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Capítulo III de El Forjador de Almas: Redención.


Continuación directa del capítulo anterior, con más revelaciones y misterios. Aprovecho la ocasión para comenzar a dar las primeras pinceladas sobre el pasado de Dolmur. A lo largo del tomo, iremos conociendo los detalles de su pasado y nos encontraremos con más de una sorpresa.




CAPÍTULO III
LA MISIÓN DE DOLMUR


Pese a estar solos en la sala, Brodim acercó su rostro al de Dolmur antes de empezar con su explicación. La teatralidad del gesto incomodó al joven, que se preguntó qué podía ser tan terrible. 
      —Hace unos minutos te dije que las tres cuartas partes del ejército hurgiano habían desaparecido tras la fuga de Golo —comenzó—. Debes saber que éste es un hecho del que muy pocos tienen constancia en el Imperio. Si llegase a oídos de los Siete Reinos, estallaría la guerra de inmediato. 
      —Tenéis mi palabra, no diré nada, pero ¿cómo ha podido pasar algo así? ¿Y cómo demonios lo habéis ocultado? Estamos hablando de cientos de miles de hombres.
      —La explicación de cómo ha pasado es muy sencilla, a fin de cuentas. ¿Recuerdas lo que hizo Golo durante los duelos? Fue sustituyendo a los mandos de la rama verde del ejército por formidables guerreros sin formación académica o militar, con el fin de asegurarse la derrota de Zando. 
      —Lo recuerdo, sí —corroboró Dolmur—. Pese a las protestas, no pudimos impedírselo. Retiró de su puesto a hombres que llevaban toda una vida de leal servicio y puso en su lugar a expertos luchadores. Todo con tal de vencer. 
      —Nuestras quejas no sirvieron de nada, porque la potestad de nombrar a los mandos del ejército recae únicamente en la cabeza viva del Imperio Húrgico: el emperador —explicó Brodim—. Pero aquellos no fueron los únicos cambios que Golo realizó. En un alarde de previsión, y temiendo que llegase a pasar lo impensable, sustituyó, no sólo a los tres generales supremos de las otras ramas del ejército, sino a casi todos los altos rangos que servían bajo su mando. Nos consta, asimismo, que cualquier opositor a la causa de Golo fue ajusticiado de manera fulminante y discreta. Como bien sabes, la identidad de los generales supremos es únicamente conocida por el emperador, de modo que no sabemos qué fue de los auténticos generales, pero sí que Golo los suplantó por hombres leales a su causa. De este modo, se aseguró el medio de conservar el poder si no resultaba vencedor en los duelos, como así fue. En una maniobra sin precedentes, una fuerza muy superior al millar de verdes que escoltaban a Golo, los sorprendió y masacró sin piedad, liberando al tirano. 

      Dolmur palideció al oír la historia de Brodim. Poco a poco, se daba cuenta de las implicaciones de la fuga. Nervioso, se levantó del asiento y comenzó a andar por la habitación con la mirada perdida.
      —¿Me estáis diciendo que Golo está libre y rodeado por la mayor fuerza militar conocida? —acertó a preguntar. 
      —Eso me temo. 
      —¡Pero eso es terrible! Sin el ejército, la incómoda paz reinante en Hurgia se vendrá abajo. ¡Estallaran motines y rebeliones por doquier! Los Siete Reinos clamarán por su independencia. 
      De repente, Dolmur se detuvo en seco.
      —Un momento —dijo al fin—. Decís que Golo posee el mando de las tres cuartas partes del ejército —Brodim asintió a la pregunta implícita—.  Entonces, ¿por qué razón se dejó capturar en primer término? ¿No hubiese sido mucho más sencillo arrasar Roca Veteada y acabar con Zando y su rebelión sin más?
      —Pensaba que estarías más versado en las artes de la política a estas alturas, mi joven amigo —repuso el anciano—. Recuerda que fuiste tú quien orquestó la campaña para darle notoriedad a los duelos. Golo no podía oponerse abiertamente a aceptar el desafío. Por otro lado, tampoco tenía necesidad de ello. ¿Quién hubiese imaginado que Zando vencería? No, debió de orquestar ese último movimiento al final, como seguro por si sucedía lo peor.  
      —Sí, es lógico —concedió Dolmur—, pero de eso hace ya tres largos meses y aún no ha sucedido nada. ¿Cómo es posible?  
      —Para esa pregunta no tengo respuesta —admitió Brodim—. A decir verdad, no todo el ejército desapareció a la vez. Ha sido más bien un proceso lento y premeditado. Los campamentos más lejanos han sido los últimos en caer. De repente, durante la noche, se esfumaban las guarniciones sin dejar rastro, dejando desiertos los fortines. La rama verde, fiel al Imperio y a Zando, ha hecho lo que ha podido, dispersando a los cuatro vientos a sus unidades y tratando de realizar un cometido que los supera con creces. 
      —Pero eso es una locura, si Golo ataca no tendremos medios para defendernos. 
      —Exacto, pero… ¿qué otra cosa podemos hacer? La fuga del ejército ha sido discreta en extremo, lo que nos ha favorecido —explicó Brodim—. La población desconoce lo sucedido… de momento. He dispersado espías por toda Hurgia con el fin de dar con la localización de Golo y sus tropas pero, hasta ahora, sin resultado. No entiendo cómo pueden ocultarse miles de hombres sin dar la más mínima señal de vida. Sea cual sea el plan de nuestros enemigos, se están tomando muchas molestias por pasar desapercibidos. 
      —Mientras desconozcamos el paradero de Golo y sus planes, sólo nos queda anticiparnos a él. Es prioritario dar con su guarida —dijo Dolmur—. Decidme, ¿Cuál va a ser mi papel en todo esto? Quiero ayudar a detener a ese rufián.
      —Y lo harás, te lo garantizo —aseguró Brodim—. Por el momento, continuarás desempeñando tus funciones actuales mientras busco a alguien para sustituirte. En cuanto sepa algo, me pondré en contacto contigo. Enviaré a Filio con un sobre lacrado con mis instrucciones. No aceptes nada de cualquier otro. Varios de mis hombres de confianza han sido asesinados. Temo que Golo aún tiene leales en la Torre Imperial ¿Lo has entendido?
      Dolmur asintió, impresionado. Saber que su vida corría peligro por el mero hecho de ayudar a Brodim lo había asustado más de lo que estaba dispuesto a admitir. El paso que había dado no tenía marcha atrás. Le gustase o no, su vida había vuelto a complicarse. 
      «Maldición —pensó—, para considerarme un amante de la vida tranquila, no paro de meterme en líos».  
      
      Una semana después, Dolmur continuaba con sus ocupaciones como si nada hubiese cambiado. Sentado en una postura poco digna para alguien de su rango, escuchaba con fingido interés en la sala de audiencias de la Torre Imperial. Su mente, obcecada, se empeñaba en volar ajena a los insoportables sermones de los altos dignatarios y la nobleza. Unos meses atrás, se había sentido sobrecogido al presidir el tribunal de arbitraje del gobierno. La sala en la que se encontraba estaba situada a media altura de la imponente Torre Imperial, lo que se traducía en unas vistas imponentes de la capital a través de los diáfanos ventanales que los rodeaban. Por desgracia para él, la fuerza de la costumbre había reducido toda aquella magnificencia a algo ordinario. 
      Aburrido, escuchaba cómo el embajador de Jalonia trataba de conseguir escoltas para sus partidas comerciales, aduciendo los continuos asaltos por parte de las salvajes hordas úmbricas. Los norteños, libres del acoso de las tropas imperiales, asaltaban a su antojo, y cada vez resultaban más osados en sus incursiones. 
      Pese a estar atado de pies y manos, Dolmur prometió enviar patrullas de refuerzo a la zona. Lejos estaba el embajador de saber que no existían tropas a las que reforzar. Odiaba mentir de aquel modo, pero no había otra alternativa. Los jalonenses eran los mejores comerciantes… cuando no guerreaban. Mejor sería mantenerlos en la ignorancia hasta que Golo fuese derrotado. 
      El embajador jalonés, creyendo haber conseguido sus demandas, inclinó cortésmente la cabeza antes de retirarse. Dolmur suspiró, aliviado. La mañana se le estaba antojando interminable. Ojeó entonces su lista de entrevistas y observó complacido que sólo quedaba una, mas su alivio se tornó profundo disgusto al ver de quien se trataba: la archiduquesa Elonora Da Winifil. Desesperado, trató de escabullirse, pero fue en vano: la mujer caminaba con paso firme hacia él. De unos cincuenta años, iba ataviada con ostentosas prendas de seda y satén, enjoyada hasta los ojos. 
      Con el humor súbitamente agriado, Dolmur se encaró con el resto de funcionarios. 
      —Abandonad la estancia de inmediato —ordenó Dolmur al escriba y los sirvientes—. Y vosotros también —añadió señalando a los dos guardias de la entrada—. ¡Marchad de inmediato! —gritó viendo que pretendían replicarle. 
      Los hombres a su cargo obedecieron, extrañados por el súbito cambio de humor de Dolmur. Hasta ese momento, no conocían más que su talante jovial y amigable, al que en muchas ocasiones debían de poder freno. 
      Dolmur aguardó hasta que las puertas quedaron cerradas, dejándolo a solas con la archiduquesa. 
      —Veo que no ha mejorado tu humor con los años —señaló la mujer acercándose hasta él—. ¿Puedo sentarme? —preguntó mientras se acomodaba en una silla. 
      Dolmur aferraba el borde la mesa con las manos crispadas, tratando de contenerse. Deseaba gritar, insultar a aquella vil y engreída mujer.
      —No eres bienvenida —dijo en un sordo susurro.
     ¿Osas tutearme? —respondió la aludida con presunción. La actitud de Dolmur no parecía importunarla. 
      —Confórmate con que no te insulte… madre. 
      Elonora pareció dolida por el comentario, pero un instante después volvía a mirarlo con pose altiva, como si no acabase de ser rechazada por su hijo. 
      —Veo que aún te dura el enfado, Púrcil. Esperaba que los años hubiesen calmado tu loco ímpetu juvenil. 
      —Mi nombre es Dolmur. Dejé de llamarme Púrcil cuando renuncié a la casa de Winifil y todo cuanto representáis. No vuelvas a llamarme así. 
      —Pero Púrcil, querido…
      —¡Guardias! —bramó Dolmur golpeando la mesa con el puño. 
      Al instante, los dos soldados que custodiaban la puerta entraron con las lanzas prestas. 
      —La archiduquesa ha terminado su entrevista, podéis escoltarla a la salida —ordenó volviéndose de espaldas. 
      —No hace falta perder los papeles, Dolmur —dijo Elonora en tono condescendiente—. No vamos a pelearnos por un nombre, ¿no?
      Los soldados se detuvieron, esperando la respuesta del joven. Éste, tratando de dominar su cólera, tardó unos segundos en contestar. 
      —Está bien, podéis iros —dijo finalmente—. Continuaré con la entrevista a solas.  
      Los guardias se retiraron nuevamente, seguidos por la severa mirada de Eleonora. 
      —Acabemos cuanto antes con esto —dijo Dolmur secamente—. ¿A qué demonios has venido? 
      —¡Ese no es modo de hablarle a una madre! —lo reprendió Elonora—. Esperaba una actitud más madura de tu parte. Han pasado cinco años desde que…
      —¡Dime a qué has venido! 
      —De acuerdo, si quieres que sea así, te lo diré sin ambages: vengo a ofrecerte el perdón de tu padre. 
      —¿Qué? —Dolmur se derrumbó en el sillón que dominaba la sala, aturdido—. El perdón de mi padre…
      Durante unos instantes, ninguno dijo nada. El joven se había quedado con la mirada perdida, tratando de asimilar las implicaciones de aquel ofrecimiento. 
      —De modo que el perdón de mi padre —repitió—. ¿Te refieres a ese bastardo autoritario que renegó de mí? ¿El que me echó a la calle por negarme a perpetuar la tradición familiar? ¿El que se encargó de que se me cerrasen todas las puertas cuando me negué a convertirme en un perro militar? 
      Dolmur se acercó hasta un palmo del maquillado rostro de su madre.
      —¿Qué te hace pensar que deseo tal perdón? —preguntó con un brillo de orgullo en la mirada. 
      Su madre no contestó. Parecía esperar aquella reacción de su hijo. 
      —¿Crees que no sé lo que pretendes? —continuó Dolmur—. Aún recuerdo cuales fueron las palabras de padre: «Márchate y acaba con tu miserable existencia rodeado de pordioseros. La casa Winifil reniega de ti, sucio cobarde. Desde este momento has dejado de existir para mí». 
      Dolmur aguardó en silencio hasta que su madre lo miró a los ojos. Llevaba años conteniendo el dolor de sentirse rechazado por su propia sangre. Su talante bondadoso y conciliador había sido arrollado por la necesidad de expulsar fuera todo el rencor que guardaba en su interior. Cegado por un dolor que creía superado, estaba dispuesto a llegar hasta el final.
      —Me echasteis a la calle sin pensároslo dos veces, sin un leve atisbo de remordimiento. Creísteis que jamás conseguiría salir adelante, que renunciaría a mis sueños al primer contratiempo. ¿Tienes idea del hambre que pasé? ¿De las noches que tuve que dormir acurrucado en un sucio rincón? ¡Mírame cuando te hablo! 
      Lentamente, Elonora volvió a elevar la mirada. La mujer, pese a estar azorada por la sentida reprimenda, aún tuvo agallas para aparentar indiferencia. 
      —¿Sabes qué me mantuvo en pie todos estos años? ¡La idea de no ofreceros una jodida súplica! Hubiese sido capaz de morir en la calle antes que volver con el rabo entre las piernas. 
      —Nadie dijo que no fueras capaz de valerte por ti mismo —alegó Elonora sin demasiada convicción. 
      —Y claro está, querrás que crea que es casualidad que justamente ahora, cuando ejerzo como mano derecha del emperador, padre se haya decidido a perdonarme. ¿Acaso ahora me encuentra digno de volver bajo su magnánimo abrazo protector? 
      —¿Eso crees? ¡Bendito Hur! —la sorpresa de Elonora parecía sincera—. Si piensas eso eres aún más estúpido de lo que creíamos. 
      Dolmur vaciló. Creía haber dado una lección a su arrogante madre, pero la realidad se imponía dolorosamente, una vez más. 
      —¿Piensas que tu ridícula aventura con ese traidor te mantendrá en esa posición mucho más tiempo? No me mires así, hijo, hace mucho que sabemos de tu alianza con Zando. Por los Siete Dioses hijo, ¿en qué pensabas? De todas las estupideces, jamás te creímos capaz de una semejante. Aliarte con un loco capaz de derrocar al verdadero emperador. ¿De verdad crees que las cosas seguirán así mucho más tiempo? Golo volverá, no te quepa la menor duda. Y cuando lo haga, castigará a todos los traidores con mano firme. Aún estás a tiempo de unirte al bando correcto. 
      Dolmur se quedó helado. Lo que acababa de escuchar bastaba para hacer arrestar a su madre por traición. 
      —¡Guardias! —gritó. 
      Un torbellino de sentimientos contradictorios se agitaba en su interior. Pese a creer rotos todos los lazos con su familia, no podía evitar sentir remordimientos ante la idea de hacer arrestar a su propia madre. Los soldados entraron de nuevo en la sala y avanzaron con diligencia. Dolmur aún dudaba, debatiéndose entre el deber y los lazos de sangre. 
      —Escoltad a la archiduquesa hasta la salida, hemos terminado —dijo al fin. 
      Su madre lo miró con una sentida expresión de decepción en el rostro. 
      —Si así es como deseas que sea, por mí no hay inconveniente —dijo mientras era escoltada a la salida—. Recuerda Dolmur, volverás al redil por las buenas o por las malas. Es una promesa —dijo sin mirar atrás. 
      Dolmur se quedó a solas. Pese a lo que pudiera parecer, no había dejado ir a su madre por un sentimiento carnal. Si sus padres, tal y como se le había dado a entender, tramaban algún tipo de complot, lo más sensato sería hacerlos vigilar. 
      Aún aturdido, Dolmur se apoyó contra el marco de la ventana. Minutos más tarde, vio a su madre salir de la Torre Imperial y montar en el recargado carruaje de la familia Winifil. 
      «Pese a los logros obtenidos, aún me tenéis por un mocoso caprichoso e irresponsable —pensó—. Ya te demostraré quien soy, madre. Y cuando lo haga, no volverás a poner en entredicho mi valía». 
      
      Elonora odiaba equivocarse. Quizá por eso, cuando entró en la calesa sintió cómo se le revolvían las tripas al ver al Hechicero. Éste la aguardaba sentado, con las manos apoyadas en el regazo. Incluso en la intimidad del habitáculo seguía con la capucha echada, siempre con el rostro oculto por sombras demasiado densas para ser naturales. Pese a estar bajo sus órdenes, el igartiano se comportaba en todo momento como si fuese el dueño absoluto de la situación. Elonora exigía siempre dedicación absoluta y sumisión a todos sus subordinados. Era conocida por su mano dura a la hora de administrar las vidas de cuantos la rodeaban. ¿Por qué entonces flaqueaba en cuanto tenía ante sí a aquel condenado sureño? 
      Entre las clases nobles de Ciudad Eje, era costumbre alquilar los servicios de los bendecidos, como se consideraban a sí mismos los poseedores del don de la hechicería. Servirse de sus poderes era una muestra incontestable del estatus social alcanzado. Para Elonora, éste no era el primer hechicero a su servicio, pero sí era, con mucho, el más dotado en sus artes. De no ser así, jamás lo habría contratado, sobre todo teniendo en cuenta el malestar que la hacía sentir. 
      El vehículo comenzó su trayecto con el traqueteo acostumbrado.
      —Debo felicitaros por vuestra perspicacia —dijo tras acomodarse frente a él. 
      No hubo acabado de hablar, y ya se sentía estúpida. Jamás dedicaba un solo halago a un sirviente, cuando menos una felicitación. 
      —Mi hijo se ha negado a atender a razones —prosiguió—. Tal y como advertisteis. 
      El Hechicero asintió levemente. 
      —Esperaba que el consejo de una madre preocupada hiciese cambiar su lealtad hacia el bando correcto —continuó Elonora—, pero ha sido inútil. El muy desvergonzado, incluso ha amenazado con echarme como a una vulgar sirvienta. De no ser sangre de mi sangre, no dudaría en hacerle pagar cara su osadía. No obstante, se impone un duro correctivo. Temo que su joven e influenciable mente haya sido corrompida por las mentiras de ese condenado Zando. 
      Elonora miró al hombre con aprensión antes de añadir con un suspiro:
      —Lo haremos según habéis aconsejado —concedió—. Hasta ahora, vuestros servicios han sido útiles a mi causa. No veo razón para no daros mi beneplácito. Procederéis de inmediato. 
      La archiduquesa dio un par de golpes en el techo. Un momento después, el traqueteo se detuvo. 
      El Hechicero se bajó con movimientos ágiles y elegantes, dispuesto a cumplir con su cometido. 
      —Una cosa más —dijo Elonora—. Si me falláis, ni el mismísimo Primer Hechicero os salvará de mi justa cólera. Si algo, por pequeño que sea, no sale según el plan, podéis daros por muerto —amenazó. 
      Por último, cerró la cortinilla con vehemencia, quedando aislada del devenir de la calle. 
      El Hechicero la vio partir con una sonrisa irónica en el semblante. Con toda seguridad, el Primer Hechicero no lo salvaría. En eso había acertado de pleno. Concentrándose en reforzar los hechizos que lo hacían pasar inadvertido entre la multitud, se dirigió hacia la Torre Imperial. 
      
      Una generosa comida en una taberna de dudosa reputación, había bastado para que Dolmur recuperase su habitual buen humor. El local, un edificio de dos plantas situado junto a la ribera sur del Gralon, era uno de las cantinas más frecuentadas entre la clase humilde de la capital. Erigida tras el límite natural que constituía el río, lindaba con el largo paseo empedrado que cruzaba de oeste a este la capital. La zona, una ancha avenida arbolada, estaba salpicada de numerosas tabernas que usaban su privilegiado emplazamiento para montar sus mesas en los meses en los que el tiempo era indulgente. Ahora, sin embargo, la nieve pisoteada, unida al frío reinante, hacían que la clientela se hacinase en el interior. 
      Un estirado hombrecillo de sonrosada piel y ademanes amanerados llamado Sanzio, esperaba en el exterior de la Pinta Dorada a Dolmur. Se trataba de su escriba, un acomodado burgués del lado norte y pudiente de Ciudad Eje que miraba con aires de superioridad a los llanos habitantes de la zona humilde. Según había manifestado con afectación, dudaba si saldría de una pieza de un antro como aquel y aconsejaba vehementemente a Dolmur sobre su irritante costumbre de frecuentar esa clase de establecimientos. Con un encogimiento de hombros, el joven había entrado en el local, mintiéndole sobre sus intenciones de no tardar demasiado. 
      Una hora después, Dolmur se asomó con el rostro marcado por los besos de las mozas y una pinta rebosante en la mano. 
      —Aquí tienes, mi buen Sanzio —dijo con algarabía—. Ya que no has querido entrar, te traigo un trago de buena cerveza. Que no se diga que Dolmur no…
      Se interrumpió al ver que Sanzio no estaba. En su lugar, Filio, el hombre de confianza de Brodim, lo esperaba con un sobre lacrado en la mano. Alertado por lo que aquello suponía, regaló la cerveza a un transeúnte y se aproximó hasta Filio con el corazón acelerado. Éste le entregó el sobre discretamente y le susurró al oído:
      —Brodim lamenta avisaros con tan poca antelación. Debéis leer de inmediato la misiva y hacer cuanto en ella se os solicita —explicó concisamente. 
      Apenas hubo asentido Dolmur, Filio se dio media vuelta y partió de regreso hacia la Torre. 
      Dolmur miró alrededor antes de abrir el sobre. Colocado en una posición discreta junto a la esquina de la Pinta Dorada, rompió el sello y abrió la misiva. La letra era de Brodim. 
      “Estimado amigo, hubiera sido mi intención avisarte sin tanta premura, pero los enemigos de nuestra causa han vuelto a castigar cruelmente a los que, como nosotros, tratamos de velar por el rápido restablecimiento del orden en Hurgia. El peligro acecha más que nunca, y un hombre justo ha caído a manos de nuestros enemigos. Necesito, pues, que ocupes su lugar y acudas a una cita de un valor incalculable. 
      Toma un corcel y abandona la ciudad en dirección este. Gira a la derecha cuando el río Gralon se separe de la calzada principal. Avanza hacia el sur siguiendo su curso hasta que veas un roble solitario junto a un muro bajo de piedras rojizas, de esos que separan las lindes de los campos. Cuando llegues junto al árbol, apreciarás que el terreno desciende hacia el este. Desde esa dirección verás aproximarse a un jinete con un pañuelo rojo al cuello. Una narlina nos avisó de la llegada de uno de nuestros espías al atardecer del día de hoy. Es de esperar que traiga  información fidedigna acerca del paradero de Golo y sus tropas. 
      El mensaje era breve y confuso, por lo que te pido encarecidamente que desconfíes. No obstante, de ser cierta la información prometida, supondría el fin de la incipiente guerra y la salvación del Imperio. 
      Acude pues con la mayor diligencia y premura. Que Hur guíe tus pasos. 
      Atentamente, tu viejo amigo”.
      
      Dolmur releyó la carta un par de veces antes de entrar a la taberna y arrojarla al fuego. Brodim había sido muy listo al no mencionar sus nombres. No había dejado indicios que pudieran relacionarlos personalmente con el contenido del mensaje. El anciano guardaba sus espaldas, temiendo que la carta acabase en manos equivocadas. 
      De nuevo en el exterior, Dolmur calculó que aún quedaban unas tres horas para el ocaso. Según las instrucciones, el lugar no debía estar a más de una hora a caballo desde Ciudad Eje. Disponía, pues, de tiempo suficiente para acudir a la cita. 
      «Muy bien, Dolmur, ya estás en marcha de nuevo» se dijo. 
      Después, se dirigió a los establos más cercanos; tenía un corcel que comprar.
      
      El lugar del encuentro fue fácil de encontrar. El gran roble, de nudosas ramas y frondoso follaje, proyectaba una alargada sombra hacía el este. 
      En un principio, Dolmur miró alrededor y se sintió seguro. Desde su posición, dominaba la vista en kilómetros a la redonda. Si se trataba de una trampa, vería aproximarse a quien quiera que fuese con tiempo suficiente para huir en dirección contraria a todo galope. Con todo, tuvo que reconocer que él no era el más versado en aquel tipo de cuestiones. Probablemente, un asesino bien entrenado sería perfectamente capaz de acercarse sin ser visto por un patán de ciudad como él. 
      Dolmur pasó la hora siguiente alternando estados de dudosa seguridad con otros de autentico pánico. Finalmente, ninguno de sus temores se hizo realidad y, tal y como anunciaba la carta de Brodim, una montura se acercó hasta él desde el este. Cabalgaba de un modo extrañamente inseguro, como si su jinete no pudiese terminar de dominar a su corcel. Extrañado, Dolmur pensó en acudir para ayudarlo, pero decidió permanecer oculto tras el roble hasta apreciar el pañuelo rojo que lo delataría como el hombre al que estaba esperando. 
      Finalmente, cuando apenas los separaban un centenar de metros, Dolmur pudo distinguir claramente un pañuelo carmesí en torno al cuello del hombre. Tranquilizado por la confirmación, se dispuso a ir a su encuentro, pero un par de jinetes aparecieron desde el este, cabalgando en pos del primero. Asustado, Dolmur se mantuvo bajo el árbol, implorando para que no mirasen en su dirección. Incrédulo, contempló como su contacto era alcanzado por caballos más veloces y frescos. 
      Los perseguidores golpearon a la víctima, haciéndola caer del caballo. Después, desmontaron y desenvainaron las espadas. Dolmur no pudo apreciar la identidad de los atacantes, oculta su indumentaria por unas grandes capas de viaje. 
      Desesperado por lo que sabía ocurriría, quiso gritar pidiendo auxilio, acudir en ayuda del desdichado, pero el miedo lo paralizaba. Tras los acontecimientos compartidos junto a Zando en los duelos, la imagen que Dolmur tenía de sí mismo era la de alguien capaz de marcar la diferencia, que no se acobardaba ante el peligro. Desgraciadamente, la realidad estaba allí para ponerlo en su justo lugar. Solo como estaba, el miedo amenazaba con desbordarlo. Si el orgullo o los principios lo animaban a intervenir, su instinto de supervivencia ahogaba tales argumentos. Impotente, vio cómo asesinaban sin miramientos al desdichado, atravesándolo y degollándolo después para asegurar su muerte. Pese a la brevedad de la carnicería, Dolmur sintió como eternos aquellos terribles instantes. Después de despachar al desdichado, los soldados miraron alrededor, sin duda buscando algún indiscreto testigo. A Dolmur se le heló la sangre en las venas cuando miraron en su dirección. Pese a estar situado tras el roble, el tronco no bastaba para ocultar a un caballo y su jinete. Se maldijo por su torpeza. No sólo no había tenido el valor de ayudar a aquel hombre, sino que ni siquiera había pensado en ocultarse con un mínimo de maña. El miedo, además de en un cobarde, lo había transformado en un estúpido. 
      Sintiéndose perdido, pensó en huir hacia la capital. 
      Ya se disponía a azuzar los flancos de su caballo, cuando sucedió algo inexplicable: los asesinos se relajaron visiblemente. Entonces se  retiraron las capas de viaje, mostrando su verdadera identidad: se trataba de dos soldados imperiales de la división dorada. 
      Dolmur continuó petrificado, viendo cómo registraban el cadáver buscando algún tipo de prueba o documento. Sólo cuando estuvieron seguros de no hallar nada capaz de delatarlos, volvieron a abrigarse con las capas de viaje y montaron de nuevo en sus caballos. Dolmur los vio alejarse al trote, sin prisa, en la dirección de la que habían venido. 
      Aturdido por lo sucedido, el joven permaneció largo rato inmóvil. Un hombre inocente había muerto ante sus ojos sin que él hubiese hecho nada por ayudarlo. Quiso justificar su cobardía ante sí mismo, alegando que estaba desarmado, pero enseguida descartó tal argumento. Había sido advertido del peligro que corría, y aún así se había puesto en camino sin tan siquiera una daga. Se odió a sí mismo por su estupidez. Su parte racional le decía que, de haber intervenido, ahora habría dos muertos en lugar de uno. Él no era rival para un soldado entrenado. Lo que había hecho, no solamente era lo más sensato, sino lo único que podía hacerse. Estaba en juego mucho más que su vida, el destino del Imperio descansaba en sus manos. De haber muerto, nadie sabría nunca la verdad de lo sucedido. 
      Furioso, espoleó a su caballo en dirección al cuerpo de la víctima. 
      «Puede que esos argumentos convenzan a otros —se dijo—, pero no a mí. Pude haber hecho algo y me quedé quieto, asustado. Esa es la única realidad, que Hur me perdone». 
      Cuando llegó hasta el cuerpo, Dolmur se sentía tan mal consigo mismo, que era incapaz de mirarlo, presa de la culpa. Obligándose a reponerse, pensó en registrar el cadáver. Quizá él hallase algo que los soldados pasasen por alto. Por desgracia, aún le aguardaba una desagradable sorpresa. Al mirar de cerca al jinete entendió porqué montaba de modo tan extraño: era manco. Tenía ambas extremidades amputadas a la altura de las muñecas, con la piel extrañamente quemada, como si le hubiesen cauterizado la herida quemando sus brazos en unas ascuas. El mero hecho de que hubiese conseguido montar suponía algo extraordinario. La determinación y el valor de aquel desconocido no hicieron sino castigar aún más su ya mermada autoestima. 
      Aquel descubrimiento lo hizo enfermar. Aquel pobre hombre estaba tullido, sin posibilidad de defensa. Y aún así había arriesgado su vida. Él, en cambio, había aguardado oculto tras un árbol, como un cobarde. Dolmur miró en dirección al roble y descubrió el motivo de que aún siguiese con vida: el sol, poniéndose por el oeste, deslumbraba a cualquiera que mirase a aquella hora en dirección al árbol. No lo hubieran visto ni aunque les hubiese agitado los brazos. 
      —Soy un tipo con suerte —dijo—. Un puñetero afortunado. 
      Luego, procedió al registro, aunque con los mismos resultados que los soldados. Lo que quisiera que supiese aquel hombre, se lo había llevado a la tumba. 
      «Ahora nadie conoce el paradero de la base de Golo» pensó. 
      —Un momento —se dijo en voz alta—. Eso no es del todo cierto. Hay dos soldados que saben dónde se esconde ese cobarde. ¡Y ahora cabalgan en dirección a su campamento!
      Excitado por su hallazgo, Dolmur montó de un salto en su caballo. Calculó que los soldados no llevarían demasiada ventaja. 
      «Debo seguirlos, si cabalgo siguiendo sus huellas, quizá logre alcanzarlos» pensó.  
      Animado ante la idea de hacer algo útil para reparar su cobardía, Dolmur espoleó a su montura y cabalgó en pos de los asesinos. Seguiría a esos bellacos hasta donde hiciera falta. No cejaría hasta dar con la base de Golo y sus tropas. Y lo mejor de todo era que nadie sospecharía de él. Después de todo, ellos no conocían su identidad. 
      —Esto va por ti, compañero —dijo mirando el cadáver.
      Después, partió al galope. La decisión de seguir a aquellos soldados, sin bien se sentía como algo lógico ante el curso de los acontecimientos, no era más que la voz de su culpa, incitándolo a expiar su cobardía.  
      Dolmur no fue consciente en ese momento, pero justo un año antes, partía de Ciudad Eje en pos de Zando en una misión encargada igualmente por Brodim. 
      El destino, pues, no estaba exento de cierta ironía.  

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3 Opiniones:

kzulu dijo...

No imagino los siguientes pasos.

Fernando G. Caba dijo...

Bien, si hay algo que odio es resultar predecible. Gracias una vez más por opinar.

Anónimo dijo...

Me ha parecido un capítulo redondo... la manera de meternos en sutiación, dando pinceladas de lo que está por venir al tiempo que nos refrescas la memoría de los hechos del primer libro sin caer en la redundancia es genial.

Cada párrafo invita a seguir leyendo.

Yo, en ésta primera lectura, no puedo ayudarte con expresiones raras, palabras repetidas ni por menores de la escritura porque sin querer me he metido en la historia sin percatarme de nada más.