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CAPÍTULO V: COMPAÑEROS DE VIAJE

Vamos con la quinta entrega. Como habréis comprobados tod@s, el ritmo de la historia se acelera tras unos inicios pausados. Siempre he sido amante del cine y la literatura de aventuras, así que cuando me propuse escribir esta historia, tenía muy claro cuál bebía ser el tono. Es por esto que deseo reafirmarme en tales intenciones y deciros que esta es una historia de aventuras más que cualquier otra cosa. Eso no es óbice para encontrar personajes con unas fuertes motivaciones internas o situaciones alejadas de los tópicos mil veces vistos por todos en un género tan trillado como éste. Si lo he conseguido o no, me lo diréis vosotros, como siempre.

CAPÍTULO V
COMPAÑEROS DE VIAJE


Ciudad Eje dormía cansada. Aquel amanecer, las callejuelas de la periferia amanecieron tranquilas, con sus habitantes rendidos al fin tras una jornada entregados al exceso. Los restos de los festejos de la víspera estaban desperdigados por todas partes: guirnaldas de papel desechas y esparcidas por el suelo, cristales rotos, charcos que apestaban a vino añejo, e incluso algún que otro ciudadano recostado en algún portal, durmiendo la borrachera.
Ajeno a todo, Zando avanzaba por el barrio de Dalon, agotado tras una noche en blanco en las mazmorras. De haber advertido la suciedad y el desorden que lo rodeaban, hubiera desaprobado semejante manifestación de descontrol popular. Él, mejor que nadie, conocía las consecuencias de perder el control.

Zando aceleró el paso, deseoso de llegar con prontitud a su nuevo destino. Después de una noche en blanco perdido en lúgubres cavilaciones, era un cambio agradable poder centrar su atención en algo tan simple como caminar. Así, con andares presurosos, giró una esquina y enfrentó un largo muro de piedra gris rematado en afiladas estacas metálicas, que constituía el perímetro de uno de los acuartelamientos de Ciudad Eje. Siguió el muro hasta alcanzar la garita de vigilancia, junto a la entrada.
El soldado de guardia, recostado sobre la pared, miraba con ojos vidriosos hacia el infinito; era evidente su cansancio tras la noche de vigilia. Parecía ebrio, pese a sus órdenes de no tomar parte en las fiestas. Zando se presentó, agradeciendo en silencio la bondad de Dolmur. De no ser por el tunante bribonzuelo, aún luciría el torso desnudo. Pese a su descaro, no había consentido dejarlo marchar de la celda sin ofrecerle su camisa. Zando agradeció el gesto, más por el decoro que por el frío. Pronto le proporcionarían un nuevo uniforme.
El guardia, solícito, le señaló el lugar al que debía dirigirse, contento de tener a alguien con quien conversar, aunque sólo fuera unos instantes.
En el interior, la agrupación de edificios se distribuía con un marcado corte militar, con el espacio ordenado de modo práctico y accesible. A un lado los barracones de los soldados, la herrería y las caballerizas, y al otro las casas de los mandos, el comedor con las cocinas y el almacén militar. Todo esto, organizado en torno a una plaza central empedrada, rematada con un astil en el que ondeaba la bandera de la guarnición. Se trataba de uno de tantos cuarteles del cuerpo verde, del que hasta hacía unas horas era cabeza militar el propio Zando. Por lo visto, el emperador deseaba que sirviera a sus subalternos como pago por su falta.
Zando suspiró y se encaminó hacia el almacén. Aporreó la puerta con energía, impaciente por comenzar su jornada y ocuparse en lo que fuera. Al cabo de un momento volvió a intentarlo, a la vista del nulo efecto de su llamada. Cuando estaba a punto de llamar por tercera vez, oyó movimientos en el interior del edificio. Alguien trató de descorrer los cerrojos al otro lado de la puerta y, tras unos intentos fallidos, ésta se abrió al fin.
Un tipo desmañado y sucio, con barba de dos días y mirada vacilante por la embriaguez, lo miró de arriba abajo.
—¿Sois el nuevo sargento? —preguntó arrastrando las palabras—. Os esperaba —afirmó. Acto seguido se introdujo de nuevo en el interior, cerrando la puerta tras él.
Zando apretó los puños y respiró hondo. Comenzaba a estar furioso por la evidente falta de disciplina que imperaba en el cuartel, mas no deseaba comenzar con mal pie su nueva etapa. Lamentablemente, el tipo era sargento, es decir, su igual en el escalafón. No podía darle órdenes. Sólo le quedaba aguardar. Y aguantar…

Al cabo de unos minutos, Zando miraba con deje ausente sus galones de sargento. El uniforme le sentaba bien. No era como su anterior atuendo, diseñado para impresionar y con una utilidad nula para el combate. Éste era eminentemente práctico; la fina cota de malla se ajustaba como un guante bajo la ceñida chaqueta de cuero, y los pantalones amplios permitían gran libertad de movimientos. Su nueva espada, ligeramente mellada por el uso, era de una aleación superior a las del cuerpo de soldados sin rango, mas no era lo suficientemente equilibrada y manejable como hubiera sido de su agrado. Entre sus pertenencias, allá en su alcoba de la Torre Imperial, quedaba la espada de hechura impecable usada en sus prácticas. Pero era inútil pensar en la espada o cualquier otra de sus escasas pero queridas pertenencias. Con toda seguridad, le estaría vedado el acceso a sus antiguos aposentos.
Una punzada de dolor lo atenazó al pensar en sus enseres, único testimonio de sus vivencias, el diario no escrito de sus días. Zando se consideraba a sí mismo ante todo un soldado, un hombre práctico poco aficionado a ocupar su mente en cosas que no pertenecieran al estricto presente. Empero, sus más preciadas posesiones estaban a salvo, lejos de la Torre y del alcance de Golo. Afortunadamente, era un hombre precavido.
Terminó de ajustar su pesada capa de viaje, tomó su mochila con provisiones y salió del barracón de soldados al exterior. Abrió entonces la carta lacrada donde se le encomendaba su nueva misión. Estaba escrita por el propio monarca, cosa poco habitual. Zando no sabía cómo tomarse aquel dudoso honor, máxime después del notorio enfado del emperador. En la misiva se le ordenaba reunirse con el grupo de soldados asignados para la misión en la salida oeste de la capital. Según palabras textuales éstos eran “dignos merecedores del talento y buen mando de un hombre de su experiencia”. Zando leyó detenidamente la orden de viaje, memorizando cada palabra. Básicamente, se le repetía la orden dada en las mazmorras. Su misión era clara: viajar hasta Roca Veteada y cobrar la recaudación a la pequeña colonia de campesinos asentada en una zona recóndita y de difícil acceso. Dobló y guardó la misiva en un bolsillo de su chaqueta y se dirigió a los establos. Su viaje comenzaría en breve.

Media hora después, Zando cabalgaba al paso, camino hacia el punto de reunión. El caballo que le habían asignado estaba bien entrado en años, aunque no parecía decrépito. Lamentablemente, una cosa era la apariencia, y otra muy distinta la realidad. Sobre la frente, y adherido a la cabezada, lucía un pequeño fragmento de níode azul. Unos minutos antes, cuando le habían hecho entrega del animal, Zando había tratado de protestar, molesto por la presencia del mineral, pero sus demandas cayeron en saco roto. Si quería un caballo, sería ese o ninguno. Resignado, aceptó al jamelgo, de nombre Pintado, como su nuevo compañero de viaje.
Obstinado, no bien hubo salido del cuartel, Zando le retiró el níode. Instantáneamente, el animal desfalleció. Parecía haber envejecido años en unos segundos. Su respiración, antes regular, ahora eran jadeos entrecortados. Incluso le costaba permanecer en pie. Aquella maldita piedra confería energías y vigor adicional al castrado, pero extraía la energía del propio animal. Aparentemente, un animal potenciado por un fragmento de níode, multiplicaba espectacularmente su capacidad física, pero si se lo forzaba mucho, acababa muriendo. Era costumbre en el ejército explotar a los caballos viejos cuando ya no daban más de sí usando níodes. De este modo, servían a pleno rendimiento hasta caer muertos.
—Vas a tener que viajar con esto, pequeño —le susurró a Pintado acariciando su frente mientras volvía a colocarle la piedra—. Más me vale no forzarte si deseo salvar tu pellejo.
Nuevamente, el caballo recuperó el resuello, imbuido por los efectos del mineral.
Resignado, Zando comenzó su viaje.
Ahora, cerca de la salida de la ciudad, miró al cielo y calculó que debía estar próximo el medio día. Había perdido gran parte de la mañana en trámites y esperas inútiles. Para su sorpresa, aguardaba con cierta expectación e impaciencia comenzar el viaje. Su mente se había adaptado con inusitada rapidez al cambio traumático que había experimentado su vida. Hacía sólo un día que era un hombre poderoso y respetado, y ahora... bueno, la inactividad y la desidia de su anterior rango lo estaban carcomiendo por dentro, quizá ahora pasasen las pesadillas. Posiblemente no estaba destinado a ser un gran hombre, tan sólo un hombre de honor. La idea lo reconfortó… sí, recuperaría el honor perdido, demostraría al emperador que era un digno seguidor del Código.
Al pensar en el Código, tanteó su mochila inconscientemente, buscándolo entre su reducido equipaje, como hiciera tantas veces a lo largo de su vida. Se apenó al ser consciente de lo que hacía, pues esta vez no encontraría el libro. En sus largos años como soldado siempre llevó consigo una copia del Mert´h indú, o Código de Honor, escrito por el rey Féldaslon. En ella se describía, en forma de decálogos, la conducta honorable y correcta que conduciría a todo hombre por el recto camino. Zando había hecho de este manuscrito su ley de vida. En los ratos libres de su juventud siempre andaba leyendo y memorizando algún pasaje, y llegado el caso de duda en las cuestiones importantes de la vida, recurría al Código como referencia incontestable. Echaría de menos la cálida compañía del pequeño libro de tapas gastadas, pero no lo necesitaba. Toda su sabiduría estaba aprendida a fuego en su ser.
La repentina visión del portón de salida lo devolvió a la realidad. La muralla que franqueaba el perímetro de la ciudad, se extendía arropando las casas construidas a su amparo. No era tan imponente como la muralla interior, de dimensiones colosales y grosor impenetrable, pero cumplía con creces su función, más política que defensiva. El Imperio estaba unificado desde hacía casi dos milenios, y ningún grupo disidente osaba atacar la capital en estos tiempos de paz. Las entradas, por tanto, estaban siempre abiertas, facilitando el paso de viajeros y comerciantes.
Dos guardias flanqueaban el recio portón de madera tallado con el estandarte de la ciudad, mirando aburridos el deambular de los viandantes, que en su mayor parte eran ciudadanos que volvían a sus hogares después de la fiesta anual de la víspera. En los semblantes de los viajeros se podían apreciar los excesos y el cansancio del día festivo por excelencia. Algunos, incluso, vestían aún las galas —ahora sucias y desaliñadas— del día anterior. De este modo, el tránsito saliente formaba una procesión de personas que pasaban ante los aburridos soldados sin prestarles atención. Éstos, apoyados en sus lanzas en una actitud claramente perezosa, miraban pasar la comitiva con el tedio pintado en sus rostros.
Al verlos sumidos en semejante desidia, Zando se alegró de su nueva ocupación, dadas las alternativas. No soportaría acabar sus días con un destino estéril, entregado a tareas irrelevantes. Curiosamente, en los últimos años apenas había realizado actos realmente útiles. Su mente volvía a divagar, perezosa, saltando de idea en idea. «Antes no era así», pensó. «Me limitaba a ocuparme de mi tarea presente sin distraerme ante nada». Con un brusco cabeceo, espantó sus fantasmas internos y se centró de nuevo en su camino.
Miró alrededor. Aparentemente, nadie lo aguardaba en el interior de la ciudad. La multitud lo copaba todo hasta donde alcanzaba la vista. Cuando recibió las órdenes con el punto de encuentro, no pensó en el gentío que transitaría por la zona. Probablemente, sus hombres lo esperasen en el exterior. Impaciente, decidió preguntar a uno de los aburridos guardias.
Intentó en vano cruzar el río de gente que atestaba las calles, en su mayor parte campesinos. Nadie le abrió hueco a su caballo, ocupados como estaban en franquear las puertas y comenzar su viaje de retorno. En otras circunstancias, Zando se hubiera hecho oír y habría impuesto respeto ante la evidente falta de consideración a su autoridad, mas, dado su humor taciturno y su maltrecho orgullo, prefirió dejarlo pasar y armarse de paciencia.
«En verdad nadie respetaba ya a los precursores de la paz…»
Después de algunos intentos baldíos y algún que otro insulto de los malhumorados viandantes, logró atravesar la calle y llegar hasta el guarda. Éste lo miró lacónico, saludándolo con un leve movimiento de la mano. Decididamente, la paciencia de Zando comenzaba a agotarse. Al preguntar por su destacamento, el centinela lo miró de arriba abajo con los ojos bien abiertos, repentinamente tieso como una vela. Extrañado ante el súbito cambio de actitud del soldado, Zando pensó que quizás se habría corrido la voz de su identidad entre el ejército. No deseaba afrontar las miradas de la gente, ser señalado con el dedo por hombres que quizás antes lo hubieran respetado y admirado, y porque no, temido.
No era este el caso.
—No sé quién sois ni a quién habréis ofendido, pero os compadezco de todo corazón, compadre —afirmó con llaneza el soldado. Su sonrisa fácil mostraba una boca desdentada prematuramente y un hablar característico de las gentes de Ygartia. Su tez morena lo delataba como habitante de las tierras del sur—. Temo que la tropa que os han asignado os espera en el exterior, cerca de la laguna, en el claro del bosquecillo de abedules. Ya sabéis, para no asustar a la plebe, que como ya veis, es mucha este día. ¿De veras no os acompaña nadie?
—¿Acompañarme? —Zando no entendía nada.
Convencido de que se trataba de una confusión, explicó al guardia sus órdenes e intenciones, a lo que el hombre contestó que no cabía error alguno. Cansado de retrasos, dio las gracias y atravesó las puertas de la ciudad.
Aún fuera de los límites, nuevas casas se repartían diseminadas por los alrededores, aunque los espacios abiertos predominaban. Espoleó su caballo con ganas y se dirigió al lugar convenido. Pronto aclararía todo este embrollo.

Minutos más tarde llegó al lugar de reunión. Su caballo trotaba al paso, esquivando las ramas bajas del pequeño bosque, uno de los muchos que salpicaban los alrededores de Ciudad Eje. El aroma del musgo y la hierba mojada le trajeron gratos recuerdos. La evocación de días pasados lo hizo sentir extrañamente reconfortado. Conforme se acercaba al lugar, distinguió a un par de jinetes que esperaban junto a un grupo de doce soldados.
—¿Almirante Zando? —preguntó uno de los soldados a caballo, adelantándose—. ¿Realmente sois vos?
Zando detuvo su montura y observó al jinete. En efecto, conocía a aquel hombre.
—¡Cabo Suki! —saludó complacido—. Han pasado muchos años, ¿cómo le va a mi mejor arquero?
—Bueno, en realidad ya no soy cabo —admitió el aludido, sonriendo—, ahora soy sargento, quiero decir, teniente. A decir verdad, he ascendido hoy. Me han comunicado esta misma mañana que ceda mi puesto al nuevo sargento y me han destinado al cuerpo de arqueros azules. Ha sido algo muy extraño. Me refiero a mi ascenso, claro está —Suki miró a Zando con interés, antes de añadir—. ¿Y vos? Hacía años que no sabía de vuestra suerte, almirante. Hecho de menos servir bajo vuestro mando.
Zando miró gravemente a Suki antes de bajar su capa de viaje. Sus galones de sargento quedaron a la vista ante los incrédulos ojos del teniente.
—¿Cómo es posible? —inquirió Suki—. Vos sois el más leal de los soldados. Vuestra carrera militar ha sido siempre intachable.
—Ya no, amigo mío, ayer en el templo de Féldaslon, dejó de serlo…
Suki abrió los ojos desmesuradamente. Como todos los habitantes de la capital, a estas alturas había oído hablar del incidente.
—¡Erais vos! —exclamó—. Quiero decir, el General Verde erais vos. Ahora entiendo por qué se os tragó la tierra hace unos años. Nos dijeron que habíais sido destinado a un campamento de instrucción costero.
—Es cierto, muchos soldados veteranos terminan sus días en los campamentos —concedió Zando—. Desgraciadamente, mi historia tomó otro rumbo.
—He oído algo de lo ocurrido ayer en el templo —Suki comprendió al fin las implicaciones del suceso—. Deberíais estar muerto. Vuestra falta se castiga con la pena capital. ¿Qué os sucedió? Vos sois incapaz de hacer lo que cuentan.
—Lamento defraudaros, pero es cierto —admitió Zando, con pesar—. Perdí el control sin saber cómo. No tengo excusas.
—Justo el Zando que recordaba, siempre tan recto —Suki miró admirado a Zando, pese a todo—. ¡Al diablo con lo que digan! Yo serví con vos y conozco vuestro valor. Deberían amnistiaros, ¡si alguien lo merece en toda Hurgia, ese sois vos!
—Gracias por tu voto de confianza, amigo mío. Me reconforta más de lo que puedas imaginar. A decir verdad, en cierto modo, me han perdonado. Como puedes ver, mi cuerpo no se balancea en la horca. Gracias a mis méritos, supongo. Me han dado una segunda oportunidad. Serviré el resto de mis días como sargento, sin posibilidad de ascenso.
—Lo lamento de veras —dijo Suki.
—Lamentarse no sirve de nada, mi buen Suki. Decidme ahora, ¿cuáles son los detalles de mi misión? El día avanza y me gustaría comenzar con buen pie mi nueva vida.
—En tal caso, temo no tener buenas noticias —le advirtió Suki—. ¿Veis a esos hombres? —dijo, señalando la docena de soldados que esperaban a escasos metros—. Me han ordenado escoltarlos hasta aquí, lejos de miradas curiosas. Mis órdenes son ponerlos bajo el mando de quien se presentase a reclamarlos. No pensaba que se los entregaría a un sólo hombre. Venid, os los mostraré.
Intrigado, Zando espoleó su caballo tras el potro de Suki. Enseguida comprendió la advertencia del teniente. Miró con consternación a los hombres que le habían asignado. Básicamente, se trataba de un grupo de bribones pendencieros, todos con los uniformes sucios y desaliñados. A juzgar por su aspecto, la práctica totalidad de ellos llevaban encarcelados una buena temporada. Sus miradas, entre burlonas y maliciosas, le hicieron sospechar que esta misión no se presentaba nada halagüeña. Evidentemente, el castigo de Golo aún no había acabado.
—Por lo visto, mi perdón no está exento de cierta ironía, teniente Suki—dijo, señalando a los bribones—, temo que ellos son parte de mi castigo.
Suki rebulló incómodo en su montura.
—He oído hablar de algunos de ellos —advirtió—. Son lo peor de los cuatro colores del ejército. Una selección impía. El emperador ha demostrado una gran creatividad en su castigo, sin duda. Parece que vuestro perdón no es más que una cortina de humo, después de todo. Tened cuidado, amigo mío —advirtió tendiendo a Zando un sobre lacrado con sus órdenes.
—Descuidad, ya sabéis que no se me da mal imponer disciplina —Zando estrechó la mano de Suki, despidiéndose—. Por cierto, ¿no tendréis una copia del Mert´h indú a mano? Me gustaría viajar con un ejemplar del Código cerca.
—¿El Mert´h indú, decís? Ningún soldado bajo vuestro mando dejó nunca de tener un ejemplar. Era una de vuestras imposiciones. «El Código debe ser la guía de todo buen soldado», solíais decir —Suki sonrió mientras revolvía la mochila de su montura—. Aquí tenéis, aún conservo el mío. Me temo que está un poco ajado —se lamentó.
—No importa, os lo agradezco —Zando lo tomó con cuidado reverencial—. Sois un buen hombre. Que Yemulah el Justo guíe vuestros pasos.
—Y los vuestros, falta os hará.

Zando vio alejarse en silencio a Suki y a su acompañante. Después, miró con gesto circunspecto a sus nuevos hombres. Sólo uno de ellos, un fumbriciano de ojos pequeños y boca prieta, mostró un brillo de inteligencia en la mirada. Tomó nota mental y se dirigió a todo el grupo.
—Dadme un sólo motivo de queja o insubordinación, y os degüello —advirtió mirándolos—. ¿Queda claro?
Todos asintieron entre murmullos. Todos, excepto el fumbriciano, que lo miró con una sonrisa y asintió, complacido. Definitivamente daría problemas.

El Hechicero observó satisfecho cómo la patrulla partía. Situado a una distancia prudencial, vio emerger a Zando del lejano bosquecillo, en retaguardia. Flanqueaba el paso a sus hombres, avanzando en dirección a la calzada. Los engranajes del destino acababan de ponerse en movimiento. Un leve estremecimiento lo asaltó al recordar el pulso de poder mantenido la víspera, en el templo. Se había visto obligado a llegar hasta el límite para doblegar la voluntad de Zando. Pese a ser hechicero de primer orden, aquel hombre singular había estado a punto de resistir la inducción. Someterlo, hacerle perder el control, se había presentado como una tarea titánica. Afortunadamente, su voluntad se quebró tras un ímprobo esfuerzo. El primer paso estaba dado. Las ramificaciones que de ello se derivarían aún estaban por ver. Había mucho que hacer aún y muy poco tiempo.
Alzando el brazo en gesto apremiante, indicó a sus dos ejecutores que se pusiesen en marcha, rumbo a Arendia. El cauce del destino seguía su curso, sin detenerse. Si deseaba moldear el devenir de acuerdo a sus propósitos, no tenía un segundo que perder.

La columna de Zando avanzó a paso ligero, en dirección sur, por una de las amplias calzadas imperiales. Junto a ellos, decenas de ciudadanos se desplazaban en procesión, volviendo a sus hogares. El relajado avance de los civiles era perturbado en cuanto advertían la presencia de los soldados. Pronto se formó un espacio vacío alrededor del grupo de Zando. Las carretas y monturas que adelantaban a su patrulla lo hacían por el borde opuesto de la calzada, evitando mirarlos.
Curiosamente, cuando eran rebasados, furtivas e indignadas miradas se volvían hacia sus hombres. Intrigado, Zando espoleó su viejo corcel para adelantarse a sus hombres. Tenía la intención de preguntarle a un comerciante de aspecto enfadado si su tropa se había faltado de algún modo con él, pero en cuanto rebasó a sus hombres, no necesitó preguntar nada. El viento, que soplaba en dirección sur, les era favorable. Eso había impedido a Zando apreciar el nauseabundo olor que emanaban. Evidentemente, los viandantes estaban molestos con el olor que despedían sus soldados. Azorado por la vergüenza, y maldiciendo entre dientes, Zando volvió a situarse tras ellos; desconfiado, no quería darles la espalda.
Tras un rápido vistazo a su hoja de ruta, Zando descubrió un lugar cercano que resolvería su problema y, de paso, serviría para darles una lección de modales.
Así, al caer la tarde, les ordenó desviarse por un estrecho sendero, a través de un tupido bosquecillo de fresnos. Un par de soldados se agitaron inquietos al tomar el desvío. Aquello alertó a Zando. Se suponía que sus hombres desconocían los pormenores de la misión, incluyendo la ruta. ¿Por qué entonces se mostraron tan extrañados al tomar aquel desvío? Parecían conocer el destino de su trayecto. Zando comenzó a preocuparse.
Pronto, el camino desembocó en una amplia laguna de aguas límpidas y mansas. Una bandada de flamencos alzó el vuelo hacia la orilla opuesta, sorprendidos por la intrusión. El lugar estaba desierto a excepción de las aves.
—Formad en fila de a uno —ordenó—. Vuestro aspecto es lamentable y ningún hombre bajo mi mando viste con el uniforme sucio. Desnudaos y lavad vuestra ropa y vuestros cuerpos. Tenéis media hora, no os entretengáis.
El grupo intercambió miradas asombradas. Al principio, Zando interpretó su asombro como el típico reparo de los hombres a lavarse, pero era algo más. Sus cuchicheos aumentaron en intensidad, y no dejaban de mirar en alrededor. Aquello pintaba mal. Zando palpó la ballesta alojada en las alforjas, pensando seriamente en la posibilidad de desenfundarla, pero era demasiado tarde.
El úmbrico del grupo, un gigante de dos metros con cuerpo de toro y cabeza diminuta, llamado Grolt, sonrió con malicia. Blandió su enorme hacha, una típica arma norteña de dos filos, y caminó pavoneándose hasta Zando.
—Creo que no me apetece bañarme, jefe —se burló.
El resto del grupo miró expectante, sin interferir ni ayudar, al tiempo que se acercaban en corro hasta él. El gigante lo miraba con una sádica expresión en la cara, lamiendo el filo del hacha.
Lejos de amedrentarse, Zando desmontó con parsimonia medida. Desenvainó lentamente su espada y se colocó en posición de combate. Los hombres encontraron divertida su resolución; lo daban por muerto.
—Según veo, nadie parece dispuesto a acatar mi orden —dijo Zando. Su voz sonaba tranquila—. Dije que no toleraría ninguna insubordinación —advirtió mirando al úmbrico—. Guarda tu hacha y quizá te deje vivir.
Esta vez, todos rieron con ganas, dando por segura la victoria de Grolt. El hombretón reía mostrando sus dientes rotos. Zando, oyó como alguien lo llamaba viejo.
—Sea pues—sentenció.
Con un gesto de la mano, invitó a atacar a Grolt. Su expresión era entre aburrida y paternalista, como si sus hombres no acertaran a comprender la más obvia de las verdades.
Grolt embistió gritando, poseído por el ansia asesina que caracterizaba a los de su raza. Su enorme brazo blandió el hacha como si ésta fuera una simple daga. Zando esquivó el golpe avanzando y desplazándose lateralmente, mientras su espada subía veloz hacia su oponente. El hacha pasó a más de una cuarta de su hombro, no así la espada de Zando, que cercenó limpiamente el cuello de Grolt.
Zando ya había envainado antes de que la cabeza del desdichado rodara en dirección a la laguna, levantando ondas carmesíes en el agua.
—¿Alguno más desea sublevarse? —preguntó, encarándose al resto.
Todos habían enmudecido y lo miraban con ojos desorbitados.
—Eso me había parecido —concedió Zando—. Id rápido a lavaros, ya hemos perdido mucho tiempo. Más os vale quedar bien limpios —advirtió.
Los soldados corrieron al agua, súbitamente complacientes. Zando montó de nuevo, extrajo la ballesta de su funda y la armó.
Iba a ser un viaje muy largo…

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3 Opiniones:

srubiomartin dijo...

Leeré tú libro. No soy un lector empedernido sólo leo lo que por una u otra causa me gusta o me dice algo. Pero como temo la escopeta de Kheltor lo haré. Me haré seguidor de tu blog en el momento en que sepa como hacerlo. Saluos.

Fernando G. Caba dijo...

Espero que te guste, srubiomartin. A ver si al final no necesitas la escopeta de Kheltor para seguir. Un saludo.

Anónimo dijo...

Srubiomartin, para hacerte seguidor del blog es muy fácil: en la columna derecha del blog, debajo de lectores verás un botón que dice "seguir", dale ahí y te registras.