¿Te ha gustado? Puedes ayudar al autor con una donación. ¡Gracias!

Capítulo I de El Forjador de Almas: Redención.


Aquí está el primer capítulo de Redención. Estos primeros días el ritmo de publicación va a ser más rápido ya que tengo algunas páginas acumuladas. En cuanto me ponga al día, espero mantener una periodicidad semanal, que tampoco está nada mal. En cuanto al capítulo propiamente dicho, decir que introduce un nuevo personaje que va a dar mucho juego en el futuro. Y como me gusta la sincronicidad, aparece brévemente Fíleas, el maestro de Zando, al igual que ocurriese en el primer capítulo de Honor. Es un capítulo duro, con cruda violencia y la presencia del misterioso hechicero, interviniendo una vez más para alterar el flujo de los acontecimientos. ¿Con qué fin? Todo se andará. Un saludo. 


CAPÍTULO I
TORMENTA

Un rayo restalló en el horizonte, mostrando durante un instante la silueta de los edificios situados a los pies de la colina. Hacía tan sólo un par de horas desde el anochecer, y un caprichoso chaparrón caía en cortinas intermitentes, tiñendo el mundo con un gris oscilante. El pérfido viento del norte soplaba con fuerza… y no había venido solo. 
      Ocultos en la linde del cercano bosque, cuatro úmbricos furiosos aguardaban la orden de su líder. Como si de perros de presa se tratasen, apenas lograban contener su instinto asesino. La cercanía de la carnicería los mantenía en un constante estado de excitación. Gruñían y se movían inquietos por la espera, como depredadores ante su víctima. 
      Su cabecilla, el único de ellos con las suficientes entendederas como para anteponer los planes al instinto, a duras penas dominaba a sus guerreros. No obstante, Ognur miraba el grupo de lujosas casas que componían la villa de Cawldon con despiadada determinación, esperando el instante adecuado, ajeno a las quejas de sus compinches. 
      «Los sucios mindars estarían cómodamente sentados frente a sus fuegos —pensaba—, contándoles historias a sus crías. Poco podían imaginar que esos serían sus últimos instantes de vida. Pronto, el acero y el fuego los sumirían en las tinieblas, condenados al inframundo, lejos del divino abrazo de Zatrán». 
      —Hoy pagarán por la muerte de Moghur —sentenció dirigiéndose a sus hombres—. Es hora de derramar la sangre que nos conducirá a la guerra.

      Elevando al cielo su hacha con sus poderosas manos, repitió una vez más el nombre de su caído hermano gritándolo a la tormenta. Después dio la orden de atacar. Cinco formidables guerreros surgieron de la espesura y corrieron colina abajo rugiendo consignas de guerra. 
      Ognur era, con mucho, el más corpulento de ellos. Su melena larga y grasienta y su barba oscura enmarcaban un rostro contraído de puro odio. Él fue el primero en alcanzar la entrada de Cawldon, justo cuando uno de sus habitantes, un hombre de mediana edad, se precipitaba a la entrada de su hogar alertado por los gritos. Una mueca de terror contrajo su rostro un instante antes de que Ognur le asestara un tajo mortal en el vientre. El desdichado yació unos instantes en el suelo, tratando en vano de recoger sus intestinos ante la satisfecha mirada de su asesino. Después, murió con un estertor sanguinolento. 
      El asesinato, lejos de aplacar la ira de Ognur, la había encendido aún más. Viendo como sus hombres se empleaban a fondo en la matanza, se dirigió hacia la siguiente casa, un edifico de dos plantas construido en piedra con un agradable jardín en la entrada y amplios ventanales de cristales irisados. Cuando estaba a punto de romper la puerta de un puntapié, un hombre joven, de no más de veinte años, se plantó ante él armado con un atizador, dispuesto a defender a su familia. Ognur miró con superioridad a aquel necio mindar. 
      El hombre tomó la iniciativa, golpeándolo con fuerza en el vientre y quemando su piel con el extremo de la barra. Sin intentar esquivar o detener el golpe, el úmbrico se limitó a aguantar la acometida, mirando con actitud despectiva a su enemigo. Después, su hacha cruzó fulminante, seccionando la cabeza del hombre, que salió despedida volando varios metros y yendo a caer entre un grupo de margaritas teñidas ahora de rojo. 
      Colérico, Ognur gritó; necesitaría mucha más sangre para saciar la sed de venganza que lo atormentaba. 
      Fue entonces cuando la vio. En el umbral de la casa, una mujer joven miraba horrorizada el cadáver descabezado de su marido, tapándose la boca con las manos y tratando de ahogar sus gritos. Aterrorizada, vio cómo el asesino de su esposo la miraba con un enfermizo brillo de lujuria en la mirada. 
      Excitado por la presencia de la mujer, Ognur avanzó hacia ella arrojando el hacha a un lado. «La mindar apenas si tenía carne sobre los huesos, pero bastaría para divertirse un rato con ella». De repente, su sed de venganza ya no era tan importante…
      
      Ognur salió de la casa minutos después, con su furia aplacada en cierta medida. A su alrededor, la villa ardía presa de las llamas. Sus hombres no habían perdido el tiempo y casi la mayor parte de los habitantes yacían asesinados y sus hogares incendiados. Satisfecho, Ognur tomó su hacha y se dispuso a continuar con el saqueo. 
      «La guerra estaba ahora un poco más cercana —pensó—. Los mindars no volverían la vista atrás después de lo que había hecho. Seguiría saqueando y matando hasta provocar el enfrentamiento final entre los úmbricos y las débiles razas inferiores. La afrenta contra su hermano pronto sería vengada a sangre y fuego». 
      Tras matar a un aldeano más que corría despavorido tratando de escapar de la villa, un escalofrío en la base de su espalda lo hizo detenerse en seco. Una extraña fuerza lo impelía a volverse y mirar hacia el fondo de la calle. Allí, una estatua con la figura de uno de los dioses paganos que adoraban los mindars se alzaba sobre un pedestal de mármol, con jarrones de flores a sus pies. Junto a la efigie, una figura oscura y encapuchada lo miraba directamente a los ojos. El misterioso sujeto lo observaba con actitud confiada, seguro de sí mismo. Uno de sus úmbricos pasó junto al siniestro personaje, pero pese a tenerlo a un palmo de distancia, lo ignoró y continuó su camino buscando otra víctima. Furioso, Ognur decidió encargarse de aquel presuntuoso. Aferrando su hacha con indignación, corrió en su dirección dispuesto a cortarlo en dos, salvando la distancia que los separaba en apenas unas zancadas. Ni siquiera detuvo su frenético avance al llegar junto a él. Alzó el hacha dispuesto a golpear y la bajó trazando un arco mortal. 
      El misterioso hombre, que continuaba mirándolo confiado, alzó un brazo y Ognur quedo petrificado, suspendido en el aire, tratando en vano de moverse. Fue inútil. Era como una estatua humana, incapaz de pestañear siquiera. 
      El encapuchado comenzó entonces a gesticular ante sus ojos, haciendo una serie de movimientos con las manos, creando un dibujo en el aire que parecía formado por luz dorada. Cuando el intrincado diagrama estuvo completado, unos ojos brillantes lo miraron desde el oscuro interior de la capucha, a la par que sus manos proyectaban el hechizo suspendido en el aire sobre su frente. El dibujo encogió mientras se aproximaba, hasta que finalmente alcanzó el punto situado entre sus cejas. 
      En ese instante, el mundo desapareció para Ognur, sustituido por un fogonazo de luz y dolor. El úmbrico cayó fulminado en el suelo. 
      Sentía como si el cráneo fuera a estallarle. El dolor escribía imágenes en su memoria, grabándolas a fuego en su mente. Un torrente de información penetraba en su ser, inundándolo, saturando sus sentidos. Las vidas y recuerdos de todos y cada uno de los habitantes de Cawldon caídos en aquella aciaga noche, penetraron en su memoria como una oleada imparable. Segundo a segundo, podía recordar cada detalle de cada vida sesgada. Las vivencias de la niñez de la anciana Elisset, los duros años de estudio del doctor Winifil, el amor de juventud de Esalina, la alegría por el nacimiento del primer hijo de Gunedio… la información, inconmensurable, venía acompañada por los sentimientos vividos: risas, lágrimas, esperanzas, tristezas… En unos instantes, Ognur había experimentado todas esas vidas de primera mano, como si las hubiese vivido él mismo. 
      El conocimiento trajo conciencia, y con ésta llegó la culpa, que comenzó a fluir en lo más profundo de su ser. Las consecuencias de sus actos lo golpearon inmisericórdemente. 
      Pero lo peor estaba por llegar. 
      Al igual que había hecho suyas las vidas de los habitantes de la villa, también sus muertes comenzaron a penetrar en él. Pudo sentir los instantes de terror de todas las víctimas caídas aquella noche. Su cuerpo —¿era el suyo? Ya no podía discernir tal extremo—, era desmembrado, acuchillado, cercenado, golpeado, quemado vivo… la lista de atrocidades parecía no tener fin. 
      Y cuando las muertes de los caídos bajo su propia mano fueron experimentadas y asimiladas a su experiencia vital, Ognur creyó enloquecer de dolor. Sentía el miedo de Weril, el joven al que había decapitado, viendo a aquel monstruoso salvaje surgido de entre las sombras. Sintió volar su cabeza al ser decapitada, y como, incluso separada de su cuerpo, la conciencia de Weril aún perduró unos instantes; el último pensamiento antes de ser engullido por el vacío fue pensar en su mujer y su pequeño. 
      Ognur creyó perder la razón por el dolor y la culpa. Gritaba enloquecido, presa de su propia conciencia, despertada con el hechizo que seguía castigándolo. Pese al dolor experimentado, el úmbrico sabía que aún quedaba una última vivencia por asimilar. 
      Ahora era Selina, la joven esposa que acababa de presenciar la atroz muerte de su amado. Como guerrero de un orgulloso clan, Ognur creía conocer el significado del coraje, pero estaba equivocado. Si hubiese sentido el dolor y el miedo que la joven madre sentía, habría sido incapaz de mover un solo músculo. Ella, sin embargo, corría decidida a ocultar a su pequeño. Ognur pataleó y gritó, tratando en vano de interrumpir el flujo de los acontecimientos; sabía lo que iba a ocurrir y no deseaba experimentarlo. 
      Pero el poder del hechizo era incontestable. Inexorablemente, sintió como suya la desesperada carrera de la mujer escaleras arriba. Selina, pese al terror que hacía que cada paso fuese una lucha titánica por no perder el control de sus piernas, logró dejarlo atrás y llegar junto a la cuna de su primogénito. La madre pretendía ocultar al bebé, ponerlo a salvo de aquel despreciable bárbaro que corría tras ella dispuesto a matarla. Mas, justo cuando colocaba el menudo cuerpecito de su hijo en el interior de un armario, el asesino de su marido la alcanzó, haciendo fútil su intento de esconder al pequeño. Suponiendo que trataba de ocultar el oro y las joyas, Ognur la apartó a un lado, arrojándola contra la pared opuesta de un manotazo. Al estrellarse contra el muro, pudo sentir cómo se rompían las costillas de Selina como si fuesen las suyas. 
      Impotente, tomó entonces el papel del pequeño y sintió cómo unas inmensas y ásperas manos lo elevaban con fuerza, comprimiendo su diminuto tórax, asfixiándolo. 
      Ognur experimentaba ahora las experiencias de la madre y el hijo al unísono. 
      Se vio a sí mismo con los ojos de Selina. 
      «¿Tan amenazador y vil resultaba?¿Tenía realmente el aspecto de una sucia alimaña gigante y odiosa?». 
      Selina suplicaba en vano, tratando de lograr que soltase al bebé. Impotente, sintió cómo el cuerpo del niño salía despedido y se estrellaba contra el suelo. La conciencia del pequeño desapareció del torrente de vivencias que lo engullían. Ognur, ante los incrédulos ojos de la madre, pudo ver la indiferencia de su propia mirada, impasible tras quitarle la vida al bebé. Selina, al límite de la locura por lo que acaba de presenciar, a punto estuvo de caer presa de un colapso. Pero una chispa de odio la hizo aferrarse a la realidad y, sacando fuerza de donde no había más que desesperación, se arrojó sobre Ognur, golpeando sin éxito al bárbaro sobre el pecho, aumentando aún más si cabía su enfermiza excitación. Pronto, su ataque había sido neutralizado y sus manos inmovilizadas. Sus ropas fueron rasgadas sin miramientos y su cuerpo colocado sobre el suelo. 
      Ognur comenzó entonces a violarla salvajemente, pero en esta ocasión sintió como suya la vejación de su víctima. El recuerdo de sentimientos primarios de gozo salvaje y animal quedó ahogado por la brutal vivencia de la mujer, que saturaba sus sentidos. Recordó, a través de ella, cada acto de amor compartido junto a Weril, su esposo. Un salvaje como él jamás habría imaginado el acto sexual como un medio para expresar sentimientos tan puros. Aturdido, vio cómo se destruía cualquier resto de esperanza o ganas de vivir en la mujer. 
      El paroxismo de la culpa llegó al sentir el estado en el que había dejado a la mujer; vacía, desprovista en unos minutos de todo cuanto daba sentido a su vida, sometida, vejada y, finalmente, apuñalada. Sintió como la mujer yacía moribunda mientras él abandonaba la casa, satisfecho. 
      ¡Hur bendito! ¿Cómo podía sentirse satisfecho después de cometer semejante atrocidad? 
      Súbitamente, las imágenes cesaron y la luz se extinguió. El extraño fenómeno había tocado a su fin. Ognur lloró incontrolado, tirado en la calzada. De su nariz brotaban dos finos hilos de sangre y en su nuca sentía un extraño hormigueo. Pese a desvanecerse al fin el hechizo, toda la información asimilada seguía en su mente, grabada a fuego. El odio visceral que sintiera cuando inició el asalto a la villa, comenzó a renacer de manera desmedida, aunque esta vez no odiaba a nadie más que a sí mismo. Después de comprender lo que había hecho, no soportaba seguir respirando ni un segundo más. 
      Se arrodilló bajo la lluvia y tomó la daga con la que había apuñalado a Selina y la colocó decidido sobre su corazón, dispuesto a terminar con su vida cuanto antes. 
      Uno de sus hombres surgió de una cercana cabaña agitando un bulto ostensiblemente. Se trataba de la cabeza de Elisset, la anciana mujer cuya vida ahora Ognur recordaba como suya. 
      —¡Mira Ognur! Esta perra parecía un joyero con patas —bromeó Contor mostrando un valioso botín compuesto por un colgante, pendientes y varios anillos—. Ya sabes lo torpe que soy con los cierres de estas cosas. He tenido que cortarla para poder quitárselos. ¡Ja, ja, ja!
      Ognur recordó haber sido despedazado miembro a miembro antes de ser decapitado por la mano de aquel sádico. Sin pensar en lo que hacía, soltó la daga y tomó su hacha del suelo. Su antiguo camarada, confiado, no esperó su ataque. La mano que sostenía la cabeza de la anciana salió despedida con un corte limpio. A continuación, sin darle tiempo a completar su venganza, unos gritos desesperados lo hicieron girarse en redondo, dejando tras él a Contor chillando de dolor mientras trataba de contener la sangría de su muñón.
      Al fondo de la calle, un anciano armado con una espada combatía fieramente, plantando cara a dos úmbricos, Anto y Tol. Ognur conocía al viejo gracias a los recuerdos que acababa de absorber. Se trataba de Fíleas, un anciano veterano del Ejército Imperial. Desesperado, corrió en su ayuda, mas no logró llegar a tiempo. El anciano, que se movía a una velocidad imposible hasta para un hombre joven, se derrumbó agotado. Con tez macilenta, se llevó la mano al pecho, instante en el que los asaltantes acabaron con la vida del anciano, destrozando su cabeza de un contundente mazazo. 
      De inmediato, Ognur cayó al suelo, aturdido. El fenómeno volvía a repetirse y ahora eran los recuerdos y vivencias de Fíleas los que eran absorbidos y asimilados como propios. El hechizo seguía activo: cualquier habitante de la villa asesinado, pasaba a formar parte de él al instante. 
      De nuevo, el dolor, seguido de aquel molesto hormigueo en su cráneo, lo trajo de vuelta a la realidad. Cuando abrió los ojos, vio a unos palmos la cabeza destrozada de Fíleas. Frenético, tomó la espada del anciano y se incorporó con una furia asesina. Sus compañeros, ajenos al drama en ciernes, bromearon con el que aún consideraban su cabecilla.
      —¿Vas a cortarte las uñas con ese mondadientes? —se mofó Anto al verlo tomar la espada. Para un úmbrico, las espadas no eran armas dignas de un verdadero guerrero. 
      Ognur atravesó el corazón de Anto, clavando la espada hasta la empuñadura. Alertado por el incomprensible comportamiento de su líder, Tol corrió junto a Munlo, el quinto miembro de la partida, que emergía del interior de una casa que ardía presa de las llamas. Tras un desesperado intercambio de palabras, ambos regresaron junto a Ognur con las hachas en ristre. Si a Munlo le quedaban dudas sobre las intenciones de su cabecilla, un vistazo al cadáver de su compañero aún ensartado bastó para convencerlo.  
       Fieles al espíritu úmbrico, los guerreros no intercambiaron palabras. El único lenguaje empleado en tales circunstancias era el de las armas. 
      Así, comenzó un brutal intercambio de golpes entre Ognur y sus antiguos lacayos. Siguiendo el estilo de combate del norte, Tol y Munlo acometieron rápida y contundentemente. Por desgracia para ellos, Ognur acababa de absorber los conocimientos de un maestro en el uso de la espada. Con insultante facilidad, Ognur esquivó sus envites y giró para no ser rodeado, lanzando rápidas estocadas que acabaron rápidamente con sus enemigos. 
      Sin ser consciente de lo que hacía, Ognur caminó erráticamente por la villa, rodeado por las llamas que devoraban los edificios. La visión de sus camaradas asesinando y saqueando había despertado su furia, obligándolo a combatir. Ahora, un odio mucho más profundo lo incitaba a terminar con su vida. De nuevo, asió fuertemente el arma, colocándola sobre su corazón. Esta vez nada lo detendría. 
      Irónicamente, no fue su mano la que le asestó el golpe de gracia. 
      Incrédulo, vio como el filo de una daga emergía de su vientre. A duras penas pudo soportar el dolor y no caer al suelo. Por fortuna para él, el odio que sentía era tan intenso que logró permanecer en pie. «Después de todo, aún queda una sucia rata por matar». Ognur se giró para mirar el rostro de Contor, su asesino. 
      Éste lo miraba con desprecio, sujetando el muñón de su miembro amputado. 
      —Has cometido el mismo error que yo —logró articular Ognur—. Si deseas matar a un úmbrico —explicó levantando la espada y atravesando el pecho de Contor—, ¡asegúrate de atravesar su corazón! 
      Contor, que creía derrotado a su líder, no se movió un ápice, recibiendo el mortal tajo sin pestañear. 
      «¿De dónde sacaba Ognur la fuerza para continuar en pie tras ser ensartado?» pensó Contor. 
      —He caído como un guerrero —acertó a decir aún en pie. Si no había caído aún de bruces, era gracias a que Ognur aferraba con fuerza la espada que lo atravesaba—. Zatrán me recibirá con honores, pero tu alma se disolverá en los pozos de la perdición, maldito traid... 
      Contor no pudo terminar la frase.  
      Ognur soltó la espada, y el cuerpo del fornido guerrero cayó pesadamente al lodo, sin vida. Después, comenzó a andar con pasos tambaleantes, aún atravesado por la daga. El dolor, no obstante, le impidió avanzar más de unos metros, y finalmente cayó arrodillado bajo la lluvia. 
      Así, atormentado por la culpa, Ongur esperó a que la muerte lo reclamase, mirando el reguero de cadáveres que lo rodeaba. Irónicamente, él era el único que deseaba morir, el único que aún seguía con vida. Presa de la demencia, comenzó a reír enfermizamente, ajeno al lacerante dolor de su vientre. A su alrededor, el agua de lluvia se mezclaba con su sangre, que manaba abundante por su herida. 
      —Sí... —se dijo—, pronto arderé en los pozos de la perdición.
      Aliviado por la idea de perder su alma en un tormento milenario, la oscuridad lo envolvió. 
      


btemplates

3 Opiniones:

kzulu dijo...

El capítulo engancha cuando avanzas en su lectura

Fernando G. Caba dijo...

Me alegro que te mantenga interesado. Es lo más difícil al principio de una historia.

BeLéN dijo...

Perfecta la descripcion del hechizo..... Me ha enganchado muchísimo...