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CAPÍTULO VI: AMENAZAS

CAPÍTULO VI
AMENAZAS


Si Zando pensaba que sus hombres aprenderían la lección, pronto descubrió lo equivocado que estaba.
La primera jornada de viaje pernoctaron en una pequeña villa llamada Colina Rasa, emplazada, como indicaba su nombre, sobre un altiplano de formas suaves y apaisadas, que emergía destacando en los fértiles campos de la llanura central. Un bello puente de piedra daba entrada a la urbe, salvando un pequeño arroyo de plácidas aguas. Se trataba de una de las muchas obras acometidas bajo el mandato de Golo. Las casas, construcciones mixtas de piedra y madera con dos plantas y ventanales ovalados, se arracimaban formando un caos ordenado en torno a la ancha calle central. La villa contaba con cuatro posadas, cifra excesiva dado su tamaño. La localización estratégica del emplazamiento, cruzado por la vía imperial, le otorgaba evidentes ventajas como lugar de hospedaje en el trasiego continuo a la capital.

Zando detuvo su montura a la entrada y revolvió en sus alforjas, buscando la acreditación que les permitiría hospedarse a cuenta del ejército. El documento los autorizaba a pernoctar en todas las posadas que luciesen el distintivo imperial. Tras cerciorarse de que todo estaba en regla —desconfiaba de nuevas jugarretas por parte del emperador—, envió a uno de sus hombres a informarse al pueblo, un tipo enjuto de mediana edad y ademanes nerviosos llamado Peary.
Media hora después, el soldado regresó con la información: sólo dos de las cuatro fondas admitían milicianos. A Zando no se le escapó la mancha de vino, aún húmeda, en la manga de su subordinado. Por lo visto, tendría que usar todos sus recursos para imponer disciplina.
El grupo se internó finalmente en Colina Rasa y, tras echar un vistazo a los dos locales, Zando se decidió por el menos animado, un establecimiento situado al final del pueblo llamado La Oca Perezosa. El veterano sargento estaba demasiado decaído como para aguantar jaleos.
El posadero, un tipo llamado Pogg con el rostro surcado por un inmenso mostacho, se mostró inicialmente amable y servicial, aunque demudó el rostro al ver el aspecto de sus hombres. Pese al improvisado baño en el estanque, distaban mucho de aparentar ser verdaderos soldados. Sus formas y ademanes tampoco ayudaban a mejorar el conjunto. Afortunadamente, el dueño de la fonda ya había admitido tener plazas libres, así que no tuvo más remedio que alojarlos.
Distribuidos en un par de habitaciones comunitarias, los soldados pronto estuvieron acomodados. Zando, en cambio, se reservó una individual, prerrogativa de su cargo como oficial al mando.
A la hora de la cena se instaló en una mesa situada en un rincón, buscando aislarse del resto de comensales; no se sentía de humor para conversar con nadie. Desafortunadamente, en la mesa contigua a la suya, un grupo de comerciantes itinerantes hablaban con interés del suceso más relevante de las pasadas celebraciones: la locura del General Verde. Pese a ser un hecho cercano en el tiempo y haber sucedido ante cientos de testigos, la historia había degenerado hasta límites insospechados. Según un arendiano de aspecto rollizo, el General Verde había bailado obscenamente ante el emperador mientras se desnudaba. Su compañero de mesa, un ygartiano vestido con un manto de sedas de vivos colores, negó con vehemencia esa versión, replicando que en realidad todo había sido un intento camuflado de asesinato. Según su fuente, el General Verde estaba comprado por nobles fumbricianos que deseaban la muerte de Golo.
Harto de oír despropósitos acerca de lo sucedido, Zando optó por marcharse cuanto antes.
Cenó frugalmente, y se retiró a descansar. Aquel había sido un día muy largo y se sentía cansado, física y mentalmente. Sus hombres, sin embargo, decidieron quedarse en el amplio salón de la planta baja.
Zando ya subía hacia la primera planta, cuando Pogg lo abordó.
—Perdonad que os importune, sargento, pero… ¿es prudente dejarlos solos? —preguntó señalando a los soldados—. Mi posada tiene una reputación que mantener y ellos… bueno, no parecen demasiado fiables.
—Estad tranquilo, si notáis cualquier cosa no dudéis en despertarme. Yo sabré imponer orden.
—Entiendo…, impondréis orden…, ya veo —repitió Pogg poco convencido.
Después, miró apesadumbrado en dirección a los soldados antes de introducirse de nuevo en la cocina. Zando, compadecido, sopesó la posibilidad de ordenar retreta, pero enseguida desestimó la idea. Pese a sus más que razonables dudas respecto a la honorabilidad de sus subalternos, no deseaba castigarlos antes de cometer la falta. Si deseaba guiarlos por la senda del honor, debía dar ejemplo.
Su cuarto era pequeño, incluso tratándose de una habitación individual. No obstante, el colchón era duro y olía bien. Se sentó pesadamente en la cama. Estaba tan agotado que se sentía capaz de quedarse dormido con la cota de malla y las botas. Se desvistió, aseguró bien el cerrojo de la puerta, y se acostó. Apenas tardó unos segundos en caer rendido.

Una hora más tarde, Pogg lo sacó de su letargo aporreando con violencia su puerta. Zando se levantó de un salto y se vistió con premura. Descorrió el cerrojo de su habitación y tranquilizó al azorado posadero.
—¿Qué ocurre, maese Pogg? —inquirió restregándose un ojo.
—Es uno de vuestros hombres, sargento —explicó tirando de él hacia la planta baja—. Se ha enzarzado en una pelea con un habitante del pueblo.
En efecto, cuando Zando bajó al gran salón, vio como Peary retenía a un joven, amenazándolo con una daga colocada en su cuello. El resto de huéspedes lo rodeaban, reprendiéndolo, aunque sin atreverse a intervenir. Sus hombres, por contra, miraban el suceso con expresión divertida, situados a una distancia prudencial.
Zando los fulminó con la mirada mientras avanzaba hasta Peary. Según se enteró más tarde, su hombre, animado por el alcohol, se había propasado en más de una ocasión con una de las camareras. El conflicto estalló cuando uno de los lugareños, prometido con la joven, había llegado a la posada a recoger a su pareja. El muchacho, indignado, había increpado al soldado con resultados nefastos.
—Bueno —comenzó mirando a Peary—, llegados a este punto, debes saber que tu vida está íntimamente ligada a la de ese chico. Si algo, por pequeño que sea, le sucede, tendría que matarte. ¿Lo entiendes, o no te deja tu borrachera? —Zando hablaba con cadencia lenta y clara. Su tono de voz no dejaba lugar a dudas: hablaba completamente en serio.
Peary retrocedió un paso, asustado. Los ojos de Zando lo taladraban sin piedad.
—Estás acabando con mi paciencia —advirtió Zando al tiempo que desenvainaba—. Me pongo de muy mal humor cuando no me dejan dormir. Tienes tres segundos para liberar al muchacho… o morir. Uno, dos…
Asustado, Peary arrojó la daga y empujó al joven con celeridad. Después se postró, aterrorizado y suplicando. Zando lo arrastró sin tapujos al exterior de la posada. Tras tomar un par de correas de cuero del morral de su montura, amordazó al ebrio soldado en uno de los postes del porche.
—Pasarás la noche aquí, al raso —sentenció—. Quizás mañana decidas comportarte como un verdadero soldado cuando tu cuerpo se resienta con los rigores de una noche a la intemperie.
Minutos más tarde, los hombres de Zando estaban recluidos en sus habitaciones, con orden tajante de no abandonarlas hasta el amanecer. La llegada del alba traería un castigo ejemplar para ellos; debían haber impedido a su compañero propasarse con la camarera.
Zando se acostó por segunda vez aquella noche. Quizá ahora lograse dormir sin incidentes hasta el alba, aunque desconfiaba de este extremo.

La mayoría de los hombres viven una vida repetitiva y monótona, donde se enfrentan día tras día a los mismos hábitos. Cuando se los arranca de las rutinas diarias, suelen olvidar con facilidad acciones que en su entorno habitual jamás olvidarían. Quizás por este motivo, Zando no recordó las pesadillas que lo asaltaban cada noche. Era como si una parte de él creyese que éstas habían quedado en su lecho, allá en la Torre Imperial, junto a su vida anterior. Desgraciadamente, no fue así, aunque, al menos por una vez, Zando agradeció su molesta presencia.
Fue rozando el alba cuando despertó con las manos al cuello. No gritó, pues en su delirio creyó no poder respirar. Desesperado, pugnó por inspirar aire, aterrado. Retorciendo las sábanas con las manos crispadas, logró llenar al fin sus pulmones con el preciado aire, ¿o acaso nunca había faltado? En cualquier caso, Zando recuperó la normalidad poco a poco.
A tiempo para escuchar el sutil chasquido en su puerta.
La hoja se abrió, dejando una leve rendija a la vista. Un sutil fulgor brilló a la luz de las lunas, mostrando el filo de una daga. Zando se incorporó justo a tiempo. El afilado estilete se clavó, mortalmente silencioso, en el colchón de plumas, en el preciso lugar dónde un instante antes había estado su pecho. Zando saltó hacia la puerta enseguida, mas ya era tarde. Quien quiera que hubiese atentado contra él, había escapado.
Se planteó la posibilidad de presentarse en las estancias de sus soldados. Sospechaba de ellos y deseaba averiguar quién había intentado asesinarlo, aunque enseguida desestimó la idea. No sacaría nada del interrogatorio. Necesitaba pruebas.
Antes de acostarse de nuevo, echó un vistazo al cerrojo de su puerta. No mostraba signos de haber sido forzado. Quien quiera que lo hubiese hecho, era un profesional del hurto. Su primera impresión acerca de sus soldados, se confirmaba: Peary mostraba evidentes signos de alcoholismo y el que hubiese abierto su cerradura, era un ratero con mucha habilidad. Zando no dudaba que pronto descubriría los singulares talentos del resto de sus hombres.
Malhumorado, se vistió. Después de lo sucedido, no esperaría al amanecer para ponerse en marcha. Ordenó diana a sus hombres, dispuesto a ponerse en camino de inmediato.
No bien hubieron abandonado Colina Rasa, les ordenó detenerse y formar en fila de a uno, en la calzada. La claridad del alba tornaba pálidas la faz de las lunas. La parada no agradó a los soldados, deseosos de entrar en calor. A esas horas de la mañana, el frío aún se dejaba sentir con intensidad. Peary, tras pasar la noche a la intemperie, lucía una palidez cadavérica y tenía el moquillo caído.
—Vuestro comportamiento la pasada noche en la posada distó mucho de ser considerado digno de un soldado imperial —comenzó—. Es mi deber como vuestro superior imponeros el debido castigo. Pero antes de eso, le daré una oportunidad para dar un paso al frente al que ha forzado mi puerta.
Zando esperó ver miradas hoscas y rostros impenetrables. Realmente, no entraba en sus planes que el culpable confesase o que sus compañeros lo delatasen. Lo único que buscaba con su pregunta era la confirmación sobre la procedencia del asesino. En lugar de ello, los soldados se miraron entre sí, casi con desconfianza. De haber sido otro hombre, hubiese dudado de la veracidad de aquella reacción, pero Zando poseía años de experiencia y sabía discernir la mentira del verdadero asombro. Quizá, después de todo, el culpable hubiese sido alguien ajeno a su compañía. Tal vez un huésped de la posada. Zando advirtió asimismo otra cosa: el cansino aspecto de sus hombres. Más que el madrugón en sí, sus ojeras parecían atestiguar una noche en vela, sin descanso. Aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué iban sus soldados a desperdiciar la oportunidad de dormir en vísperas de otra jornada agotadora? Meditaría acerca de ello más tarde. Ahora debía imponer orden.
—Sea pues —continuó—. Todos vosotros iréis a paso ligero durante todo el día —ordenó—. Si veo el más leve intento de retrasar el paso, os quedaréis sin ración. ¿Queda claro?
Los soldados asintieron con frías miradas de resentimiento. Costaría domarlos, sin duda.

Al llegar la tarde, el agotamiento de sus hombres amenazaba con hacerlos caer de bruces tras una dura jornada en ayunas. Pese a las advertencias, los intentos por retrasar la marcha habían sido constantes, con la consiguiente pérdida del rancho. Si aspiraba a imponer orden, Zando debía dejar bien claro que sus amenazas no eran baldías.
Decidió detener la marcha en Launderia, la primera urbe de importancia en su ruta. Esta vez se hospedaron en un pequeño cuartel militar situado a las afueras. Zando dejó a sus soldados descansando en el amplio patio del complejo mientras él se presentaba al teniente al mando, un imperturbable veterano entrado en años. Éste leyó el pergamino con las órdenes de Zando con una extraña mezcla de despreocupación y rapidez.
—Sí, sois vosotros —afirmó molesto—. Venid conmigo, os mostraré los camastros.
¿Sois vosotros? ¿Qué había querido decir? Zando suponía que su misión no era de dominio público, pero ahora comenzaba a dudar de ello. Quizá una partida de soldados con una ruta paralela hubiese comentado algo acerca de ellos, pero su grupo no había coincidido con ningún otro destacamento desde su partida. Al preguntar sobre la cuestión al teniente, sólo obtuvo una fría mirada de advertencia como respuesta. La presencia del sargento y sus hombres parecía molestarlo sobremanera.
El lugar designado para pasar la noche era un desvencijado barracón sucio, con las vigas peligrosamente vencidas. Zando conocía muy bien la capacidad de un cuartel como aquel, y había observado que varios de los barracones de uso habitual estaban desalojados. Por lo visto, la humillación de Golo aún no había terminado.
Lejos de amilanarse, y molesto por el trato vejatorio, Zando intentó protestar, mas el teniente le ordenó callar y lo dejó compuesto y sin explicaciones. Pese a todo, Zando reafirmó su intención de llevar a buen puerto su misión. Si tenía que tragarse su orgullo para limpiar su honor, que así fuera.
Aquella noche fue un martirio para él, aunque sacó varias cosas en claro, así como algunas dudas inquietantes. Decidido a no correr riesgos, optó por no dormir. Compartir habitáculo con sus soldados representaba un peligro potencial que no estaba dispuesto a ignorar. Aún no sabía quién había atentado contra su vida y no deseaba despertar con una daga en el pecho. Si el misterioso asesino había sido uno de sus subalternos o no, estaba por ver.
Por otro lado, aún quedaba el problema de sus pesadillas. No deseaba mostrar ninguna debilidad ante un grupo de hombres tan hostiles. La prudencia, pues, le aconsejaba no dormir en su presencia. Así, tras una cena copiosa donde hasta el pan les supo a gloria —habían caminado todo el día en ayunas—, sus hombres cayeron dormidos casi al instante. Zando fingió hacerlo, aunque se guardó bien de dejarse vencer por el sueño.
La noche, sufrida en semejante trance, se le hizo eterna. Intentar permanecer despierto tumbado sobre un camastro era una tarea tan aburrida como difícil. Afortunadamente para él, un par de sus hombres se encargaron de hacerle más llevadera la madrugada: fue cercano el amanecer, cuando un leve sonido hizo latir desbocado su corazón. Alguien se acercaba sigilosamente a su lecho, con pasos apenas perceptibles. Zando asió con fuerza la empuñadura de su espada, colocada adrede junto al lecho y oculta a los ojos de sus hombres, esperando a tener cerca al traidor antes de intervenir. Súbitamente, cuando los pasos estaban a poca distancia, un estrépito despertó a todo el mundo. A pocos metros de su camastro, dos de sus hombres se revolcaban sobre el suelo, enzarzados en una pugna mortal, ambos armados con sendas dagas.
—¡Separadlos! —ordenó Zando con vehemencia.
El resto de sus hombres obedecieron, pero ya era demasiado tarde. Uno de los soldados implicados en la refriega había herido mortalmente al otro, atravesando su corazón con la daga. Tras cerciorarse de que nada se podía hacer ya por el desdichado, Zando interrogó al otro implicado. Se trataba de Brilb, el frumbiciano de ojos astutos y ademanes sumisos. Su intuición, una vez más, le advertía que desconfiase de aquel hombre.
—Sólo lo preguntaré una vez —advirtió—. ¿Qué ha pasado?
—Si me permitís explicarme, mi sargento, os lo diré encantado —respondió Brilb servicial—. He sorprendido a este traidor —dijo señalando el cadáver de Bérnil— caminando en dirección a vuestro lecho con pasos silenciosos. Al sospechar de él, decidí seguirlo. Afortunadamente para vos, este fumbriciano sabe cómo caminar sin ser advertido —explicó refiriéndose a sí mismo—. Cuando lo vi sacar su daga no lo dudé ni un instante: salté sobre él con la intención de salvaros, mi sargento.
—Y así ha sido, según veo —atajó Zando—. Desgraciadamente, el único testigo de tu historia yace muerto a nuestros pies. Muy conveniente, ¿no crees?
—No os entiendo, mi sargento, ¿no estáis complacido?
—Sin duda, soldado, sin duda. Es sólo que estaría mucho más complacido de haber oído la otra parte de la historia, pues… ¿cómo sé yo que no eras tú quien se aproximaba con intenciones homicidas y él quien deseaba salvarme?
Zando dejó la pregunta en el aire.
El resto de sus hombres miraron aliviados el cadáver, casi como si se sintieran complacidos por la muerte de su compañero. Aquello tenía cada vez menos sentido.

Si Zando pensó en aclarar sus dudas en los días venideros, estas no hicieron más que acrecentarse con nuevos e inesperados giros.
Escarmentado por la experiencia de compartir techo con sus soldados, decidió reorganizar la hoja de ruta, procurando pernoctar en pequeñas villas y evitando las grandes urbes. Deseaba, en la medida de lo posible, evitar cualquier campamento militar. Si Golo, tal y como sospechaba, había ordenado un trato vejatorio hacia él, no le facilitaría la labor. Por el contrario, buscó con denuedo poblaciones pequeñas, con posadas poco transitadas donde pudiese descansar en la intimidad y seguridad de una alcoba propia.
Así, los siguientes días se caracterizaron por una paz relativa. Si bien sus hombres no provocaron ningún incidente de importancia, Zando comenzó a ver signos de una profunda animadversión entre ellos: un corte en una mejilla, hematomas diversos, cojeras repentinas. Era como si fuesen incapaces de convivir sin que estallase la violencia.
Únicamente cerraban filas en torno a un tema: él. Existía un código de silencio que no rompían bajo ninguna circunstancia. Si deseaba averiguar la verdad acerca de su comportamiento, Zando debería lograrlo sin su cooperación.
No fue hasta el quinto día de viaje que la situación se tornó definitivamente insostenible. Se habían detenido en Sísine, un pueblo de pescadores situado junto al lago del mismo nombre. Tras registrarse en la posada, un local antiguo con el encanto y las desventajas de lo viejo, Zando se instaló en su habitación después de dejar bien acomodados a sus hombres. Desde el incidente en La Oca Perezosa, ellos se acostaban a la par que él.
En esta ocasión, se había visto obligado a distribuirlos en habitaciones repartidas por la planta baja y el primer piso, pues la fonda no disponía de habitaciones mayores de dos plazas. La de Zando, con un sólo camastro desvencijado por el uso, presagiaba un buen dolor de espalda al amanecer. Esta vez tomó las precauciones debidas y aseguró la puerta y la ventana, atrancando los postigos con fuertes nudos. Nadie volvería a sorprenderlo, por buenas que fuesen sus habilidades como ratero.
Pese a no poder disfrutar de un sueño prolongado, alternó cabezadas durante la mayor parte de la noche, intentando, en la medida de lo posible, no caer presa de las pesadillas. El descanso, pues, se convirtió en un bien escaso. Afortunadamente, las duras jornadas no lo eran tanto para él, pues cabalgaba en lugar de ir a pie, como sus hombres.
Fue al despuntar el sol, con los soldados formados y dispuestos para partir, cuando notó la ausencia de Peary. Inmediatamente ordenó su búsqueda. Era la primera vez que uno de sus hombres no estaba dispuesto a la hora convenida. Tras inspeccionar la alcoba, advirtieron que sus enseres aún estaban colocados a los pies de su camastro, sin deshacer. Era evidente que Peary había fingido acostarse para, a continuación, abandonar su cuarto.
Inmediatamente, el grupo se dispersó por la villa buscando al desaparecido.
No tuvieron que buscar mucho. Peary apareció flotando cabeza abajo en las frías aguas del lago, cerca del pequeño embarcadero situado a la izquierda de la posada. Su cadáver no mostraba signos de violencia, únicamente el azulado aspecto de un ahogado.
Junto al muelle, una botella de vino barato medio vacía alentó las sospechas del grupo.
—Debió escaparse para emborracharse y cayó al agua —opinaron los soldados.
Pese a ser la explicación más plausible, Zando dudaba mucho de que las cosas hubiesen sucedido así, aunque dadas las circunstancias, decidió dejar estar la cuestión.
Los lugareños aceptaron hacerse cargo del cuerpo hasta que lo reclamara el ejército. Zando prometió avisar del incidente en el cuartel más cercano: dejaría que se encargasen ellos. Él tenía una misión que cumplir y no cejaría en su empeño. Cada nueva dificultad no hacía sino fortalecer su determinación de cumplir con su deber.

Las jornadas siguientes transcurrieron con tiempo apacible en el privilegiado paisaje de la meseta meridional. Las vides cargadas de diminutos racimos verdes del tamaño de guisantes auguraban una estupenda cosecha tras el verano, hileras de álamos negros se erguían a su paso, franqueándoles la marcha a los lados del camino y llenando sus pulmones con el dulce aroma de la primavera. La hierba, verde de nuevo tras el invierno, brotaba por los linderos, llenando de verdor los claros entre los campos de cultivo. Los sembrados, flanqueados por viejos muros de piedra que parecían desafiar a la gravedad con sus torcidos costados, formaban un rico tapiz de caprichosas formas, fruto del reparto de tierras generación tras generación. Aquí y allá se alzaban orgullosos los robles, contagiando al paisaje su magnificencia.
En cuanto a sus compañeros de marcha, las nutridas caravanas de viajeros se dispersaban poco a poco, dividiéndose en cada cruce de caminos, hasta quedar reducidas a esporádicos encuentros.
Las poblaciones de la meseta central, lugares tranquilos con gentes sencillas y modo de vida apacible, también fueron alejándose cada vez más unas de otras, hasta resultar difícil recorrer en una sola jornada la distancia que las separaba. Pronto llegarían a las zonas fronterizas, y esto preocupaba a Zando.
Habían transcurrido dos semanas desde la partida en Ciudad Eje. Su grupo inicial se había visto reducido sensiblemente en las últimas jornadas. A las pérdidas de Grolt, Bérnil y Peary, ahora se sumaban otras dos, acaecidas un par de días atrás.
Dos de sus soldados habían desaparecido durante la noche y nadie sabía nada de ellos. Sencillamente no se presentaron a formar por la mañana. Todo apuntaba a una fuga y Zando decidió dejar las cosas así. Tras informar de la deserción en el puesto militar más cercano, su grupo había avanzado sin más incidentes hasta la pasada noche. Esta vez le tocó el turno a Walcer, soldado de origen iliciano con el rostro surcado de cicatrices y expresión agria. Sus gritos pidiendo auxilio despertaron a toda una aldea en mitad de la noche. Zando llegó al lugar a tiempo de salvar su vida, pero el hombre estaba seriamente herido. Una mancha de sangre en su costado delataba el lugar donde había sido apuñalado. Afortunadamente, la villa contaba con los servicios de un médico competente que logró salvar su vida, aunque el viaje había terminado para él. Pese a los esfuerzos de Zando por sonsacarle una explicación, el hombre se negó de plano a hablar.
Así, a punto de abandonar la meseta y adentrarse en un largo trecho deshabitado, Zando se encontraba entre la espada y la pared: por un lado sus hombres, dispuestos a matarlo, no sólo a él, sino a sí mismos. Y por otro, ya no dispondría de un lugar donde pasar las noches a salvo. A partir de ahora, tendría que dormir rodeado de miserables que esperaban su oportunidad para acabar con él.
Todo esto, sin contar con sus pesadillas. Sencillamente, no podía permitirse el lujo de dormir en presencia de sus hombres.
Zando sentía deseos de desenvainar y enfrentarse a ellos. Con el paso de los días había llegado a odiarlos a todos y cada uno. Su acero probablemente les sacaría la verdad de aquella demencial conducta. Pero comportarse así no era propio de un seguidor del Código.
No, no lo haría. Cumpliría con su deber y superaría la prueba impuesta por Golo. Demostraría a su soberano la clase de hombre que era. No importaba cuan duro resultase, su voluntad prevalecería. Golo reconocería su valía de nuevo.
Costase lo que costase.

···

Golo colocó cuidadosamente la miniatura de marfil sobre la gran maqueta que presidía su estudio. Se trataba de una pequeña torre, no mayor de cuatro dedos de altura. No le faltaba un solo detalle: almenas pulcramente esculpidas, aspilleras y troneras rematadas con relieves arendianos… incluso la reja de entrada estaba fielmente tallada.
La maqueta, emplazada sobre una mesa de nueve metros cuadrados, representaba fielmente la geografía de Hurgia con sus siete reinos circundantes. Al igual que la torre, y talladas a una escala mucho mayor, réplicas de los monumentos, edificios y obras de ingeniería erigidas durante su mandato, se hallaban cuidadosamente emplazadas sobre su superficie, como gigantes sobre un mundo en miniatura. Profusas en filigranas y exquisitos detalles, las reproducciones podían competir en belleza con sus homónimos reales: el puente de Exhilim, salvando majestuoso el río Eugris en Arendia, las torres fronterizas, oscuros e inexpugnables guardianes de las fronteras, la nueva Biblioteca Ygartiana…
Bajo su minuciosa supervisión, los más afamados artesanos y arquitectos de la capital habían aportado su esfuerzo para materializar la visión del monarca: la obra más ambiciosa acometida desde la creación de la Torre Imperial.
Los dedos de Golo acariciaron la máxima escrita en relieve sobre la placa dorada que presidía el conjunto: “La eternidad se alcanza a través de nuestras obras”. Y justamente eso se había propuesto como proyecto de vida. El legado aportado durante su reinado haría palidecer cualquier recuerdo o hazaña acometida con anterioridad. Si Féldaslon era recordado como el unificador del Imperio, o Asaroth como el emperador que puso fin a la crisis de la independencia fumbriciana, él llevaría el grado de civilización hasta cotas nunca antes imaginadas. Mil años pasarían y su legado aún permanecería en pie, mirando orgulloso al tiempo, recordando a la eternidad el nombre de Golo.
Unos molestos golpecitos sobre la puerta de su estudio lo devolvieron a la realidad.
—Adelante, adelante —respondió contrariado. El tono de su voz había sonado más exasperado de lo que era su intención.
—Emperador —saludó Mandir, su consejero—, sé cuánto os importuna mi presencia, pero me veo en la obligación de recordaros vuestra cita con los quehaceres diarios. Hace una hora que os esperan en la sala de audiencias —señaló sumisamente.
—¿Acaso crees que lo he olvidado?
Molesto por el recordatorio, Golo alzó el dedo en gesto admonitorio.
—Si han de esperar al emperador, que así sea. Iré cuando lo estime oportuno. ¡Es todo!
Mandir se retiró veloz como el rayo, dejando al airado hombre a solas con sus pensamientos.
Últimamente, el carácter de Golo se había vuelto hosco, mostrando un orgullo desmedido a la menor oportunidad.
Nuevamente a solas, caminó en círculos alrededor de la maqueta, incapaz de disimular su disgusto. Pese a su reacción, debía admitir que Mandir tenía razón. Por más que no fuera de su agrado, debía acudir a su cita cuanto antes. Con un profundo suspiro, Golo miró hacia la mesa, apesadumbrado. El tiempo se escurría como arena entre sus dedos y su obra no había sido más que levemente esbozada. A un lado, abierto y mostrando su contenido, un bello arcón de madera de tilo contenía infinidad de figuras que esperaban a ser colocadas sobre la maqueta. Obras que necesitaban la aprobación del Senado para ser acometidas. La estúpida supervisión de viejos anclados en el costumbrismo. Vetustos y ciegos políticos que le impedían completar su obra.
Una familiar sensación de ahogo se apoderó de su estómago. De un tiempo a esta parte, sólo con pensar en el Senado, Golo enfermaba. A esas horas, los senadores probablemente durmieran en sus cómodas residencias, mientras él, el emperador, debía coordinar los distintos ministerios, firmar títulos y tratados, conceder audiencias a la nobleza… Labores todas ellas tan estériles como innecesarias. No, definitivamente no eran tareas dignas de él.
Golo sopesó la posibilidad de nombrar un nuevo ministro encargado de realizar sus funciones. Así, podría dedicarse realmente a cumplir con los verdaderos cometidos de un monarca digno de llamarse como tal. Bajo su punto de vista —y éste debía ser acatado—, la política debían ejercerla los políticos, siguiendo el fino engranaje burocrático, inamovible desde hacía siglos. Un sistema que había demostrado funcionar, no debía ser alterado. Para mantener la fría inercia del gobierno no necesitaban la figura del emperador. Bastaba con que obedecieran y trabajasen sin estar continuamente elucubrando ideas progresistas.
Desgraciadamente, él mismo era una víctima más del sistema. Féldaslon, Hur lo tuviera en su gloria, había realizado un concienzudo trabajo al respecto, olvidando que sus sucesores quedarían relegados a realizar tareas dignas de funcionarios.
Impotente, Golo se dirigió hacia la puerta. A nadie le importaban sus accesos de furia. El Senado era un escollo que ni siquiera él podría saltar. Así había sido y así sería.
Si al menos controlase completamente el ejército… pero éste era un punto igualmente inalcanzable para él. Los cuatro Generales Supremos le debían obediencia, estaban bajo su mando, pero era el Senado quien debía autorizar cualquier acción armada y era a ellos ante quienes debían responder en última instancia.
Pensar en los generales le trajo el amargo recuerdo de la afrenta de Zando. La humillación vivida ante su pueblo aún lo hacía estremecerse de furia. Recordando el incidente con la calma que otorga la distancia, quizás hubiese actuado de otro modo, pero en aquella situación, su actitud fue más que comprensible: él mismo había nombrado general a Zando y suya era en última instancia la culpa por el senil comportamiento de su subordinado.
Debía haber nombrado a un hombre más joven, alguien sin la amenaza en ciernes de la senectud. La afrenta había sido imperdonable y el castigo se imponía ejemplar: Zando era reo de muerte, tal y como dictaba la ley. La sentencia debía haberse llevado a cabo de inmediato.
Pero no, el maldito senador Brodim había intercedido, recordando que una sentencia así en tiempos de paz no tenía sentido. Su perorata de viejo había logrado conmover al resto del consejo —reunido en sesión extraordinaria—, recordándoles la inestimable ayuda aportada en toda una vida de sacrificio y leal servicio.
Golo sabía que todo aquello era cierto, pero no se trataba del general. El destino final de Zando no le importaba entonces lo más mínimo. Aquel día estaba en juego un pulso de poder entre el Senado y él. ¡E incluso con la ley de su lado había sido derrotado!
Golo volvió a la realidad cuando una punzada de dolor le hizo aflojar la mano. Su puño agarraba el intrincado pomo de su puerta con los nudillos blancos por el esfuerzo. Su respiración era entrecortada y sudaba copiosamente. Los accesos de furia eran cada vez más frecuentes, más incontrolados.
«Es mi cuerpo, que se revela presa de la impotencia», pensó.
Aún recordaba nítidamente cómo había descendido hasta las mazmorras. Allí había ordenado reunir un grupo entre los reos de muerte: los más viles asesinos serían conducidos a su presencia. El trato era claro y contundente: les perdonaría la vida a cambio de un pequeño servicio. Matar a Zando durante el transcurso de la misión que les sería encomendada. Aquel de ellos que aportase pruebas de su muerte, sería cubierto de oro.
Lo que aquellos rufianes desconocían, era su intención de acabar con sus vidas a su llegada al Acuartelamiento del Bosque Oscuro. Si el grupo de Zando lograba llegar tan lejos, el capitán Terk, su hombre de confianza allí, tenía orden de ejecutar por alta traición a los componentes de dicha partida. Golo era un hombre que se jactaba de sopesar siempre todas las posibilidades. Confiaba en que Zando sería incapaz de sobrevivir rodeado de asesinos ávidos de acabar con su vida, pero debía prever todas las contingencias. Sucediese lo que sucediese, Zando pagaría su afrenta, con o sin el beneplácito del Senado.
Aquella idea tranquilizó a Golo. Antes de abrir la puerta y enfrentarse a sus obligaciones se volvió y fijó su vista en una pequeña zona de la maqueta del Imperio: Roca Veteada. El destino de Zando y el lugar al que jamás conseguiría llegar vivo, ocultaba un oscuro secreto. Pronto, su sueño se haría realidad, y quizás entonces podría poner en su lugar al Senado.

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2 Opiniones:

Anónimo dijo...

Me gusta. Sólo una sujerencia: Creo que al género le iría mejor un lenguaje más llano, no tan culto.
Saludos.

Fernando G. Caba dijo...

Muchas gracias por tus ánimos. Tomo buena nota de todas las sugerencias recibidas, tanto aquí, como en Facebook y el correo. Gracias por tomaros la molestia de opinar.
¡Saludos!