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Capítulo II de El Forjador de Almas: Redención.


Un nuevo capítulo, esta vez reencontrándonos con viejos conocidos. Espero vuestras impresiones. 


CAPÍTULO II
PROBLEMAS EN LA CORTE

Brodim cerró de un portazo la puerta de la Cámara Senatorial. Su humor, ya aciago los últimos días, no estaba como para soportar las continuas desavenencias entre los senadores. De haber permanecido en su interior un minuto más, probablemente hubiese perdido los papeles. 
      Ante él se extendían los vastos pasillos circulares que comunicaban las diferentes estancias del edificio gubernamental. Las dimensiones allí no parecían construidas en una escala acorde al tamaño de los hombres y, pese a la anchura desmedida del pasaje que tenía ante él, la gran altura a la que estaba situado el techo hacía que la galería se percibiese como estilizada en sus formas. A su izquierda, unos tragaluces verticales rematados en arcos ojivales dejaban pasar haces de luz inclinada por todo el recinto. A su derecha, en cambio, grandes portones decorados con relieves se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Cuadrados en perfecta formación, su guardia de élite, los dragones blancos, aguardaban pacientemente. Inmediatamente, lo rodearon con diligencia.
      Contrariado, comenzó a caminar sin rumbo por los largos corredores del Senado. Amante del silencio y la discreción, el estrépito formado por sus escoltas sacaba de sus casillas a Brodim. En los tres meses que llevaba ejerciendo como emperador regente, apenas había podido librarse de ellos. Eran el recordatorio constante de su posición en el gobierno. Lejos quedaban ya los días en que su cargo como ministro de Comercio le permitía ir y venir a su antojo, libre de aquellos celosos escoltas. Aficionado a cruzar el umbral de la ilegalidad y a moverse al margen de la ley para resolver muchas de sus antiguas obligaciones —Brodim se había echado sobre sus hombros mucho más que su cargo como senador y ministro—, ahora se sentía vigilado y cuestionado. Irónicamente, se suponía que era el hombre más poderoso de todo el Imperio. Pero era un poder efímero, no deseado, y carente de validez para tomar decisiones permanentes. Como bien le recordaban a menudo el resto de senadores, su regencia se reducía a conducir con ecuanimidad la elección del nuevo emperador. 

      Pese a todo, no se daba por rendido. Si bien no podía influir abiertamente en la elección del nuevo emperador, aún podía influir en temas más necesarios y peligrosos para la cohesión del Imperio. Su antigua red de contactos le permitía actuar en el anonimato, al margen de los cauces legales. Hur sabría perdonar esas pequeñas trampas en pos de un bien mayor. 
Hastiado, se dirigió a un pequeño balcón del edificio. Aquel era uno de los pocos lugares donde aún podía disfrutar de algo de soledad. Con un brusco ademán, le hizo entender a sus escoltas que deseaba estar solo. Así, se introdujo en el balcón cerrando la puerta en sus narices. Inmediatamente, su guardia se dividió en tres grupos: cuatro aguardaron al otro lado de la puerta, y dos grupos de tres se situaron en sendos balcones, a su izquierda y derecha, oteando los alrededores del Senado con fiera expresión. 
Brodim miro la ciudad, abatido. Una nevada tardía había blanqueado la urbe, cubriéndola con un níveo manto. Lejos del ajetreado laberinto del mercado, la Avenida Gubernamental era un lugar poco frecuentado a esas horas de la mañana. El ambiente, pues, irradiaba una paz que mitigaba en cierta medida su desazón. Lejos parecían quedar las amenazas, las disputas, la sombra de la guerra... Ante él se mostraba una bella ciudad, dispuesta a despertar a la primavera en ciernes. Un lugar donde poder vivir en paz.
      Las nubes se abrieron y unos rayos de sol iluminaron los tejados, atravesando jirones de niebla que se resistían a desaparecer. La luz matutina calentó las viejas manos del anciano, reconfortándolo. 
Mas su descanso no duró mucho; unos golpes a su espalda lo devolvieron bruscamente a la realidad.  
—¡Deseo estar solo, tan difícil es de entender! —protestó a viva voz—. Marchaos de una condenada vez. 
Ignorando su orden, la puerta se entreabrió. Justo cuando Brodim se disponía a maldecir, una voz familiar lo hizo cambiar de parecer. 
—¿Así es como recibís a vuestro más fiel servidor? —dijo Dolmur asomando el rostro con fingido temor. 
—¡Dolmur, muchacho! —exclamó Brodim con el semblante iluminado—. Entra, vamos, no te quedes ahí parado.
—¿Lo habéis oído, dragones? —dijo Dolmur dirigiéndose a la celosa escolta—. Ha dicho que puedo pasar, ya os lo decía yo.  A ver si aprendéis a relajaros. Una vez conocí a un tipo como vosotros, un tal Zando. Gracias a mí abandonó su marcial tirantez y ahora es granjero, deberíais aprender algo de él. 
Brodim no pudo evitar sonreír. 
—¡Ah, mi buen Dolmur! —saludó palmeándolo afectuosamente—. Veo que al menos uno de los dos no ha perdido el buen humor. 
      —¿Perder el buen talante? ¡Eso jamás! —afirmó Dolmur sonriendo—. No como vos, que parecéis una sombra del Brodim que conocí. Cada vez que nos encontramos, os encuentro algo más decaído, si me permitís la apreciación. 
      —Y no te falta razón, por más que odie admitirlo —reconoció el anciano—. Me temo que la carga que Zando puso sobre mis hombros es demasiado pesada. Nunca debió nombrarme emperador regente. 
      —Sobre eso deseaba preguntaros. ¿Cómo es que aún ostentáis el cargo?
      —Esos condenados burócratas, no sólo no han nombrado al nuevo emperador, sino que no hay visos de que vayan a hacerlo en un futuro inmediato —informó Brodím con pesar.
      —¿En qué demonios están pensando? —exclamó Dolmur sorprendido—. Se suponía que vuestro cargo era temporal; no debía durar más que un par de semanas.
      —Así era —reconoció Brodim suspirando—, mas me temo que las éclades continúan enfrascadas en su particular lucha de poder. No logran ponerse de acuerdo, y para nombrar al nuevo emperador, debe existir unanimidad. Sin pretenderlo, he dado alas a sus ansias de poder. 
      —¿Cómo? ¿Qué queréis decir? Vos no podéis ser el responsable de la demora. 
      —Me explicaré… Como bien sabes, el cargo de emperador es vitalicio, de modo que cuando muere nuestro venerado líder, el Senado se reúne para nombrar al sucesor. Por norma general, esto da a los senadores la oportunidad de dirimir sus disputas y pulsos de poder con mucha antelación. 
      —¿Queréis decir que en cuanto la salud del emperador flaquea lo más mínimo, los senadores comienzan a buscarle sucesor? —inquirió Dolmur—. Eso es un poco morboso hasta para un político. 
      —Así es, pero no deja de ser un hecho. A veces, las reuniones extra oficiales y las luchas de poder se desarrollan durante años —Brodim negaba con la cabeza al hablar, manifestando inconscientemente su rechazo—. En cualquier caso, a la muerte del emperador, el Senado dispone de dos semanas para nombrar al sucesor. De no cumplir con su cometido en el plazo previsto, la Cámara sería disuelta y los senadores perderían su cargo en beneficio de otros. 
      —Imagino que en toda la historia de Hurgia, nunca se habrá llegado a ese extremo, ¿me equivoco? 
      —En absoluto. Desgraciadamente, en esta ocasión se han dado dos factores únicos: por un lado, Golo es un hombre de mediana edad, y nadie esperaba su caída en desgracia, de modo que las intrigas para elegir a su sucesor, ni siquiera habían comenzado cuando fue destituido. 
      —Entiendo, los senadores se han visto obligados a tomar partido sin haber tenido tiempo de estudiar a posibles candidatos —dijo Dolmur—. ¿Y el segundo factor?
      —En esta ocasión, no tienen un plazo de dos semanas, puesto que nuestro buen Zando se ocupó de nombrarme a mí como regente. Tienen todo el tiempo del mundo. ¡Diantre, llevan ya tres largos meses debatiendo día y noche!
      —¿Tan peliagudo es el asunto?
      —No te haces una idea. El comportamiento de Golo, llevando al Imperio a la ruina, ha removido conciencias: nadie desea repetir tan funesta elección. Así, las cinco éclades de primer orden están divididas en dos grupos antagonistas, cada uno con su propio candidato. Las diez de segundo orden, están más fraccionadas aún: unas apoyan a alguna de las dos facciones ya mencionadas, y las restantes, han formado coalición con la mayor parte de la veintena de éclades de tercer orden para respaldar a un nuevo candidato. 
      —Me he perdido… —admitió Dolmur.
      —Pues eso es ahora que sólo quedan tres candidatos. Hace un mes eran cinco. 
      —No lo entiendo, ¿tan inadecuados son los aspirantes? 
      —No se trata de que sean mejores o peores —explicó Brodim arrojando la nieve del alfeizar —, tratándose de política, siempre hay intereses ocultos. Los senadores menos poderosos, o lo que es lo mismo, los de las éclades inferiores, intentan usar su mayoría para forzar la ascensión al poder de su candidato. De este modo, el interesado les devuelve el favor ascendiendo su estatus de senadores de tercera, a senadores de primera. 
      —Con el consiguiente aumento de sueldo y propiedades —terció Dolmur—. Ahora comienzo a entender todo este embrollo. 
      —Los de primer orden, en cambio, luchan por imponer a su hombre sobornando a veces con cantidades astronómicas a sus colegas de rango inferior. Éstos, la mayor parte de las veces, dan su voto en función del beneficio obtenido, independientemente de quien se trate. 
      —Y claro está, así es como emperadores de la calaña de Golo llegan al poder. 
      —Tú lo has dicho. 
      Al hablar, los ojos de Brodim traslucían una falta de vitalidad que iba mucho más allá del mero cansancio. Casi podría decirse que brillaban con el fulgor del miedo. Dolmur debió percibirlo cuando le preguntó:
      —No creo que las disputas políticas os hayan agriado el humor de ese modo —dijo apoyando su mano en el hombro de su anciano amigo—. Pese a lo singular de la situación, lleváis toda la vida aguantándolos. ¡Demonios, incluso sois uno de ellos! —bromeó—. ¿Qué es lo que realmente os preocupa? 
      —¿Tan transparente resulto? Debo estar perdiendo facultades. 
      Brodim miró seriamente a Dolmur, dudando si debía proseguir con su explicación. No se trataba de una cuestión de confianza, pues sabía que aquel joven idealista y alocado jamás lo traicionaría. Por el contrario, dudaba si debía echar sobre sus hombros la pesada carga que lo oprimía. 
      En cualquier caso, el rostro de Dolmur dejó entrever una sombra de desilusión al sentirse cuestionado. 
      —Está bien, te lo diré —se apresuró Brodim al ver la reacción del joven. Lo último que deseaba era contrariar a tan fiel aliado—. ¿Recuerdas lo sucedido tras la fuga de Golo?
      —¿Cómo iba a olvidarlo? Ese condenado rufián dejó tras de sí un millar de cadáveres. Desde entonces, nadie ha vuelto a saber de él.
      —En efecto, esa es la versión oficial —Brodim bajó el tono de voz antes de añadir—. Lo que pocos saben es que junto a él se fugaron las tres cuartas partes del ejército hurgiano.
      El rostro de Dolmur palideció. 
      —Ven, acompaña a este viejo cansado a un lugar más confortable —dijo Brodim tomando del brazo a Dolmur—, seguiremos esta conversación lejos de oídos indiscretos —añadió en voz más baja, señalando a su guardia con la mirada. 
      Una vez en el edificio, caminaron por las amplías galerías de mármol, dirigiéndose hacia los pisos inferiores. Pronto, los grandes corredores dieron paso a sinuosos pasajes tenuemente iluminados, donde el numeroso grupo de escoltas obligaba a apartarse a los asustados funcionarios que les salían al paso. La piedra pulida surcada de betas e iluminada con la luz de ventanales traslúcidos y ambarinos, dio paso al áspero tacto del granito y la danzante luz de los candiles. Tras la vuelta de una esquina dieron con un amplio vestíbulo donde Brodim ordenó a su escolta aguardar. 
      —Entremos aquí —señaló Brodim a Dolmur mientras giraba la llave de una antigua y pesada puerta. 
      Al otro lado del umbral, un pequeño despacho lleno de papeles enrollados en estantes los aguardaba. La única luz de la estancia provenía de una pequeña lámpara de aceite. Brodim cerró la puerta con llave ante el estupor de Dolmur. 
      —¿Os permiten hacer eso? —preguntó el joven—. Tenía entendido que los dragones únicamente os abandonaban en la Cámara Senatorial y en vuestro dormitorio. 
      —Bueno, así era. Me ha costado convencerlos, pero dado que este despacho no tiene ventanas y está rodeado de sólidos muros, me permiten encerrarme aquí cuando necesito algo de intimidad. Después de todo, ¿a dónde podría ir? —preguntó guiñando un ojo.
      Después, tanteó la superficie de la pared del fondo, la única libre de estantes. Un chasquido sordo precedió al suave movimiento de un grupo de piedras que Dolmur hubiera jurado firmemente unidas a las adyacentes.
      —¿Sorprendido? —Brodim sonrió por primera vez en días ante la cara de pasmo de Dolmur—. Es como en los cuentos, un pasadizo secreto... Ven, sigamos.
      Dolmur obedeció sin rechistar y avanzó por un corredor estrecho que ascendía con una leve inclinación. De cuando en cuando, el pasaje se bifurcaba o cruzaba con otros pasillos de aspecto similar. Pese a tratar de ver qué había más allá, Dolmur no pudo distinguir más que oscuridad. Finalmente, tras avanzar unos doscientos metros, la galería desembocó en una amplia cámara de techo abovedado. Una gran mesa presidía el centro, rodeada de aparatosos butacones. Al fondo, un veterano celador azuzaba el fuego de una chimenea que mantenía la temperatura en óptimas condiciones. Al verlos, tomó dos tazas y una tetera puesta al fuego y vertió sobre el agua hirviendo unas hojas maceradas. 
      —No os esperaba hoy, emperador Brodim —se disculpó—. De haberlo sabido, la infusión estaría preparada. 
      —No te preocupes mi buen Filio, la decisión de venir ha sido improvisada. Puedes retirarte, yo mismo terminaré de preparar la infusión —le dijo Brodim.
      El sirviente se retiró inclinando respetuosamente la cabeza, dejándolos a solas en la gran sala. 
      —Ven, tomemos asiento —dijo Brodim señalando los butacones. Antes de dirigirse al suyo, retiró la tetera del fuego, tomó las dos tazas y las colocó sobre la mesa—, pese a su aspecto amenazador, son bastante cómodos —bromeó dejándose caer en uno de ellos—. A ver... parecen frambuesas mezcladas con un toque de canela —opinó Brodim—. Espero que sean de tu agrado —le ofreció.
      —A decir verdad, no me apetece en este momento. ¿Vais a decirme de una vez qué es este condenado lugar? 
       —Bienvenido a la Cámara de Crisis —señaló Brodim girando el brazo—. Guarda silencio unos instantes y dime qué oyes.
      Dolmur escuchó atentamente y enseguida percibió el murmullo de unas voces sobre ellos, en el techo. 
      —Se oyen voces, parece casi como una discusión —contestó.
      —Así es. Nos hallamos bajo la Cámara Senatorial. Eso que oyes es la acalorada discusión de los senadores tratando de nombrar al nuevo emperador. 
      —Sorprendente. Decidme, ¿qué utilidad tiene esta sala? ¿Quiénes hacen uso de ella? 
      —La utilidad es muy simple. En la historia de Hurgia ha habido momentos realmente peligrosos para la continuidad del Imperio. Momentos en los que era necesario tomar decisiones rápidas. Decisiones desesperadas, si me permites la expresión. En estos momentos, el Senado supone un duro lastre. Sus mecanismos para la resolución de leyes aseguran el consenso y la ecuanimidad, pero no resultan eficaces en tiempos de guerra. Para momentos así, se creó este lugar. Observa, ¿ves el número de asientos? 
      —Mmm… hay diez en total, uno de ellos un poco más ostentoso que el resto. Imagino que ese es del emperador —dedujo Dolmur—. En cuanto al resto, supongo que cinco de ellos corresponden a los cinco ministerios. 
      Brodim asintió, satisfecho. 
      —Y restan cuatro… Dado que se trata de un lugar para tratar crisis, deduzco que los asientos restantes pertenecen a los cuatro Generales Supremos. Sí, definitivamente, esa sería mi elección. 
      —Sigues tan perspicaz como de costumbre, mi buen Dolmur. 
      —¿Y quienes conocen la existencia de la Cámara de Crisis? No creo que traigáis aquí a vuestras amistades para ofrecerles té —preguntó Dolmur súbitamente serio. 
      —Has dado en el clavo una vez más. Haberte traído aquí implica responsabilidad y peligro, joven amigo —Brodim sorbió un trago de té sin apartar los ojos de Dolmur. Después lo miró severamente antes de añadir—. Aún te permitiría echarte atrás. Podrías irte de aquí, darme tu palabra de que jamás hablarías de la existencia de este lugar, y volver a tus actuales obligaciones burocráticas. 
      Brodim dejó unos segundos para que Dolmur asimilase lo que acababa de oír. 
      —Si decides seguir adelante y ayudarme —prosiguió—, debes saber que no habrá marcha atrás. Será peligroso y estarás solo. Tú decides. 
      Dolmur se levantó y se dirigió hacia la chimenea. Allí se apoyó en el filo tallado en madera, con la mirada perdida en las llamas. Tras unos segundos, comenzó a reír ante el asombro del anciano. Al ver la cara de Brodim, Dolmur se apresuró a decir:
      —Calmaos, no me he vuelto loco. Os explicaré mi buen humor: cuando hace unos minutos os abordé en el balcón, no venía a haceros una visita de compromiso. Yemulah sabe que mis obligaciones como consejero reclaman todo mi tiempo, y más desde que delegasteis los deberes menores de vuestra regencia sobre mí. Mi vida estos tres meses ha sido un suplicio de reuniones, firmas de documentos y toma de decisiones menores. Jamás pensé que el poder resultase tan insoportablemente aburrido. Nadie piensa que éste venga de la mano de tantas y tan variadas responsabilidades —Dolmur, fiel a su costumbre, gesticulaba vivamente al hablar, encogiendo sus hombros al mencionar sus tareas—. ¿Recordáis a Zando? Pronto hará un año desde que cayera en desgracia, iniciando así la cadena de acontecimientos que nos condujeron a todos hasta esta situación. No sé vos, pero con el tiempo, yo he llegado a echar de menos aquellos días. ¿Recordáis cómo urdimos el plan para presionar al Senado y obligar a Golo a aceptar el desafío de Zando? —Brodim sonrió al escuchar las palabras de Dolmur. También él recordaba con cariño aquellos días—. ¿Y la aldea? ¿Recordáis los duelos? El mar de gente que acudió a presenciarlos, el fervor popular… Cada día, se decidía allí el destino del Imperio. ¡Qué digo del Imperio, de nosotros mismos! La vida de todos nosotros pendió de un hilo. Recuerdo que cuando todo aquello terminó, me juré a mi mismo vivir una vida lo más acomodada posible el resto de mis días, entregado a placeres sosegados y decadentes. 
      —Pero lo echas de menos, ¿no es eso? —inquirió Brodim.
      —Hur me maldiga por mi estupidez, pero así es. Aquellos fueron los peores días de mi vida, pero también los mejores, si es que tal cosa es posible. Echo de menos sentir que podía marcar la diferencia. Ahora, en cambio, mi vida es tan monótona que a veces creo no poder soportarlo. 
      —Diantre chico, podías habérmelo dicho. Nadie te obligaba a…
      —No —lo interrumpió Dolmur—. Os equivocáis. La promesa que le hice a Zando me obliga. Le aseguré que cuidaría de vos. Y si pudriéndome rodeado de burocracia os ayudo, que así sea. 
      —Entiendo.
      —Hace un momento me dijisteis que podría irme, volver a mis obligaciones burocráticas, o quedarme y hacer algo que realmente sirva para ayudaros. ¿Entendéis ahora mi risa? Sin saberlo, habéis resuelto mi dilema. ¡Claro que estoy dispuesto a ayudaros!
      —¿Y el peligro? 
      —Creedme, estoy más que dispuesto a arriesgarme. 
      —En tal caso, siéntate y escucha. 

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2 Opiniones:

kzulu dijo...

Aumenta el interés.

Algunas expresiones me suenan raras, pero para gustos colores.

Fernando G. Caba dijo...

Si te suenan raras, no dudes en señalarlo. Para eso está el blog.