioso querido, según tengo entendido, estabas dispuesto a padecer tormento eterno por tus actos. ¿Tan pronto flaquea tu voluntad?”. 
      Ognur dudó. Durante unos preciosos instantes, el miedo a no soportar el tormento eterno pudo más que su deseo de morir.
      —Es falso, los dioses no existen, no habrá tormento eterno, solo el olvido, la nada —protestó. 
      En ese momento, Sileas entró en a la carreta. El fantasma de la anciana Elisset se disolvió al ser atravesado por el trapero. Éste, al percatarse de la situación, miró furioso a Ognur, con la cara enrojecida de cólera. 
      —Así que finalmente te vas a salir con la tuya —dijo Sileas—. Tu tenacidad ha podido ante mi descuido. Ya tienes el arma que necesitabas. Y nada de lo que diga te hará cambiar de opinión, ¿no es así?
      —Sí —Ognur sudaba copiosamente, con las puntas de las tijeras aún clavadas en su cuello. Dos finos hilos de sangre corrían a cada lado—. Nada me hará cambiar de opinión.
      —¿Ni siquiera la oportunidad de salvar una vida antes de morir? Has cometido muchas atrocidades, es hora de que comiences a equilibrar la balanza. 
      Una vez más, Ognur dudó. 
      —Se trata de una pequeña de no más de seis años —explicó Sileas—. Yace presa de fuertes dolores, y arde en fiebre. No tengo idea de cómo tratarla. 
      —Y pensaste que yo sí.
      —Recuerdo tus palabras, cuando me demostraste que tu historia era verdadera. Hablabas como un sanador de verdad. Quizá tú puedas ayudarme. 
      En efecto, Ognur poseía los recuerdos de un competente sanador. 
      —Yo… no creo que pueda —dudó Ognur. 
      —Intentarlo no te costará nada. ¡La niña puede morir! No dejes esta vida como un  cobarde. ¡Haz lo que debes!
      El norteño no pudo rebatir esos argumentos. No ayudar a la niña pudiendo hacerlo sería como añadir una víctima más a su cuenta. 
      —Maldito seas Sileas, maldito por obligarme a vivir. Trae a la niña, haré lo que esté en mi mano. 
      —Bien, ahora dame esas tijeras —pidió Sileas—. No deseamos que cambies de opinión. Eso es, ya está. Toma, tapa la herida de tu cuello con este pañuelo rojo, no deseamos asustar a la cría. Espérame sentado, la traeré en unos minutos. 
      Sileas salió como una exhalación, dejando solo a Ognur, que temblaba como una hoja. Acababa de perder su mejor oportunidad en días. La tensión de haberse visto al borde de la muerte para ceder una vez más lo había dejado agotado. La visión se le nubló por unos instantes. Estaba agotado y aturdido. Así no podría ayudar a nadie. Miró alrededor y localizó el odre con leche. Lo abrió y bebió copiosamente. 
      «Maldito seas por obligarme a vivir, Sileas», pensó nuevamente.
      
      Su compañero se presentó minutos después, jadeando. En sus brazos llevaba el cuerpo de una pequeña. La niña tenía una mueca de agonía en el rostro, solo superada por la de sus padres, que miraban impotentes el padecimiento de su pequeña. 
      —Este es… Kelfos —lo presentó Sileas—. Es un afamado médico de la capital. Está convaleciente tras una larga enfermedad, pero examinará a vuestra hija. 
      Sileas colocó a la niña junto a él. 
      —¿Cuáles son sus síntomas? —inquirió Ognur mientras la examinaba. La pequeña tenía fiebre. 
      —Hace una semana se quejó de molestias en un costado —explicó la madre, una menuda mujer morena de ojos verdes—. Desde entonces, cada día ha aumentado el dolor. La fiebre comenzó hace dos días y ha orinado sangre, es todo cuanto sabemos. 
      —Entiendo —Ognur la examinó con cuidado. Palpó la zona dolorida y se sintió esperanzado al comprobar que la pequeña no tenía el vientre duro. Cuando palpó la espalda, la niña gritó de dolor—. Parece que es el riñón. Aguardad un momento. Intentaré algo más. 
      Ognur había absorbido los recuerdos y vivencias de los habitantes de Cawldon, pero ignoraba si poseía sus dones. En el caso del sanador, éste poseía una notable habilidad con las artes de la hechicería. ¿Habría heredado él sus facultades extraordinarias? 
      Invocando la calma, Ognur cerró los ojos y abrió su ser al torrente azulado de energía mágica, tal y como recordaba haberlo hecho infinidad de veces. En ese momento no distinguía su propio ser del sanador. Ambas mentes eran una ahora. Lentamente, Ognur manipuló los flujos de energía en su interior, ordenándolos de acuerdo a unas fórmulas ancestrales. Cuando volvió a abrir los ojos, su visión se había transformado. El hechizo conocido como la visión divina había surtido efecto. Por lo visto, el úmbrico poseía tanto los dones, como los recuerdos de los espíritus de Cawldon. ¿Tendría Sileas razón? ¿Podrían dichos espíritus haber poseído su cuerpo? 
      La visión de la niña enferma lo devolvió a la realidad. Ahora no la percibía como un humano de carne y hueso, sino como pautas energéticas. Todo su ser resplandecía con el mismo tono azulado de la energía que lo recorría a él. Se trataba del Dahem, o energía de la vida. Era como ver a través de ella. Veía las arterias y las venas como prístinos ríos de vida que la recorrían, su corazón como una estrella cálida en su pecho, los pulmones, de un blanco intenso, refulgían con cada respiración…
      No le fue pues, difícil, dar con el problema. Lo percibió como una molesta y peligrosa mota roja alojada a medio camino entre el riñón izquierdo y la vejiga.  
      —Se trata de una pequeña piedra —dijo—. A veces se forman en los riñones. Al salir producen un dolor terrible, pero no suelen ser graves. Ésta, pese a no ser mayor que un grano de arroz, le está causando un gran trastorno. La sangre en la orina delata una pequeña herida, producida sin duda por el avance de la piedra. La infección que padece no es severa, se recuperará sin problemas. Ahora, dadme unos segundos. 
      Ognur puso su mano sobre el costado de la pequeña y enfocó sobre ella el Dahem. 
      —Puede que le duela durante unos segundos, sujetadla —pidió. 
      Sileas asió a la pequeña mientras tranquilizaba a los padres. 
      —Sabe lo que se hace —les explicó—, es todo un experto. 
      —¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Ognur. 
      —Rina —contestó la niña con la cara contraída de dolor―. No me hagas daño por favor ―suplicó.
      ―Soy un gran hechicero ―le explicó Ognur, tratando torpemente de tranquilizarla―. Mi magia te va a curar si te estás muy quieta. ¿Podrás hacer eso por mí, Rina? Pareces una niña muy valiente. 
      La niña asintió sin mucho convencimiento, pero consintió en dejar que Ognur pusiese sus grandes manos sobre su abdomen. Ognur se concentró y vio cómo sus manos emitían un fulgor blanco azulado que envolvía la pequeña piedra. Tras unos segundos, el Dahem enfocado sobre el cálculo lo había disuelto casi por completo, reduciéndolo a pequeña arenilla que fue arrastrada hasta la vejiga. 
      La niña se retorció mientras duró el proceso, pero enseguida emitió un suspiro de alivio; era evidente que había dejado de sentir dolor. 
      —¿Me has curado? Ya no me duele. 
      —Así es. Pronto podrás volver a jugar con tus amiguitos. 
      —¡Gracias! —dijo la pequeña echándosele al cuello—. El señor Sileas me había dicho que eras un hombre que daba miedo, que no dijese nada porque me ibas a ayudar. ¡Pero no me has dado miedo! —dijo orgullosa Rina—. Es sólo que eres muy grande y no tienes pelo —añadió riéndose.  
      Era cierto, desde que Sileas lo despiojase, tenía la cabeza rasurada al cero. 
      —Créeme, antes era más feo aún —respondió Ognur mientras esbozaba un amago de sonrisa. Súbitamente, la carreta comenzó a darle vueltas. Era evidente que el esfuerzo empleado en usar magia lo había terminado de agotar—. Es hora de volver con tus padres, ahora debo descansar, temo que yo también estoy enfermo. 
      —¡Pues cúrate a ti mismo! —dijo la niña alborozada—. Eres un médico muy bueno.
      —Ya has oído al sanador Kelfos —dijo Sileas—, es hora de volver a casa. Venid, os acompañaré. 
      Los padres de la pequeña aún tardaron unos minutos en despedirse de Ognur, deshaciéndose en palabras de agradecimiento. 
      Cuando finalmente volvió a quedarse a solas, cualquier atisbo de la personalidad del sanador había desaparecido. Ahora volvía a estar a solas con su culpa, aunque no pudo evitar un atisbo de satisfacción al pensar en la niña. Era la primera vez en toda su vida adulta que había ayudado desinteresadamente a alguien. 
      
      En vista de que su compañero de viaje no decía nada, Sileas decidió romper el silencio. 
      —No me había equivocado contigo —afirmó descorriendo la cortina. Habían abandonado Trobol hacía poco, y continuaban camino hacía el oeste, rumbo a Ilicia—. Ahora eres un buen tipo. 
      —No sé qué quieres decir —trató de defenderse Ognur, aunque sin mucha convicción. 
      —Vi como mirabas a esa niña. Se te iluminaron los ojos cuando la curaste. Un asesino no se habría sentido satisfecho al hacer algo así. 
      Ognur guardó silencio. Trataba desesperadamente de aclarar sus ideas. Era cierto que se sintió reconfortado cuando ayudó a la niña, pero su culpa abrumadora era como un dragón que lo incendiaba todo a su paso. 
      —¿Y qué si me sentí satisfecho al ayudarla? Eso no borra mi vida, mis actos pasados. No he cambiado de idea, merezco morir. 
      —Condenado mentecato, cabezota, desagradecido… —Sileas se volvió ofendido ante la terca actitud de Ognur. 
      Tras un tenso silencio, Ognur tomó la palabra por vez primera desde que se conocieran.
      —¿De dónde sacaste el nombre de Kelfos? —preguntó. Odiaba reconocerlo, pero se sentía mal por haber contrariado a Sileas.   
      —No es de tu incumbencia —replicó Sileas hoscamente.
      Ognur no insistió. 
      Continuaron viaje durante una hora, en silencio. Ognur, sintiéndose oprimido por el reducido espacio de la carreta, se arrastró hasta el fondo y se sentó para observar el bosque. Antes de que Sileas pudiese protestar, dio su palabra de que no saltaría; necesitaba respirar un poco de aire fresco, ver espacios abiertos. De repente, su habitáculo no bastaba. Hasta ese momento se había negado a sí mismo cualquier necesidad o satisfacción. No obstante, los acontecimientos del día lo empujaban a plantearse la conveniencia de sus intenciones. Había tenido en sus manos la ansiada oportunidad de morir, pero la había desperdiciado. ¿Era la visión de la anciana un síntoma de locura? ¿O acaso los espíritus atrapados en su interior habían comenzado a hablarle? 
      Un fugaz resplandor en la copa de un árbol atrajo su atención. Ognur había visto el reflejo de un objeto metálico. Nervioso, observó con atención. Enseguida vio otros detalles que delataban la presencia de alguien junto a ellos: ramas rotas en la linde del bosque, el piafar lejano de un caballo…
      —¡Sileas! —gritó—. Espolea el caballo, no estamos solos. 
      —¿Qué? —Sileas se volvió con el rostro demudado. 
      —¡Huye maldita sea! Estamos rodeados de bandidos —dijo introduciéndose en la carreta y cerrando la portezuela. 
      Sileas obedeció y chasqueó las riendas. Pronto, la carreta recorría el bosque a toda velocidad, perdiendo en su loca huída alguna de las mercancías sujetas a los laterales. El camino, surcado de charcos debidos a las lluvias primaverales, hacía tambalearse peligrosamente el vehículo. Sileas, asustado, volvió a preguntar:
      —¿Estás seguro de que nos siguen?
      Ognur no tuvo que contestar. El repiqueteo del galopar de un nutrido grupo de caballos comenzó a oírse a sus espaldas. Pronto, divisaron a una decena de jinetes que los perseguían al galope. 
      —¡Maldición, nos van a alcanzar! —dijo Ognur, que los veía cada vez más cerca—. Es inútil, estamos en desventaja. Será mejor parar la marcha, nos vamos a estrellar si seguimos así.
      Sileas estuvo de acuerdo, de modo que detuvo la carrera. 
      —Esto no habría pasado hace unos meses —protestó Sileas—. Los soldados mantenían a buen recaudo a los forajidos. No sé que ha pasado, pero hace meses que las tropas imperiales desaparecieron. Y no sólo en esta región. ¡Permanece en silencio, ya están aquí!
      En unos segundos, los bandidos los habían rodeado. El jefe, un hombre tuerto con la nariz aplastada, se dirigió hasta Sileas y le ordenó secamente que bajase. Se veía a las claras el disgusto de los bandidos por el intento de fuga. 
      —Te has atrevido a intentar escapar —dijo el matón desenfundando su espada—. Te cortaré en dos por esa afrenta. 
      —Mi buen señor, nada más lejos de la realidad —trató de excusarse Sileas. Hablaba en tono sumiso, inclinando la cabeza—. Este jamelgo del demonio —dijo señalado al caballo—, se ha vuelto loco de repente y ha perdido el control. Yo trataba desesperadamente de serenar al desbocado animal. Ha debido oler a un lobo, eso es todo.
      —¿Crees que me voy a creer esa patraña? —dijo el bandido blandiendo el arma. 
      —Jamás intentaría algo tan estúpido como huir de vos —mintió Sileas—. Como viajero, he sido atracado infinidad de veces, y siempre he sabido congraciarme con mis asaltantes. Es mejor mostrarse generoso —dijo sacudiendo la bolsa repleta de inus— y vivir para ser atracado otro día. 
      —Vivirás… por ahora —dijo el tuerto enfundando de nuevo su espada y tomando la bolsa—. ¿Es todo? 
      —Si, mi señor, ese es todo mi capital.
      —Vosotros —ordenó a dos de sus hombres—, registrad a fondo la carreta. Si escondes algo de valor —dijo mirando a Sileas—, te degollaré aquí mismo. 
      Sileas, aterrorizado, trató de ganar tiempo. 
      —Lamento contrariaros —dijo—, pero no debéis entrar en el carro. Soy médico y transporto a un enfermo. Su mal es muy contagioso. 
      Al oír eso, los soldados se alejaron, aprensivos. El jefe, en cambio, se quedó impasible, mirando con cara de pocos amigos a Sileas. 
      —¿Intentas engañarme de nuevo? —inquirió furioso—. ¡Rulo, Meco, mirad dentro! ¡Ahora!
      Por lo visto, el tuerto era, con mucho, peor que cualquier enfermedad; los bandidos obedecieron sin rechistar. Abrieron la parte trasera y se quedaron petrificados al ver a Ognur. Éste había tenido buen cuidado de cubrir la herida de su vientre: si debía pasar por un enfermo infeccioso, no podían ver sus cicatrices. 
      —Dice la verdad, Moor —informó Rulo—. Aquí hay un jodido enfermo. Está pálido como un espectro. 
      —¿Y dime mi buen doctor, cómo es que gozáis de tan buena salud en compañía tan peligrosa? —preguntó Moor el tuerto con desconfianza.
      —Bueno, mi señor, de todos es sabido que quien sobrevive a la peste no vuelve a contraerla —respondió Sileas.
      Al oír la palabra peste, los bandidos retrocedieron aún más. Esta vez, hasta el propio Moor hizo retroceder su montura. No obstante, su temor apenas duró unos segundos. 
      —¡Tulkiston! —llamó. Unos de sus hombres acudió presto—. ¿Este es el hombre que viste esta mañana en Trobol? 
      —Sí, Moor. Incluso introdujo a una niña enferma en el carro. 
      Sileas palideció. La emboscada no había sido fortuita. Uno de aquellos bandidos había observado sus movimientos durante toda la mañana. Por eso sabían que llevaba la bolsa llena… 
      …Y que la supuesta peste de Ognur era un farol. 
      —¿Crees que soy estúpido? —preguntó Moor iracundo—. Si ese condenado enfermo  tuviese algo contagioso no te hubieras atrevido a meterlo en una ciudad. Has vuelto a mentirme —dijo desenvainando su espada—. Ya sabes lo que eso significa.
      
      Ognur oyó las súplicas de Sileas hasta que se hizo el silencio. Impotente, sólo pudo imaginar lo sucedido en el exterior; el sonido característico al desenfundar una daga, el forcejeo que siguió a continuación y la exclamación de dolor de su compañero. Mientras todo esto sucedía, el úmbrico sacó fuerzas de flaqueza y tensó sus músculos tratando en vano de librarse de sus grilletes. Las muñecas le sangraron a causa del esfuerzo, pero todo fue inútil. Instantes después, un par de bandidos arrojaron el cuerpo del trapero por el portón de atrás. Síleas, con un tajo en el vientre, cayó sobre él. Su tez estaba lívida y de su herida manaba abundante sangre. Ognur se quitó la camisa y tapó la herida. 
      —Presiona fuerte —le dijo a Sileas—. Enseguida te curaré. 
      —¡No! —Sileas tomó su mano con fuerza—. He visto demasiadas heridas en mi vida como para saber que la mía es mortal. Ese canalla de Moor sabe dónde clavar una espada. ¡Toma! —dijo sacando de uno de sus bolsillos las llaves de sus grilletes—. Libérate y vive. 
      Ognur obedeció y se liberó. En el exterior se oían las órdenes de Moor: “¡Mirad bajo el pescante! —ordenaba a sus hombres—. Puede ocultar algo de valor. Después prended fuego al carro”.
      —¡Van a quemarnos vivos! —dijo Ognur—. Tenemos que salir. 
      Ognur comenzó a arrastrar a Sileas, pero éste lo aferró con fuerza. 
      —Déjame y huye —dijo—. Sé que vives por algo. Tú has perdido la fe, pero yo no. Debes salvarte. 
      —Maldita sea, Sileas, no es momento…
      —Promételo —dijo Sileas, obcecado—. Promete que no te quitarás la vida. 
      El carro comenzó a arder. Angustiado, Ognur hizo la promesa. 
      —Te doy mi palabra. No me quitaré la vida. ¡Ahora salgamos de aquí!
      Ognur arrastró a Sileas hasta el exterior. El trapero apenas conseguía mantenerse consciente. Ajeno a los bandidos, Ognur invocó la calma una vez más. Pronto, el Dahem lo recorrió. La energía azulada de la vida apenas era visible en el trapero: estaba casi muerto. Podía percibir la herida de Sileas como una matriz rota. Enfocó el Dahem una vez más y comenzó a reparar la matriz. Si se daba prisa, aún podría salvarlo. Casi lo había logrado cuando un golpe en su costado lo devolvió cruelmente a la realidad. 
      —¡No, ahora no! Casi lo había logrado —protestó encogido de dolor. 
      Uno de los bandidos le había asestado un puntapié y le apuntaba con su espada. 
      —Mira, Moor, pretenden escapar de las llamas. Creo que prefieren morir ensartados. 
      Ajeno a las palabras de su atacante, Ognur vio impotente como el último hálito de vida escapaba de Sileas: el trapero había muerto entre sus brazos. Con ternura infinita, tomó el cuerpo entre sus brazos y lo acunó. Ognur estaba destrozado. 
      El filo de una espada sobre cuello lo obligó a volverse. 
      —No preocupes, enseguida te reunirás con él —se reía el bandido. 
      —¿Reunirme dices? —Preguntó Ognur poniéndose en pie—. Creo que no. 
      Ognur agarró del cuello a su atacante y antes de que éste pudiese reaccionar, hundió sus dedos en la garganta y se la arrancó. El soldado, que no esperaba eso de un hombre con el aspecto de un moribundo, cayó de rodillas, ahogándose en su propia sangre. 
      Ognur, tomó la espada del rufián y miró al resto de los bandidos. Todo su ser estaba ahora alimentado por una fría cólera. De repente, todo el odio que sentía por sí mismo no era nada en comparación con los deseos de vengar la muerte de Sileas. Una vez más, uno de los espíritus de Cawldon acudió en su ayuda. A su mente acudieron los conocimientos de Fileas, el anciano que logró hacer frente a dos de los úmbricos. Veterano del ejército, había dedicado toda su vida al entrenamiento con la espada. 
      Y ahora, todos sus conocimientos y habilidades eran suyos. De repente, Ognur se sintió extrañamente ajeno a si mismo. El cansancio había desaparecido. Percibía la realidad de un modo diferente. Era como si toda su vida hubiese tenido una venda alrededor de los ojos, ocultándole parte del mundo. 
      Dos bandidos trataron de rodearlo, pero Ognur giró, anticipándose a sus movimientos. Un tajo amplio y circular bastó para acabar con los dos. Sin esperar a ser atacado de nuevo, se dirigió hacia el resto de los salteadores. La mitad de ellos aún estaban sobre sus monturas. Ni siquiera eso bastó. Ognur se movía a una velocidad sobrehumana, con movimientos mortales y fluidos. Cada arco trazado con su espada encontraba el cuerpo de un enemigo. Los torpes intentos de los bandidos ni siquiera se acercaron a su cuerpo. No necesitó más que un par de minutos para acabar con ocho de ellos, incluido Moor, el jefe. Los dos supervivientes huyeron aterrorizados. 
      Ognur permaneció en pie, en ese extraño estado de trance, mirando alrededor. Finalmente, volvió a la realidad, y con ésta, volvieron el cansancio y el dolor. 
      Apenas pudo arrastrarse hasta el cuerpo de Sileas antes de perder el conocimiento. 
      
      Despertó bien entrada la noche. 
      La carreta había sido reducida a cenizas, presa de las llamas, al igual que la mayor parte de los enseres de Sileas. Afortunadamente, los bandidos habían hecho buen acopio de los víveres, así como de los objetos de valor. Todo yacía por el suelo, desparramado entre los cuerpos de los forajidos. Ognur se  sentía hambriento y débil, pero decidió que antes de hacer nada para sí mismo, le debía algo a su amigo. 
      Arrastró el cuerpo de Sileas con dificultad hasta un claro del bosque y comenzó a buscar ramas por los alrededores. Los jaloneses quemaban a sus muertos, y Ognur le daría a Sileas un entierro digno. Tardó unas tres horas en encontrar la suficiente madera para cubrir el cuerpo y levantar una pira de un metro de alto. No le fue difícil encenderla con los rescoldos aún humeantes de la carreta. Ognur permaneció de pie observando como Sileas era reducido a cenizas. Pensó entonces en su promesa: le había jurado que no se mataría. 
      —Cumpliré mi palabra, Sileas —dijo—. No me quitaré la vida. Has vencido, maldito terco, al final conseguiste que viviera —añadió rompiendo a llorar. 
      Finalmente, sintiéndose agotado hasta la extenuación, volvió hasta la zona de la masacre y buscó algo de comida. Recordando lo que había sucedido, examinó los recuerdos de Fileas tratando de hallar una explicación a su capacidad sobrehumana de combate, pero no encontró nada. 
      «Quizá los dioses si tengan algo reservado para mí, después de todo» pensó.
      Sin comprender bien por qué motivo, Ognur cayó en la cuenta de que no había salido de la carreta desde que Sileas lo encontrase moribundo en Cawldon. El hombre que había entrado en aquel carro distaba mucho de ser el que ahora contemplaba los restos. Si debía vivir, necesitaba renunciar a todo cuanto le recordase su antigua vida. Todo en él había cambiado: su cuerpo, su voz, su rostro… 
      Todo excepto el nombre. 
      Sileas lo había llamado Kelfos. Así pues, ese sería su nombre a partir de entonces.  
      Para el mundo, Ognur había dejado de existir. 

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2 Opiniones:

kzulu dijo...

¿Te refieres al nombre del pueblo?

La intriga va en aumento :)

Fernando G. Caba dijo...

¡Bingo! Me refería a El Trobal, el pueblecito de las marismas donde pasé mi infancia.