Capítulo VIII de El Forjador Almas: Redención.
Hola de nuevo, después de unos días muy movidos en lo personal (me he mudado y trasladado a una nueva ciudad), por fin he retomado la escritura de Redención. Espero no tener más contratiempos antes de finalizarlo.
En cuanto al capítulo propiamente dicho, me he pensado mucho si incluirlo o no. Según me comentéis ya veré qué hago. Introduzco un par de personajes nuevos, uno de ellos femenino (que más de uno me ha regañado por la escasez de féminas) de esos odiosos, la pérfida Lilendra.
Es todo de momento, aquí lo tenéis.
CAPÍTULO VIII
EL SERVIDOR DE LOS LACAYOS
El dignator entró en las mazmorras con paso firme. Como cada vez que se adentraba en aquel mundo frío y oscuro, iba solo. El asunto que lo impelía bajar a aquel lugar de soledad y dolor era sólo de su incumbencia. Sus botas de cuero negro y remaches en plata repiquetearon sobre la fría piedra, delatando su presencia y evitando cualquier intento de discreción. Algún que otro preso se apresuró a acercarse al pequeño ventanuco que hacía de nexo entre su celda y el mundo exterior, suplicando perdón, insultando o por simple curiosidad. Todos sin excepción enmudecieron al verlo, retirándose de inmediato al rincón más tenebroso de sus calabozos.
El dignator apresuró el paso, deseando acabar cuanto antes con aquello. Demasiadas veces en el pasado lo había intentado, siempre con el mismo resultado. Esta vez, no obstante, sería diferente. Aquella desdichada situación se había prolongado demasiado. Estaba decidido a enfrentar sus demonios de una vez por todas. Pese a estar en boca de todos sus siervos los motivos que lo impulsaban a visitar aquella parte del castillo, él se resistía a aceptar que su debilidad fuese de dominio público. Nadie osaría sacarle el tema, y, sin la confirmación que eso supondría, prefería mantener la ilusión de su secreto. Su dignidad estaba pues, precariamente a salvo, tras un velo de ignorancia. Siempre que reunía el coraje para bajar allí, creía que podría enfrentarse al prisionero, que reuniría el valor necesario para obtener las respuestas que necesitaba.
Y cada vez fracasaba.
En esta ocasión, su determinación se vino abajo incluso antes de torcer por el pasillo que desembocaba en su celda, la más alejada y profunda. El desdichado estaba cantando una vieja canción de taberna, y sus estrofas llegaron hasta él llevadas por la reverberación de los angostos pasillos. Hacía años que no oía su voz, quebrada y ronca tras media vida de cautiverio, apenas un susurro sin fuerza. No se trataba de una canción alegre, sino del tarareo de un demente, el entretenimiento de un condenado que tiene que lidiar con una soledad constante. El dignator apretó los puños lleno de impotencia. Temía encarar al más miserable de los hombres, al prisionero más antiguo que habían engullido las sombras de aquel inframundo. Llevaba toda su vida postergando la decisión que saldría de aquella entrevista, pues temía enfrentarse a la verdad.